EL COMIENZO DEL TRATAMIENTO Primera sesión: El meteoro

EL COMIENZO DEL TRATAMIENTO

Primera sesión: El meteoro

John emergió de las manos de la madre y de la niñera con aspecto sombrío y decidido. Era un niño bien parecido, vigoroso y bien desarrollado, de andar elástico y movimientos rápidos y bien coordinados. No me miró y no ofreció ninguna resistencia cuando le tomé la mano y lo conduje arriba, sonriendo breve­mente a las flores que había en el rellano de la escalera. Tan pronto como llegamos

 

al consultorio dejó caer el enorme oso de felpa que le había dado su madre. De entre los varios juguetes esparcidos sobre la mesa escogió un aeroplano pequeño, puso la proa en su boca, lo hizo girar en el aire y después se lo puso de nuevo en la boca. Cuando comencé a hablar se lo introdujo más profundamente. En seguida se abalanzó sobre una taza de plástico, la dejó caer diciendo «mooss» con voz áspera, se apoyó contra mis piernas y aferró la parte superior de mi oreja, retor­ciéndola. Tomó de una silla un almohadón marrón, lo olfateó, se sentó en el suelo tirando de los hilos de la funda con mucho esfuerzo y emitiendo sonidos «eh» y «ah» hasta que logró desgarrarla. Extrajo parte del relleno y luego se abrió paso entre mis piernas y se subió a mi falda. Acomodó mis brazos de modo que rodea­ran su cintura y de inmediato encorvó su espalda, se puso rígido y se tiró hacia atrás. Me encontré sosteniéndolo con firmeza para impedir que se cayera. Se rió cuando lo incorporé y convirtió esto en una especie de juego. En un momento creí oírle murmurar «rosas, rosas», lo cual me recordó la canción infantil y las acciones que habitualmente acompañan a «ringa, ringa coses, a pocket full of posies, tissue, tissue, we all fall down». Al oír el ruido de un avión distante se arrojó de mi falda, escuchó, miró por la ventana, después escudriñó el interior de un autito verde de juguete por su ventana trasera, olfateó el almohadón ma­rrón, lo arrojó sobre mi falda y saltó sobre él de cola. Dio vuelta el broche que yo llevaba para examinar su reverso, después corrió hacia el diván con el osito pero volvió para tironearme de la mano, me empujó para que me sentara en el diván y se acostó boca abajo, enroscado alrededor de mi cuerpo, succionando y mor­diendo la colcha del diván. De repente se abalanzó hacia adelante, arrojándose de cabeza fuera del diván, por un extremo. Cuando lo tomé y lo tiré hacia atrás, se rió y convirtió esto en un juego. Das veces lo dejé ir y aterrizó de cabeza; acto seguido se chupó el antebrazo, con aspecto de perplejidad y desamparo. Cuando le dije que era hora de irse a la casa, pero que lo vería al día siguiente, permaneció de pie, apoyado contra mis piernas. Lo tomé de la mano pero parecía rengo e incapaz de caminar, de modo que lo llevé abajo en brazos. Se alejó cami­nando entre la madre y la niñera asida de sus manos, sin mirar hacia atrás.

Comentario. Resulta difícil comunicar el impacto que John produjo en mí: una mezcla de sentirme deseada, invadida y necesitada, todo al mismo tiempo. Es igualmente difícil transmitir la fuerza y la pasión con que John tomó posesión de mí, la manera en que tomó el aeroplano, tironeó de los hilos, arrancó el relleno, forzó mis piernas para hacerse lugar entre ellas, se acunó, enterró los dientes en el diván, se echó hacia atrás. Yo me sentí desconcertada e invadida cuando me tiró de la oreja tiránicamente. John ejercía sobre mí, sin embargo, otro poder mucho más apremiante que el de hacerme esclava de sus deseos: el poder que emanaba de su pedido de ayuda y de lo inmediato de sus impulsos suicidas. La conducta de John parecía dirigida a mostrarme que él necesitaba insertar profundamente una parte de mí dentro de la boca, como la proa del avión, rodearla y envolverla como la tetilla a la que, según su madre, se había aferrado con tanta tenacidad. De un modo similar necesitaba ser sostenido, envuelto por mi falda y mis brazos. Daba a entender que la alternativa era deshojarse como las rosas; se incrustó en mi rega­zo con la velocidad y la fuerza de un meteoro y yo sentí el impulso de sostenerlo

 

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para que no se lanzara más allá en el espacio y se perdiera. Su renguera al final de la sesión sugirió de un modo intenso que separarse era una catástrofe: ser tirado, algo que estaba más allá de la desesperanza, más bien una apatía desesperada, amputada de la vida misma. Volvió a la vida cuando la madre y la niñera lo toma­ron de las manos: parecía necesitar este pasaje físico de unas manos a otras para evitar el sentimiento de vacío.

Si bien hice comentarios verbales en lenguaje muy simple y de acuerdo con estas impresiones, sentí que la comunicación pertinente se daba en un nivel no verbal. Aunque normalmente desaliento cualquier contacto físico, John no sólo lo exigía sino que parecía expresar una imperativa necesidad de él. Yo no sentía que estaba tratando con un niño de tres años sino con un pequeño bebé aterrori­zado de caer en un abismo.

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