La novela psicológica

CAPÍTULO

5

La novela psicológica

P. D. James, la excelente escritora británica, comienza sus novelas con una visión del lugar del que surgen su argumento y sus personajes. Otros novelistas comienzan con la trama o con los personajes. Conoz­co a un escritor que era incapaz de acabar una novela como no fuera trasladando a los personajes, dialogando todavía entre sí, y plantificán­dolos en un libro totalmente diferente.

Mi novela Lying on the Couch, así como El día que Nietzsche lloró, no están ni impulsadas por el lugar, ni por el argumento, ni por el per­sonaje. Están impulsadas por la idea. Intenté que El día que Nietzsche lloró fuera una indagación sobre el enfoque existencial de la psicotera­pia. En Lying on the Couch tenía la intención de explorar algunas ideas fundamentales sobre la relación terapéutica.

Toda investigación sobre la naturaleza de la relación terapéutica, tarde o temprano, conduce a lo dicho por Carl Rogers: es la relación la que cura. Esa noción, quizás el axioma más fundamental de la psicote­rapia —y «axioma» no es un término demasiado fuerte— plantea que la fuerza transformadora en el proceso de cambio personal la constitu­ye la naturaleza, la textura, de la relación entre paciente y terapeuta.

Otras consideraciones (por ejemplo, la escuela ideológica a la que per­tenece el terapeuta, el contenido real de la discusión terapéutica, o las téc­nicas empleadas, tal como la libre asociación, o la reconstrucción de la infancia, o el psicodrama) son bastante secundarias.

Carl Rogers no solamente demostró el carácter fundamental de la relación terapéutica, sino que también identificó las características es­pecificas de la relación exitosa, concretamente, que el terapeuta eficaz se relaciona con el paciente de un modo genuino, de apoyo incondi­cional, y de precisa empatía.

Estas conclusiones, fundamentales para la práctica terapéutica du­rante décadas, parecen más allá de toda discusión; no sólo porque es­tén apoyadas por tantas pruebas empíricas, sino por lo verdaderas que parecen, por ser tan autoevidentes. Sin embargo, vamos a sacar las va­riables de las escalas de evaluación de la investigación y a considerar su aparición en vivo. Imaginemos una hora de psicoterapia. Las cabezas andan a la par, un terapeuta y un paciente conversan sobre temas im­portantes, El paciente revela asuntos íntimos. El terapeuta responde con empatía, apoyo, clarificaciones, e interpretaciones. ¿Es ésta una relación genuina?

En el pasado era más fácil identificar lo genuino, o al menos la au­sencia de lo genuino. El arcaico analista con una máscara de inexpre­Sión no se relacionaba genuinamente. Pero hoy en día la mayoría de te­rapeutas, afortunadamente, se abstienen de tal papel y, en lugar de ello, interactúan de forma directa con sus pacientes, revelando más co­sas de sí mismos. De ahí que la determinación de lo genuino en la prác­tica contemporánea sea más compleja y sutil. ¿Cómo se comporta el te­rapeuta genuino, o «auténtico»? ¿Abandona toda la parafernalia que acompaña su papel profesional y se hace «real» en la situación tera­péutica? ¿Real, tanto dentro de la hora de terapia, como fuera de ella? ¿Y qué hay sobre los honorarios? ¿Es la terapia simplemente amistad comprada? ¿Deberían correr parejos la autorrevelación y el compro­miso? ¿Opinan los terapeutas profundamente sobre sus clientes? ¿Aman a sus pacientes? ¿Se aprovechan, psicológicamente, de la tera­pia que ofrecen a los demás?

De un modo irreverente y desenfadado, Lying on the Couch explo­ra estos enojosos problemas. Intenta iluminar los aspectos centrales de la relación paciente-terapeuta a través de un enfoque sostenido por la transparencia del terapeuta. Hay un debate en curso en la especialidad sobre la autorrevelación del terapeuta. ¿Deberían los terapeutas com­partir abiertamente sus sentimientos en la terapia? ¿Los sentimientos respecto a sí mismos? ¿Relativos a sus propias vidas? ¿Los sentimien­tos hacia sus pacientes? El tema de la transparencia se introduce en uno de los parágrafos iniciales de Lying on the Couch. Aquí Ernest Lash, el protagonista, rinde homenaje a sus antepasados en la psico­terapia.

«Gracias, gracias», diría como en una letanía Ernest. Les daba las gracias a todos ellos, a todos los curanderos que se habían cuidado de la desespe­ración. Primero, los antecesores primitivos, con sus perfiles celestiales apenas visibles: Jesús, Buda, Sócrates. Tras ellos, algo más definidos, los grandes pre­cursores: Nietzsche, Kierkegaard, Freud, Jung. Aún más próximos, los abuelos de la terapia: Adler, Horney, Sullivan, Fromm y el rostro agradable y sonriente de Sandor Ferenczi.

Observe la última frase. ¿Por qué ese extra de quitarse el sombre­ro ante Sandor Ferenczi? Precisamente debido a la fascinación de Er­nest hacia la transparencia del terapeuta. Sandor Ferenczi (1873­1933), un psicoanalista húngaro, fue miembro del círculo íntimo de Freud y probablemente el profesional más próximo a él, y su confi­dente personal. Básicamente pesimista sobre la terapia, Freud no esta­ba fuertemente comprometido con la experimentación de la técnica terapéutica. Por naturaleza, se sentía más atraído por las cuestiones es­peculativas sobre la aplicación del psicoanálisis para la comprensión de los orígenes de la cultura. De todos los psicoanalistas de su círculo más próximo, Sandor Ferenczi era el más implacable y audaz en la búsqueda para mejorar la técnica del terapeuta.

Nunca fue más audaz que en un experimento radical sobre la Y transparencia, en 1932, donde llevó hasta el límite la autorrevelación del terapeuta. Este experimento, al que se refirió como «mutuo análi­sis», constaba de su análisis de un paciente, durante una hora, y del análisis que el paciente le hacía a él durante la hora siguiente.’ El ex­perimento de Ferenczi fracasó, naufragando en los traicioneros arreci­fes del análisis temprano. Hubieron, por ejemplo, complicaciones en torno al tema de la libre asociación y la confidencialidad: a Ferenczi le parecía que él no podía realizar la libre asociación con un paciente sin tener que compartir sus pensamientos sobre sus otros pacientes some­tidos a análisis. Y Ferenczi se preocupó por la facturación: ¿quién de­bería pagar a quién? Finalmente se desanimó y abandonó el expe­rimento. Su decepcionada paciente creyó que Ferenczi no deseaba continuar porque temía tener que admitir que estaba enamorado de ella. Ferenczi sostenía la opinión contraria: que él no deseaba expresar el hecho de que la odiaba.

Por un momento consideré la posibilidad de utilizar a Ferenczi como un personaje de la novela y alternar la acción entre el presente y el año 1932. Como preparación, leí toda la ficción que pude localizar y estaba disponible en los dos períodos de tiempo, pero finalmente abandoné la idea porque nunca encontré un recurso novelístico satis­factorio para ligar entre sí las dos épocas. (Recursos típicos tales como el descubrimiento de un viejo manuscrito, leído en otra época, o per­sonajes de una diferente época que habitan la misma casa, parecían de­masiado precarios como soporte de una novela sobre la psicoterapia.) Finalmente, di cuerpo a una idea de Ferenczi, no a su persona, con el argumento en el que mí protagonista tiene que reconstruir el experi­mento de Ferenczi en los tiempos actuales.

Lying on the Couch se inicia con una sesión de terapia en la que Ernest Lash se enfrenta a un dilema relativo a su grado de transparen­cia. Durante cinco largos años ha estado tratando a Justin, quien origi­nariamente vino en petición de ayuda al dejar un matrimonio horren­do. Durante meses, Ernest investigó desapasionadamente la dinámica del matrimonio: la agresividad pasiva de Justin, su papel en la discordia marital, su incitación a la conducta irracional de su mujer, la elección original de su pareja, y su falta de disposición para dejar el matrimonio. Después de una exploración exhaustiva, Ernest finalmente llegaba a estar de acuerdo con Justin: éste era, en efecto, un matrimonio infer­nal. A partir de entonces, durante un período de dos años, hizo todo lo que una persona podía hacer para persuadir a otra para que actuara: aconsejó a Justin, le animó, le exhortó, analizó su resistencia. Pero no funcionó nada, y el desalentado Ernest abandonó. «Este hombre es inamovible —declaró—, «está pasivo, desesperadamente atascado, es un peso muerto, clavado en tierra; nunca dejará su matrimonio.» Y de este modo Ernest rebajaba sus objetivos y se resignaba a una tera­pia de «contención», de más apoyo.

Más adelante, en el primer capítulo, Justin entra con aíre despreo­cupado a su hora de terapia y casi de pasada le dice a Ernest: «Oh, sí, dejé a mi mujer la pasada noche». Naturalmente Ernest tiene senti­mientos confusos: por un lado, le satisface que su paciente haya dado el paso, tanto tiempo aplazado, de la liberación; por otro lado, se sien­te enojado al ser informado de ello con tanta indiferencia. Y todavía más enojado cuando, unos minutos más tarde, Justin le cuenta que el día anterior la joven con la que estaba teniendo una aventura amoro­sa le había dicho: «Es hora, Justin, de dejar a tu mujer». Y así lo hizo, aquella misma tarde.

Ernest piensa, a su pesar: «Yo aquí, uno de los principales tera­peutas de San Francisco, rompiéndome los cuernos durante cinco años para persuadirle de que dejara su matrimonio y esta imbécil jovencita simplemente dice, «Es hora», y Justin lo hace de inmediato». Y Ernest se enerva todavía más cuando Justin se pone a reflexionar sobre la vida mucho más práctica que podría llevar si pudiera permitirse comprar un apartamento, con sólo que tuviera todavía los ochenta mil dólares que se había gastado en la terapia en los últimos años.

Justin detecta el estado de ánimo de Ernest bastante acertadamen­te y se enfrenta a él por no alegrarse de la positiva decisión que su pa­ciente ha adoptado. En un intento de protegerse y de mantener la alianza terapéutica, Ernest rechaza autojustificándose la observación de Justin. Más tarde, aquella misma tarde, mientras revisa la hora de terapia, se da cuenta de que, sin más ni más, había desmentido la pre­cisa percepción de su paciente sobre un suceso. Si un objetivo de la terapia es mejorar la prueba de realidad de un paciente, reflexiona Er­nest, entonces es difícil escapar a la conclusión de que no había estado precisamente implicado en la terapia, sino en la contraterapza.

Después de estar dándole más vueltas al asunto de la duplicidad de su conducta, Ernest decide ser más sincero en su relación con los pa­cientes. Toma la decisión de una plena, incluso radical, autorrevelación: seguirá el experimento de la transparencia de Ferenczi, de 1932, con el primer paciente nuevo que aparezca en su consulta. Pero esta­blecerá condiciones más sensatas, menos heroicas: en lugar de horas alternas de asociación libre con el paciente, él será sincero sistemáti­camente en cada transacción, durante cada hora de terapia. El experi­mento de ensayo y error de Ernest continúa a lo largo de la novela y le enseña muchas cosas —tanto positivas como negativas— sobre las consecuencias de una mayor transparencia en la terapia.

A pesar de las secuencias burlescas en muchas secciones de Lying on the Couch, mi actitud hacia la transparencia es completamente seria y las reglas sobre la autorrevelación del terapeuta con las que Ernest se en­cuentra se citan como directrices útiles para la práctica clínica. Siempre he tenido la sensación de que la franqueza en la terapia aumenta la efi­cacia del tratamiento. Los terapeutas adoptan en su trabajo, demasiado a menudo, una postura impenetrable: ya sea para ajustarse al mandato de Freud de la máscara inexpresiva (una regla que el propio Freud no si­guió en su trabajo analítico) o para protegerse a sí mismos de un auto-descubrimiento excesivo, o de una excesiva implicación o fatiga. Otros terapeutas permanecen impenetrables porque se toman en serio las pa­labras del Gran Inquisidor de Dostoievsky, quien insistía en que los seres humanos en realidad desean magia, misterio y autoridad. En consecuen­cia, estos terapeutas intentan curar a través de la autoridad y emplean viejas técnicas autoritarias: los placebos; prescripciones latinas; la bata blanca, los ensalmos, y el ritual de los remedios médicos.

Siempre he creído que la psicoterapia es un proceso intrínseca­mente bueno que no necesita apoyarse en la parafernalia de la autori­dad. En realidad, en la medida en que la terapia se concibe como un proceso de crecimiento y esclarecimiento personal, considero contrapro­ducente apelar a la autoridad.

Los terapeutas frecuentemente se sienten alarmados con la idea de la transparencia y se desentienden de ella porque consideran que les exige que revelen gran cantidad de cosas sobre su vida personal, tanto la pasada como la presente. Sin embargo, como descubre Ernest, hay otros aspectos de la autorrevelación que son mucho más cruciales para el éxito terapéutico. En la novela me centro particularmente en dos: (1) la transparencia que concierne al proceso terapéutico mismo y (2) la transparencia que incumbe a la experiencia del aquí-y-el ahora del te­rapeuta.

Algunas de mis primeras investigaciones demostraron que una preparación sistemática de la terapia de grupo (que incluye una discusión lúcida sobre la racionalidad y la mecánica de la terapia) in­fluye significativamente en la eficacia de la terapia de grupo. Otros han demostrado que la preparación tiene el mismo efecto beneficioso en el marco de la terapia individual.

Los terapeutas que son transparentes en su experiencia del aquí-y­el ahora revelan al paciente sus sentimientos inmediatos en el momento en que se producen. Pueden decir que se sienten distantes o próximos al paciente; o conmovido, desplazado, criticado en cada ocasión; o en­salzado, idealizado, o evitado por el paciente. Hay ejemplos de esto en casi cada página de Lying on the Couch. Me tomo la transparencia del terapeuta muy seriamente y he experimentado, a lo largo de mi ca­rrera, con una serle de técnicas diseñadas para fomentar e intensificar la transparencia. Describiré algunas de estas técnicas.

Una técnica de transparencia que he utilizado es la «terapia múlti­ple». En un artículo en el que discuto esta forma de enseñanza, descri­bo cómo un colega y yo, y varios estudiantes, nos encontramos con un solo paciente y trabajamos juntos como grupo, centrándonos a veces en el paciente y otras veces en el proceso de grupo (esto es, en la natu­raleza de la relación entre los miembros del grupo). Nuestra franqueza demostró tanto a los estudiantes como a los pacientes que la confusión y el misterio eran innecesarios.’

Otro ejercicio de transparencia que he empleado es la discusión abierta de lo ya discutido en el grupo. En la mayor parte de los pro­gramas de formación de terapia de grupo, los estudiantes observan a los grupos terapéuticos a través de espejos bidireccionales, o a través de un monitor de televisión, y discuten la sesión, una vez que ésta se ha completado. Los miembros de la terapia de grupo permiten la obser­vación, pero generalmente se ofenden por ello, puesto que aumenta su incomodidad y autoconciencia.

Sin embargo, al estar dispuestos a incrementar su transparencia, los terapeutas pueden transformar la observación, y, de ser un recurso de enseñanza limitado puede convertirse en una parte integral de la te­rapia. Hace mucho que llevo a cabo la práctica de invitar a los miem­bros del grupo a que observen la nueva discusión que los estudiante hacen de la reunión de grupo: algunas veces los estudiantes y los miem­bros del grupo cambian de aula para la sesión posterior. Según mi ex­periencia, esta forma activa invariablemente tanto la terapia como la enseñanza.’

En mi modelo de grupos de terapia con pacientes hospitalizados utilizo un enfoque similar: hacia el final de la sesión adoptamos una forma de «pecera»: los estudiantes que observan y los conductores del grupo forman un círculo en el interior y revisan la sesión de grupo, en presencia de los miembros del grupo, durante diez minutos.’ Enton­ces, en los diez minutos finales, los miembros del grupo discuten los sentimientos suscitados por esta revisión. Muy frecuentemente, la nue­va discusión de lo que ha dado de sí el grupo hace surgir tantos temas y tanta afectividad, que los participantes consideran los diez minutos finales de la sesión como la parte más provechosa del encuentro.

Otro de los beneficios de tales formas de enseñanza es que los pa­cientes respetan más la empresa terapéutica si observan al terapeuta y a los estudiantes de terapia implicados personalmente en el mismo dis­curso sincero que ellos alientan en su terapia.

Al principio de este volumen, en un informe sobre alcohólicos en la terapia de grupo, describí la práctica de enviar por correo mis resú­menes de cada encuentro de grupo con los pacientes externos, antes de la sesión siguiente. Entre otros propósitos, los resúmenes sirven para suministrar un vehículo para la transparencia del terapeuta: in­cluyo comentarios sobre mis sentimientos personales y las observacio­nes de la reunión. Reviso las intervenciones que hice: aquellas que con­sidero importantes, aquellas que deseé hacer durante la sesión, pero que no hice, y aquellas que me arrepiento de haber hecho.

Generalmente, en los grupos de terapia existe un mandato par­ticularmente claro para que los terapeutas sean más interactivos y transparentes. Esto es necesario por dos razones: primero, porque los conductores del grupo son pararrayos para muchos sentimientos poderosos, que deben elaborarse a través de sus relaciones con muchos de

los miembros del grupo; segundo, porque el comportamiento de los conductores del grupo —a través del mecanismo de modelado— es un instrumento para la conformación de las normas del grupo.

Aunque la mayor parte de mis escritos se ha centrado en la terapia de grupo, creo que la transparencia no es menos importante en el mar­co de la terapia individual, donde los terapeutas deben estar predis­puestos a ser abiertos sobre los mecanismos de la terapia y sobre sus propios sentimientos en el aquí-y-el ahora. Nada de lo que haga el tera­peuta tiene prioridad, desde mi punto de vista, sobre la construcción de una relación de confianza con el paciente. He creído desde hace mucho tiempo que las otras actividades en la terapia —por ejemplo, la explo­ración del pasado y la construcción de una narrativa vital unificada—son valiosas tan sólo en la medida en que mantengan al terapeuta y al paciente unidos en un empeño interesante, mutuamente valorado, mientras la fuerza curativa real, la relación terapéutica, germina y echa raíces.

