La psicología informa a la literatura Ernest Hemingway: una perspectiva psiquiátrica

CAPÍTULO

2

La psicología informa a la literatura

Ernest Hemingway: una perspectiva psiquiátrica

INTRODUCCIÓN

«Ernest Hemingway: una perspectiva psiquiátrica», que escribí con mi mujer, Marilyn, fue publicado en los Archives of General Psy­chiatry (junio de 1971). Este artículo ilustra otra faceta de la relación de interdependencia entre la literatura y la psicología. Aquí, inverti­mos el proceso: más que recurrir a las comprensiones de la literatura para esclarecer la psicología, usamos la pericia psicodinámica para comprender la vida y la obra de un autor. Tal enfoque es útil solamen­te en el caso de ciertos autores y para ciertas obras de arte. Las com­prensiones psicodinámicas tienen mucho que ofrecer para compren­der a Ernest Hemingway, quien, aunque era un genio del estilo, fue (como resultado de sus tormentos personales) un guía limitado para la vida. Esta selección postula que los conflictos internos de Hemingway dieron cuenta, dominaron, y quizás perjudicaron su visión artística a medida que luchaba una y otra vez en la ficción contra el mismo con­junto de temas personalmente sin resolver.

Ernest Hemingway murió como consecuencia del suicidio el 2 de julio de 1961. Desde entonces sus restos han sido revueltos por hordas de perio­distas, críticos, biógrafos y panegiristas, intentando todos ellos, incluidos nosotros también, valorar el legado de Hemingway. Como estudiosos nos congregamos en torno a sus restos históricos y literarios; Hemingway habría dicho: como hienas en torno a la carroña.

Nos sumamos a esta congregación sabiendo que ya está atestada de gen­te y dándonos cuenta de que buscamos el curso hasta la muerte de un hom­bre más que su bendición. ¿Qué tienen que añadir todavía un psiquiatra y una catedrática de literatura a las innumerables palabras que ya han sido publicadas? Fue quizá la aparición de la biografía’ largamente esperada de Baker lo que nos convenció de que, a pesar de lo meticuloso de su útil tra­bajo enciclopédico, algunas áreas extremadamente importantes del mundo interior de Hemingway estaban todavía sin explorar. Hasta donde el psi­quiatra trata de comprender a su paciente, nosotros emprenderemos un examen de los principales conflictos psicodinámicos con los que tuvo que luchar Hemingway. No nos proponemos, desde luego, explicar o diseccio­nar su genio, sino solamente clarificar las fuerzas internas que conformaron la estructura y el fundamento de su obra. Nuestros datos son los aconteci­mientos registrados de la vida de Hemingway y sus propios escritos. Tam­bién hemos sido bastante afortunados al poder contar con el consejo del ge­neral de división Charles T. (Buck) Lanham, uno de los más íntimos amigos de Hemingway, cuyos perspicaces recuerdos y sugerencias han sido inesti­mables para la preparación de este manuscrito.

Para un psiquiatra, es mucho más que un importante escritor, incluso más que el novelista americano mejor conocido del siglo. Cuando vivía era una figura pública de primera magnitud, reconocible en el acto para una persona culta de este país y de la mayor parte de Europa. Su nombre era si­nónimo de un enfoque de la vida caracterizado por la acción, el coraje, la destreza física, la resistencia, la violencia, la independencia, y por encima de todo «la elegancia bajo la presión», atributos bien conocidos que todos nuestros lectores podrían haber recogido en una lista parecida. En resumen, era el modelo heroico de una época.

Un héroe es, en gran medida, un reflejo, símbolo, o síntoma de la cultu­ra que lo ha creado. No obstante, la imagen de Hemingway fue de tal vitalidad que no sólo reflejó su cultura sino que ayudó a configurarla y a perpe­tuarla. 1;1 amplio contacto de Hemingway con los diversos medios de comu­nicación de masas dejó la marca de sus valores en la vida psíquica contem­poránea; ha sido incorporado al tejido de la estructura del carácter de una generación de norteamericanos. Incluso aquellos que no le leyeron, estuvie­ron familiarizados con sus famosos sustitutos cinematográficos: Gary Coo­per en Adiós a las armas y ¿Por quién doblan las campanas?, Humphrey Bo­gart en Tener y no tener, Tyrone Power en The Sun also Rises, Gregory Peck en Las nieves del Kilimanjaro, Burt Lancaster en Forajidos, y Spencer Tracy en El viejo y el mar.

Hoy Hemingway todavía tiene muchos seguidores, especialmente entre los adolescentes y los jóvenes universitarios aunque estos tengan nuevos ídolos. Mientras que el joven no puede negarle su posición literaria, como líder de una revolución de estilo en la prosa, hay muchos indicios de que ya no es el modelo de héroe para una generación emergente de creadores de la cultura. Aquellos comprometidos en la militancia por una política nacio­nal de paz encuentran difícil que pueda emularse a un hombre que escribió que no podía creer en nada excepto en que uno debería luchar por el pro­pio país siempre que fuera necesario.’ Los activistas jóvenes están desilusio­nados con el autor que se abstuvo del compromiso político y social, porque él fue un hombre básicamente apolítico que se sentía atraído por la batalla, menos por el compromiso ideológico que por el aliciente del peligro y la exci­tación. A diferencia de los escritores con una mentalidad social de la década de los treinta, que intentaron sin éxito movilizarlo, él pronto perdió cual­quier deseo idealista de cambiar el mundo, como expresó en tono humoris­ta en este verso de 1924:

Conozco monjes que se masturban por la noche que se tiran a sus gatos

que a algunas chicas agarran

y aún así

¿qué puedo yo hacer

para poner las cosas en su sitio?’

Con la perspectiva de apenas diez años, nos parece que el legado de He­mingway es más un legado por la forma que por la sustancia, que será re­cordado como un genio del estilo pero como un limitado guía para la vida.

Carta de E. Hemingway a Charles E. Lanhman, del 27 de noviembre de 1947.

E. Hemingway, «The Earnest Liberal’s Lament», Der Quershnttt, otoño de 1924.

Mientras apreciamos las consideraciones existenciales generadas por los en­cuentros de Hemingway con el peligro y la muerte, no apreciamos la misma medida de universalidad e intemporalidad que asociamos con un Tolstoi, o un Conrad o un Camus. ¿Por qué es así?, nos preguntamos. ¿Por qué es tan restringida la visión que Hemíngway tiene del mundo? Sospechamos que las limitaciones de la visión de Hemingway están relacionadas con sus res­tricciones psicológicas personales. Hay muchas cuestiones sobre el univer­so que no suscitó nunca. Incluso hay muchas más acerca de sí mismo que nunca se atrevió a plantear. Así como no hay duda de que fue un escritor ex­traordinariamente dotado, tampoco hay duda de que fue un hombre extre­madamente agitado, implacablemente sujeto a sus impulsos durante toda la vida, que en una psicosis depresiva paranoide pondría fin a su vida a los se­senta y dos años.

Durante su formación, al psiquiatra normalmente se le hace escribir un informe por cada paciente, en el que intenta «explicar» el mundo interior del paciente a través de un análisis del pasado y de las fuerzas interpersona­les e intrapersonales que en el momento actual operan en él. Esta «formula­ción dinámica», como así se le denomina, invariablemente es la tarea más dificultosa del estudiante: generalmente está perdido en un mar de informa­ción, la corriente de múltiples escuelas teóricas que se suceden como otros tantos sólidos barcos de transporte, aunque ninguno parezca capaz de aca­rrear toda la carga de la información clínica disponible por paciente. La «fiabilidad» de la formulación dinámica es lenta, esto es, muchos psiquia­tras con una información similar compondrán formulaciones radicalmente diferentes. La «validez» no resulta mejor, ya que la formulación dinámica se correlaciona poco con el diagnóstico y el curso clínico del paciente.

