La crisis sacrificial 66

que no esté dispuesto a negar cualquier parecido por el lado ma­terno, incluso cuando resulta evidente. Al señalarles los casos me­nos contestables, no se consigue más que irritar e insultar a los trobriandeses de la misma manera que se irrita al vecino de rella­no en nuestra sociedad cuando se le enfrenta a una verdad que con­tradice sus prejuicios políticos, morales, religiosos o, peor todavía, sus intereses materiales, por evidente que resulte esta verdad.»

En este caso, la negación tiene un valor de afirmación No sería escan­daloso mencionar el parecido si éste no resultara notorio. Imputar el pare­cido a dos consanguíneos es ver en ellos una amenaza para toda la comu­nidad; equivale a acusarles de esparcer el contagio maléfico. El insulto es tradicional, nos dice Malinowski; está catalogado como tal y no hay otro más grave en la sociedad trobriandesa. El etnólogo nos presenta los hechos como un enigma casi total. El testimonio inspira tanta mayor confianza en la medida en que el testigo no tiene ninguna tesis a defender, y nin­guna interpretación a proponer.

Y, sin movernos de los trobriandeses, el parecido entre el padre y los hijos no sólo es tolerado, sino que es bien acogido, y casi exigido. Y esto en una de aquellas sociedades que, como sabemos, niegan el papel del padre en la reproducción humana. Entre el padre y los hijos no existe nin­gún vínculo de parentesco.

La descripción de Malinowski muestra que el parecido con el padre tiene que ser leído, paradójicamente, en términos de diferencia. Es el padre quien diferencia entre sí a los consanguíneos; es literalmente el portador de una diferencia a la que debemos reconocer, entre otras, el carácter fálico observado por el psicoanálisis. Como el padre se acuesta con la madre, se dice, como se relaciona siempre con ella, «coagula el rostro del hijo». Malinowski nos cuenta que «el término de coagular, moldear, dejar una huella, reaparecía siempre» en las respuestas que recibía. Por consiguiente, el padre es forma y la madre materia. Al aportar la forma, el padre dife­rencia a los hijos de su madre, y también a los hermanos entre sí. Esto explica que los hijos deban parecérsele sin que este parecido con el padre, común, sin embargo, a todos los hijos, implique el parecido de los hijos entre sí:

«Me hacían notar a menudo hasta qué punto uno u otro de los hijos de To’oluwa, el jefe de los omarakana, se parecían a su padre. Al permitirme observar que este parecido común con un padre común implicaba el parecido de los propios hermanos, me hice condenar inmediatamente con indignación por mis opiniones heréticas.»

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