Mi propia autorrevelación, especialmente sobre los sentimientos sobre el aquí-y-el ahora, casi invariablemente ha hecho más profunda la relación terapéutica; hasta donde yo sé, lo opuesto no ha ocurrido nunca: la terapia nunca se ha visto perjudicada porque me haya since­rado en exceso. En mi práctica, muy frecuentemente, veo a pacientes que han tenido una terapia anterior insatisfactoria. Una y otra vez les oigo expresar la misma queja: su terapeuta era demasiado impersonal, demasiado poco participativo, demasiado rígido. Casi nunca he oído a un paciente criticar a un terapeuta por ser demasiado abierto, sincero o interactivo.

El efecto saludable de la transparencia del terapeuta es el verdade­ro centro de Lying on the Couch, a medida que Ernest continúa obs­tinadamente con el experimento que, sin saberlo él, es representado en la circunstancia más desfavorable posible: en la terapia de un paciente obligado a la duplicidad.

LIMITES TERAPEUTICOS

Otro tema principal sobre la relación terapeuta-paciente que ex­ploro en Lying on the Couch es la cuestión de los límites apropiados.

¿Puede ser genuina una relación y, sin embargo, al mismo tiempo, ser limitada brusca y formalmente? ¿Los estrictos límites de tiempo, la formalidad, y el intercambio monetario corroen el carácter genuino de la relación? ¿Es un amigo el terapeuta? ¿Existe afecto entre el tera­peuta y el paciente? ¿Deberían los terapeutas afectuosos tocar o coger alguna vez a sus pacientes? ¿Cuáles son los límites sexuales, sociales, comerciales, financieros, apropiados de una relación terapéutica?

Estas preocupaciones contemporáneas no son tan sólo cruciales y complejas: son también altamente explosivas. Con bastantes pleitos, bastantes casos de abusos declarados, llevados a cabo por los terapeutas (y sacerdotes, maestros, médicos, agentes de policía, contratistas, su­pervisores, gurús: por todo aquel que está involucrado en una situa­ción de desequilibrio de poder), parecía claramente arriesgado discutir los límites en una novela irreverentemente cómica. Intenté mantener una perspectiva equilibrada: por un lado, para encarar la alarmante in­cidencia del abuso sufrido por los pacientes, y por otro lado, para en­frentarse a la igualmente alarmante reacción violenta por la vía legal que amenaza la verdadera urdimbre de la relación terapéutica.

¿Qué tiene uno que pensar, por ejemplo, de los artículos en re­vistas profesionales que proponen seriamente que todas las horas de terapia sean grabadas en vídeo, con un equipo de cámaras de segu­ridad continuamente en marcha, para proteger al paciente del abuso sexual por parte del terapeuta, y al terapeuta de los falsos cargos por parte del paciente? ¿Cómo tiene uno que responder a las directrices moralistas que recomiendan la conducta apropiada, patrocinadas ofi­cialmente, que tantas organizaciones profesionales envían por correo a los terapeutas? Estas publicaciones advierten que los abogados supo­nen que ese humo anuncia el fuego y, en consecuencia, instruyen a los profesionales en ejercicio para que, en todo caso, pequen por exceso de formalidad: se debe llevar corbata; acabar las sesiones con toda puntualidad; y (para los terapeutas del sexo masculino) no dar cita a una paciente femenina a última hora del día. (Pronto se hace uno lo su­ficientemente cauteloso como para no citar a nadie a última hora del día.)

Todos estos factores han dado como resultado una nueva psicote­rapia defensiva. La profesión legal ha invadido tanto la intimidad de la hora de terapia que los administradores no paran de considerar la me­dida en que una cámara de televisión de seguridad destruiría la esenciamisma de la empresa terapéutica. Los terapeutas en ejercicio dirigen las horas de terapia percibiendo la presencia, como si estuviera ocupando un asiento junto a ellos, de un abogado atento a los agravios que se pue­dan producir. Se enseña a los estudiantes a que escriban sus notas sobre la marcha con todo cuidado, como si un abogado hostil las estuviera le­yendo. Los terapeutas que han sido injustamente demandados —una cohorte en crecimiento— se hacen menos abiertos, menos confiados.

Conozco a una competente psiquiatra, plenamente dedicada —va mos a llamarla doctora Robertson— que trató con éxito a un paciente con depresión, a base de antidepresivos, durante un año. El paciente se negaba a someterse a psicoterapia o a tener más de una visita al mes. La depresión del paciente surgió al cabo de un año y la doctora Ro­bertson probó sin éxito otros medicamentos. Exhortó al paciente repetidas veces para que le visitara con más frecuencia y para que ini­ciara la psicoterapia, pero el paciente rechazó verla, a ella o a cualquier otro, en la terapia. En más de una ocasión, la doctora Robertson con­sultó a otros colegas. Durante unos meses el paciente hizo acopio de un alijo de píldoras para dormir y finalmente tomó una sobredosis fa­tal; el suicida dejó una nota para su esposa con instrucciones detalladas sobre los asuntos financieros de la familia. En la última línea de la nota se leía: «¡Demanda a Robertson!».

La familia puso la demanda, ofreciéndole finalmente un pequeño pago, por negligencia profesional, la compañía de seguros, que deseaba acelerar el proceso y ahorrar en costos legales. Aunque la doctora Ro­bertson fue absuelta del cargo de negligencia, los dos años del proceso legal le habían dejado agotada y desilusionada; incluso consideró cam­biar de profesión. Me cuenta que, cuando entrevista a posibles nuevos clientes, una pregunta le viene ahora a la cabeza invariablemente: «¿Mc demandará esta persona?».

En Lying on the Couch quise explorar el tema de los límites entre terapeuta y paciente en toda su complejidad: los riesgos y las tentacio­nes, los deseos del terapeuta, los modos de evitar las dificultades, los peligros para un paciente explotado. Sobre todo, traté por todos los me­dios de comprender plenamente a cada una de las dos personas del drama: quería explorar la profunda experiencia subjetiva de cada par­ticipante sin precipitarme en culpar o linchar a ninguno de ellos. Si los psicoterapeutas no intentan comprender la conducta y la motivación en la situación terapéutica, ¿quién lo hará?

Por consiguiente, Lytng on the Couch examina muchas cuestiones controvertidas, incluso, por ejemplo, el delicado tema de si, en el caso de que la relación sea genuina, la energía sexual puede jugar un papel legítimo (no la conducta sexual) en el éxito de la terapia. El sueño que describe una paciente a su terapeuta en la novela resulta ilustrativo:

Soñé que usted y yo asistíamos juntos a una conferencia en un hotel. En algún momento usted me sugería que tomara una habitación contigua a la suya para que pudiéramos dormir juntos. De modo que iba a recep ción y disponía que se me cambiara la habitación. Entonces un poco más tarde usted cambia de opinión y dice que no es una buena idea. Así que yo vuelvo a recepción para cancelar el cambio. Demasiado tarde. Todas mis cosas han sido trasladadas a la nueva habitación. Pero resulta que la nueva habitación es mucho más agradable, más grande, más espaciosa, con mejores vistas. Y, también, mejor numerológicamente: el número de la habitación, 929, era un número mucho más propicio para mí.

Este sueño (un sueño real de una de mis pacientes) sugiere que, para algunos pacientes, la energía sexual puede jugar un importante papel en el proceso terapéutico. El sueño sugiere que la intensa intimidad de la relación (catalizada por la ilusión de una unión sexual final) tiene como resultado un crecimiento personal considerable en el paciente (su nueva habitación es más grande, más agradable, con mejores vistas, y es numerológicamente más ventajosa). Llegado el momento en que ella entiende la naturaleza ilusoria de sus esperanzas de una unión, es demasiado tarde para volver: los cambios positivos ya han tenido lugar.

Aunque estoy persuadido de que existe un papel en la relación te­rapéutica para una gran intimidad, incluso para el amor, y aunque soy franco y gráfico en mi discusión de los riesgos y las tentaciones desde la perspectiva del terapeuta, no quiero minimizar ni excusar la explo­tación y las perturbaciones sexuales por parte del terapeuta. Una lec­tura poco cuidadosa de Lying on the Couch puede llevar al lector a la conclusión de que estoy ofreciendo una apología del terapeuta infrac­tor. En absoluto. Estoy convencido de que, casi invariablemente, una relación sexual entre un paciente y un terapeuta es altamente destruc­tiva para el paciente, e igualmente destructiva para la conciencia, la au­tovalía, y la integridad del terapeuta.

Otro tema terapéutico explorado en Lying on the Couch es la rele­vancia y utilización de los sueños. Demasiados psicoterapeutas con­temporáneos desatienden los sueños en su trabajo. Muchos de mis es­tudiantes evitan incluso pedir a sus pacientes que cuenten sueños (así

como fantasías). En alguna medida, ellos pueden ser los que reaccio­nen al énfasis que ponen en la terapia breve las organizaciones de man­tenimiento de la salud, pero muchos nuevos terapeutas, que tienen una formación menos formal que la pasada generación de terapeutas, es­tán, creo, turbados e intimidados por la voluminosa y arcana literatura sobre la interpretación de los sueños.

En consecuencia, en Lying on the Couch, he llevado a cabo un in­tento deliberado de demostración de una aproximación pragmática a la elaboración de los sueños. Trato de mostrar que los sueños son úti­les no por las comprensiones asombrosamente profundas que emergen del análisis exhaustivo de un sueño, sino porque las asociaciones de los pacientes con el sueño les conducen a inesperados recuerdos, reflexio­nes y desvelamientos.

No he sido nunca capaz de inventar sueños convincentes en mis es­critos de ficción. Cada intento carece del requisito de lo misterioso, lo raro, bien… de la cualidad de lo soñado. Por consiguiente, todos los sueños de Lying on the Couch son reales. Algunos de ellos son mis pro­pios sueños, como éste (que le atribuyo al protagonista, Ernest):

Estaba caminando con mis padres y mi hermano en un centro co­mercial y decidimos ir a la planta superior. Me encontraba solo en un ascensor. Fue un viaje largo, largo. Cuando salí, estaba a la orilla del mar. Pero no podía encontrar a mi familia. Los buscaba una y otra vez. Aunque era un lugar encantador —la orilla del mar siempre resulta un paraíso para mí— empiezo a sentirme dominado por el terror. Entonces empecé a ponerme una camisa de dormir con una cara estampada, viva y son­riente, del oso Smokey. La cara se hace de pronto más brillante, más tar­de luminosa._ pronto la cara se convierte en el centro del sueño, como si toda la energía del sueño se hubiera transferido a esa inteligente y son­riente cara del osito Smokey.

No existía misterio alguno para mí en lo relativo a la fuente de este sueño. Lo soñé inmediatamente después de haber pasado casi toda la noche con un amigo moribundo. Su muerte me arrojó a la confrontación con mi propia muerte (representada en el sueño por un terror pe­netrante, por la separación de mí familia, y por mi largo ascenso en el ascensor hasta una playa celestial).

Expreso mis sentimientos en las palabras de Ernest:

¡Qué fastidio, pensó Ernest, que su propio fabricante de sueños hu­biera adquirido participaciones del cuento de hadas del ascenso al paraí­so! ¿Pero, qué podía hacer él? El fabricante de sueños era su propio se­ñor, formado en los albores de su conciencia, y, obviamente, estaba formado más por la cultura popular que por la voluntad

El poder del sueño residía en la camisa de dormir adornada con el reluciente emblema del oso Smokey. Podía ver a través de ese símbolo: después de la muerte de mi amigo y antes de pasar a la sala funeraria, su viuda y yo hablamos de cómo vestirle: ¿cómo tiene uno que vestir un cuerpo para el crematorio? ¡El oso Smokey representaba la incine­ración! Estaba en lo cierto. Inquietante, pero instructivo. Recordemos la percepción que tenía Freud según la cual la función primaria de los sueños es mantener durmiendo al que sueña. En este sueño, los pensa­mientos de temor —muerte e incineración— son transformados en algo más benigno y agradable: la vivaz figura del oso Smokey. Pero el me­canismo del sueño tan solo era parcialmente exitoso: consiguió que continuara durmiendo, pero no pudo evitar que la ansiedad de la muer­te irrumpiera en el sueño.

La mayoría de los sueños de mis escritos de ficción son de mis pa­cientes. Conseguir su permiso resultó instructivo de distintas maneras. Un poderoso sueño incluido en Lytng on the Couch procedía de un pa­ciente que soñó que paseaba a lo largo de la costa sur y se encontró con un río que, sorprendentemente, fluía hacia atrás, alejándose del mar. Siguió el río tierra adentro y descubrió a su padre y después a su abue­lo parados frente a unas cuevas.

El río que fluye hacia atrás era una imagen dolorosa del deseo de vencer al tiempo, de invertir su flujo inexorable, para resucitar a su pa­dre y su abuelo muertos. Al principio, dieciocho meses antes, cuando habíamos trabajado sobre el sueño, nos condujo a unos confines pro­fundos y oscuros: sus temores al envejecimiento y a la muerte; su con­vicción de que, como los demás hombres de su familia, tendría que hacer frente al final de su vida en soledad; su profundo arrepentimiento por haber dado la espalda a su familia de origen.

Cuando solicité su permiso para citar el sueño en mi novela, pare­ció desconcertado y negó que hubiera soñado alguna vez tal sueño. Le pedí que leyera mis notas de aquella sesión terapéutica, pero aun así el sueño le pareció completamente ajeno a él. Esta amnesia como res­puesta ante un poderoso sueño es una buena demostración del poder de la represión. No sólo encontramos difícil recordar los sueños, sino que incluso después de haberlos recordado, a menudo los reprimimos una vez más.

A propósito, las notas de esa sesión de hacía dieciocho meses con­tenían no sólo el sueño, sino otras importantes observaciones sobre su relación con la ambición y la autoridad. Cuando el paciente leyó aque­llas notas su terapia se vio inmediatamente catalizada, se dio cuenta de cómo había cambiado en sus actitudes hacia la autoridad, y también se percató del mucho trabajo que todavía le quedaba. El proceso de psi­coterapia puede ser considerado como una «cicloterapia»: volvemos una y otra vez a reelaborar, a niveles más y más profundos, los mismos temas.

A menudo se me ha preguntado si los clientes han puesto objecio­nes a mis escritos sobre ellos. Casi siempre son los clientes sobre los que no he escrito quienes han expresado su preocupación, preguntán­dose si no son lo suficientemente interesantes o especiales para me­recer su inclusión en mi trabajo. Sín excepción, los clientes me han permitido con mucho gusto que citara sus sueños. Siempre les di la oportunidad de que aprobaran el documento final antes de la publi­cación, pero ninguno me ha pedido nunca que cambiara alguna parte del sueño.

Consideremos este curioso incidente que se refiere a un sueño in­cluido en Love’s Executioner. Una paciente a la que hacía años que no veía me llamó para una visita después de la publicación del libro. En­tró en mi consulta, se sentó, y con voz sombría me dijo que sabía que ella no era Thelma, la protagonista de la primera historia, aunque uno de los sueños de Thelma se parecía extrañamente a un sueño que me había descrito en una ocasión.

Inmediatamente me sentí alarmado al verme enfrentado a una pa­ciente disgustada que, aparentemente, me acusaba de haber cogido algo de ella sin su permiso. El sueño en cuestión trataba de una mujer que bailaba con un hombre y después yacía con él en el suelo de la sala de baile, donde practicaban el sexo. Justo antes de tener un orgasmo ella le susurraba al oído: «Mátame».

Sabía que este sueño no pertenecía a Thelma. Había oído el sueño hacía tiempo de algún otro, aunque había olvidado de quién, y, con ob­jeto de mejorar la historia, acabé por ligarlo al personaje de Thelma. Mientras hablaba con la paciente recordé que, en efecto, era su sueño y me excusé profusamente por haberlo olvidado y, por consiguiente, por no haber obtenido su permiso.

Ella hizo caso omiso de eso. Dijo que la había malinterpretado. La propiedad del sueño no era lo que le inquietaba; lo que le molestaba era el pensamiento de que su imaginación pudiera ser tan banal que otra cliente hubiera podido soñar lo mismo. Salió de mi despacho muy tranquilizada sobre su creatividad y el carácter único de sus sueños.

Hasta ahora hemos estado discutiendo el uso de los sueños de los clientes en la terapia. En Lying on the Couch describo una variación: Ernest sueña sobre Carolyn, su cliente, y toma la decisión radical de compartir su sueño con ella:

Estoy corriendo por un aeropuerto. Te descubro en medio de una multitud de pasajeros. Estoy encantado de verte y corro a tu encuentro y trato de darte un gran abrazo, pero tú interpones tu bolso, haciendo que el abrazo resulte muy abierto e insatisfactorio.

La posterior discusión del sueño demuestra ser provechosa en la terapia. Se ventilan varios significados diferentes. Ernest sugiere que el sueño representa su intento de desarrollar una relación terapéutica es­trecha con ella, un intento que resulta frustrado al querer ella terciar en la terapia con sus demandas de sexualidad (representado por el símbolo del bolso, que bastante a menudo significa la vagina) y de este modo impide que se desarrolle una verdadera intimidad. Su paciente, Carolyn, opone una interpretación más sencilla, más parsimoniosa, a saber, que el bolso simplemente representa el intercambio de dinero y que su deseo de tener una relación real (esto es, un encuentro sexual entre un hombre y una mujer) se ve frustrado por su contrato profe­sional. Sin embargo, Ernest sugiere otro significado:

—Otro sueño que tuve, Carolyn, fue sobre el contenido del bolso. Desde luego, como tú sugieres, el dinero viene inmediatamente a la men­te e Pero de que mas podía estar lleno que pudiera tener que ver co nuestra intimidad?

—No estoy segura de lo que quieres decir, Ernest.

—Quiero decir que quizá puedes no estar viéndome como soy real­mente debido a algunas ideas preconcebidas y a algunos sesgos adopta­dos sobre la marcha. Quizás estás acarreando alguna vieja carga que está bloqueando nuestra relación; por ejemplo, heridas de tus relaciones pa­sadas con otros hombres, tu padre, tu hermano, tu marido. O quizás ex­pectativas de otra época: piensa, por ejemplo, en tu primer terapeuta, Ralph Cooke, y cómo me has dicho a menudo: «Sé como Ralph Cooke, sé mi amante-terapeuta.» En un sentido, Carolyn, me estás diciendo: no seas tú, Ernest, sé algo o alguien más.