El psiquiatra que ofrece gratuitamente una formulación dinámica de un paciente al que nunca ha visto debe ser particularmente humilde. Ernest Hemingway se resistió a la introspección psicológica profesional durante su vida y ahora, póstumamente, muestra la misma falta de cooperación con la investigación clínica. Sin embargo, esperamos sugerir un marco de referen­cia a través del cual las piezas de información dispares puedan organizarse en un esquema lógico coherente, que pueda generar nuevas hipótesis para una futura investigación.

A diferencia del estudiante de psiquiatría que se esfuerza por dar senti­do a la avalancha de los datos de la entrevista anamnésica, de la fantasía, el sueño, y el material asociado con el sueño, así como de la información auxi­liar que proviene de familiares y amigos preocupados y generalmente dis­puestos a colaborar, nosotros —los formuladores de Hemingway— estamos obligados a confiar en unos datos insuficientes y, a menudo, poco fidedig­nos. Las propias declaraciones de Hemingway ofrecen poca ayuda: no fue Limoso por decir la verdad sobre sí mismo. Viajero por todo el mundo y explorador, nunca se embarcó pública y resueltamente en un viaje hacia el interior y se opuso a aquellos críticos orientados psicológicamente que intentaron el viaje en su nombre. La diferencia entre su actitud hacia la in­vestigación psicológica y la de otro importante escritor americano tuvo una vívida demostración para uno de nosotros (I. Y.) a través del siguiente in­cidente.

Hace varios meses, en un encuentro psiquiátrico, intenté entrevistar a Howard Rome, el psiquiatra que trató a Hemingway en su última depre­sión. Un amigo me lo señaló en una sala repleta de colegas, pero cuando se dio la oportunidad me aproximé al hombre equivocado. Después de dis­culparme y de explicar mi interés por Hemingway, comentó que sabía poco de Hemingway, ¡él había sido el psiquiatra de Eugene O’Neill! Me siguió informando de que O’Neill le había dejado muchos efectos personales, in­cluidas cartas y grabaciones de conversaciones, y le había animado a escri­bir un registro en profundidad de sus últimos años. No fue éste el caso de Hemingway. Cuando finalmente localicé al doctor Rome, me informó, con el dedo índice cruzando su boca, que antes de tratar a Hemingway se había visto obligado a prometer que sus labios tendrían que estar sellados para siempre.

La reconstrucción de los primeros años de formación es una tarea par­ticularmente irritante. La exhaustiva y erudita biografía de Baker, que supe­ra las seiscientas páginas, dedica a los primeros diecisiete años de la vida de Hemingway tan sólo veinte páginas, y la mayor parte de ellas se refiere a he­chos prosaicos, que no proporcionan el tipo de información útil para una investigación relativa al mundo interior. Otras biografías, incluidas la del hermano de Hemingway, Leicester4 y la de su hermana Marcelline5 son de una ayuda considerablemente menor. Aunque, quizás, no deberíamos la­mentar la irreparable pérdida de los primeros años. La reconstrucción del pa­sado y el subsiguiente uso de esta construcción para la comprensión del pre­sente (y del futuro) es un proceso inferencial lleno de riesgos. Ha sido bien establecido por la investigación psicológica que el recuerdo de los primeros años, especialmente de los sucesos cargados de afectividad, están sujetos a una falsificación retrospectiva considerable.’ El proceso de recuerdo, en efecto, nos dice más sobre las realidades psicológicas presentes que sobre los acontecimientos pasados; las actitudes presentes dictan lo que escoge­mos recordar de toda la colección de las experiencias de nuestros primeros años, recuerdos a los que imbuimos de toda la fuerza. El sentido común nos dice que el presente está determinado por el pasado y, sin embargo, lo con­trario ¿no es igualmente cierto? El pasado vive para nosotros tan sólo cuan­do se vuelve a experimentar a través del filtro de nuestro aparato psíquico presente. En diferentes estados emocionales, en diferentes etapas de la vida, el pasado puede asumir una variedad de coloraciones. Mark Twain nos dice que cuando tenía diecisiete años creía que su padre era un tonto del culo, pero cuando tuvo veintiuno le sorprendió ver ¡lo mucho que el viejo tonto había aprendido!

Así pues, proponemos una exploración horizontal más que una vertical. Para comprender completamente a un individuo, uno debe comprender to­das las fuerzas internas en conflicto que operan en él en un momento de­terminado; la exploración vertical, o genética, contrariamente a la profana concepción de la psiquiatría, es un mero auxiliar del objetivo horizontal. Volvemos al pasado solamente para explicar el presente, en gran medida como el traductor vuelve a la historia para dilucidar un texto oscuro.’ Para ayudarnos en nuestra reconstrucción de una sección transversal psicológica, hay un cuerpo de datos nada desdeñable desde los años de la madurez y posteriores: anécdotas contadas por los amigos, unas cuantas entrevistas re­gistradas, un voluminoso conjunto de cartas, y, sobre todo, la ficción misma. Las cartas y las notas de Hemingway corroboran la naturaleza altamente au­tobiográfica de su escritura. Baker cita una conversación con Irving Stone donde Hemingway dice claramente que sus historias «podrían llamarse no­velas biográficas más que verdaderas novelas de ficción porque surgieron de la «experiencia vivida».»8 Como todas esas novelas románticas de nues­tros días, su material es psicológico, sino en los hechos, en lo personal: los amores de Hemingway, sus necesidades, deseos, conflictos, valores y fanta­sías irrumpen de forma manifiesta a través de la página escrita.

Observa uno a Hemingway en cualquier momento durante sus años de madurez y encuentra una figura poderosa, imponente: la imagen de Hemingway que él presentaba a los demás y a sí mismo. En 1944 el poeta John Pudney dijo de Hemingway que «Era ¡un tipo obsesionado con ha­cer el papel de Ernest Hemingway!».9 Sea lo que fuere lo que veamos, siempre hay virilidad, fuerza, coraje: él es el soldado buscando el ojo del hu­racán de la batalla; el intrépido cazador y pescador empujado a la persecución del pez más grande y al acecho del animal más peligroso, desde la Corriente del Golfo hasta el África central; el atleta, el nadador, el pendenciero, el boxea­dor; el bebedor que aguanta, el amante incansable que alardeaba de haber­se llevado a la cama a todas las chicas que había querido, y a algunas de ellas sin habérselo propuesto;’ el amante del peligro, de las corridas de toros, de volar, de estar en primera línea en tiempo de guerra; el amigo de los hom­bres valientes, de los héroes, de los luchadores, de los cazadores y de los ma­tadores de toros.

La lista es tan larga, la imagen tan poderosa, que obliga incluso al ob­servador más ingenuo de la naturaleza humana a preguntarse si un hombre firmemente convencido de su identidad canalizaría tan considerable propor­ción de su energía vital en una búsqueda de la culminación de lo varonil. Desde las más tempranas revisiones de sus obras, una corriente de críticos de Hemingway ha observado insistentemente su necesidad de reafirmar una y otra vez una virilidad animal.»

