MECANISMOS OBSESIVOS ADICIONALES OBSERVADOS EN LA TERAPIA

MECANISMOS OBSESIVOS ADICIONALES OBSERVADOS EN LA TERAPIA

Cuando Piffie tenía once años hubo una ocasión en que llegué a la sesión un cuarto de hora tarde. No mostró en forma notoria ansiedad ni enojo, ni alivio. Me reprendió, y rápidamente inició una indagación cuidadosa de las posibles razones de mi demora, que tomó la forma de un procedimiento judicial. Como juez, él mismo examinó una especie de lista de mis pretextos, para mitigar las circuns­tancias. Aunque llevada con ligera burla hacia sí mismo y hacia mí, esta empresa era sin embargo conducida con seria determinación: duró más de tres sesiones de su tratamiento de una vez por semana, y podría haberse convertido en una de sus ocupaciones interminables. Divi,ii(í una hoja de papel en columnas e hizo

 

listas de un gran número de razones que podrían haberme demorado. En esta forma hizo una detallada investigación de tres áreas de mi vida: primero mi casa y vida familiar, es decir, atrasos causados por las posibles exigencias, necesi­dades y seducciones de mi marido, mi bebé, mi hijo, mi hija, etc.; segundo, mi trayecto a la Clínica, cada tipo de transporte que podría haber utilizado y los riesgos relacionados con cada uno; tercero, una encuesta sobre mi trabajo y relaciones dentro de la Clínica, las posibles exigencias de una variedad de pacien­tes y de complicaciones con mis colegas de jerarquía superior, inferior e idéntica. Cada una de estas excusas eminentemente realistas integraba una lista y era exami­nada hasta extraer la conclusión de que no había ninguna excusa, de que yo seguía culpable. Debajo de cada ítem hacía entonces una línea, sellándolo para siempre antes de considerar el siguiente.

Este material ilustra su manera de manejar un trauma potencial y también demuestra que es necesario concentrarse en la estructura más que en el contenido de su material para que las interpretaciones sean eficaces. Con ciertos visos de realidad, los acuerdos que realicé para la hora de su sesión pueden considerarse como circunscribiendo un área de mi vida que él tenía derecho a usar, un área definible en términos de tiempo, espacio, rol y función. No obstante, en sus mo­mentos de stress y con mucha facilidad Piffie experienciaba estos acuerdos en una ,forma concreta, menos auténticamente simbólica. Su visión de la sesión era en­tonces como la de un cercado que contenía una porción de su objeto, un cercado que estaba organizado y mantenido mediante el poder de sus Mecanismos obse­sivos omnipotentes. Mi retraso amenazó con quebrar su control todopoderoso y cuando las paredes de su cerca fueron atravesadas surgió el peligro de que se sintiera ,abrumado por una ansiedad que no estaba preparado para enfrentar. Mi demora fue entonces aprehendida como una experiencia traumática potencial —la cual él podía manejar mediante una rápida movilización de una aún mayor proliferación de sus defensas obsesivas—, cajas dentro de cajas. La ansiedad, los celos y la hostilidad que hubieran podido ser reacciones apropiadas para su self infantil en esa situación, nunca fueron experimentadas. Cada reacción emocional estaba separada en partículas pequeñas, hasta ser inofensiva, descartada y encar­petada en sus archivos legales. Por estos medios, evitaba para sí mismo la expe­riencia de ansiedad y para su objeto el impacto de su enojo. A pesar de tener el refinamiento de un niño de once años, de su capacidad de leer y escribir, de for­mular y examinar hipótesis, puede verse que su reacción a este trauma potencial era básicamente la misma que había demostrado en su primera visita a la edad de tres años. Entonces no hubo reacción de ansiedad al posible trauma de que su madre lo pusiera en las manos de una extraña. En su lugar se ocupó de ordenar y alinear porciones de su objeto. En aquella ocasión las porciones eran equiva­lentes a sus bloques de construir, y en esta última eran apenas menos que literal­mente equivalentes a ítems de su ordenado catálogo.

Mi demora, el quebrantamiento del contrato terapéutico, la sentía también como indicando fisuras en mis propios límites. Con considerable placer se arrojó entonces en estas fracturas para explorar áreas internas de mi vida de las cuales normalmente estaba excluido. Al mismo tiempo sintió que mis límites parecían debilitados y, por ende, que yo era vulnerable al abuso de sus rivales, cada uno

 

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de los cuales debía nuevamente ser puesto en su lugar. Esta situación aumentaba su curiosidad, pero sin llevar a un aumento del aprendizaje. Fue como si él se viera urgido a rever los arreglos de seguridad de su territorio, pero no a aumentar su comprensión. Al explorar el contenido del material encontré, por ejemplo, que interpretaciones acerca del temor de que yo hubiera sufrido un accidente o de sus celos de mi hijo, no producían ningún aumento de sentimientos o de insight. Era simplemente como si yo hubiera espiado sobre su hombro, mirando dentro de una caja, y una vez dicho lo que tenía que decir, él hubiese contestado: «Sí… bueno» y luego hiciera su raya, cerrara la caja, encerrara en ella simultá­neamente mi interpretación y pasara al siguiente ítem. Entre todas sus conje­turas había poco lugar para la posibilidad de que yo hubiera decidido libremente hacer algo distinto o ver a alguien diferente durante parte de su sesión. Aunque me juzgaba culpable, yo sólo era culpable de debilidad cuando otros irrumpían dentro de mí. Esto le evitaba la necesidad de experimentar ansiedad de cualquier naturaleza, depresiva o persecutoria, en relación directa con su objeto. Ninguno de nosotros debía ser culpado en realidad: simplemente había una falla en el sistema, y él era por completo capaz de resolverla mediante el refuerzo de sus controles.

Experiencias de este tipo habían iluminado la necesidad de enfocar las inter­pretaciones sobre los procesos de segmentación y encapsulación mediante los cuales le era posible mantener con tanto éxito las satisfacciones del control omni­potente. La similitud con el episodio del hombre en la escalera resulta notoria.

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