¿Qué interpretación es la verdadera? ¿La sexualización de la rela­ción por parte de la paciente? ¿El lamento del terapeuta por no poder tener una relación romántica, no profesional, con su paciente? ¿La dis­torsión de la relación real basada en la transferencia de la cliente? Se­gún el espíritu pragmático de William James, la verdad es aquello que funciona. Y lo que funciona en la novela y en la situación de la vida real en la que ocurrió este sueño (mi propio sueño) es el reconocimiento, por parte del terapeuta y de la cliente, de que hay verdad en cada una de estas interpretaciones: tomadas juntas constituyen un instrumento para profundizar la autenticidad de la relación y del trabajo terapéutico.

EL AQUÍ-Y-EL AHORA

En Psicoterapia existencial y terapia de grupo* he puesto de relieve el papel clave que juega el aquí-y-el ahora en la psicoterapia de grupo. Uno de mis objetivos en Lying on the Couch es demostrar que no es menos importante en la terapia individual.

Hay una larga tradición en la terapia individual de centrarse en la transferencia, esto es, en el examen de las distorsiones en la relación paciente-terapeuta para arrojar luz sobre otras relaciones, particular­mente las relaciones con los padres. Generaciones de analistas han uti­lizado la información cosechada en el estudio de la transferencia para dar cuerpo a sus interpretaciones. Su meta ha sido la de utilizar el material del aquí-y-el ahora para facilitar el recuerdo del paciente y com­prender las relaciones formativas tempranas. En los años recientes, nuevas escuelas analíticas progresistas han ampliado su enfoque de la transferencia y han puesto de relieve lo inverso: esto es, ahora exploran el pasado para comprender las relaciones del presente. Pero a menudo el objetivo sigue siendo la comprensión, y la relación terapéutica es uti­lizada principalmente como una herramienta de investigación.

En Lying on the Couch intento demostrar que el centrarse en el aquí-y-el ahora tiene implicaciones más allá de la clarificación de la trans­ferencia; concretamente, que la relación con el paciente es importante por propio derecho y que en la terapia están en juego fuerzas más poderosas que la comprensión, fuerzas que pueden ser realzadas centrándose en lo «interexistente» entre el terapeuta y el paciente. El acto terapéutico de establecer una relación profundamente íntima y auténtica, en sí misma, re­sulta curativo. Una relación así puede convertirse en un antídoto para la soledad y supone un punto de referencia interno para los pacientes, que aprenden que tal intimidad es gratificante y que ellos son capaces de alcanzarla. Además, el trabajo de crear y mantener una relación au­téntica con el terapeuta frecuentemente resulta un excelente modela­do para la formación de futuras relaciones en la vida del paciente.

Un grupo de terapia genera tantos datos sobre las relaciones inter­personales, que no resulta difícil mantener toda la atención del grupo en el aquí-y-el ahora. Muchos terapeutas individuales descuidan la aten­ción en el aquí-y-el ahora porque creen erróneamente que el aisla­miento de la terapia individual descarta el desarrollo de la riqueza de datos del aquí-y-el ahora. Lying on the Couch demuestra cómo el tera­peuta puede centrar la atención en el aquí-y-el ahora durante la hora de terapia individual. Ernest, mi protagonista, hace un esfuerzo cons­ciente para centrarse en el proceso (esto es, la naturaleza de la relación entre el terapeuta y el paciente) varias veces cada sesión.

Algunas veces las indagaciones sobre el aquí-y-el ahora pueden ser un sencillo proceso de comprobación: por ejemplo, preguntas tales como: «¿Cómo lo estamos haciendo tú y yo hoy?», o «¿Qué opinas del espacio que hay entre nosotros hoy? ¿Lejano? ¿Próximo?», o «La hora está a punto de acabar: ¿hay sentimientos sobre el modo en que nos es- í tamos relacionando que deberíamos examinar antes de que paremos?».

Cada aspecto de la hora en que transcurre la sesión proporciona datos: la llegada y la salida del paciente, su puntualidad, el pago de las facturas. Una paciente, por ejemplo, entra en mi consulta tímidamen­te y se disculpa cuando el defectuoso pestillo de la puerta impide que;, ésta se cierre satisfactoriamente. Pide perdón de nuevo cuando, al co­ger un pañuelo de papel para limpiar sus gafas, desplaza la caja de pa­ñuelos unos centímetros. Y después empieza la hora de la sesión dis­culpándose por no haber hecho más progresos en la terapia.

Mi consulta está en una casita en medio de un jardín grande. Algu­nos pacientes ignoran el jardín; otros nunca fallan en hacer comenta­rios sobre él, especialmente en la eclosión primaveral. Otro paciente suele elegir como comentario el barro del sendero o los ruidos de la construcción en el vecindario. Este mismo paciente decidió leer Lying on the Couch, pero sin pagar por ello: lo leía a ratos, de pie, en la parte de atrás de varías librerías. Sus razones: «Ya lo pagué en la consulta». Una exploración de los datos del aquí-y-el ahora demostró un valor incalculable para ayudar a este paciente a explorar su miedo a la ex­plotación y su profundo enojo hacia mí y hacia cualquier figura de au­toridad. Un hombre, externamente afable, discreto, que ha arraigado profundamente unos rasgos pasivo-agresivos, que adoptan la forma de una grave tendencia a aplazar las cosas y que le ha puesto de forma persistente en serias dificultades con sus supervisores.

Otro paciente nunca me cuenta el final de las historias. Puede es­tar al borde de alguna acción atrevida —enviar su novela a un agente, enfrentarse a su jefe para protestar por un recorte salarial, o demandar a aquella primera novia que le dice por qué rompió su relación— y en­tonces nunca me permite conocer el resultado. ¿Por qué no? ¿Piensa que no siento curiosidad, que no me preocupo por él? ¿Se siente aver­gonzado por el resultado? ¿Se considera tan falto de interés que podía sentir poca curiosidad por él? ¿O, simplemente, nunca piensa sobre los deseos o las necesidades de los demás? ¿También trata a las demás personas del mismo modo? Quizás esta conducta del aquí-y-el ahora contiene la clave sobre su falta de habilidad, en general, para mantener relaciones íntimas.

El proceso de terapia es una secuencia alternada de evocación afectiva y de integración afectiva. En la sesión se experimentan fuertes afectos —irritación, temor, toma de conciencia, odio— y entonces son examinadas por el paciente y el terapeuta. Incluso si el afecto tiene poco que ver con el terapeuta —por ejemplo, dolor por una pérdida pasada— todavía resulta provechoso para el terapeuta el preguntar cómo se siente el paciente al expresar fuertes emociones en presencia /T de otro. Uno puede simplemente preguntar: «¿Cómo se sentiría al llo­rar delante de mí, al permitirme ver su tristeza?». Si

EL SALTO A LA PURA FICCIÓN

El día que Nietzsche lloró y Lyzng on the Couch son ambas novelas de ideas que tratan cuestiones fundamentales sobre la naturaleza de la psicoterapia. No obstante, existen diferencias significativas entre los dos libros. Desde mis primeras publicaciones en la década de los se­senta, mis escritos se han ido desplazando progresivamente desde la base de operaciones de la psiquiatría académica hasta el dominio de la pura ficción. El día que Nietzsche lloró constituyó un desplazamien­to en ésa dirección; Lying on the Couch fue un paso más radical.

El día que Nietzsche lloró es ficción, sí, pero una ficción segura y estructurada. Es, creo, un libro complejo desde la perspectiva de los temas filosóficos explorados, pero desde el punto de vista de la téc­nica novelística no es un paso de gigante respecto de mi obra ante­rior. En algunos aspectos es una obra de ficción con ruedas de en­trenamiento.

Por un lado, mucho de lo que había en El día que Nietzsche lloró no tuve que inventarlo. Muchos de los personajes son figuras históri­cas: Friedrich Nietzsche, Josef Breuer, Sigmund Freud, Bertha Pap­penheim (Anna O.), y Lou Salomé. Desde luego, sabemos poco sobre sus inquietudes psicológicas (con la excepción de Freud), y tuve que imaginarme cada vida interior. Pero, en general, permanecí tan próxi­mo como fue posible a los acontecimientos reales registrados de la vida de mis personajes en 1882, y después procedí a insertar un deci­motercer mes imaginado en el invierno de aquel año.

Una vez había seleccionado el año y el lugar (Viena y Venecia) me puse a la tarea de crear muchos de los detalles visuales con la ayuda de viejas fotografías y una guía Baedeker de la Viena de 1885. Pude tam­bién detenerme en mí memoria visual ya que en una ocasión pasé varios meses en el campus de la Universidad de Stanford en Viena (enseñando Freud a los estudiantes universitarios). Y, desde luego, la mayor parte del contenido intelectual de la novela no es ficción sino que está trazado a partir del conjunto de escritos filosóficos del Nietzsche anterior a 1882.11~0~,

Lying on the Couch fue, con mucho, un proyecto más arriesgado, no sólo porque discutiría temas enojosos y controvertidos, sino tam­bién porque iba a ser pura ficción. Siempre había deseado escribir una novela, desde mi adolescencia. Había reprimido ese deseo, lo había su­blimado, soñado, visto desde lejos, había estado dando vueltas en tor­no a él, y ahora, finalmente, me jugaba el todo por el todo.

Anteriormente me referí a El día que Nietzsche lloró como una no­vela para la enseñanza. ¿Intenté también que Lying on the Couch fuera una novela para la enseñanza? Fui ambivalente respecto a eso. Por un lado, el practicante de la psicoterapia y el profesional en prácticas constituían mi público privado durante la escritura, y nada podía re­sultarme más placentero que Lying on the Couch se asignara como li­bro de texto en los programas de instrucción. Por otro lado, yo estaba deseando ser un verdadero novelista, y siempre que tenía que hacer frente a una cuestión decisiva mientras escribía Lying on the Couch, optaba cada vez por consideraciones literarias, para que el libro resul­tara entretenido más que didáctico. Una y otra vez sacrifiqué jugosas oportunidades para insertar aspectos pedagógicos.

Sin embargo, no experimenté, y no experimento ahora, la libertad de la mayoría de novelistas. Por un lado, estoy limitado por el conoci­miento de que en mi práctíca con los pacientes, estos leen mis novelas. Por otra parte, soy demasiado conocido en la especialidad, como pro­fesor de psiquiatría en Stanford y como autor de libros de texto utiliza­dos en programas de educación psicoterapéutica. Para mí es importante que mis estudiantes no confundan mis escritos profesionales con la fic­ción que escribo sobre psicoterapia. Siempre que es posible, pongo de relieve que la ficción que escribo es producto de la imaginación, que no apruebo toda la conducta de los terapeutas sobre la que escribo, y que el argumento de cada libro y la vida interior de cada personaje son pura invención. Aún así, se suscitan interrogantes, como el de si mis novelas son, efectivamente, ficción. En mi defensa, he observado que las novelas de Robert Ludlum huelen a asesinato y a caos, sin embar­go, nadie le acusa de ser un asesino en serie; ni Philip Roth, quien es­cribe intensamente sobre diversas y extrañas prácticas sexuales, es des­calificado corno pervertido.

Mis temores se confirmaron en la primera revisión del libro, que ponía en cuestión si la novela era verdaderamente ficción o si, como Love’s Executioner, representaba una confesión personal. Otro revisor planteó que la novela cuestionaba la relevancia de la psicoterapia. No obstante, mis intenciones eran bastante diferentes. Nunca he dudado de la relevancia ni del poder de la psicoterapia, y aunque satirizo algu­nos aspectos de la práctica terapéutica contemporánea, mi protagonis­ta, Ernest, pasa por ser un hombre íntegro. A pesar de su deseo exa­cerbado, su torpeza, el debate con sus primitivos apetitos, permanece totalmente comprometido con sus pacientes y con su visión de la con­tinua posibilidad de crecimiento del ser humano.

¿ES IMAGINARIA LA FICCIÓN? ¿VERDADERA LA VERDAD?

Escribiendo Lyng on the Couch experimenté como un cambio res­pecto a mis anteriores escritos profesionales, una venturosa inmersión en el reino de la «pura ficción». ¿Pero qué es «pura ficción»? Los últi­mos años han sido testigos de un ajuste considerable de los límites en­tre ficción y no ficción. Consideremos el desarrollo de la visión en psi­coterapia según la cual la reconstrucción precisa de la vida de un individuo es, en gran medida, ilusoria. El objetivo psicoterapéutico se ha convertido en una construcción y no en una reconstrucción; busca­mos proporcionar algún relato vital que resulte plausible —incluso uno producto de la ficción— que pueda proporcionar coherencia y comprensión. O consideremos la nueva investigación sobre recuerdos implantados, que indican que pueden ser implantados fácilmente re­cuerdos falsos, y que los individuos son a menudo incapaces de di­ferenciarlos de los recuerdos «reales» de acontecimientos que ocurrie­ron de hecho. Las viejas y seguras distinciones entre lo verdadero y lo imaginado cada vez resultan más borrosas.

Nietzsche, quizás más que ningún otro pensador, ha contribuido a esta indiferenciación. Él comparó la verdad con las pieles de serpiente de una muda, desechadas por aquellos a quienes pertenecen cuando se hacen más grandes y más viejos. Su visión perspectivista de la ver­dad postula que no hay una verdad, hay solamente interpretación: la verdad es una conveniencia, «la verdad es el tipo de error sin el cual no podrían sobrevivir ciertas especies de vida».

La verdad se mezcla con la ficción al escribir Lyzng on the Couch, muchísimas escenas tienen algún tipo de relación con la realidad: están sacadas de, basadas en, o inspiradas por acontecimientos reales. Por ejemplo, el capítulo 2 sucede en una reunión del instituto psicoanalítico en la que un venerado aunque inconformista psicoanalista es expul­sado del instituto. Aunque la escena pasa por ser cómica y absurda, está inspirada en un acontecimiento real, la expulsión del Instituto Psi­coanalítico Británico, hace veinticinco años, de Masud Khan (tal y como me fue relatado por el doctor Charles Rycroft y ha sido descrito en la biografía de Judy Cooper sobre Masud Khan).6

En el prólogo de Lying on the Couch, Seymour Trotter, un patriar­ca de la profesión y antiguo presidente de la Asociación Psiquiátrica Americana, es una combinación de al menos tres figuras: un terapeu­ta que, años antes, había abusado sexualmente de una de mis pacien­tes; una figura eminente en los círculos psicoanalíticos de Boston; y Jules Masserman, antiguo presidente de la Asociación Psiquiátrica Norteamericana y la Asociación Psicoanalítica Norteamericana, que fue acusado de abusos sexuales de pacientes después de drogarlos con pentotal sódico.

El argumento del prólogo se inspiró parcialmente en una historia que corría cuando yo era residente en psiquiatría. En una de las pri­meras grandes resoluciones judiciales por mala práctica profesional, fue encontrado culpable por abuso sexual un eminente analista de Nueva York, y su joven paciente fue compensada con una enorme suma por la compañía de seguros. Meses más tarde, una vez pasada la histo­ria, fueron vistos dando un paseo, apoyando sus hombros entre sí, por una playa cercana a Río de Janeiro. ¿La historia es real o apócrifa? Lo ignoro. Tan sólo sé que permaneció latente en mi mente durante casi cuarenta años hasta encontrar expresión en la novela.

De este modo, la ficción no es plenamente imaginaría en esos epi­sodios reales y, a menudo, son incorporados individuos a la narración. El siguiente episodio representa cómo la ficción y el recuerdo pueden fusionarse por procedimientos menos obvios.

En El día que Nietzsche lloró, Nietzsche, mientras deambula por el cementerio y reflexiona sobre las lápidas, compone un pequeño poema:

Hasta la piedra se impone a la piedra

y aunque ninguna puede oír

y ninguna puede ver

cada una dice suavemente, entre sollozos: recuérdame, recuérdame.

Estas líneas de ripios (precedidas por varios otros que no hacen un corte final en la novela) vinieron a mí rápidamente, y los escribí con un in­menso placer: mi primer verso publicado. Un año más tarde, cuando es­taba cambiando de consultorio, mi secretaria encontró un gran sobre de papel Manila, cerrado, amarillento por el paso del tiempo, que había ca­ído detrás del fichero. Contenía un gran fajo de papel con la poesía que había escrito al final de mi adolescencia y no lo había visto durante décadas. Entre los versos se encontraban las líneas idénticas, palabra por palabra, que había imaginado estar escribiendo por primera vez en la novela. Las había escrito en 1954, cuarenta años antes, cuando murió el padre de mi prometida. Me había plagiado a mí mismo.

Un episodio, de algún modo similar, afecta a uno de los Beatles, George Harrison, que fue demandado por un músico, que afirma que la canción de Harrison «My Sweet Lord» había sido plagiada de una canción suya anterior, «He’s So Fine». Musicólogos expertos estuvie­ron de acuerdo en que las partituras eran sorprendentemente similares y el tribunal ordenó a Harrison a pagar una indemnización. Harrison difícilmente necesitaba plagiar la obra de otro músico; lo que proba­blemente ocurrió fue que habría oído la canción, reprimió la experien­cia, y después la reínventó.

Estos incidentes son un testimonio de la existencia del inconsciente. Pienso en tales historias siempre que oigo declarar a los neuropsicólo­gos que ninguna prueba de la investigación documenta la existencia del inconsciente. En esos momentos me viene a la cabeza el comenta­rio del neurofisiólogo Sherrington: «Si enseñas a un perro Airedale a tocar el violín, no necesitas un cuarteto de cuerdas para probarlo».

El día que Nietzsche lloró borraba los límites entre ficción y verdad colocando personajes históricos reales en escenarios imaginados. Esta indiferenciación posmoderna de los límites literarios —entre biogra­fía, autobiografía y ficción— se ha estado desarrollando lentamente desde hace veinte años. Recordemos, por ejemplo, Rosencrantz y Guil­denstern están muertos, 1966, del autor teatral Tom Stoppard, en la que los protagonistas secundarios de Hamlet se convierten en protagonistas de su propia obra, o su Travestidos, 1974, que describe un en­cuentro imaginario entre Joyce, Lenin y Tristan Tzara. En mi libro Lo­ve’s Executioner, ya había experimentado con la supresión de los lími­tes entre el historial clínico y la ficción.

En psicoterapia el límite entre ficción e historia personal siempre ha estado poco claro. Es tan sólo recientemente, quizás debido al libro, que ha marcado un hito, de Donald Spence, Narrative Truth and His­torical Truth, cuando los terapeutas han sabido apreciar sus propios es­fuerzos narrativo-constructivos (como opuestos a los reconstructivos) en psicoterapia. Los terapeutas y los analistas ya no se consideran a sí mismos, como hizo Freud, arqueólogos psicologistas esforzándose por excavar la verdad histórica real de una vida: todos nosotros nos hemos hecho perspectivistas nietzscheanos. Entendemos que la verdad cam­bia de acuerdo con la perspectiva del observador y, en el caso de la te­rapia, la forma de la verdad está enormemente influida por la natura­leza de la relación terapéutica.