Antes de examinar la imagen misma, vamos a comprobar sus límites. ¿Fue la imagen de Hemingway una imagen pública solamente, construida por el autor y su editor, en secreta complicidad, para engañar al público e incrementar los ingresos? Nuestra investigación nos conduce al «¡no!» más rotundo. Toda la documentación disponible sugiere que los Hemingway público y privado están mezclados: el Hemingway de las conversaciones privadas, de las cartas, y el de los cuadernos de notas es idéntico al He­mingway que navegaba a todo trapo por las páginas de los periódicos y las revistas y a los muchos Hemingway que luchaban, amaban, y desafiaban a la muerte en sus novelas y relatos.

Aunque era famoso contando anécdotas, Hemingway nunca se reía de sí mismo, ni permitía a los amigos que cuestionasen su imagen. El general Lanham, su amigo íntimo en el último cuarto de su vida, en una ocasión co­mentó a Mary, la mujer de Hemingway, que su marido permanecía «ancla­do en la adolescencia». Hemingway, habiéndose enterado de la observa­ción, la recordó, y replicó finalmente: «Quizá la adolescencia no es mal sitio para quedarse anclado».’ En otra ocasión, durante la Segunda Guerra Mundial, el 22 de infantería de Lanham luchó en una dura batalla para tomar la ciudad de Landrecies, acabando, en última instancia, 95 kilómetros por delante del grueso del Primer Ejército. Lanham, un hombre culto, ade­más de un soldado, le envió a Hemingway un mensaje de broma parafra­seando a Voltaire, que decía, «Ve y ahórcate, valiente Hemingstein. Hemos luchado en Landrecies y tú no estabas allí».» Respondiendo como si se tra­tara de un desafío, Hemingway marchó a toda velocidad a través de 95 ki­lómetros de territorio infestado de alemanes, con un gran riesgo personal, para lucir su gallardía ante Lanham.

Tanto el Hemingway público como el privado invirtieron una energía psíquica desmesurada para cumplimentar su imagen idealizada. La inver­sión, fundamentalmente, no fue consciente, deliberada, ya que muchas de las actividades en la vida de Hemingway tuvieron más de un factor psicoló­gico determinante; a menudo no actuaba mediante la libre elección, sino porque estaba impulsado por alguna presión interna vagamente compren­dida cuya oscura persuasión tan sólo en apariencia era una elección. Pesca­ba, cazaba, y buscaba el peligro, no solo debido a que así lo quisiera sino porque tenía que hacerlo, para poder escapar de algún peligro interior ma­yor. En «Las nieves del Kilimanjaro» Hemingway sugiere que él necesitaba matar para permanecer vivo.» Los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial no fueron por lo general buenos para el escritor y para el hombre, y Hemingway se quejaba del vacío y de la falta de sentido de su vida sin la guerra.

¿Quién no tiene una imagen idealizada de sí mismo? ¿Quién no ha for­mulado un conjunto de aspiraciones y de expectativas personales? Pero la imagen idealizada de Hemingway iba más, mucho más allá. Más que ex­pectativas, forjó un conjunto de exigencias restrictivas sobre sí mismo, un decálogo tiránico e inexorable que dominaba todas las áreas de su mundo interior. Muchos teóricos de la personalidad se han ocupado de la cons­trucción de la imagen idealizada, pero ninguno tan convincentemente como Karen Horney. Para una exposición completa de su teoría de la persona­lidad remitimos al lector a su último libro, Neurosis and Human Growth.» Para sintetizar drásticamente, un niño sufre de una ansiedad básica, un extremo estado disfórico del ser, si tiene unos padres cuyos propios conflic­tos neuróticos les impiden proporcionar la aceptación básica necesaria para el desarrollo del ser autónomo del niño. Durante los primeros años de vida, cuando el niño considera que los padres son omniscientes y omnipo­tentes, ante la desaprobación y el rechazo paternal, tan sólo puede llegar a la conclusión de que hay algo en él terriblemente equivocado. Para disipar la ansiedad básica, para obtener la aceptación, la aprobación, y el amor que necesita para sobrevivir, el niño percibe que debe convertirse en algo más; canaliza sus energías al margen de la realización de su yo real, de su poten­cial personal propio, y desarrolla la construcción de una imagen idealizada: un camino que él debe trazarse para sobrevivir y para evitar la extrema ansie­dad. La imagen idealizada puede adoptar diversas formas, todas las cuales están diseñadas para afrontar una sensación primitiva de maldad, inadecua­ción, o de ser indigno de ser querido. La imagen idealizada de Hemingway cristalizó en torno a la búsqueda de la maestría, de un triunfo vengativo que le elevara por encima de los demás.

El desarrollo en una edad temprana de una imagen idealizada y la ca­nalización de energías al margen de la realización del propio potencial real tiene ramificaciones en el desarrollo de la personalidad de muy largo al­cance. El individuo experimenta un gran aislamiento a medida que se abre un abismo entre él mismo y los demás. Se impone a sí mismo exi­gencias cada vez más duras (un proceso que Horney llama la «tiranía del deberías»), desarrolla un sistema completo de orgullo que define qué sentimientos y actitudes puede permitir y cuales debe sofocar en sí mismo. En resumen, debe configurarse a sí mismo de acuerdo con una forma pre­diseñada más que permitirse a sí mismo desplegar y disfrutar de la experien­cia de un descubrimiento gradual de los nuevos y ricos componentes de sí mismo.

Cuando la imagen idealizada es difícil e inalcanzable, como fue el caso de Hemingway, puede tener consecuencias trágicas: el individuo no puede en la vida real aproximarse al ámbito sobrehumano de la imagen idealizada, finalmente la realidad irrumpe, y se da cuenta de la discrepancia entre lo que quiere ser y lo que es realmente. En este punto se siente invadido por el odio hacia sí mismo, lo que se expresa a través de millares de mecanismos autodestructivos, desde las formas sutiles de autotormento (la débil voz que susurra, «Jesús, ¡qué feo eres!» cuando uno se observa en el espejo) hasta la aniquilación total de sí mismo.

Considerando tan sólo a grandes trazos la vida de Hemingway, uno pue­de asumir que se aproximó a su imagen idealizada, que en cada uno de los caminos que se trazó llego a ser aquello que más quería ser. Sin embargo, a lo largo de su vida, Hemingway se juzgó a sí mismo, demostrándose que no estaba capacitado, y experimentando ciclos recurrentes que iban desde la duda sobre sí mismo hasta el autodesprecio.

Consideremos la calidad de la autosuficiencia sobre la cual se basa el Hemingway hombre: debe ser auténtico tan sólo para sí mismo, y quizás para un grupo escogido de amigos, e inmune a la opinión de todos los de­más. Sin embargo, Hemingway era sumamente dependiente de las alaban­zas, vinieran de donde vinieran, y era muy sensible ante todo juicio crítico. Sabía resistir ante sus críticos y, de una forma paranoica, lo consideraba todo, excepto la alabanza incondicional, como una conspiración contra él.» Se sentía tan atormentado por la crítica adversa a sus escritos que solamen­te un amigo imprudente podía osar ofrecer alguna valoración que pareciera auténtica.

