«NIÑO TRAVIESO»*

«NIÑO TRAVIESO»*

Una quincena más tarde John repentinamente interrumpió sus continuos saltos con rebote. Su madre le había anticipado que una de sus amigas vendría con su hijo a pasar unos días con ellos. Al subir al cuarto de juegos John en­contró una pequeña hoja de hiedra. La tomó, la dio vuelta, la miró fijamente y la agitó. Tomó del vaso rojo dos grandes tragos de agua y tiró el resto en el lavabo. Dijo «levante» y, sosteniéndose de mis manos, bajó del alféizar de la ventana de un salto. Tomó un balde y una pala, mordió y arrancó algunas cerdas con sus dientes, luego se acostó a lo largo de la mesa y apoyó sus pies en mi falda, mientras agitaba y tironeaba las cerdas una a una. Miró hacia la silla del rincón con una desafiante expresión de triunfo y sostuvo su mano de una manera carac­terística, con la palma hacia arriba, gesto que había sido asociado con cubrir y poseer a la mamá-pecho. Luego escupió en una mano.

Después de estar sentado en mi falda durante un rato, John escupió en el piso a cada lado de la silla, se recostó en mis brazos y chupó su antebrazo. Le dije que él insistía en ser mi nuevo bebé, que había arrancado y desgarrado de mí a los pe­los-bebés y mantenía alejados a los otros con su escupida-veneno. Hizo ruidos de aeroplano y se sentó, se colgó para oler mis piernas, subió mi pollera y olió mis rodillas. Escupió un poco más, luego fue a la canilla y bebió largamente. Después de esto se acostó en el alféizar de la ventana, golpeó su cabeza con fuerza con el arruinado cepillo y apretó sus dientes diciendo «niño travieso; eres un niño tra­vieso… abre la boca». Todo esto significaba a mi entender que John sentía ahora que una mamá muy enojada y dañada le golpeaba la cabeza y castigaba por arran­car y envenenar a los otros bebés.

En la sesión siguiente, John se acostó sobre la mesa, empujó lentamente los pelos del cepillo para adelante y para atrás diciendo «señora» de una manera muy triste, y miró hacia la silla grande. Se sentó, escupió a un lado y al otro, colgó su cabeza en mi falda y dijo «nene travieso». Luego de golpear la pequeña silla ama­rilla que tenía adelante, de escupir en ella y de frotar la escupida, miró hacia el techo. Parado en el alféizar de la ventana, fue corriendo de un lado a otro, saltó al piso, escupió en el suelo y vino repentinamente a sacarme de la silla en un esta­do de gran excitación. Cuando volví a sentarme, trató de empujarme nuevamen­te. Cuando observó que yo no me movía, golpeó su cabeza contra mi espalda y furiosamente en mis rodillas y mi estómago y luego contra la mesa. Sacó y desparramó grandes cantidades de agua, golpeó con fuerza su cabeza contra el lavabo, tomó el cepillo, lo tiró hacia el techo y se sacudió de risa cuando éste cayó con mucha fuerza. Después bebió con Su cabeza dentro de la taza y escupió el agua en ésta nuevamente, riendo a carcajadas, propinó más golpes a ambos lados de la pileta y corrió alrededor de la mesa. Luego se recostó sobre ella, la escupió y lamió la escupida, golpeando su cabeza y chocándola contra mi pecho. Encontró algunos cabellos en el piso, los retorció, los dio vuelta y bailó alrede­dor de la mesa. Cuando la hora finalizó, mordió mi rodilla, y cuando no le per‑

 

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mití arrancar una planta cercana a la puerta de entrada, se acostó en la calle, golpeándose repetidamente la cabeza con fuerza contra las piedras.

Comentario. La ferocidad de los celos de John había sido exacerbada por la amenaza de un rival en su casa. Se sintió atormentado como si lo fueran a aban­donar totalmente. A su vez me atormentó, tirando de los cabellos y usándolos como bebés-rehenes, deshaciéndose de la señora-mamá-cepillo, escupiendo la comida-agua. Creo que quería decirme que si no le permitía que me poseyera y se apoderara de mí, entonces éste sería el tipo de niño John que tendría que aguantar. Es particularmente interesante observar en qué diversas formas usaba el golpearse la cabeza. Lo hizo con una fuerza tan tremenda que siempre me sor­prendía que no estuviera cubierto de moretones. En estas sesiones usaba su cabeza para atravesar a golpes la barrera y entrar en mi pecho y mi vientre de la misma manera en que previamente golpeaba el coche de juguete y el costado del diván cuando se sentía excluido. El golpearse la cabeza al final de las sesiones podía considerarse como desesperación, pero también como una manera de tiranizarme, convirtiéndose a sí mismo en el bebé-rehén que él mataría si yo no hacía lo que él quería. Pero a veces también existía una nueva cualidad en el golpearse la cabeza después de haberme atacado: era como si se castigara por ser «travieso».

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