Leslie Farber proporciona una estampa ilustrativa del perspecti­vismo psicoterapéutico en un ensayo titulado «Lying on the Couch» que apareció en su libro de 1976, Lying,Despair,Jealousy, Envy, Sex,

Drugs, and the Good Life. Al principio de su carrera, mientras esta­ba siendo analizado en una consulta en el propio hogar de la analista, había sido frecuentemente molestado por los sonidos discordantes de su hijo, que practicaba el violín en algún lugar de la casa. Cuando final­mente se quejó, su analista le complació inmediatamente saliendo del consultorio y haciendo guardar silencio a su hijo.

Poco después, sus horas de análisis se vieron inundadas con los re­cuerdos de cuando tocaba el violín en su propia infancia. Puesto que había demostrado ser un músico precoz, su padre había albergado grandes esperanzas de verlo convertido en un violinista de conciertos. Cuando «sobrepasó» el violín en su adolescencia, su padre se sintió he­rido y disgustado: llevó meses, años, para que el distanciamiento entre ellos desapareciese.

Tan sólo mucho más tarde se dio cuenta Farber de que había esta­do «tendido en el diván» y sucumbió ante una interpretación románti­ca

de su juventud. Aunque, en efecto, había estado tocando el violín 4, cuando era joven, fue un músico mediocre y nadie había suscitado nunca el cuestionamiento de su carrera musical. Lo cierto es que el vio­lín nunca había sido la causa del distanciamiento con su padre, con el que siempre se había mantenido en buenas relaciones. Sin embargo, la narración durante su análisis había sido maravillosamente satisfacto­ria para él, lo que le indujo finalmente a explorar con más profundidad la transferencia con su analista.

Por cierto, el título del ensayo de Farber, «Tendido en el diván», ilustra la dificultad de la atribución determinante: no tengo duda de que tomé el nombre de mi novela de este ensayo, aunque no recuerdo haber «decidido» utilizarlo. No había releído, o ni siquiera puesto los ojos sobre el libro de Farber desde 1976, pero cuando estaba redac­tando mi novela, el título apareció simplemente en mi cabeza y yo supe instantáneamente que era el correcto.

Lo mismo vale, también, para los fragmentos de la historia que describo en mi ensayo sobre El día que Nietzsche lloró (la historia de los dos curanderos, de Herman Hesse, y el fragmento de la obra de Helmuth Kaiser, Emergency). ¿Utilicé metódicamente estos cuentos en la construcción de mi argumento? ¿Era realmente cierto, como he su­gerido en otro lugar, que estos cuentos habían «estado repicando en mi mente durante varios años» y que «sus ecos resonaban a lo largo de las páginas»? ¿O eso es una ficción, una versión romántica de la narración que proporciona sentido que bastante a menudo construimos en la te­rapia y en la vida?

¡Ay!, ;simplemente no recuerdo! El ordenador ha convertido en obsoletos los apuntes originales y las primeras versiones. Hasta donde puedo recordar, fue meses después de haber acabado El día que Nietz­sche lloró, mientras preparaba una disertación sobre el proceso de escri­bir una novela relativa a la psicoterapia, que se me ocurrió por primera vez la posible influencia de estos cuentos. Si las historias, consciente o inconscientemente, influyeron en la novela, o si simplemente las recor­dé más tarde con el propósito de idear una línea narrativa coherente que se adecuara a una lección magistral, es algo que nunca sabré.

La ficción de Farber como virtuoso del violín nos recuerda que la memoria puede ser, demasiado a menudo, conceptualizada como ba­sada en el trauma: esto es, la experiencia del trauma es un instrumento con el que elegimos entre recordar u olvidar. La memoria puede estar influida también por un impulso estético, por el deseo de realizar un producto artístico de la propia vida.

El satisfactorio relato vital que construye el paciente durante la te­rapia frecuentemente cambia cuando surgen nuevos datos. A veces puede uno desai rollar narraciones alternativas que son puestas en jue­go para atender a las demandas de una situación particular. Personal­mente puedo dar fe de dos narraciones vitales guía que se me hicieron evidentes durante mi análisis personal.

Describí una de estas narraciones anteriormente: la de yo mismo como un joven escritor, un novelista frustrado, que sabía que la cosa más maravillosa que uno podía hacer en la vida era escribir una exce­lente novela, pero que, debido a presiones culturales, eligió la carrera médica y tan sólo décadas más tarde fue capaz de volver a su verdade­ra vocación.

Este relato romántico me ha servido bien. Estuvo siempre ahí en un segundo plano, disponible cuando se necesitaba, confortándome cuando me veía superado por las dudas sobre mi investigación profe­sional o mi práctica terapéutica. Ahora, a medida que tomo distancia de la reproblematización médica del campo de la psiquiatría, la narra­ción se ha desplazado más hacia el primer plano. Siempre que destapo un problema del American Journal of Psychzatry y hojeo página tras página de informes sobre investigación psicofarmacológica o neuroi­maginación, esperando, en vano, encontrar aunque sólo sea un artícu­lo que pueda comprender, un artículo que trate de las inquietudes hu­manas de los pacientes, sitúo esta narración más estrechamente ligada a mí, diciendo, «lo mío no es la medicina, ni incluso la psiquiatría; yo soy un escritor: ahí es donde realmente vivo».

Una segunda narración esencial, alternativa, que se reveló en mi análisis comenzó cuando yo tenía trece años. En una fría noche de no­viembre, hacia las tres de la madrugada, mi padre sufrió un grave in­farto de miocardio y estuvimos (mi madre, mi padre y yo) esperando la llegada de nuestro médico de familia, el doctor Manchestei. Mi madre estaba consternada y, como hacía habitualmente en los momentos de tensión, miraba buscando a alguien a quien culpar. Como era habitual, su mirada cayó sobre mí.

«Es culpa tuya —gritaba—, hiciste esto, todo el agravamiento, todo el dolor que le proporcionaste: tú le hiciste esto. Tú. Tú.» Espe­ramos la llegada del doctor, mi madre llorando, mi padre gimiendo de dolor, y yo temblando vilmente al lado de su cama, cogiendo su mano, odiando a mi madre y considerando si había algo de verdad en su acu­sación. Finalmente llegó el doctor Manchester. Nunca antes en mi vida había oído un sonido más bello, que aplacara más el terror, que el de los neumáticos de su gran Buick haciendo crujir las hojas de otoño amontonadas al lado de la acera.

Fue maravilloso. Milagroso. Alivió el dolor de mi padre con una in­yección. Calmó a mi madre con tranquilizantes. Despeinó afectuo­samente mi cabello y me permitió coger su estetoscopio. Esperó con nosotros hasta la llegada de la ambulancia y la siguió hasta el hospital. Tan agradecido estaba que, en aquel momento y allí mismo (tal y como lo recuerdo), decidí ser médico y transmitir a los demás lo que el doc­tor Manchester me había dado.

Este relato ha tirado de mí la mayor parte de mi vida. Mi identidad primaria ha sido la de un médico o un curandero, y nunca he permiti­do que nada se antepusiera a mi compromiso con los pacientes. Inclu­so en los últimos años, en que me he convertido en un escritor con más dedicación, es difícil liberar mi apego a la narración vital del «doctor». Sé que me resisto a disminuir mi práctica terapéutica; una vez oigo las particularidades de la desesperación de un individuo, tengo grandes dificultades para no aceptar el tratamiento del paciente.

Y, desde luego, siempre que he salido malparado por la crítica ne­gativa de un libro, corro a volcarme en mi identidad como médico y me tranquilizo diciendo: «Yo no soy un escritor. Yo soy médico. Siem­pre lo he sido».

 

TENDERSE Y PSICOTERAPIA

El doble sentido del título Tendido en el diván» hace surgir todavía otro aspecto del límite entre ficción y no ficción. ¿Cuándo mienten los pacientes y cuándo dicen la verdad? Hace muchos años, durante mi servicio militar, fue admitido en mi sala un sargento que mostraba un extraño conjunto de síntomas. Faltaban tan sólo unas pocas semanas para que completara los treinta años de servicio (lo que le habría pro­porcionado una buena pensión de por vida) cuando fue arrestado por abuso sexual de un chico. Inmediatamente cayó en un estado confuso de amnesia en el que respondía a todas las preguntas incorrectamente, pero de tal modo que indicaba que conocía las respuestas correctas:

* En inglés Lying on the Couch se puede traducir, además, como «mintiendo en el diván».por ejemplo, cinco veces cuatro son diecinueve, seis veces tres son diecisiete, un caballo tiene tres patas.

Sus oficiales sospechaban que se fingía enfermo. Hablaban de lo conveniente que le resultaba al sargento desarrollar una psicosis preci­samente ahora, para evitar la responsabilidad de una acción criminal que le supondría un deshonroso despido y la pérdida de su pensión militar. Incluso el modo que tenía de responder a las preguntas sugería que estaba mintiendo. Pero una mentira tiene su intención y un origen: debe haber habido tiempo para que inventara la mentira, y un lugar en su mente donde supiera que estaba mintiendo. ¿Dónde estaba ese lu­gar, y ese tiempo? Nunca pude encontrarlo. Por mucho que profundi­cé con prolongadas entrevistas, hipnosis, o pentotal sódico, nunca en­contré una fisura en la mentira.

Finalmente convenció y consiguió aquello que todo el mundo pen­saba que quería: la baja médica con su pensión intacta. Perdí el con­tacto con él después de eso; estaba demasiado ocupado en el ejército como para seguir a los pacientes de baja. (Después de esto nunca desa­provecharía el final de una historia así.) No obstante, lo más probable es que la suya fuera una victoria pírrica: normalmente los individuos que exhiben sus síntomas (el diagnóstico formal suele ser síndrome de Ganser, también conocido como el síndrome de las respuestas aproxi­madas) acaban, para sorpresa de todos, viviendo con psicosis la mayor parte de su vida.

La mentira manifiesta es parte de la práctica diaria en psiquiatría forense, o en cualquier situación en la que un tercero —la ley, un em­presario, una compañía de seguros, una esposa— se inmiscuye en el contexto terapéutico. Pero en la relación terapéutica tradicional, donde los pacientes persiguen un consuelo personal mayor, la au­tocomprensión y el crecimiento personal, la mentira adopta unas for­mas mucho más sutiles de ocultación, exageración, omisión o distor­sión.

Aun cuando nosotros, psicoterapeutas profundos, apreciamos que hay una incognoscibilidad básica respecto a los demás, nunca de­jamos de esforzarnos para salvar la distancia que nos separa del clien­te. Mirando hacia atrás, ahora comprendo que muchos de mis expe rimentos con la técnica terapéutica han estado motivados por este deseo. Yo me descubro más y más de mí mismo en un esfuerzo por animar a los pacientes a la reciprocidad. Me aprovecho de los sueños y las fantasías. Animo a los pacientes a que no se contengan en nada. He visitado sus casas (muy raras veces, por cierto) para saber más so­bre ellos. Les he pedido que trajeran fotografías de sus familias de ori­gen y actuales. Le pedí a Ginny (de Every Day Gets a Little Closer) que revelara en sus informes escritos lo que había ocultado en nues­tras reuniones. Incluso en la ficción le he pedido a Nietzsche y a Breuer que escribieran informes sobre sus tácitos sentimientos secre­tos sobre sus encuentros.

A menudo dirijo grupos de terapia con mis propios pacientes indi­viduales y me parece increíble lo mucho que ocultan todos. Los clien­tes normalmente le ocultan al grupo mucho de lo que han desvelado en las horas de terapia individual. Algunas veces sigo con la mirada a los miembros del grupo y pienso: «Todos mienten», ocultan lo mismo partes vitales de sí mismos que los sentimientos hacia los demás miem­bros. He conocido pacientes que se han negado a revelar su enorme ri­queza, sus antecedentes por abusos, sus condenas criminales, parafilias sexuales, o aventuras extramaritales. Recientemente tuve dos psicote­rapeutas en grupos de terapia quienes, a pesar de mis exhortaciones, se negaron a revelar su profesión al grupo (uno por temor a que pudiera darse a sus palabras una relevancia indebida, el otro por temor a ser juzgado como un terapeuta incapaz debido a sus problemas psicológi­cos personales). Casi todo el mundo oculta alguno de sus sentimientos más fuertes hacia los demás miembros: envidia, atracción, deseo se­xual, temor, repulsión. Frecuentemente me siento corno un mago, sa­biendo mucho más de lo declarado en el grupo. En efecto, uno de los problemas enojosos para los terapeutas que ejercen la terapia combi­nada (individual y de grupo) es el de saber cómo manejar su cono­cimiento privilegiado.

Consideremos la historia de Leslie Farber de haber sido un niño prodigio con el violín. ¿Estaba mintiendo explícitamente? ¿O daba in­conscientemente una versión romántica de su vida dando forma a su recuerdo de acuerdo con lo que exigía la situación bipersonal? ¿Esta­ba él tan deseoso de ganar la aprobación de su analista que volvió a for­jar sus recuerdos? Quizá estaba compitiendo con el hijo de su analista y esperaba ganar su admiración aludiendo a su superior habilidad mu­sical. O podía haber estado agradecido por haber hecho guardar silen­cio a su hijo y la premió con la liberación de una avalancha de delicio­sos recuerdos.

La poca labilidad de la memoria es incontestable. Nietzsche supo, apreciar plenamente su maleabilidad cuando escribió, «»Yo he hecho eso», dice mi memoria. «Yo no puedo haber hecho eso», dice mi orgu­llo, y permanece inexorable. Finalmente, la memoria cede»! Una y otra vez la memoria cede, y no hay una posición privilegiada, objetiva, desde la que uno pueda ver la cesión. A medida que se hacía viejo, dijo Mark Twain, su memoria de sucesos que nunca sucedieron se hacía más vívida.

Las historias de casos de los libros que no son de ficción son mucho menos ciertas de lo que se cree generalmente. Los editores están tan atemorizados por la actual epidemia de pleitos, que la mayoría de his­torias de casos publicados de la literatura psicoterapéutica contem­poránea son casi enteramente producto de la imaginación. ¿Pero es esa una legítima preocupación pedagógica? ¿Es lo «real» equivalente a exac­titud histórica? Frecuentemente he encontrado personajes de ficción que son más «reales» que personajes históricos. Debido a que los no­velistas conocen a sus personajes completamente, tienen una clara ven­taja sobre los psicoterapeutas que actúan en connivencia con sus suje­tos para guardar sus secretos. De modo que mis personajes de ficción —Ernest Lash, Josef Breuer o Friedrich Nietzsche— pueden ser más reales, esto es, plenamente conocidos, que alguno de los personajes de la vida real descritos en mi obra de no ficción, tales como las estampas de mis libros de texto y las historias de casos de Love’s Executioner.

Gran parte de lo mismo se puede decir de otro practicante de la es­critura de no ficción, el biógrafo profesional, quien, como el psicotera­peuta, intenta recrear una vida. ¿Pero es real la no ficción biográfica? Considere las grandes limitaciones que padecen los biógrafos debido a las fuentes que manejan. Si los psicoterapeutas, que pasan incontables horas escuchando los íntimos detalles de una vida, se maravillan de lo poco que conocen realmente a sus pacientes, imagine lo alejados que es­tán los biógrafos del objetivo. Considere cuanto de su propia esencia se captaría en una biografía basada tan sólo en sus artículos, o su correo elec­trónico, o en los recuerdos publicados de los conocidos. Incluso si los bió­grafos escriben sobre una figura contemporánea, todavía existen grandes limitaciones por lo que ellos mismos           o el sujeto— eligen publicar.

Una biógrafa de Samuel Beckett una vez comentó que Beckett em­pezaba sus entrevistas con un saludo característico: «Aquí está la per­sona que va a mostrar al mundo la clase de farsante que soy». Qué cita tan deliciosa, pensé. Si hubiera escrito yo la biografía hubiera hecho de ella un eje de la narración. Sin embargo, cuando le pregunté a la biógra­fa cómo utilizaba este material en su escrito me respondió que nunca po­dría escribir sobre eso: era confidencial, un chiste privado entre los dos.

Esta extravagante perspectiva de la biografía como ficción y de la ficción como vida está maravillosamente sintetizada en el comentario de Thornton Wilder: «Si los personajes históricos, la reina Isabel, Fe­derico el Grande, o Ernest Hemingway, por ejemplo, tuvieran que leer sus biografías, exclamarían, «Ah mi secreto está a salvo todavía». Pero si Natacha Rostov tuviera que leer Guerra y paz, gritaría, cubriéndose el rostro con las manos, «¿Cómo lo supo? ¿Cómo lo supo? «».

El prólogo de Lying on the Couch, reproducido en las páginas si­guientes, fue redactado varios años antes que el resto de la novela y puede leerse como una historia aparte. Seymour Trotter, que está sien­do interrogado por mala conducta sexual con una joven paciente, es un curandero dolido, mitad farsante, mitad genial; es un gigante caído que, en su caída, ofrece un regalo a Ernest. La historia de Seymour es presentada como un cuento con moraleja, un oscuro telón de fondo contra el que discurrirá el resto de la novela.

Tendido en el diván: el prólogo

Ernest amaba ser un terapeuta. Día tras día sus pacientes le invitaban a entrar en los recovecos más íntimos de sus vidas. Día tras día, él los recon­fortaba, los atendía, aliviaba su desesperación. Y en correspondencia, él era admirado y apreciado. Y pagado también. Sin embargo, pensaba a menudo Ernest, si no necesitara el dinero, ejercería la psicoterapia sin recibir nada a cambio.

Afortunado es aquél que ama su trabajo. Ernest se sentía afortunado, todo iba bien. Más que afortunado. Bendecido. Era un hombre que había encontrado su vocación, un hombre que podía decir, estoy exactamente donde pertenezco, en el torbellino de mis talentos, mis intereses, mis pa­siones.

Ernest no era un Hombre religioso. Pero cuando abría su agenda cada mañana y veía los nombres de ocho o nueve personas queridas con las que pasaría el día, se veía dominado por un sentimiento que sólo podía ser des­crito como religioso. En estas ocasiones tenía el deseo más profundo de dar las gracias —a alguien, a algo— por haberle llevado hasta su vocación.