La carencia de condecoraciones de guerra inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial fue otra de las ignominiosas afrentas para el ego de Hemingway. A menudo se lamentó ante Lanham de que la Cruz de Servicios Distinguidos, que le correspondía por haber luchado en Rambouillet, se la hubieran dado a otro. (Aunque Hemingway luchó valientemente en la guerra, no se le podía elegir para mencionarle como soldado ya que él era un corres­ponsal y no se le permitía oficialmente llevar armas durante la Segunda Gue­rra Mundial.) En 1947 «se alegró mucho de aceptar la estrella de Bronce […] por los «meritorios servicios» como corresponsal de guerra».» Escribió, que­jumbroso, a Lanham sobre su temor de que veinte años después de su muer­te «ellos» pudieran negar que él estuvo en la guerra. Más tarde esto se acortó hasta los «diez años y, finalmente, llegó al temor de que, antes de su muerte, «ellos llegaran» a negar que alguna vez hubiera entrado en acción».

Su relación con Lanham a menudo fue altamente inconsistente con la imagen de Hemingway. Las cartas a Lanham revelan una pueril admiración por el soldado profesional, con quien Hemingway, se compara desfavora­blemente y con el que, al mismo tiempo, intenta identificarse. Escribió a Lanham que los demás estaban «siempre celosos» de personas como ellos, que él «padecía» cuando Lanham «padecía», que El viejo y el mar tenía todo aquello en lo que ambos creían. Durante un período de depresión también escribió que él tan sólo estaba matando el tiempo, que lo que desea­ba era ser un soldado como Lanham, en lugar de ser un «mierda de gallina de escritor». Rebajaba sus propios logros sugiriendo que entraría en la his­toria tan sólo debido a su estrecha asociación con Lanham cuando éste co­mandaba el 22 de infantería:8

Baker, Ernest Hemingway [1].

Ibid., pág. 461.

Cartas de E. Hemingway a Charles T. Lanhman, de 20 abril de 1945, 7 de agosto de 1949, 18 de junio de 1952, y 18 de diciembre de 1952.

En la relación con las mujeres de su vida, Hemingway asume una pos­tura curiosamente paradójica, desdeñándolas tanto como amándolas. Es a la vez el celebrado campeón del amor romántico y el misógino. Aunque está por escribirse la historia de sus innumerables aventuras amorosas y sus cua­tro matrimonios, en los que indudablemente demostró ternura, sensibilidad, y capacidad de querer, además de sus proezas eróticas de las que alardeaba tanto pública como privadamente. La biografía de Baker proporciona in­numerables ejemplos de las consideradas atenciones para con sus esposas Hadley, Pauline, Martha y Mary. Pero a pesar de la diplomática presenta­ción del 1 Iemingway amante en el libro de Baker, hay numerosos incidentes de crueldad, violencia e infidelidad manifiesta, por los que tuvieron que pa­sar, de forma invariable, las mujeres de Hemingway; los ménage á trois con sus respectivas sucesoras a los que tanto Hadley como Pauline estuvieron su­jetas, y que Mary tuvo que soportar con rivales más jóvenes, son casos a señalar.» Lanham nos cuenta que Hemingway era notoriamente grosero con las esposas de sus amigos, algunas de las cuales sirvieron como modelos para las «arpías» que describía en la ficción. Premió a Gertrude Stein, su primera mentora y amiga, con algunas páginas despiadadas en París era una fiesta (un tratamiento nada infrecuente con sus compañeros del mundo de la literatura, tanto si se habían hecho amigos de él como si no). En una oca­sión Hemingway escribió que las cosas que él amaba eran, por este orden: «los buenos soldados, los animales y las mujeres».»

En la ficción, que incluye alguna de las más conmovedoras historias de amor de la literatura contemporánea, hay apenas un solo ejemplo con éxito de relación igualitaria entre un hombre y una mujer.’ En Fiesta describe la relación de un hombre impotente, Jake Barnes, con la seductora y promis­cua Brett Ashley. En ¿Por quién doblan las campanas?, el americano, hom­bre de mundo, Robert Jordan y la joven ingenua María están juntos como lo estarían un profesor y su alumna. Esta disparidad es incluso más pronun­ciada en Al otro lado del río y entre los árboles, donde la chica, Renata, de diecinueve años, es llamada «hija» por su amante, el coronel Cantwell, de cin­cuenta años. En Tener y no tener, la esposa de Harry es Marie, poco feme­nina y con el aspecto ordinario de una ex-prostituta. En «Las nieves del Ki­limanjaro» Harry se casa con una mujer rica e impertinente que se alimenta de su vitalidad, yen «La vida corta y feliz de Francis Macomber» la esposa del protagonista le infantiliza hasta que él empieza a descubrir su auténtico yo,

con lo que ella Organiza su asesinato por accidente. La pareja de Adiós a las armas son quizá los amantes más realizados de Hemingway, aunque su rela­ción parece poco convincente; Catherine Barkley, antigua enfermera de Frederick, es una persona delgada y extraordinariamente desinteresada que vive solamente para Frederíck y muere bastante absurdamente después del nacimiento de un niño mediante cesárea (la novela, por cierto, fue escrita inmediatamente después que la segunda mujer de Hemingway, Pauline, le hubiera dado su segundo hijo después de una cesárea).

Si Hemingway evita representar las relaciones igualitarias entre hombre y mujer, está, por otro lado, lleno de inventiva a la hora de crear alternati­vas. Es como si sus intentos por retratar una relación de amor y sexo satis­factoria se vieran frustrados por una variedad de poderosas fuerzas opo­nentes, muchas de las cuales reconoce Hemingway. Ocupando un lugar preponderante en obras tales como «Las nieves del Kilimanjaro», «La vida corta y feliz de Francis Macomber», «Now I Lay Me», «The Three-Day Blow», «Mr. and Mrs. Elliot», «Out of Season», «Hills Like White Ele­phants», y «Cat in the Rain» está el peligro de castración. Aunque la narra­ción varía, la consecuencia en cada una de ellas es la misma: la unión perdu­rable con una mujer tiene como resultado un hombre falto de vitalidad. El padre en «Now I Lay Me» observa, impotente, mientras su mujer quema sus preciadas pertenencias. En «Hill Like White Elephants» otro marido dependiente y sin energía le suplica a su mujer embarazada que aborte, porque no puede soportar la idea de competir por su atención.

Aún más próximo a su casa estaba el declive sufrido por el propio padre de Hemingway, desde el hábil doctor y legendario cazador inmortalizado en las historias de Nick Adams hasta la figura agotada que visita a su hijo algu­nos meses antes de su muerte, como un fantasma prematuro cuya fuerza vi­tal había sido absorbida por la madre de Hemingway, alzándose a su lado, «el vivo retrato de una salud rubicunda».» Creyendo que el agresivo acoso de su madre había conducido a su padre hacia el suicidio, Hemingway modeló a los padres de Robert Jordan en ¿Por quién doblan las campanas? según sus propios padres; como Ernest, Robert llama cobarde a su padre porque no resistió a su madre, lo que finalmente le condujo al suicidio, el acto más cobarde de todos.

A lo largo de su vida, Hemingway consideró que el amor entre un hom­bre y una mujer iba en detrimento de otros tipos de relaciones, más verda­deras, como la amistad entre los hombres o la comunicación del hombre con la naturaleza. Cuando estaba enamorado de Hadley, se criticaba a sí mismo por no preocuparse ya de los dos o tres arroyos que había amado mejor que cualquier otra cosa en el mundo.’ En «Cross Country Snow» el Inminente matrimonio de un hombre joven amenaza con destruir su pro­funda relación con un compañero de esquí. Los dos hablan con nostalgia de esquiar otra vez en el lugar donde uno debe estar, pero ambos saben que «las montañas no son muchas […] Son demasiado rocosas. Hay demasiados árboles y están demasiado lejos».»

