El Sacrificio 39

Entre la enfermedad, por ejemplo, y la violencia voluntariamente infli­gida por un enemigo, existen unas relaciones innegables. Los sufrimientos del enfermo son análogos a los que hace sufrir una herida. El enfermo corre el peligro de morir. La muerte amenaza, igualmente, a todos aquellos que de una u otra manera, activa o pasiva, están implicados en la violen­cia. La muerte no es más que la peor violencia que le puede sobrevenir al hombre. No es menos razonable, en suma, considerar bajo un mismo apartado todas las causas, más o menos misteriosas y contagiosas, suscepti­bles de provocar la muerte, que crear una categoría aparte para una sola de ellas, como hacemos en el caso de la enfermedad.

Hay que recurrir a determinadas formas de empirismo para entender el pensamiento religioso. Este pensamiento tiene exactamente el mismo ob­jetivo que la investigación tecno-científica moderna, y es la acción práctica. Todas las veces que el hombre está realmente deseoso de alcanzar unos resultados concretos, todas las veces que se siente acuciado por la reali­dad, abandona las especulaciones abstractas y retorna a una especie de empirismo tanto más prudente y mezquino cuanto más y más de cerca le apretan las fuerzas que intenta dominar o, por lo menos, distanciar.

Entendido en sus formas más simples, tal vez las más elementales, lo religioso jamás se interroga acerca de la naturaleza final de las fuerzas terribles que asedian al hombre; se limita a observarlas a fin de determinar las secuencias regulares, las «propiedades» constantes que permitirán pre­ver determinados hechos, que ofrecerán al hombre unos puntos de referen­cia capaces de determinar la conducta a seguir.

El empirismo religioso siempre llega a la misma conclusión: hay que mantenerse lo más alejado posible de las fuerzas de lo sagrado, hay que evitar todos los contactos. Así, pues, el empirismo religioso coincide, en determinados puntos, con el empirismo médico o con el empirismo cien­tífico en general. A ello se debe que algunos observadores crean reconocer en él una primera forma de ciencia.

Este mismo empirismo, sin embargo, puede terminar en unos resulta­dos tan aberrantes, desde nuestro punto de vista, puede mostrarse tan rígi­do, tan mezquino, tan miope, que es tentador explicarlo por algún tipo de trastorno del psiquismo. No es posible ver las cosas de esta manera sin convertir la totalidad del mundo primitivo en un «enfermo» ante el cual nosotros, los «civilizados», aparecemos como «sanos».

Los mismos psiquiatras que presentan las cosas bajo este aspecto no vacilan, cuando les parece, en invertir sus categorías: entonces es la «civi­lización» la enferma, y sólo puede serlo en oposición a lo primitivo, el cual aparece esta vez como el prototipo de lo «sano». Sea cual fuere la manera de manipularlos, los conceptos de salud y de enfermedad son inadecuados para explicar las relaciones entre las sociedades primitivas y la nuestra.

Las precauciones rituales que parecen dementes o, por lo menos, «muy exageradas» en un contexto moderno son, a decir verdad, razonables en su contexto propio, es decir, en la ignorancia extrema en que se halla lo reli‑

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