Había mañanas en las que buscaba a la luz del cielo de su victoriana ca­lle de Sacramento, a través de la niebla de la mañana, e imaginaba a sus an­tepasados psicoterapeutas suspendidos en el amanecer.

—Gracias, gracias —diría como en una letanía. Les daba las gracias a todos, a todos los curanderos que se habían ocupado de la desesperación. Primero, los antecesores primitivos, con sus perfiles celestiales apenas visi­bles: Jesús, Buda, Sócrates. Tras ellos, algo más definidos, los grandes pre­cursores: Nietzsche, Kierkegaard, Freud, Jung. Aún más próximos, los abuelos de la terapia: Adler, Horney, Sullivan, Fromm y el rostro sonriente y agradable de Ferenczi.

Hace unos cuantos años, respondieron a su grito de angustia cuando, después de su formación como residente, cayó en la típica decisión de todo neuropsiquiatra joven y ambicioso y se dedicó a la investigación en neuro­química: el rostro del futuro, el terreno por excelencia para la oportunidad personal. Los antecesores sabían que había perdido su camino. Él no perte­necía a la ciencia de laboratorio. Ni a la práctica psicofarmacológica dis­pensadora de recetas médicas.

Ellos le enviaron un mensajero —un curioso mensajero de energía—para transportarle hasta su destino. Hasta este día Ernest no supo cómo de­cidió hacerse terapeuta. Pero recordaba cuándo. Recordaba el día con sor­prendente claridad. Y recordaba al mensajero, también: Seymour Trotter, un hombre al que vio tan sólo una vez, y que cambió su vida para siempre.

Seis años antes, el director del departamento de Ernest le había desig­nado para que se dedicara durante un trimestre a las tareas propias del Co­mité de Ética Médica del Hospital Stanford, y la primera actuación discipli­naria de Ernest fue la del caso del doctor Trotter. Seymour Trotter era un patriarca de la psiquiatría comunitaria de setenta y un años de edad y anti­guo presidente de la Asociación Norteamericana de Psiquiatría. Había sido acusado por mala conducta sexual con una paciente de treinta y dos años.

Por esa época Ernest era un profesor asistente de psiquiatría, justo cuan­do llevaba cuatro años de residencia. Investigador en neuroquímica a tiempo completo, era completamente ingenuo en lo relativo al mundo de la psicote­rapia; demasiado ingenuo para saber que se le había asignado este caso por­que nadie más lo habría aceptado: todos los psiquiatras de más edad en Cali­fornia del Norte veneraban y temían enormemente a Seymour Trotter.

Ernest eligió un austero consultorio administrativo de hospital para la entrevista y trató de tener una apariencia oficial, mirando el reloj mientras esperaba al doctor Trotter, con la carpeta que contenía el expediente ante él, sobre la mesa de trabajo, sin abrir. Para permanecer imparcial, Ernest ha­bía decidido entrevistar al acusado sin un conocimiento previo y, de este modo, oír su historia sin una idea preconcebida. Leería el expediente más tarde y programaría un segundo encuentro, si era necesario.

Enseguida oyó como el ruido de un bastón resonando al final del pasi­llo. ¿Sería ciego el doctor Trotter? Nadie le había preparado para eso. Los golpes de bastón, seguidos por el arrastrar de pies, se hacían más próximos. Ernest se irguió y dio unos pasos hasta el pasillo.

No, no era ciego. Cojo. El doctor Trotter se balanceaba pasillo abajo, equilibrándose con dificultad entre dos bastones. Iba doblado por la cintu­ra y llevaba los bastones muy separados del cuerpo, a una distancia de casi la longitud de los brazos. Unos buenos y fuertes pómulos, y el mentón, to­davía se sostenían por sí mismos, pero el resto del terreno más blando había sido colonizado por arrugas y placas seniles. Le colgaban del cuello profun­dos pliegues de la piel, y unos rizos de un musgo velloso de color blanco sobresalían de sus orejas. Sin embargo, la edad no había derrotado a este hombre: algo juvenil, incluso infantil, sobrevivía en él. ¿Qué era? Quizá su pelo, gris y denso, que llevaba cortado casi a rape, o su ropa, una chaqueta azul tejana cubriendo un suéter blanco de cuello alto.

Se presentaron en la entrada. El doctor Trotter dio un par de pasos ba­lanceándose hacia el interior del despacho, repentinamente alzó sus basto­nes, giró vigorosamente y, aunque por puro azar, en una pirueta, cayó en su asiento.

—¡Diana! ¿Sorprendido, eh?

Ernest no estaba como para que lo distrajeran.

—¿Comprende usted el propósito de esta entrevista, doctor Trotter, y comprende por qué la estoy grabando?

—He oído que la administración del hospital está considerando mi nombre para el premio de Trabajador del Mes.

Ernest, le miró fijamente sin pestañear por encima de sus grandes gafas y no dijo nada.

—Lo siento, yo sé que usted tiene un trabajo que hacer, pero cuando haya usted pasado de los setenta sonreirá ante intentos como éste. Sí, seten­ta y uno la semana pasada. ¿Y usted tiene, doctor…? He olvidado su nom­bre. Cada minuto —dijo mientras se daba golpecitos en la sien—, una do­cena de neuronas corticales enloquecen como moscas agonizantes. Resulta irónico que haya publicado cuatro artículos sobre la enfermedad de Alzhei­mer, naturalmente he olvid’ado dónde, pero era en buenas revistas. ¿Sabía usted eso?

Ernest sacudió la cabeza.

—Así que usted nunca lo supo y yo lo he olvidado. Eso nos deja a los dos en la misma situación. ¿Sabe usted dos buenas cosas sobre el Alzhei­mer? Tus viejos amigos se convierten en tus nuevos amigos, y puedes ocul­tar tus propios huevos de Pascua.

A pesar de su irritación, Ernest no pudo evitar sonreír.

—¿Su nombre, edad, y escuela?

—Soy el doctor Ernest Lash, y quizás el resto no viene al caso ahora, doctor Trotter. Tenemos mucho camino que recorrer hoy.

Mi hijo tiene cuarenta. Usted no puede tener muchos más. Sé que se ha licenciado usted en la residencia Stanford. Le oí hablar a usted el año pa­sado en el ciclo de conferencias de profesionales. Lo hizo usted bien. Una presentación muy clara. Todo es psicofármaco ahora, ¿no? ¿Qué tipo de formación psicoterapéutica estáis teniendo ahora? ¿Ninguna?

Ernest se sacó el reloj y lo puso sobre la mesa.

En algún otro momento estaré encantado de enviarle a usted una co­pia con el currículo de la residencia Stanford, pero por ahora, por favor, va­mos a entrar en el asunto que tenemos entre manos, doctor Trotter. Quizás lo mejor sería que me hablara usted de la señora Felini del modo que a us­ted mejor le parezca.

De acuerdo, de acuerdo, de acuerdo. Usted quiere que sea serio. Quiere que le cuente mi historia. Recuéstese, sabelotodo, y le contaré a us­ted una historia. Empezaremos por el principio. Fue hace unos cuatro años, como mínimo hace cuatro años. No sé dónde he puesto todas mis grabaciones de esta paciente… ¿cuál fue la fecha de acuerdo con su hoja de cargos? ¿Qué? No la ha leído usted. ¿Pereza? ¿O trata de evitar un sesgo acientífico?

—Por favor, doctor Trotter, continúe.

—La primera norma de la entrevista es forjar un ambiente cálido y de confianza. Ahora que ha cumplido eso bastante ingeniosamente, me siento mucho más libre para hablar de temas dolorosos y embarazosos. Vaya, eso le afectó. Tiene que tener cuidado conmigo, doctor Lash, he estado cuaren­ta años leyendo caras. Soy muy bueno en eso. Pero si ha acabado las inte­rrupciones, empezaré. ¿Listo?

»Hace años —vamos a decir unos cuatro años— una mujer, Belle, cae, o debería decir se mete, en mi consulta, o se enfanga: enfangarse, eso está mejor. ¿Es enfangar un verbo? Con treinta y pico de años, de origen familiar adinerado, suiza italiana, deprimida, llevando una blusa de manga larga en

verano. Una cuchilla, obviamente: las muñecas con cicatrices. Si usted ve mangas largas en verano, una paciente desconcertante, siempre piense en las muñecas cortadas y en las inyecciones de droga, doctor Lash. Atractiva, piel espléndida, ojos seductores, elegantemente vestida. Auténtica clase, pero al borde de la decadencia.

»Una larga historia autodestructiva. Llámela: drogas, todas probadas, sin dejar una. Cuando la vi por primera vez estaba volviendo al alcohol y cortando un poco de heroína. Pero no era realmente adicta. De alguna ma­nera no le había cogido el tranquillo —algunas personas son así— pero es­taba trabajando en el asunto. Desórdenes en la alimentación, también. Anorexia principalmente, pero alguna purga bulímica ocasional. Ya he mencionado los cortes, muchos, repartidos en ambos brazos y muñecas, gus­taba del dolor y de la sangre; éste era el único momento en el que se sentía viva. Oyes decir eso a los paciente todo el tiempo. Una media docena de hospitalizaciones, breves. Firmaba el registro de salida en un día o dos. El personal aplaudiría seguramente cuando ella salía. Era buena, un verdade­ro prodigio, en el juego de armar alboroto. ¿Recuerda usted Juegos a los que juega la gente de Eric Berne?

»¿No? Imagino que es anterior a su época. Cristo, me siento viejo. Cosa buena: Berne no era estúpido. Léalo: no debería olvidarse.

»Casada, sin niños. Se negaba a tenerlos; decía que el mundo era un lu-          V gar demasiado espantoso para imponérselo a un niño. Marido agradable, re­lación corrompida. Él quería niños desesperadamente, y había montones de peleas por eso. Él era un banquero de inversiones, como su padre, siempre viajando. Con unos cuantos años de matrimonio su líbido se apagó, o quizás consiguió canalizarla para hacer dinero; hizo su buen dinero, pero realmen­te nunca tuvo su gran momento como su padre. Trabajo, trabajo, trabajo, dormía con el ordenador. Quizá se lo tiraba, ¿quién sabe? Ciertamente a quien no se tiraba era a Belle. Según ella, la había evitado durante años, pro­bablemente debido a su enojo por no tener hijos. Difícil de decir qué era lo que los mantenía casados. Él se había educado en un hogar de Ciencia Cris­tiana y, en consecuencia, rechazaba la terapia de parejas, o cualquier otra forma de psicoterapia. Pero ella admite que nunca ha sido demasiado exi­gente. Veamos. ¿Qué más? Déme la entrada, doctor Lash.

»¿Su terapia anterior? Bueno. Pregunta importante. Yo siempre pre­gunto eso en los primeros treinta minutos. Terapia sin parar, o intentos de terapia desde los trece o catorce años. Pasó por todos los terapeutas de Gi­nebra y durante un tiempo viajó diariamente a Zúrich para el análisis. Vino a la universidad a los Estados Unidos, a Pomoma, y vio a un terapeuta tras otro, frecuentemente durante una sola sesión. Aguantó con tres o cuatro deellos durante unos cuantos meses, pero realmente nunca se casó con ninguno. !Selle era, y es, muy desdeñosa. Nadie es suficientemente bueno, o al menos suficientemente correcto para ella. Algo falla con cada terapeuta: demasiado formal, demasiado pomposo, demasiado sentencioso, demasiado condescen­diente, demasiado orientado al negocio, demasiado frío, demasiado preocu­pado por el diagnóstico, demasiado doctrinario. ¿Medicación psiquiátrica? ¿Pruebas psicológicas? ¿Protocolos de modificación de conducta? Olví­delo: alguien sugiere eso y son despachados inmediatamente. ¿Qué más?

»¿Cómo pudo elegirme a mí? Excelente pregunta, doctor Lash: nos centra y acelera nuestra marcha. Todavía haremos un psicoterapeuta de us­ted. Tuve esa sensación sobre usted cuando le oí en su turno del ciclo de conferencias profesionales. Buena cabeza, incisivo. Se vio cuando presentó sus datos. Pero lo que me gustó fue su presentación del caso, especialmen­te el modo en que permitía que le afectaran los pacientes. Vi que tenía to­dos los instintos adecuados. Carl Rogers solía decir, «No malgastéis vuestro tiempo formando terapeutas: es mejor emplear el tiempo en seleccionarlos.» Siempre pensé que había mucho de verdad en eso.

»Vamos a ver, ¿dónde estaba yo? Ah, cómo llegó ella hasta mí: su gine­cólogo, a quien adoraba, fue un antiguo paciente mío. Le dijo que yo era un tipo normal, no un farolero, y dispuesto a mancharme las manos. Me buscó en la biblioteca y le gustó un artículo que escribí hace quince años en el que analizo el concepto de Jung sobre la invención de un nuevo lenguaje tera­péutico para cada paciente. ¿Conoce usted ese trabajo? ¿No? Revista de Or­topsiquiatría. Le enviaré a usted una separata. Fui incluso más lejos que Jung. Sugería que solemos inventar una nueva terapia para cada paciente, que nos tomamos en serio la noción del carácter único de cada paciente y desarrollamos una psicoterapia única para cada uno.

»¿Café? Sí, tomaré un poco. Cargado. Gracias. De manera que así es como llegó hasta mí. ¿Y la siguiente pregunta que debería usted hacer, doc­tor Lash? ¿Entonces por qué? Exactamente. Ésta es la pregunta. Siempre una pregunta de alta prioridad que hay que hacer a un nuevo paciente. La respuesta: actuación sexual peligrosa. Incluso ella podía verlo. Siempre ha­bía hecho algo de esto, pero la cosa se estaba desmadrando. Imagine, con­duciendo al lado de furgonetas o camiones por la carretera —suficiente­mente altos para que el conductor pueda ver— y que entonces se suba la falda y se masturbe; a ciento veinte kilómetros por hora. Una locura. Des­pués, que ella tome la siguiente salida, si el conductor la sigue y se para, sube a su cabina y le hace una mamada. Un asunto explosivo. Y como éste a montones. Estaba tan fuera de control que cuando estaba aburrida, entra­ba en algún bar de mala muerte de San José, a veces de chicanos, otras de

negros, y se llevaba a alguien. Disfrutaba en las situaciones peligrosas ro­deada de hombres desconocidos, potencialmente peligrosos. Y el peligro no sólo venía de los hombres, sino de las prostitutas que no podían admitir que les quitara su negocio. Fueron una amenaza para su vida y tenía que estar desplazándose de un sitio para otro. ¿Y el sida, los herpes, el sexo seguro, los condones? Como si nunca hubiera oído hablar de ellos.

»Así era, más o menos, Belle cuando empezamos. ¿Se ha hecho una idea? ¿Tiene usted preguntas que hacer o puedo continuar? De acuerdo. Así que, de alguna manera, pasé todas sus pruebas en nuestra primera se sión. Volvió una segunda vez, y una tercera, y empezamos el tratamiento, dos veces, en ocasiones tres veces, a la semana. Tardé una hora completa en hacerme cargo de la historia detallada de su trabajo con todos los terapeu­tas anteriores. Ésta es siempre una buena estrategia cuando estás viendo a un paciente difícil, doctor Lash. Averiguar cómo le trataron, y después tra­tar de evitar sus errores. ¡Olvidar esa mierda de que el paciente no está pre­parado para la terapia! Es la terapia la que no está preparada para el pacien­te. Pero tienes que ser lo suficientemente audaz y creativo para confeccionar una nueva terapia para cada paciente.

»Belle Felini no era una paciente a la que uno se pudiera acercar con una técnica tradicional. Si permanezco en mi papel profesional normal —asumiendo una historia, reflexionando, empatizando, interpretando—¡puf!, desaparece. Créame. Sayonara. Auf Wiedersehen. Eso es lo que ella hizo con cada uno de los terapeutas que había visto, y muchos de ellos go­zaban de buena reputación. Ya conoce usted la vieja historia: la operación fue un éxito, pero el paciente murió.

»¿Qué técnicas empleé? Me temo que no entendió usted lo que he que­rido decir. ¡Mi técnica consiste en abandonar toda técnica! Y ésta debería ser su norma también, si se convierte usted en un terapeuta. Traté de ser más humano y menos mecánico. Yo no proyecto un plan terapéutico sistemáti­co; usted tampoco lo hará después de cuarenta años de práctica. Lo que hago es confiar en mi intuición. Pero para usted, como principiante, eso no es lo justo. Mirándolo ahora, me doy cuenta de que el aspecto más sorpren­dente de la patología de Belle era su impulsividad. Ella tiene un deseo, bin­go, tiene que actuar para hacerlo realidad. Recuerdo que quería incremen­tar su tolerancia a la frustración. Éste fue mi punto de partida, mi primer objetivo en la terapia, quizás el principal. Veamos, ¿cómo empezamos? Re­sulta difícil recordar el comienzo, después de tantos años, sin mis notas.

»Le dije a usted que las perdí. Veo la duda en su cara. Las notas se han ido. Desaparecieron cuando me trasladé de consulta hace unos dos años. No tiene más remedio que creerme.

»Los recuerdos principales que tengo se refieren a que, al principio, las cosas fueron mucho mejor de lo que podía haber imaginado. No estoy muy seguro de por qué, pero le gusté a Belle inmediatamente. No pudo haber sido por mis atractivos. Me acababan de operar de cataratas y mi ojo pare­cía el de un demonio. Y mi ataxia no mejoraba mi atractivo sexual… es una ataxia familiar, cuyo origen está en el cerebelo, por si siente curiosidad. De­finitivamente progresiva… con un futuro como caminante de uno o dos años, y de tres o cuatro en silla de ruedas. C’est la vie.

»Creo que le gusté a Belle porque la traté como a una persona. Hice exactamente lo que está usted haciendo ahora; y quiero decirle, doctor Lash, que aprecio lo que está haciendo. No leí ninguno de sus informes. Me metí en el asunto a ciegas, queriendo estar completamente limpio. Belle no fue nunca un diagnóstico para mí, ni alguien que estuviera en el límite, ní con desórdenes alimentarios, ni con desórdenes compulsivos o antisociales. Éste es el modo en que me acerco a todos mis pacientes. Y espero que yo no me convierta nunca en un diagnóstico para usted.