Otro riesgo inherente a la relación amorosa adulta es el rechazo poten­cial de la mujer y el consiguiente insulto al propio narcisismo. Mientras se recuperaba de sus heridas en la Primera Guerra Mundial, Hemingway se sintió profundamente enamorado, probablemente por primera vez, de Agnes von Kurowsky, una de las enfermeras que le atendían. Cuando, final­mente, Agnes elige a otro hombre, Hemingway se vio sumido en la deses­peración. Que esta herida emocional fue profunda e imperecedera está in­dicado por el hecho de que Hemingway volvió sobre ella en cuatro obras distintas: «Una historia muy corta», «Las nieves del Kilimanjaro», Fiesta, y Adiós a las armas.

Amar a otro es exponerse uno mismo al riesgo de una dolorosa separa­ción o una pérdida dolorosa, un riesgo contra el que Hemingway advierte en «En otro país»:»

—¿Por qué no debe casarse un hombre?

—No puede casarse, no puede casarse —dijo enfadado—. Si es para per­derlo todo no debería colocarse en situación de perder. Debería encontrar co­sas que no pueda perder.

Hay todavía otra fuerza de oposición al amor maduro que surge de un temor a la mujer, profundamente arraigado, que deriva de los conflictos edípi­cos. Los críticos literarios en ocasiones son más intrépidos que los propios psiquiatras al ofrecer interpretaciones altamente inferenciales. Young, por ejemplo, en un estudio que Hemingway trató de bloquear mientras vivía, sugiere que Hemingway estaba inutilizado por la ansiedad de la castración, y que sus principales obras surgen de esta fuente.» La teoría freudiana del desa­rrollo mantiene que el niño varón experimenta en sus primeros años de vida

deseos libidinosos hacia su madre; estos impulsos libidinosos no son, como Freud nos recuerda, claramente sexuales pero constituyen la materia de la que vendrá lo sexual.27 Provocarán sentimientos conflictivos hacia el padre, al principio competitivos y después destructivos, que pueden adoptar la forma de unos marcados deseos de muerte; estos sentimientos hostiles evo­can rápidamente otra constelación de sentimientos: temor al castigo que puede asumir el aspecto amorfo de una aniquilación general o la forma es­pecífica de la castración. Una resolución con éxito de este conflicto implica la identificación con el padre y la represión o renuncia al deseo incestuoso de la madre.

Si esta resolución no se produce, el niño no alcanza la madurez psicose­xual, y se puede derivar de ello una variedad de resultados adversos. Los en­cuentros sexuales con las mujeres se convierten en recapitulaciones simbó­licas de la relación con la madre, con los sentimientos que conlleva de deseo, repulsión, y la expectativa y el terror de la catástrofe; la relación se­xual se convierte en una incipiente pesadilla. Algunos métodos para afron­tarlo implican el abandono de las mujeres como objetos sexuales, con la búsqueda individual de refugio en salidas alternativas. Sin embargo, lo más común es la escisión de las mujeres en categorías sexuales y no sexuales; uno evita el intercurso con las mujeres «puras», con la edad, la inteligencia y la clase social de uno mismo; uno se va a la cama con una pareja desigual, una mujer obviamente inferior en educación y estatus social.

Son escasas las pruebas de que la ansiedad de la castración jugara un pa­pel importante en la actitud conflictiva de Hemingway hacia las mujeres, y hay, como hemos indicado, otras formas de funcionamiento dinámico. Sin embargo, la teoría de la ansiedad de la castración se refuerza cuando consi­deramos la reacción de Hemingway hacia un trauma físico importante, una última zona en la que experimentó una marcada discrepancia entre su yo idealizado y su yo real. El Hemingway idealizado buscaba el peligro y so­portaba la herida física con muy poca preocupación por sí mismo, se cura­ba rápidamente sin secuelas funcionales o psicológicas, y volvía, libre, a la lucha. El Hemingway real verdaderamente buscaba el peligro y sufrió heri­das, en efecto. El inventario de las heridas físicas de Hemingway corre pare­jo con la lista de sus obras publicadas; incluye varios espectaculares acci­dentes de avión y automóvil, con el resultado de conmociones cerebrales, hemorragias, fracturas múltiples, graves heridas y quemaduras, y toda tina vida de accidentes menores, muchos de ellos asociados con la caza, la pesca, el boxeo y el esquí. Lanham comentó que su cuerpo estaba entrecruza­do por las cicatrices. Sin embargo, parece que las heridas de Hemingway marcaron su mente con mayor gravedad y de forma más indeleble de lo que lo hicieron las cicatrices en su cuerpo. En efecto, la gran herida, la que su­frió en Fossalta di Piave, Italia, en julio de 1918, puede ser considerada como el incidente crítico de su vida. Durante la Primera Guerra Mundial, en la que Hemingway sirvió como conductor de una ambulancia, consiguió aproximarse a los enfrentamientos distribuyendo en bicicleta chocolates y cigarrillos en el frente de las tropas italianas en Fossalta. Un obús de morte­ro desde la trinchera del enemigo explotó cerca, arrojando metralla que al­canzó a Hemingway y a tres soldados italianos. Uno de los soldados murió en el acto, otro resultó gravemente herido, y Hemingway recibió cientos de piezas de metal que se alojaron en sus piernas, testículos y vientre. Sin em­bargo, con una resistencia y un coraje notables, transportó al soldado heri­do unos cincuenta metros, antes de ser herido en la pierna por el fuego de la ametralladora, y después otros cien metros antes de perder la conciencia: una proeza de una valentía y una fortaleza de la que todo hombre se sentiría orgulloso. Young cita las palabras de Hemingway: «Me han disparado, me han lisiado y me he escapado». Estoy de acuerdo con Young quien, acerta­damente, se pregunta si Hemingway verdaderamente escapó y lo lejos que consiguió llegar.’

Hemingway no iba a olvidar nunca Fossalta, y la volvió a visitar repeti­das veces en persona, en sus conversaciones, cartas, y, cómo analizaremos, en su obra de ficción; lo que sucedió ese día iba a ser narrado con numerosas variaciones, para fascinación de decenas de millones de lectores de He­mingway y de la gente que iría al cine a ver las películas basadas en sus obras. ¿Por qué no podía olvidar? ¿Por qué no podía sanar la herida? Otros hombres han sufrido heridas similares sin secuelas psicológicas.

Hemingway consideró que la herida le obsesionó tanto porque había hecho mella en el mito de su inmortalidad personal. De labios del coronel Cantwell en Al otro lado del río y entre los árboles dice:»

Fue herido tres veces ese invierno, pero todas fueron heridas sin complica­ciones; pequeñas heridas corporales sin que hubieran huesos rotos, y se había sentido bastante seguro de su inmortalidad personal ya que sabía que debería haber muerto en el bombardeo de la artillería pesada que siempre precede a los ataques. Finalmente recibió el golpe adecuado y beneficioso. Ninguna de sus otras heridas le habían hecho nunca lo que le hizo la primera gran herida. Su­pongo que es precisamente la pérdida de la inmortalidad, pensó. Bien, en cier­to modo, es una pérdida considerable.

La pérdida de su sensación de inmortalidad no fue, en efecto, una pér­dida pequeña, ya que una premisa importante del mundo supuesto de He­mingway consistía en que él era notablemente diferente de los demás: alar­deaba de que tenía un cuerpo inusitadamente indestructible, un cráneo más grueso, y no estaba sujeto a las típicas limitaciones biológicas de un hombre, siendo capaz, por ejemplo, de vivir «durmiendo una media de dos horas y 32 minutos durante 42 días seguidos».3°

No obstante, no es improbable que la herida (y la ulterior convalecencia, que implicó enamorarse de la enfermera) tuviera una significación adicional para Hemingway. Una grave y sangrante herida en sus piernas y testículos puede haber despertado los miedos horrorosos y primitivos de la castración o la aniquilación. En algún nivel de la conciencia Hemingway se daba cuen­te de esto: la herida de guerra infligida a su homólogo en la ficción, en su primera novela, Fiesta, le dejó físicamente, pero no psicológicamente, im­potente. En una de sus cartas escribe un subtítulo procaz de Fiesta [título original: The Sun Also Rises], añadiendo «así como tu polla, en el caso de que tengas una».»

En su postura hacia las principales áreas que hemos considerado —au­tosuficiencia, la herida física y la integridad, las mujeres y el amor maduro­Hemingway se queda muy corto respecto a sus objetivos idealizados. Su fra­caso pasó factura; durante períodos recurrentes se veía acosado por el odio hacia sí mismo. La tercera ley de la mecánica de Newton tiene su analogía psicodinámica: toda fuerza que produce un grado apreciable de disforia es contrarrestada por un mecanismo psicológico diseñado para salvaguardar la seguridad del individuo. Hemingway empleaba varios de tales mecanis­mos, ofreciéndole cada uno algún respiro temporal, estando todos destina­dos al fracaso en el cataclismo depresivo final que culminó en su suicidio.

La ansiedad y la depresión de Hemingway provenía en gran parte de su fracaso en actualizar su yo idealizado. En este fracaso eran importantes dos factores: la imagen era tan extrema que hubieran sido necesarias fuerzas so­brehumanas para satisfacerla; segundo, varias de las fuerzas oponentes li­mitaban su grado disponible de adaptabilidad. Estas fuerzas oponentes secundarias, por ejemplo, las ansias de dependencia y los conflictos edípicoso eran fuentes de ansiedad por propio derecho y dificultaban la actualización de su yo idealizado.

Hemingway rechazó la fuente convencional de ayuda ofrecida por la psicoterapia; el papel suplicante, pasivo, de paciente constituía un anatema en el corazón mismo del ideal de Hemingway. Odiaba a los psiquiatras, se mofaba abiertamente de aquellos que conocía y en una ocasión le dijo a un psiquiatra del ejército que sabía mucho del «mal-follar» pero poco de hombres valientes.» Pareció más patético que irónico que se viera forzado al papel de paciente psiquiátrico durante las últimas semanas de su vida; un papel que, de acuerdo con Lanham, Hemingway debió de considerar «la indignidad suprema». Decía que su analista era su máquina de escribir Corona, uno que difícilmente estaba en desacuerdo con él.» Ya describimos el golpe su­frido por Hemingway cuando su enfermera, Agnes, rechazó su amor. He­mingway intentó trabajar en esto con su máquina de escribir, reviviendo el romance en cuatro obras de ficción diferentes, coronándolas cada vez con un final más de acuerdo con su orgullo que con el episodio real. En «A Very Short Story» el matrimonio por el que Agnes le deja no llega a consumarse, y él rápidamente se olvida de ella, viéndose enseguida afectado por una go­norrea debido a una relación ocasional con una vendedora. Uno tiene la sensación de que degrada a Agnes con las circunstancias banales del siguien­te encuentro romántico del protagonista. En «Las nieves del Kilimanjaro» el héroe recuerda a un anti-Hemingway al escribir, mientras está borracho, una carta suplicante a la sustituta de Agnes; recupera inmediatamente su auto­estima escapándose con la mujer de otro hombre después de someter a su rival en una reyerta primitiva. El teniente I Ienry de Adiós a las armas no es, desde luego, rechazado por su enfermera; por el contrario, es ella la que aporta el amor más grande a la unión, y es ella la que muere al darle un hijo. Brett Ashley, la enfermera de Jake Barnes en Fiesta, se ve sometida al paro por amar perdidamente al único hombre que era incapaz de satisfacer sus necesidades sexuales. Ella se lamenta: «Esa es mi culpa. No pagamos por to­das las cosas que hacemos, aunque […] cuando pienso en el infierno al que he sometido a algunos tipos. Ahora estoy pagando por todo ello».»

La apelación a su máquina de escribir como ayuda para reparar el trau­ma sufrido en Fossalta, parece haber sido un llamamiento en vano. A menudo revivía la herida en sus cartas, en su conversación, en la ficción. No sólo vuelve a visitar el sitio donde le hirieron en la vida real, sino que hace una peregrinación hasta allí en tres obras: París era una fiesta, «A Way You’ll Never Be», y Al otro lado del río y entre los árboles. En la última (escrita unos treinta años después de ser herido) el coronel Cantwell encuentra el lugar exacto de Fossalta donde tuvo lugar el accidente, defeca allí mismo, y entie­rra unas monedas en una ridícula ceremonia. (Cuando Hemingway volvió a visitar Fossalta tan sólo la falta de intimidad le impidió hacer lo mismo.) De hecho, la gran herida fue revivida en cada una de las principales obras de ficción, ya que cada protagonista que hace las veces de Hemingway reci­be una herida importante, por lo general en una extremidad. La herida de Jake Barnes, desde luego, fue en los genitales; el teniente Henry de Adiós a las armas sufre exactamente la misma herida que Hemingway; Robert Jor­dan, en el final de ¿Por quién doblan las campanas? se fractura la pierna y yace esperando la muerte con «su corazón palpitante sobre el lecho de pi­naza del bosque»;» en «Las nieves del Kilimanjaro» Harry muere de una herida gangrenosa en la rodilla; Harry Morgan en Tener y no tener sufre una herida que requiere la amputación de un brazo; el coronel Cantwell en Al otro lado del río y entre los árboles ha sido gravemente herido en Fossal­ta, lo que tiene como consecuencia una cojera y una grave deformación de la mano; al final de la novela muere de un infarto; Santiago en El viejo y el mar, además de otras aflicciones menores, soporta la más cruel de todas las heridas: la vejez.

¿Qué valor tiene volver a visitar el sitio donde ha sido herido, ya sea en la fantasía o de hecho? ¿No es una mera investigación del dolor, del mismo modo que la lengua busca el diente dolorido? Muchos teóricos de la psi­quiatría están de acuerdo en que la reactivación deliberada de un incidente traumático por una parte de la psique representa un intento de dominio. Cuando el acontecimiento aterrador se hace familiar pierde su carácter tó­xico, y, en efecto, varias técnicas psicoterapéuticas están basadas en esta es­trategia. Por ejemplo, durante la Segunda Guerra Mundial se introdujo la narcosíntesís, que consistía en administrarle al sujeto pentotal sódico (un fuerte sedante) y después ayudarle a volver a experimentar los incidentes traumáticos de la batalla (si era necesario, con acompañamiento de ruidos simulados de la batalla). Al volver a experimentar los sucesos con una an­siedad mucho menor (debido a la medicación y al conocimiento, en algún nivel de la conciencia, de que esta vez no había un peligro «real») el sujeto se iba insensibilizando gradualmente. Algunas otras formas de terapia (por ejemplo, la terapia conductista) opera con supuestos similares, aunque el individuo, sin ayuda, no se insensibiliza respecto al trauma, sino que sim­plemente queda paralizado en su sintomatología y está condenado a ser perseguido por fantasías recurrentes, pesadillas, o por incorpóreas olas de pánico.