»¿Que si pienso que hay lugar para el diagnóstico? Bien, sé que voso­tros los que os licenciáis ahora, y la totalidad de la industria psicofarma­céutica, vivís del diagnóstico. Las revistas de psiquiatría están plagadas de discusiones sin sentido sobre los matices del diagnóstico. Restos del nau­fragio en el futuro. Sé que es importante en algunas psicosis, pero juega un papel pequeño —de hecho, un papel negativo— en la psicoterapia de cada día. ¿Ha pensado alguna vez sobre el hecho de que es más fácil hacer un diagnóstico la primera vez que ve un paciente, y que aquél se hace cada vez más difícil a medida que va conociendo al paciente? Pregunte en privado a cualquier terapeuta experimentado: ¡todos le dirán lo mismo! En otras pa­labras, la certeza es inversamente proporcional al conocimiento. Vaya tipo de ciencia, ¿eh?

Lo que le estoy diciendo, doctor Lash, no es exactamente que no hiciera un diagnóstico de Belle; sino que no pensé en el diagnóstico. Sigo sin hacerlo. A pesar de lo que ha sucedido, a pesar de lo que me ha hecho, sigo sin hacerlo. Y creo que ella sabía eso. Nosotros éramos tan sólo dos perso­nas que establecen contacto. Y me gustó Belle. Siempre me gustó. ¡Me gus­taba mucho! Y ella sabía eso también. Quizás éste sea el asunto principal.

»Por entonces Belle no era una buena paciente para la conversación propia de la terapia, no respecto al tipo normal. Impulsiva, orientada a la acción, sin curiosidad por sí misma, no introspectiva, incapaz para la libre asociación. Siempre fracasó en las tareas tradicionales de la terapia —auto-examen, comprensión repentina— y después se sentía peor consigo misma. Es por eso por lo que la terapia había sido siempre un fracaso. Y es por eso

por lo que yo sabía que tenía que captar su atención por otros medios. Es por eso por lo que tuve que inventar una nueva terapia para Belle.

»¿Por ejemplo? Bien, permítame darle uno de la terapia inicial, quizás a los tres o cuatro meses. Había estado centrado en su conducta sexual auto-destructiva y preguntándole qué es lo que realmente quería de los hombres, incluido el primer hombre de su vida, su padre. Pero no llegaba a ninguna parte. Era una verdadera resistente en lo relativo a hablar de su pasado: ya había hecho demasiado de eso con otros loqueros, decía. También tenía la concepción de que remover las cenizas del pasado era tan sólo una excusa para eludir la responsabilidad personal de nuestras acciones. Había leído mi libro sobre psicoterapia y me citaba esa cosa tan cierta. Odio eso. Cuan­do los pacientes se resisten mediante las citas de tus libros, te tienen cogido por los huevos.

»En una ocasión le pregunté por alguno de sus primeros sueños o fan­tasías sexuales y finalmente, siguiéndome la corriente, describió una fanta­sía recurrente de cuando tenía ocho o nueve años: fuera está diluviando, llega a una habitación empapada y helada, y un hombre mayor la está espe­rando. Él la abraza, le quita la ropa mojada, la seca con una gran toalla caliente, y le da un chocolate caliente. Así que le sugerí que representára­mos una representación: le dije que saliera del consultorio y que entrara otra vez como si estuviera helada y empapada de agua. Pasé por alto lo de des­vestirla, desde luego, cogí una gran toalla del cuarto de baño y la sequé con energía; sin ningún tipo de comportamiento sexual, como hice siempre. Le ((sequé» la espalda y el pelo, después la envolví en la toalla, la senté y le pre­paré una taza de chocolate caliente instantáneo.

»No me pregunte por qué elegí hacer eso en aquel momento. Cuando llevas tantos años de práctica como yo, aprendes a confiar en tu intuición. Y la intervención lo cambió todo. Belle se quedó sin habla durante un rato, las lágrimas brotaron de sus ojos, y se puso a berrear como un niño. Belle no había llorado en la terapia nunca, nunca. La resistencia se había desva­necido.

»¿Qué quiero decir con que se desvaneció su resistencia? Quiero decir que confió en mí, que creyó que estábamos en el mismo lado. El término técnico, doctor Lash, es «alianza terapéutica.» Después se convirtió en una paciente de verdad. De sus labios salió una auténtica catarata de cosas im­portantes. Empezó a vivir esperando la sesión siguiente. La terapia se con­virtió en el centro de su vida. Una y otra vez me decía lo importante que yo era en su vida. Y esto fue tan sólo después de tres meses.

»¿Era yo demasiado importante? No, doctor Lash, el terapeuta no pue­de ser demasiado importante al principio de la terapia. Incluso Freud utili­zaba la estrategia de sustituir urca psiconeurosis por una neurosis transfe­rencia’: éste es un poderoso medio de obtener el control sobre los síntomas autodestructivos.

»Parece usted confundido con esto. Bien, lo que sucede es que el pa­ciente se obsesiona con el terapeuta, reflexiona poderosamente sobre cada una de las sesiones, mantiene largas conversaciones fantasiosas con el tera­peuta entre sesión y sesión. Finalmente los síntomas son asumidos por la terapia. En otras palabras, los síntomas más que ser impulsados por los fac­tores neuróticos internos, empiezan a fluctuar de acuerdo con las exigencias de la relación terapéutica.

»No, gracias, no más café, Ernest. Pero tome usted más. ¿Le importa si le llamo Ernest? Bien. Continuemos, saqué partido de este avance. Hice todo lo que pude para hacerme incluso más importante para Belle. Respon­día a cada pregunta que me hacía sobre mi propia vida, apoyé las partes positivas de ella. Le dije que era una mujer inteligente y atractiva. Odia­ba lo que ella estaba haciendo consigo misma y se lo dije así, muy directa­mente. Nada de eso resultaba difícil: todo lo que tenía que hacer era decir la verdad.

»Antes preguntó usted cuál era mi técnica. Quizás la mejor respuesta es simplemente: decir la verdad. Progresivamente empecé a jugar un impor­tante papel en sus fantasías. Se había ido deslizando hacia prolongados ensueños que nos incluían a los dos, ya fuera estando juntos, abrazándonos, jugando yo con ella a juegos infantiles, o dándole yo de comer. En una oca­sión trajo al consultorio un envase con gelatina y una cuchara y me pidió que se la diera, lo que yo hice, con gran placer de su parte.

»¿Suena inocente, no? Pero yo sabía, ya desde el principio, que se cer­nía una sombra. Lo supe entonces, cuando ella habló de la excitación que sintió cuando le di de comer. Lo supe cuando hablaba de ir en canoa du­rante largos períodos, dos o tres días a la semana, ahora que podía estar sola, flotando sobre el agua, y disfrutando de sus ensoñaciones sobre mí. Sa­bía que mi enfoque constituía un riesgo, pero era un riesgo calculado. Iba a permitir la transferencia positiva para construir así lo que podía utilizar para combatir su autodestructividad.

»Y después de unos cuantos meses me hice tan importante para ella que pude empezar a ejercer presión sobre su patología. Primero, me con­centré en el tema de la vida-o-la muerte: sida, la escena del bar, las mama­das del ángel-de-misericordia de la carretera. Se hizo una prueba del sida, negativo, gracias a Dios. Recuerdo la espera, de dos o tres semanas, de los resultados de la prueba. Permítame que le diga, estuve tan preocupado como ella.

»el la trabajado usted alguna vez con pacientes cuando están esperando los resultados de la prueba del sida? ¿No? Bien, Ernest, ese período de es­pera es un escaparate de oportunidades. Lo puedes utilizar para hacer algún trabajo real. Por unos días los pacientes se enfrentan cara a cara con su pro­pia muerte, posiblemente por primera vez. Es un momento en el que pue­des ayudarles a examinar y reestructurar sus prioridades, a basar sus vidas y su conducta en las cosas que realmente cuentan. Terapia de shock existen­cial, la denomino a veces. Pero no con Belle. A ella no le desconcertó la es­pera. Era demasiado su rechazo. Como muchos otros pacientes autodes­tructivos, Belle se sentía invulnerable en las manos de cualquiera que no fuera ella.

»La instruí sobre el sida y sobre el herpes, que, milagrosamente tampoco tenía, y sobre los procedimientos para practicar un sexo seguro. La preparé para escoger hombres en lugares más seguros si tenía la necesidad absoluta de hacerlo: clubes de tenis, reuniones de las Asociaciones de Padres y Profe­sores, recitales en librerías. ¡Qué chica, Belle, qué habilidad! Podía arreglar una cita con algún guaperas totalmente desconocido en cinco o seis minutos, a veces con una desprevenida esposa tan sólo a unos tres metros de distancia. Tengo que admitir que la envidiaba. La mayoría de las mujeres no aprecian su buena fortuna a este respecto. ¿Puede ver usted a los hombres —espe­cialmente una ruina saqueada como yo— haciendo eso a voluntad?

»Una cosa sorprendente de Belle, dado lo que le he contado a usted has­ta ahora, era su absoluta honradez. En nuestras dos primeras sesiones, cuando estábamos decidiendo trabajar juntos, expuse mi condición básica de la terapia: honradez total. Ella tenía que comprometerse a compartir cada acontecimiento importante de su vida: uso de drogas, demostración sexual impulsiva, cortes, purgamientos, fantasías; todo. De otro modo, le dije, es­tábamos malgastando su tiempo. Pero si era sincera en todo, podía contar conmigo absolutamente para llevar con ella esto a buen término. Prometió serlo y cerramos nuestro contrato estrechando solemnemente las manos.

»Y, hasta donde yo sé, ella mantuvo su promesa. De hecho, esto era par­te de mi punto de apoyo porque si hubiera resbalones durante la semana —si, por ejemplo, se marcaba las muñecas o iba a un bar— yo lo analizaría hasta la saciedad. Insistiría en una profunda y larga investigación de lo que sucedió justo antes del resbalón. «Por favor, Belle —podía decirle—, debo oír todo lo que precedió a lo que pasó, todo lo que pudiera ayudarnos a comprenderlo: los primeros sucesos del día, tus pensamientos, tus senti­mientos, tus fantasías.» Eso ponía a Belle contra la pared: ella tenía otras co­sas de las que quería hablar y odiaba consumir gran parte de su terapia en esto. Tan sólo eso le ayudaba a controlar su impulsividad.

»¿Comprensión súbita? No era un jugador importante en la terapia de Belle. ¡Ay!, ella llegó a reconocer que la mayoría de las veces su comporta­miento impulsivo iba precedido por un estado emotivo de gran falta de vida, o sensación de vacío, y que asumir el riesgo, los cortes, el sexo, las juer­gas, todo eran intentos de llenarse a sí misma o de devolverse a la vida.

»Pero lo que Belle no captaba era que estos intentos eran fútiles. Cada uno de ellos fracasaba, ya que tenían como resultado una profunda ver­güenza final, y después unos intentos más desesperados —y más autodes­tructivos— de sentirse viva. Belle fue siempre extrañamente obtusa para comprender la idea de que su conducta tenía consecuencias.

»De modo que la comprensión no fue eficaz. Yo tenía que hacer algo más —y probé todos los recursos de manual, sin dejar uno— para ayudarle a controlar su impulsividad. Hicimos una lista de sus conductas impulsivas destructivas, y estuvo de acuerdo en no embarcarse en ninguna de ellas an­tes de telefonearme y darme la oportunidad de hacerla desistir. Pero raramente telefoneaba: no quería interferir en mi tiempo. Estaba convencida en lo más profundo que mi compromiso con ella estaba hecho de un fino tejido y que yo pronto me cansaría y me desharía de ella. No la podía disuadir de esto. Me pidió algún recuerdo concreto que pudiera llevar con ella. Ello le pro­porcionaría más autocontrol. Elige algo del consultorio, le dije. Ella sacó mi pañuelo de la chaqueta. Se lo di, pero primero escribí sobre él algo de im­portancia dinámica para ella:

»»Me siento muerta y me hiero a mí misma para saber que estoy viva. Me siento insensibilizada y debo asumir riesgos peligrosos para sentirme viva. Me siento vacía y trato de llenarme con drogas, comida, semen. Pero estos son arreglos que duran poco. Acabo por sentirme avergonzada, y to­davía más muerta y vacía.»

»Le di instrucciones a Belle para que meditara sobre el pañuelo y los mensajes cada vez que sintiera sus impulsos.

»Parece usted un tanto burlón, Ernest. ¿Lo desaprueba usted? ¿Por qué? ¿Demasiado efectista? No tanto. Parece efectista, estoy de acuerdo, pero a grandes males grandes remedios. Para los pacientes que parecen no haber desarrollado nunca una sensación definitiva de la constancia del ob, jeto, he encontrado cierto dominio, cierto recordatorio concreto, muy útil. Uno de mis maestros, Lewis Hill, que fue un genio en el tratamiento de los pacientes esquizofrénicos gravemente enfermos, solía echar el aliento en el interior de una diminuta botella y dársela a sus pacientes para que la lleva­ran colgada del cuello cuando se iban de vacaciones.

»¿Piensa usted que también eso es efectista, Ernest? Permítame poner otra palabra, la palabra adecuada: creativo. ¿Recuerda lo que le dije antes

sobre la creación de una nueva terapia para cada paciente? listo es exacta­mente lo que quise decir. Además, no ha hecho usted la pregunta más im­portante.

»¿Funcionó? Exactamente, exactamente. Ésta es la pregunta adecuada. La única pregunta. Olvídese de las reglas. ¡Sí, funcionó! Funcionaba con los pacientes del doctor Hill, y funcionó con Belle, que llevaba consigo mi pa­ñuelo y gradualmente consiguió más control sobre su impulsividad. Sus «resbalones» se hicieron menos frecuentes y pronto pudimos empezar a des­plazar nuestra atención hacia otra parte durante las horas de terapia.

»¿Qué? ¿Simplemente una cura transferencial? Algo de esto le está afectando realmente, Ernest. Eso es bueno: es bueno cuestionar. Tiene buen olfato para los verdaderos problemas. Déjeme decirle que está usted en el lugar equivocado en la vida: no está usted hecho para ser un neuro­químico. Bien, el menosprecio de Freud de la «cura transferencial» tiene ya casi un siglo. Hay algo de verdad en ello, pero básicamente constituye un error.

»Créame: si puede cambiar un ciclo de conducta autodestructiva —no importa cómo lo haga— ha llevado a cabo algo importante. El primer paso ha tenido que ser interrumpir el ciclo vicioso del odio hacia sí mismo, la au­todestrucción, y después el odio a sí mismo adicional que proviene de la vergüenza por la propia conducta. Aunque ella nunca lo expresó, imagine la vergüenza y el autodesprecio que Belle debe haber sentido por su con­ducta degradada. La tarea del terapeuta es la de ayudar a invertir ese pro­ceso. Karen Horney en una ocasión dijo… ¿Conoce la obra de Horney, Ernest?

»Lástima, pero éste parece ser el destino de los teóricos que lideran nues­tro campo: sus enseñanzas han sobrevivido durante una generación. Horney era una de mis favoritas. Leí toda su obra durante mi formación. Su mejor libro, Neurosis y desarrollo humano, tiene ya más de cincuenta años, pero es un libro de terapia tan bueno como cualquiera que pueda llegar a leer, y sin una sola palabra de jerga. Le voy a enviar a usted una copia. En algu­na parte, quizás en ese libro, hizo la simple, pero poderosa afirmación: «Si quieres estar orgulloso de ti mismo, entonces haz las cosas de las que te pue­das enorgullecer.»

»He perdido el hilo de mi historia. Ayúdeme a empezar de nuevo, Er­nest. ¿Mi relación con Belle? Desde luego, para eso es para lo que estamos aquí realmente, ¿no? Hubo muchos sucesos interesantes en ese frente. Pero sé que el acontecimiento de mayor relevancia para su comité es el del con­tacto físico. Belle hizo de esto una cuestión casi desde el principio. Ahora, hago un hábito con lo de tocar físicamente a todos mis pacientes, hombreso mujeres, en cada sesión: por la general un apretón de manos a la salida, o quizás unas palmaditas en el hombro. Bien, Belle no se preocupó mucho por eso: se negó a estrechar mi mano y empezó haciendo alguna declara­ción burlona como, «¿Es éste un apretón aprobado por la Asociación Nor­teamericana de Psiquiatría?», o «¿No podría usted intentar ser un poco más formal?»

»Algunas veces ella podía acabar la sesión dándome un abrazo, siempre amistoso, no sexual. A la sesión siguiente podía censurarme por mi com­portamiento, por mi formalidad, por mi rigidez cuando ella me abrazaba. Y «rigidez» se refiere a mi cuerpo, no a mi polla, Ernest: vi esa expresión. Lo haría usted muy mal como jugador de póquer. No estamos todavía en la par­te lasciva. Ya se lo indicaré cuando lleguemos.

»Ella podía quejarse de la edad de mi mecanógrafa. Si ella estuviera vie­ja y con arrugas, decía, no dudaría en abrazarla. Probablemente tenía razón sobre eso. El contacto físico era extraordinariamente importante para Belle: insistía en que nos tocáramos y nunca paraba de insistir. Insistiendo, insis­tiendo, insistiendo. Sin parar. Pero podía entenderlo; Belle había crecido privada del contacto físico. Su madre murió cuando ella era una niña, y ella fue educada por una serie de distantes institutrices suizas. ¡Y su padre! Ima­gínese, creciendo con un padre que tenía fobia a los gérmenes, nunca la tocó, siempre llevaba guantes puestos, tanto dentro como fuera de casa. Los sirvientes tenían que lavar y planchar todo su papel moneda.

»Gradualmente, después de un año, yo me había relajado lo suficiente, o había sido lo suficientemente ablandado por la implacable presión de Be­lle, como para empezar a dar fin a las sesiones regularmente con un pater­nal y amistoso abrazo. ¿Paternal y amistoso? Esto quiere decir «como un tío a su sobrina.» Pero fuera lo que fuese lo que le diera, ella siempre pedía más, siempre trataba de besarme en la mejilla cuando me abrazaba. Yo siempre insistía en que respetara los límites, y ella siempre insistía en ejercer presión sobre ellos. No puedo contarle a usted la de pequeñas lecciones que le di sobre esto, la de libros y artículos sobre la materia que le proporcioné para que los leyera.

»Pero era como una niña con un cuerpo de mujer —un cuerpo de mu­jer sensacional, por cierto— y sus ansias de contacto eran demoledoras. ¿No podía ella acercar su silla? ¿No podía yo mantener sus manos cogidas durante unos minutos? ¿No podíamos sentarnos uno al lado del otro en el sofá? ¿No podía yo poner siquiera el brazo en torno a ella y sentarnos en si­lencio, o dar un paseo, en lugar de hablar?

»Y era ingenuamente persuasiva. «Seymour» —podía decir—, hablas del buen juego de crear una nueva terapia para cada paciente, pero lo que

omitiste en tus artículos era ‘en la medida en que esté en el manual oficial’ o `en la medida en que no interfiera la comodidad burguesa de un terapeuta de mediana edad». Podía reprenderme por haber encontrado refugio en las directrices de la Asociación Norteamericana de Psiquiatría relativas a los lí­mites de la terapia. Ella sabía que yo había sido el responsable de escribir aquellas directrices, cuando yo era presidente de la Asociación, y me acusa­ba de ser prisionero de mis propias reglas. Podía criticarme por no leer mis propios artículos. «Tú haces hincapié en honrar la singularidad de cada pa­ciente, y después pretendes que un solo conjunto de reglas pueda adecuar­se a todos los pacientes y todas las situaciones. Todos nosotros hemos sido agrupados, diría, como si todos los pacientes fuéramos lo mismo y pudiéra­mos ser tratados de la misma manera.» Y su cantinela era siempre: «¿Qué es más importante: seguir las reglas? ¿Permanecer en tu confortable zona del sillón? ¿O hacer lo que es mejor para tu paciente?»

»Otras veces podía recriminar mi «terapia defensiva»: «Te aterroriza tanto ser demandado. Todos vosotros, los terapeutas humanistas, os enco­géis ante los abogados, mientras que al mismo tiempo exhortáis a vuestros pacientes enfermos mentalmente para que se mantengan sujetos a su liber­tad. ¿Realmente piensas que podría demandarte? ¿No me conoces todavía, Seymour? Estás salvando mi vida. ¡Y yo te amo!»

»Y, sabe, Ernest, ella tenía razón. Ella me había puesto en fuga. Yo esta­ba encogido de miedo. Estaba defendiendo mis pautas incluso en una si­tuación donde yo sabía que eran antiterapéuticas. Estaba anteponiendo mi timidez, mis temores por lo poco que me queda de carrera, a sus mejores in­tereses. Realmente, cuando miras las cosas desde una posición desinteresa­da, no había nada equivocado en permitirle que se sentara junto a mí y me cogiera la mano. De hecho, cada vez que lo hacía, sin excepción, cargaba las pilas de la terapia: se hacía menos defensiva, confiaba más en mí, tenía más acceso a su vida interior.

»¿Qué? ¿Hay algún lugar en las terapias para unos límites bien estable­cidos? Desde luego que lo hay. Escuche, Ernest. Mi problema era que Belle arremetía contra todos los límites, como un toro contra un trapo rojo. En cualquier parte —fuera donde fuese— que estableciera los límites, ella pre­sionaba y presionaba contra ellos. Optaba por llevar escasa ropa, o blusas transparentes sin sujetador. Cuando hacía comentarlos sobre esto, ella me ridiculizaba por mis actitudes victorianas hacia el cuerpo. Ella podía decir que yo quería conocer cada contorno íntimo de su mente, sin embargo, su piel era algo que estaba mal visto. Un par de veces se quejó de un bulto en el pecho y me pidió que la examinara: desde luego, no lo hice. Podía obse­sionarse con la relación sexual conmigo durante horas enteras, y rogarmeque tuviera relaciones sexuales con ella tan sólo una vez. Uno de sus argu­mentos era que tener relaciones sexuales conmigo sólo una vez acabaría con su obsesión. Ella aprendería que no había nada especial ni mágico y enton­ces sería libre de pensar en otras cosas de la vida.

»¿Cómo me hizo sentir su campaña para tener contactos sexuales? Bue­na pregunta, Ernest, ¿pero guarda ello relación con esta investigación?

»¿No está usted seguro? Lo que parece tener relación es lo que hice —es por eso por lo que estoy siendo juzgado— no por lo que yo sentí o pensé. ¡Nadie da una mierda por eso en un linchamiento! Pero si desco­necta usted la grabadora durante un par de minutos, se lo contaré. Consi­dérelo como instrucción. Usted ha leído Cartas a un joven poeta de Rilke, ¿no? Bien, considere esto mi carta a un joven terapeuta.

»Bueno. Su pluma también, Ernest. Déjela y tan sólo escuche durante un rato. ¿Usted quiere saber cómo me afectó esto a mí? Una mujer bella ob­sesionada conmigo, que se masturba cada día mientras piensa en mí, que me ruega que me acueste con ella, que me cuenta una y otra vez sus fantasías so­bre mí, en las que se frota su cara con mi esperma, o unta con éste las galle­tas de chocolate, ¿cómo piensa usted que me hace sentir? ¡Míreme! Dos bastones, cada vez peor, feo, mí cara está siendo engullida por sus propias arrugas, mi cuerpo fofo, desmoronándose.

»Lo admito. Sólo soy un ser humano. Empezó a afectarme. Pensaba en ella al vestirme en los días en que teníamos sesión. ¿Qué clase de camisa lle­var? Ella odiaba las rayas anchas; me hacían aparecer demasiado autosatis­fecho, decía. ¿Y qué loción después de afeitarme? A ella le gustaba más Royall Lyme que Mennen, y yo podía vacilar cada vez sobre cuál utilizar. Generalmente me daba Royall Lyme. Un día en su club de tenis encontró a uno de mis colegas —un ganso, un auténtico narcisista que siempre está compitiendo conmigo— y tan pronto oyó que tenía alguna conexión con­migo, se fue hacia él para hablarle sobre mí. Su conexión conmigo la excitó, e inmediatamente se fue a casa con él. Imagine, este gilipollas tirándose a esta mujer despampanante y sin saber que es por causa mía. Y yo no puedo contárselo. Me cabreó.

»Pero experimentar fuertes emociones respecto a una paciente es una cosa. Actuar en consecuencia es otra. Y yo luché contra ello; me analizaba continuamente, consultaba con un par de amigos sobre la base de lo que iba pasando, y trataba de ello en las sesiones. Una vez tras otra le dije que no ha­bía la más mínima posibilidad de que alguna vez pudiera tener relaciones sexuales con ella, que nunca más sería capaz de sentirme bien conmigo mis­mo si lo hiciera. Le dije que necesitaba mucho más un buen terapeuta, que la cuidara, que un amante anciano y decrépito. Pero reconocía la atracción

que sentía hacia ella. Le decía que no quería que se sentara tan cerca de mí porque el contacto físico me estimulaba y me hacía menos efectivo como te­rapeuta. Adopté una postura autoritaria: insistí en que mi visión a largo pla­zo era mejor que la suya, que yo conocía cosas sobre su terapia que ella no podía conocer todavía.

»Sí, sí, puede usted volver a conectar la grabadora. Creo que he contes­tado a su pregunta sobre mis sentimientos. De modo que seguimos así du­rante más de un año, luchado contra los brotes de síntomas. Ella podía te­ner muchos deslices, pero globalmente lo estábamos haciendo bien. Sabía que esto no era una cura. Tan sólo estaba «conteniéndola,» proporcionándo­le un entorno donde agarrarse, manteniéndola a salvo entre sesión y sesión. Pero podía oír el tictac del reloj; cada vez estaba más inquieta y fatigada.

»Y entonces un día llegó pareciendo completamente agotada. Una nue­va mercancía, muy pura, estaba en las calles, y ella admitió que estaba muy cerca de meterse algo de heroína. «No puedo seguir viviendo una vida de total frustración —dijo–. Estoy tratando como una loca de hacer este tra­bajo, pero estoy perdiendo ímpetu. Yo me conozco, yo me conozco, yo sé cómo funciono. Tú me estás manteniendo viva y yo quiero colaborar conti­go. Creo que puedo hacerlo. Pero ¡yo necesito algún incentivo! Sí, sí, Sey­mour, sé lo que estás dispuesto a decir: conozco tus posturas a fondo. Vas a decir que yo ya tengo un incentivo, que mi incentivo es una vida mejor, sen­tirme mejor conmigo misma, no tratar de matarme, respetarme a mí misma. Pero todo eso no es suficiente. Está demasiado lejos. Demasiado etéreo. Ne­cesito tocarlo. ¡Necesito tocarlo!

»Empecé a decir algo que la apaciguara, pero ella me cortó. Su deses­peración llegó al máximo y dio lugar a una proposición desesperada.» Sey­mour, trabaja conmigo. A mi modo. Te lo ruego. Si he estado limpia duran­te un año —realmente limpia, tú sabes lo que quiero decir: sin drogas, sin purgamientos, sin escenas de bar, sin cortes, sin nada— entonces ¡prémia­me! ¡Dame algún incentivo! Promete llevarme a Hawai durante una sema­na. Y llévame allí como un hombre y una mujer, no como un loquero y una infeliz. No sonrías, Seymour, hablo en serio, completamente en serio. Nece­sito esto. Seymour, por una vez, pon mis necesidades por delante de las re­glas. Trabaja conmigo en esto.»

»¡Llevarla a Hawai durante una semana! Sonríe usted, Ernest; yo tam­bién. ¡Absurdo! Hice lo que usted hubiera hecho: me lo tomé a broma. Tra­té de descartar ésta, como traté de descartar todas sus anteriores propuestas de corrupción. Pero ésta no se iría. Había algo más convincente en su acti­tud que no presagiaba nada bueno. Y más persistente. Ella no la soltaría. Yo no podría apartarla de ella. Cuando le dije que era imposible, Belle empezó a negociar: sacó a relucir el período de buena conducta de un año y medio, cambió por San Francisco, y primero rebajó la semana a cinco días, y después lo dejó en cuatro días.

»Entre sesiones, a pesar mío, me encontré pensando en la proposición de Belle. No podía escapar. Mentalmente le iba dando vueltas al asunto. ¿Un año y medio —dieciocho meses— de buena conducta? Imposible. Ab­surdo. Ella nunca pudo hacerlo. ¿Por qué estábamos perdiendo nuestro tiempo hablando incluso de ello?

»¿Pero en el supuesto —sólo como un experimento mental, me decía a mí mismo— en el supuesto de que ella hubiera sido capaz realmente de cambiar su conducta durante dieciocho meses? Ponga a prueba la idea, Er­nest. Piense en ello. Considere la posibilidad. ¿No estaría usted de acuerdo en que si esta impulsiva mujer, dada a los excesos, hubiera desarrollado con­troles, comportándose más en armonía consigo misma durante dieciocho meses, al margen de las drogas, los cortes, todas las formas de autodestruc­ción, no podría ser ya la misma persona?

»¿Qué? ¿Lo propio de pacientes que están al límite es andarse con jue­guecitos? ¿Eso fue lo que dijo? Ernest, nunca será un verdadero terapeuta si piensa de ese modo. Eso es exactamente lo que quise decir antes cuando ha­blaba de los peligros del diagnóstico. Hay pacientes y pacientes que están al límite. Las etiquetas hacen violenta a la gente. No se puede tratar a una eti­queta; usted tiene que tratar la persona que está detrás de la etiqueta. De modo que le pregunto de nuevo, Ernest: ¿no estaría usted de acuerdo en que esta persona, no esta etiqueta, sino esta Belle, esta persona de carne y huesos, estaría intrínsecamente, radicalmente cambiada, si se hubiera com­portado de un modo fundamentalmente diferente durante dieciocho meses?

»¿No quiere usted comprometerse? No puedo culparle, considerando su posición hoy. Y la cinta grabada. Bien, respóndase tan sólo a sí mismo, en si­lencio. No, permítame responder por usted: no creo que haya un terapeuta vivo que no estuviera de acuerdo en que Belle sería una persona infinitamen­te diferente si ella ya no estuviera gobernada por sus desórdenes impulsivos. Podría desarrollar valores diferentes, prioridades distintas, una visión dife­rente. Podría despertarse, abrir los ojos, ver realmente, quizás ver su propia belleza y su propio valor. Y podría verme de forma diferente, verme como us­ted me ve: un tambaleante anciano que se desmorona. Una vez que la realidad se inmiscuye, su transferencia erótica, su necrofilia, simplemente se desvanece­ría y con ello, desde luego, todo interés por el incentivo hawaiano.

»¿Qué es eso, Ernest? ¿Perdería la transferencia erótica? ¿Eso me en­tristecería? ¡Desde luego! ¡Desde luego! Quiero ser adorado. ¿Quién no? ¿Usted no?

»Vamos, Ernest. ¿Usted no? No se siente encantado por el aplauso cuando acaba su disertación como profesional ante sus colegas? ¿No quie­re usted que la gente, especialmente las mujeres, se aglomeren en torno a usted?

»¡Bueno! Aprecio su honestidad. No hay nada de lo que avergonzarse. ¿Quién no lo desea? Así es como estamos hechos. De modo que sigamos, yo podía perder su adoración, me sentiría desprovisto: pero eso entra dentro del terreno. Es mi trabajo: introducirla en la realidad, ayudarla a crecer le­jos de mí. Incluso, Dios nos salve, a olvidarme.

»Bien, a medida que pasaron los días y las semanas, me sentía cada vez más intrigado con la apuesta de Belle. Dieciocho meses estando limpia, fue su oferta. Y recuerde que era todavía una oferta anticipada. Soy un buen ne­gociador y estaba seguro de que probablemente podía conseguir más, más de la cuenta, incluso darle más amplitud. Consolidar realmente el cambio. Pensé en otras condiciones en las que podía insistir: alguna terapia de gru­po para ella, quizás, y un intento más enérgico para llevar a su marido a la terapia de parejas.

»Pensaba en la proposición de Belle día y noche. No me la podía sacar de la cabeza. Yo soy un hombre de apuestas, y la proporción a mi favor pa­recía fantástica. Si Belle perdía la apuesta, si tenía un desliz —tomando dro­gas, purgamientos, busca de plan por los bares, o cortes en las muñecas—nada se perdería. Estaríamos, simplemente, donde estábamos antes. Incluso si conseguía tan sólo unas cuantas semanas, o meses, de abstinencia, podía construir sobre eso. Y si Belle ganaba, estaría tan cambiada que nunca co­braría lo apostado. Esto no le entraba a nadie en la cabeza. Como inconve­niente el riesgo era nulo y como ventaja tenía la buena oportunidad de po­der salvar a esta mujer.

»Siempre me ha gustado la acción, amo las carreras, apostar por cual­quier cosa: béisbol, baloncesto. Después del instituto me alisté en la arma­da y me planté en la universidad gracias a las ganancias de las partidas de póquer a bordo; durante mi estancia como interno en el hospital Monte Sinaí, en Nueva York, pasaba muchas de mis noches libres en una gran par­tida en la unidad de obstetricia con los tocólogos de guardia de Park Ave­nue. Había una partida continuamente en marcha en la sala de estar de los doctores, al lado de la sala de trabajo. Siempre que había una mano abier­ta, llamaban al operador para que avisara por la megafonía al «doctor Blackwood.» Siempre que oía el aviso por la megafonía, «doctor Blackwood, se necesita en la sala de partos,» podía subir la apuesta tan rápido como pu­diera. Unos doctores fenomenales, todos ellos, pero tontorrones en el pó­quer. Ya sabe, Ernest, casi no se les pagaba nada a los internos por aquelentonces, y al final dño todos los demás internos tenían grandes deudas. ¿Yo? Yo conducía mi nuevo De Soto descapotable hasta la residencia, en Ann Arbor, cortesía de los tocólogos de Park Avenue.

»Volvamos a Belle. Estuve indeciso durante semanas sobre su apuesta y entonces, un día, me jugué el todo por el todo. Le dije a Belle que podía en­tender que necesitara un incentivo, e iniciamos una seria negociación. Yo insistí en dos años. Ella estaba tan agradecida por haber sido tomada en se­rio que estuvo de acuerdo con todas mis condiciones y, rápidamente, le di­mos forma a un contrato en firme y claro. Su parte del trato era permanecer completamente limpia durante dos años: nada de drogas (incluido el alco­hol), nada de cortes, nada de purgamientos, nada de llevarse hombres de los bares, o de las carreteras, o llevar a cabo cualquier otra conducta sexual pe­ligrosa. Las aventuras sexuales urbanas estaban permitidas. Y nada de con­ductas ilegales. Pensé que eso lo cubría todo. Ah, sí, tenía que empezar con la terapia de grupo y prometer participar con su marido en la terapia de pa­rejas. Mi parte del contrato era un fin de semana en San Francisco: todos los detalles, hoteles, actividades habían de ser de su elección: carta blanca. Yo tenía que estar a su servicio.

»Belle trató este asunto con mucha seriedad. Al finalizar la negociación, ella sugirió un juramento formal. Trajo una Biblia a la sesión y los dos jura­mos sobre ella que respetaríamos nuestra parte del contrato. Después de eso nos dimos solemnemente las manos con nuestro acuerdo.

»El tratamiento siguió como antes. Belle y yo nos encontrábamos apro­ximadamente dos veces por semana; tres habría sido mejor, pero su marido empezaba a quejarse por las facturas de la terapia. Desde que Belle perma­necía limpia y no teníamos que pasar tiempo analizando sus «resbalones,» la terapia fue más rápida y más profunda. Sueños, fantasías: todo parecía más accesible. Por primera vez empezaba a ver gérmenes de curiosidad respec­to a sí misma; se inscribió en algunos cursos de extensión universitaria so­bre psicología patológica, y empezó a escribir una autobiografía sobre los primeros años de su vida. Gradualmente fue recordando más detalles de su infancia, su triste búsqueda de una nueva madre entre la serie de desintere­sadas institutrices, la mayoría de las cuales se iban en unos pocos meses debido a la fanática insistencia de su padre sobre el orden y la limpieza. Su fobia a los gérmenes controlaba todos los aspectos de la vida de su hija. Ima­gine: hasta que ella tuvo catorce años se mantuvo al margen de la escuela, siendo educada en casa, debido al temor de su padre de que trajera gérme­nes a casa. En consecuencia tuvo pocos amigos íntimos. Incluso las comidas con los amigos eran raras; tenía prohibido cenar fuera y ella le tenía terror a la vergüenza de tener que exponer a sus amigos a las grotescas cenas con su

padre: guantes, lavarse las manos entre plato y plato, inspecciones de lim­pieza de las manos de los criados. No le estaba permitido tomar libros en préstamo: a una querida institutriz la despidieron en el acto porque permi­tió a Belle que intercambiara su vestido con una amiga durante un día. Su infancia y su vida como hija finalizaron bruscamente a los catorce años, cuan­do fue enviada a un internado en Grenoble. A partir de ese momento, tuvo solamente contactos superficiales con su padre, que pronto se volvió a ca­sar. Su nueva esposa era una mujer bella, pero una antigua prostituta, según una tía solterona, que dijo que la nueva esposa era tan sólo una de las mu­chas putas que había conocido en los catorce años anteriores. Probable­mente, se decía a sí misma Belle —y esto fue justo su primera interpretación en la terapia— él se sentía sucio, y era por eso por lo que siempre se lavaba y por lo que no permitía que su piel la tocara.