Hemingway intentó cicatrizar sus heridas con medíos contrafóbicos y arrancando de la conciencia el incidente, o las emociones asociadas. Ha­ciendo alarde del peligro, volviéndose a exponer de forma temeraria a una amenaza similar, uno está, en efecto, negándose a sí mismo que el peligro exista. En su fuero interno, el ego emplea la represión y la negación; externa­mente, el individuo parece impulsado a afrontar aquello que más teme. Desde sus primeros años, Hemingway clamó ante las mismas barbas del peligro; «miedo de nada» le gritaba a la madre a la edad de tres años,’ y mantuvo esta pose para el resto de su vida, tanto en la lucha real como en la imaginaría. El concepto de contrafobia en modo alguno niega el coraje de Hemingway. Los miembros de la junta militar que concede las condecora­ciones no entran a considerar las psicodinámicas personales. Cuando se tra­za una línea bajo su nombre y se suman sus acciones, nadie puede negar que Hemingway fue un hombre valiente; Lanham, que estuvo con Hemingway bajo el fuego, durante la Segunda Guerra Mundial, dice que era el hombre más valiente que había conocido nunca.

Pero quizá la manera más sorprendente con la que Hemingway trató el trauma fue demostrando en su obra de ficción, una y otra vez, que un hom­bre mutilado, tullido, podía ser un hombre todavía, podía funcionar, a pesar de sus carencias y de sus heridas, según la mejor tradición del código de He­mingway. En cada una de sus principales obras, un héroe herido y noble nos recuerda que las limitaciones físicas pueden ser superadas. En Fiesta, Jake Barnes, a pesar de su impotencia, todavía actúa con dignidad y elegancia. En efecto, él y Pedro, el torero, son las únicas figuras masculinas heroicas del libro, y Pedro nunca tanto como después de una brutal cogida. En ¿Por quién doblan las campanas?, Robert Jordan muere valientemente, a pesar del mucho dolor, debido a una pierna rota, manifestando en las mismas puertas de la muerte las cualidades de elegancia y coraje que más admiraba Hemingway. En Tener y no tener, el manco Harry Morgan es un héroe in­quebrantable que, en una escena memorable, vence su carencia haciéndole el amor a su mujer con el muñón de su brazo. En Al otro lado del río y entre los árboles el coronel Cantwell también tiene una mano lisiada que más parece favorecer que dificultar la evolución del romance, ya que Remita, mien­tras hacen el amor, quiere examinar y acariciar su herida. En El vicio y el mar los signos de la edad se muestran en todo el cuerpo de Santiago, sin em­bargo, éste trasciende temporalmente su condición física con un acto de re­sistencia digno de elogio, incluso en un hombre más joven.

A lo largo de su vida Hemingway intentó abolir la discrepancia entre su yo real y su yo idealizado. No se podía alterar el yo idealizado; no hay prue­bas de que alguna vez Hemingway atenuara sus autoexigencias, o que tran­sigiera con ellas. Toda la tarea había de recaer sobre su yo real; se exigía afrontar el peligro más intenso, intentar proezas físicas que estaban por en­cima de sus capacidades, mientras que, al mismo tiempo, se iba limitando y racionalizándose a sí mismo. Todos los indicios de rasgos que no se adecua­ban a su imagen idealizada tenían que ser eliminados o sofocados. El lado más blando y femenino, las partes temerosas, las ansias de dependencia, todo tenía que desaparecer.

No era infrecuente que Hemingway exteriorizara los rasgos no desea­dos, esto es, veía en los demás aquellos aspectos que rechazaba en sí mismo y a menudo respondía a la otra persona de un modo virulento. El mecanis­mo mental de la «identificación proyectiva» (el proceso de proyectar partes de uno mismo en otro y entonces constituir una relación intensa, irracional, con el otro) ha conseguido una encarnación literaria permanente en El do­ble, de Dostoievsky, y en The Secret Sharer, de Conrad, para mencionar tan sólo los mejores autores modernos que han comprendido este fenómeno de una forma intuitiva. La identificación proyectiva fue quizás uno de los prin­cipales mecanismos que había tras los arrebatos extremadamente injuriosos de Hemingway hacia extraños inocentes, y las injustificadas invectivas que dirigía a los amigos y conocidos.» En un tiempo en el que la mayoría de nor­teamericanos sentían compasión, sino admiración, por su presidente duran­te la guerra, Hemingway despreciaba la dolencia física de Roosevelt, su ase­xualidad y apariencia femenina.» Sentía antipatía hacia loS judíos debido a su blandura, pasividad, y «pensamiento-timorato», aunque no fue una casua­lidad que el judío, Robert Cohn, de Fiesta fuera, al igual que Hemingway, un experto boxeador y que se llevase bastante mal con el amor no correspon­dido; ni es por casualidad que Hemingway bromease sobre su propio judaís­mo, refiriéndose a menudo a sí mismo como doctor Hemingstein.

Los hombres duros beben mucho. Hemingway bromeaba y alardeaba en la vida real sobre su forma de beber y la exaltaba en la ficción. Sin embargo, no hay duda de que Hemingway, a medida que fueron pasando los años, se fue apoyando más y más intensamente en el alcohol como un alivio rente a la intensa ansiedad y la depresión. Mary, su mujer, que tiende a mi­nimizar los defectos de Hemingway, hace notar que en los últimos años de su vida obtenía la mayor parte de su alimento del alcohol, más que de la co­mida.» Hemingway empezaba a «entrenar» cuando se embarcaba seria­mente en la escritura de un nuevo libro. Las normas del entrenamiento con­sistían en ponerse en buenas condiciones físicas y en abstenerse del alcohol hasta mediodía (llevaba a cabo todos sus escritos por la mañana). Lanham cuenta que cuando le visitó mientras se preparaba para escribir El viejo y el mar, Hemingway nadaba ochenta largos por la mañana en su piscina, bas­tante larga por cierto. De vez en cuando miraría su reloj que estaba en un extremo de la piscina. A las once en punto de la mañana su mayordomo sal­dría de la casa con una jarra en la que parecía haber más de litro y medio de martinis. Según el relato de Lanham, Hemingway sonreiría burlonamente diciendo: «¿Y qué?, Buck, ahora es mediodía en Miami», y se acabó lo de nadar por esta mañana. Lanham se bebería dos de los fuertes martinis y la mujer de Hemingway tomaría uno y medio. Éste se acababa el resto de la ja­rra.» Hacia el final de su vida, a medida que su salud se resentía y la hiper­tensión se hacía mayor, su médico de cabecera intentó impedirle que si­guiera bebiendo, lo que conseguiría tan sólo con un éxito moderado.

Los mecanismos empleados para prevenirse contra la disforia —el alco­hol, escribir, las intensas proezas físicas— todos los frenéticos intentos por perpetuar la imagen que se había creado, se entrelazaban para constituir un dique tan sólo parcialmente efectivo contra la corriente de angustia. A lo largo de su vida, Hemingway sufrió de recurrentes brotes de depresión. En una fecha tan temprana como 1926, le escribió a F. Scott Fitzgerald que ha­bía estado viviendo un infierno durante nueve meses, con mucho insomnio para alumbrar otra salida y asistirle en el estudio del terreno.» Una y otra vez, gratuitamente tranquilizaba a sus amigos, medio en serio y medio en broma, asegurándoles que ya no estaba en la fase de «quitarse de en me­dio». No es difícil recolectar una serie de comentarios melancólicos a partir de la correspondencia y la conversación en la vida de todo individuo, y el hacerlo así ahora demuestra solamente que la visión retrospectiva es una fa­cultad humana lamentable. La exagerada preocupación de Hemingway por la muerte, la melancolía y el suicidio a lo largo de su vida, y especialmente en sus últimos años, fue, no obstante, una fuente de preocupación para aque­llos que le conocían bien. Después de la Segunda Guerra Mundial, los días «idiotas-oscuros» (como Hemingway llamaba a sus depresiones) fueron en aumento. El éxito le ofrecía tan sólo un breve respiro; en 1950 escribió a Lanham que se habían vendido ciento treinta mil ejemplares de Al otro lado del río y entre los árboles y que se podían comer una parte pero que él no te­nía mucho apetito.» Una carta desde África después de su accidente de avión contiene la declaración tachada de que la estela del barco tenía un gran atractivo.43

De todos los insultos y agravios sufridos por Hemingway, ninguno fue tan grave, tan irreparable para su economía psíquica, como el declive somá­tico que le trajeron los años. No tuvo un modo fácil de congraciarse con la vejez; no existía lugar para un viejo en el código de Hemingway. En El vie­jo y el mar, en su brillante fantasía final, Santiago triunfa sobre la fuerza de la carne que se aleja con la pura fuerza de la voluntad. ¡Pero con qué pate­tismo! Después de todo, ¿cuántos ancianos pueden superar sus muchos años de edad haciéndose a la mar en un bote para pescar una aguja gigante? Pa­rece que trató de encontrar para sí mismo la identidad de un hombre viejo, consejero de la juventud, que prefiere que casi todo el mundo le llame «papá», pero no estaba preparado para el papel de viejo sabio. Cuando lee­mos las payasadas inapropiadas del Hemingway de sesenta arios,» tenemos la tentación de gritar como el bufón de Lear: «No deberías haberte hecho viejo hasta que no te hubieras hecho sabio».

Se dan los intentos de reponer su juventud a través de sus relaciones con mujeres jóvenes;45 la imposibilidad de ese renacimiento está patéticamente prefigurada en Al otro lado del río y entre los árboles, donde la aventura amorosa entre el coronel Cantwell y una Renata (palabra que en italiano sig­nifica «renacida») de diecinueve años no puede retrasar el deterioro y una muerte temprana del protagonista. En 1960, Hemingway parecía abrumado finalmente por el inexorable avance de los años y el igualmente implacable deterioro físico. Las primeras gotas de preocupación sobre su cuerpo pron­to se transformaron en el torrente de la hipocondría; magnificaba la tras­cendencia de la dolencia más nimia y cada vez estaba más preocupado por las principales enfermedades, hasta el punto de que sus pensamientos conscientes, como las páginas de sus cartas y las paredes de sus cuartos de baño, estaban embadurnados con meticulosas estadísticas de las fluctuaciones diarias en el peso, presión de la sangre, azúcar en la sangre, y colesterol. En 1960, la salud mental de Hemingway se deterioró gravemente y desarrolló los indicios y los síntomas de una enfermedad psicológica importante. La imagen clínica de su condición final reflejaba la escisión de la unión entre el Hemingway ideal y el real, un sistema psíquico que, para sobrevivir, se ha­bía hecho cada vez más rígido, hasta acabar siendo, finalmente, quebradizo.

Al final, el yo expansivo se oscureció a ojos vista, pero señalaba su per­sistencia subterránea a través de las tendencias paranoides, tanto trágicas como grotescas. Por ejemplo, Hemingway tuvo en su último año de vida muchas «ideas de referencia», esto es, tendía a remitir a sí mismo los suce­sos circunstanciales de su ambiente. Hotchner describe un episodio según el cual Hemingway llegó a una ciudad a última hora, por la noche, y obser­vando que las luces del banco permanecían encendidas expresó su conven­cimiento de que la delegación de Hacienda tenía auditores trabajando fu­riosamente en la revisión de su declaración de impuestos. «Cuando ellos te quieren pillar te pillan.»46 En otra ocasión, Hemingway salió repentinamen­te de un restaurante porque supuso que dos hombres que estaban en la ba­rra del bar eran agentes del FBI, disfrazados de vendedores, que habían sido designados para mantenerle bajo vigilancia.

Aparecieron graves tendencias persecutorias, ya que Hemingway llegó a estar convencido de que la oficina de Inmigración, así como el FBI y Hacien­da, estaba tras él por corrupción de la moral de un menor. Los amigos pron­to serían advertidos de que no escribieran, usaran el teléfono, o hablaran de­masiado alto ya que le estaban espiando constantemente. Sus convicciones persecutorias constituían verdaderas ideas delirantes en las que quedaban fi­jadas falsas creencias inmunes a la lógica. Su sistema ilusorio se expandió gra­dualmente hasta incluir a todos los que le rodeaban: enfermeras, doctores, amigos, y, finalmente, su familia inmediata. Un elaborado y delirante sistema persecutorio es la voz de un yo presuntuoso, fuera de control y descompen­sado; si todo el mundo en tu propio ambiente se preocupa de conspirar, mi­rar, escuchar, entonces puede ser solamente porque uno es una persona ex­tremadamente especial. Cada idea paranoide tiene un núcleo central de verdad: Hemingway era una persona muy especial e importante, pero obvia­mente no tan especial como para justificar toda la energía de su ambiente.

La grandiosidad no tiene lugar de buenas a primeras. Surge en respues­ta a una identidad central interior experimentada como mala y sin ningún valor. La solución grandiosa o expansiva le permitió a Hemingway sobrevi­vir sin una disforia agobiante; le permitió formar una plataforma, si bien es cierto que, como ya hemos visto, carente de solidez, en la que sustentar sus sentimientos de autovaloración y autoestima. Al final, se fragmentó la unión de la identidad central psicológica y el sistema periférico de grandiosidad: el núcleo interno de Hemingway, desnudo y vulnerable, dominó su mundo de experiencia. Consumido por los sentimientos de culpa y desprecio, se hundió en una profunda desesperación. Las ideas delirantes de pobreza le in­vadieron; exteriorizó su sensación de vacío interior y desarrolló la convicción de que no tenía reservas financieras materiales.

En 1960, las señales y los síntomas que acompañan a la depresión —la anorexia, la pérdida grave de peso, el insomnio, una profunda tristeza, un pesimismo total, tendencias autodestructivas— se hicieron tan acusadas que se requirió la hospitalización. En la clínica Mayo le fueron administradas dos sesiones de tratamiento electroconvulsivo, pero fue en vano. El trata­miento electroconvulsivo es una opción de tratamiento para las enfermedades depresivas agudas, pero frecuentemente resulta ineficaz ante la presencia de las fuertes tendencias paranoicas que las acompañan. Finalmente, Heming­way llegó a considerar su cuerpo y su vida como una prisión de desespera­ción de la cual había tan sólo una salida: y esa salida, el suicidio, era lo más innoble de todo. Fue la «cosa» vergonzosa que el padre de Robert Jordan y su propio padre, y, más tarde, su hermana tuvieron que hacer. Fue la acción que ninguno de los héroes de Hemingway había llevado a cabo nunca. No fue la muerte que habríamos deseado para este hombre que, a la edad de veinte años, escribió a su padre: «y cuanto mejor morir durante el período fe­liz de la juventud no desilusionada, extinguirse cubierto de luz, que tener tu cuerpo agotado y viejo y las ilusiones hechos añicos».

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