»Durante estos meses Belle sacaba a colación el tema de nuestra apues­ta tan sólo en un contexto en el que pudiera expresar su gratitud hacia mí. Ella la llamaba la «más poderosa afirmación» que había conseguido nun­ca. Sabía que la apuesta era un regalo para ella: a diferencia de los «regalos» que había recibido de los otros psiquiatras —palabras, interpretaciones, promesas, «afecto terapéutico»— este regalo era real y palpable. Piel contra piel. Era una prueba tangible de que yo estaba completamente comprome­tido en ayudarla. Y una prueba para ella de mi cariño. Nunca antes, dijo, había sido querida alguna vez de esa manera. Nunca antes la había puesto nadie a ella por delante de sus propios intereses, por encima de las normas. Ciertamente su padre no, que nunca le dio la mano desnuda y hasta su muer­te, diez años antes, le enviaba cada año el mismo regalo de cumpleaños: un fajo de billetes de cien dólares, uno por cada año de vida, cada uno de ellos bien lavado y planchado.

»Y la apuesta tenía otro significado. Estaba contentísima con mi buena disposición para doblegar las normas. Lo que más le gustaba de mí, decía, era mi determinación para asumir riesgos, mi apertura ante los aspectos más oscuros de mí persona. «Hay algo travieso y oscuro en ti, también —diría—. Es por eso por lo que me entiendes tan bien. Pienso que de alguna manera somos cerebros gemelos.»

»Usted sabe, Ernest, que si congeniamos tan rápidamente, si ella supo inmediatamente que yo era su terapeuta fue por algo pícaro en mi cara, por un brillo irreverente en mis ojos. Belle tenía razón. Ella tenía mi número. Era más lista que el hambre.

»Y usted sabe que yo sabía exactamente lo que ella significaba: ¡exacta­mente! Yo puedo descubrirlo en los demás del mismo modo. Ernest, sola­mente un minuto, desconecte la grabadora. Bien. Gracias. Lo que yo que­ría decir es que pienso que lo veo en usted. Usted y yo, nos sentamos ers diferentes lados de este estrado, de esta mesa donde se juzga, pero tenemos algo en común. Ya le dije, soy bueno leyendo caras. Me equivoco raras ve­ces en tales cosas.

»¿No? ¡Vamos! ¡Usted sabe lo que quiero decir! ¿No es precisamente por esta razón por la que escucha usted mi relato con tal interés? ¡Más que interés! ¿Voy demasiado lejos si lo llamo fascinación? Sus ojos son como platos. Sí, Ernest, usted y yo. Podía usted haber estado en mi situación. Mi apuesta faustiana podría haber sido la suya también.

»Lo niega usted con la cabeza. ¡Desde luego! Pero yo no hablo a su ca­beza. Yo voy directo al corazón, y puede llegar el momento en el que se abra usted a lo que digo. Más aún: quizá se verá usted no solamente en mí sino también en Belle. Nosotros tres. ¡No somos tan diferentes el uno del otro! De acuerdo, eso es todo: volvamos al asunto.

»¡Espere! Antes de que vuelva a conectar la grabadora, Ernest, permí­tame decir una cosa más. ¿Usted piensa que me importa un carajo el comi­té de ética? ¿Qué pueden hacer? ¿Retirarme el privilegio de entrada en el hospital? Tengo setenta años, mi carrera está acabada, lo sé. ¿Así, por qué le cuento a usted todo esto? Con la esperanza de que algo bueno pueda salir de ello. Con la esperanza de que quizá permitirá que alguna pizca de mí en­tre en usted, permítame que corra por sus venas, permítame que le enseñe. Recuerde, Ernest, cuando hablo de que esté usted abierto a los aspectos más oscuros de su persona, me refiero a eso positivamente; quiero decir que tiene que tener usted el coraje y la grandeza de espíritu para ser un gran te­rapeuta. Vuelva a conectar la grabadora, Ernest. Por favor, no es necesario que me responda. Cuando tienes setenta años, no necesitas réplicas.

»De acuerdo, ¿donde estábamos? Bien, el primer año pasó con Belle haciéndolo definitivamente mejor. Ningún resbalón de ningún tipo. Estaba absolutamente limpia. Me planteaba cada vez menos exigencias. Ocasional­mente me pedía sentarse junto a mí, y que pusiera mi brazo alrededor de ella, pudiendo estar sentados varios minutos de ese modo. Esto nunca falla­ba cuando se trataba de relajarse para que estuviera más productiva en la te­rapia. Continuaba dándole paternales abrazos al final de cada sesión, y ella normalmente me daba un comedido y filial beso en la mejilla. Su marido se negó a la terapia de parejas, pero accedió a ver a un practicante de Ciencia Cristiana durante varias sesiones. Selle me contó que había mejorado la co­municación entre ellos y que ambos parecían más contentos con su relación.

»En la cota de los dieciséis meses, todavía iba todo bien. Nada de heroína —ninguna droga en absoluto— nada de cortes, ni bulimia, ni purgamientos, ni ningún tipo de conducta autodestructiva. Consiguió implicarse en algunos

movimientos alternativos —un canalizador, un grupo terapéutico de vidas pasadas, un nutricionista a base de algas     típicos bichos raros de California, inofensivo. Ella y su marido habían reanudado su vida sexual, y llevó a cabo una pequeña representación sexual con mi colega, ese memo, ese gilipollas, que se encontró en el club de tenis. Pero al menos era sexo seguro, algo muy distinto de las aventuras en los bares y en la carretera.

»Era el cambio terapéutico más sorprendente que yo he visto nunca. Belle dijo que era el período más feliz de su vida. Le desafío, Ernest: enchú­fela en cualquiera de sus estudios de resultados. ¡Sería la paciente estrella! Compare su resultado con cualquier terapia con fármacos: Risperidone, Prozac, Paxil, Effexor, Wellbutrin —la que usted diga— mi terapia ganaría sin problemas. La mejor terapia que he hecho nunca, y, sin embargo, no pude publicarla. ¿Publicarla? No pude incluso hablar de ella con nadie. ¡Hasta ahora! Usted es mí primer auditorio real.

»En la cota de los dieciocho meses, las sesiones empezaron a cambiar. Fue de un modo sutil al principio. Se deslizaban más y más referencias a nuestro fin de semana en San Francisco, y Belle pronto empezó a hablar de ello en cada sesión. Cada mañana podía permanecer en la cama una hora extra soñando despierta sobre cómo sería nuestro fin de semana, se imagi­naba: durmiendo en mis brazos, pidiendo por teléfono el desayuno desde la cama, conduciendo hasta Sausalito para la comida, seguido de una siesta después de comer. Tenía la fantasía de que estábamos casados y me espera­ba en casa por las tardes. Insistía en que ella podría vivir felizmente el resto de su vida si supiera que yo volvería a casa con ella. No necesitaba mucho tiempo conmigo; ella estaría dispuesta a ser la segunda mujer, a tenerme cer­ca de ella tan sólo una hora o dos a la semana: podía vivir sana y feliz con eso para siempre.

»Bien, puede usted imaginar que para entonces empezaba a estar un poco inquieto. Y después bastante inquieto. Empecé a perder la calma. Hice todo lo posible para ayudarla a afrontar la realidad. Prácticamente en cada sesión hablaba sobre mi edad. En tres o cuatro años estaría en una si­lla de ruedas. En diez años tendría ochenta. Le pregunté que cuanto tiem­po pensaba que viviría. Los hombres de mi familia morían jóvenes. A mi edad, mi padre ya se había pasado quince años en su ataúd. Ella me sobre­viviría al menos veinticinco años. Incluso empecé a exagerar mi afección neurológica cuando estaba con ella. En una ocasión escenifiqué una caída intencionada, tal era el grado de mi desesperación. Y la gente mayor no tie­ne mucha energía, le repetía. Dormido a las ocho y media, le decía. Desde hace cinco años que no estoy despierto para las noticias de las diez. Y mi pérdida de visión, mi bursitis en los hombros, mi dispepsia, mi próstata, mi aerolagia, mi estreñimiento. Incluso pensé en conseguir un aullono, por el efecto que caus*.

»Pero todo esto fue una espantosa metedura de pata. ¡Un error de cien­to ochenta grados! Sólo estimuló su apetito todavía más. Tenía un encapri­chamiento algo malsano con la idea de mi estado enfermizo o incapacitado. Tenía fantasías en las que me daba un ataque de apoplejía, mi mujer me dejaba, y ella venía a vivir a casa para cuidarme. Una de sus ensoñaciones fa­voritas le hacía ser mi enfermera: se ocupaba de hacerme el té, de lavarme, de cambiarme las sábanas y el pijama, de ponerme polvos de talco y después se quitaba la ropa y se acostaba cerca de mí, bajo las cálidas sábanas.

»Cuando habían pasado veinte meses, la mejoría de Belle era incluso más acusada. Por su cuenta había conseguido meterse en Toxicómanos Anónimos y asistía a tres reuniones por semana. Estaba haciendo trabajos como voluntaria en escuelas marginales para instruir a las chicas adolescen­tes sobre la anticoncepción y el sida, y había sido aceptada en un programa de posgrado de la universidad local.

»¿Qué es eso, Ernest? ¿Cómo podía saber yo que me estaba diciendo la verdad? Ya sabe, yo nunca dudé de ella. Sé que ella tiene sus defectos de ca­rácter, pero decir la verdad, al menos conmigo, parecía casi una compul­sión. Al principio de nuestra terapia —creo que mencioné esto antes— es­tablecimos un contrato que nos comprometía a decirnos mutuamente la verdad absoluta. Hubo un par de veces, en las primeras semanas de la tera­pia, en las que ocultó algunos episodios particularmente indecorosos de una actuación suya, pero no pudo soportarlo; se puso frenética por ello, estaba convencida de que podía leer su pensamiento y que la expulsaría de la tera­pia. En cada caso no pudo esperar hasta la siguiente sesión para confesár­melo sino que tuvo que telefonearme —una vez después de media noche—para aclarar las cosas.

»Pero su pregunta es una buena pregunta. Había demasiado en juego en este aspecto como para aceptar sin más su palabra, e hice lo que usted habría hecho: verifiqué todas las fuentes posibles. Durante este tiempo me vi con su marido un par de veces. Él rechazaba la terapia pero estaba de acuerdo en intervenir para ayudar a acelerar el ritmo de la terapia de Belle, y corroboró todo lo que ella había dicho. No sólo eso, sino que me dio per­miso para establecer contacto con la consejera de Ciencia Cristiana —lo que resultaba bastante irónico, ya que estaba preparando su doctorado en psicología clínica y estaba leyendo mis trabajos— que también corroboró el relato de Belle: trabajando duro en su matrimonio, nada de cortes, nada de drogas, trabajo como voluntaria comunitaria. No, Belle estaba jugando limpio.

»¿Y qué hubiera hecho usted en esta situación, Ernest? ¿Qué? ¿I ‘L’hie­ra estado allí en primera fila? Sí, sí, ya sé. Fácil respuesta. Me decepciona us­ted. Dígame, Ernest, si no hubiera estado usted allí, donde hubiera estado? ¿En su laboratorio? ¿O en la biblioteca? Estaría usted en un lugar a salvo. Apro­piado y cómodo. ¿Pero dónde estaría la paciente? ¡A saber dónde estaría para entonces, éste es el caso! Exactamente como los veinte terapeutas de Belle que me precedieron, todos ellos también tomaron el camino seguro. Pero yo soy un tipo diferente de terapeuta. Un salvador de causas perdidas. Yo me niego a abandonar a un paciente. Me romperé el pescuezo, como un bu­rro me engancharé a la reata, probaré cualquier cosa para salvar al paciente. Ésta ha sido verdaderamente toda mi carrera. ¿Conoce usted mi reputa­ción? Pregunte por ahí. Pregunte a su director de departamento. Él sabe. Me ha enviado docenas de pacientes. Yo soy el último recurso como terapeuta. Los terapeutas me envían los pacientes que ellos dejan plantados. ¿Hace us­ted un gesto de aprobación? ¿Ha oído usted eso de mí? ¡Bien! Está bien que usted sepa que no soy precisamente un viejo imbécil.

»¡De manera que considere mi posición! ¿Qué demonios podía hacer? Me estaba poniendo nervioso. Me salté todas las barreras: empecé a inter­pretar como un loco, corno un histérico, como si mi vida dependiera de ello. Interpretaba todo lo que se movía.

»Y me impacienté con sus ilusiones. Por ejemplo, consideré la dispara­tada fantasía de Belle en la que estamos casados y lo de basar su vida en una espera toda la semana, en una muerte aparente, por pasar una o dos horas conmigo. «¿Qué tipo de vida es ésa y qué tipo de relación?», le pregunté. Eso no era una relación, era chamanismo. Piense en ello desde mi punto de vista, yo podía decir: ¿Qué se imagina ella que sacaría yo de tal arreglo? To­mar su curación por una hora de mi presencia: eso era irreal. ¿Era esto una relación? ¡No! No estábamos siendo reales el uno con el otro; ella me esta­ba utilizando como un icono. Y su obsesión con chuparme y tragarse mi es­perma. Lo mismo. Irreal. Ella se sentía vacía y me quería para llenarse con mi esencia. ¿No podía ver lo que estaba haciendo, no podía ver el error de tratar lo simbólico como si fuera una realidad concreta? ¿Por cuánto tiem­po pensaba que una gotita de mi esperma podría llenarla? En unos pocos segundos, su ácido hidroclórico gástrico no dejaría sino un rastro de cade­nas fragmentadas de ADN.

»Belle asentía con gravedad ante mis histéricas interpretaciones, y des­pués seguía haciendo punto. Su padrino en Toxicómanos Anónimos le ha­bía enseñado a hacer punto, y durante las últimas semanas trabajaba con­tinuamente en un suéter de trenzas para que yo lo llevara en nuestro fin de semana. No encontraba la manera de ponerla nerviosa. Sí, ella estaba de acuerdo en que podía estar basando su vida en la fantasía. Quizá estaba bus­cando el arquetipo de anciano sabio. ¿Pero era eso tan malo? Además de su programa de posgrado, estaba asistiendo como oyente a un curso de antro­pología, y estaba leyendo La rama de oro. Me recordaba que la mayoría de seres humanos viven de acuerdo con conceptos irracionales tales como tó­tems, reencarnaciones, cielo e infierno, incluidas las curas por transferencia de la terapia y la deificación de Freud. «Todo lo que funciona funciona —de­cía—, y la idea de estar nosotros juntos durante una semana funciona. Ésta ha sido la mejor época de mi vida; es exactamente como estar casada conti­go. Es como estar esperando y saber que, en breve, estarás conmigo en casa; me hace seguir adelante, me hace estar contenta.» Y después de eso volvía a su punto. ¡Ese condenado suéter! Sentía como si se lo estuviera arrancan­do de las manos.

»A la altura de los veintidós meses, pulsé la tecla de alarma. Perdí toda compostura y empecé a adular, a escabullirme, a rogar. Le daba clases sobre el amor. «Dices que me amas, pero el amor es una relación, amor es preo­cuparse del otro, preocuparse del crecimiento y el ser del otro. ¿Te has preocupado alguna vez de mí? ¿De cómo me siento yo? ¿Has pensado al­guna vez en mi sentimiento de culpa, en mi temor, en la repercusión de todo esto en el respeto que sentiré por mí mismo, sabiendo que he hecho algo fal­to de ética? ¿Y el impacto en mi reputación, el riesgo que estoy corriendo: mi profesión, mi matrimonio?»

»»¿Cuántas veces —respondía Selle—, me has recordado que somos dos personas en una relación humana, nada más y nada menos? Me pediste que confiara en ti, y yo confié en ti; confié por primera vez en mi vida. Aho­ra yo te pido a ti que confíes en mí. Éste será nuestro secreto. Me lo llevaré conmigo a la tumba. No importa lo que suceda. ¡Para siempre! Y por lo que se refiere al respeto a ti mismo y al sentimiento de culpabilidad, y a tus pre­ocupaciones profesionales, bien, ¿qué es más importante que el hecho de que tú, un curandero, me estés curando? ¿Permitirás que las reglas y la re­putación, y la ética, tenga prioridad sobre eso?» ¿Usted tendría una buena respuesta para eso, Ernest? Yo no la tuve.

»Sutilmente, pero de forma alarmante, aludía a los efectos potenciales de un incumplimiento por parte mía de la apuesta. Había vivido durante dos años para este fin de semana conmigo. ¿Podría confiar en alguien otra vez? ¿En algún terapeuta? ¿O en alguien, para ese asunto? Eso, me hacía sa­ber, sería algo que me haría sentir culpable. No tenía que decir mucho más. Sabía lo que mi traición significaría para ella. No había sido autodestructi­va durante dos años, pero yo no tenía duda alguna de que no había perdido el tranquillo para eso. Para decirlo sin rodeos, estaba convencido de que si yo no cumplía lo prometido, Belle se mataría. Todavía trataba de escapar de mi propia trampa, pero mis alas batían cada vez más débilmente.

»»Tengo setenta años, tú tienes treinta y cuatro —le decía—. Hay algo poco natural en que nosotros durmamos juntos.»

»»Chaplin, Kissinger, Picasso, Humbert Humbert y Lolita», respondía Belle, sin molestarse siquiera en mirar mientras hacía punto.

»»Has llevado todo esto a unos niveles grotescos, le decía; está todo esto tan hinchado, tan exagerado, tan alejado de la realidad. Todo este fin de se­mana no puede ser más que una experiencia deprimente para ti.»

—»Tener una experiencia deprimente es lo mejor que podría suceder —replicaba—. Ya sabes, desbaratar mi obsesión contigo, mi ‘transferencia erótica’, como te gusta llamarla. Esto no supone una pérdida para nuestra terapia.»»

»Yo seguía escabulléndome. «Además, a mi edad, la potencia decae.»

»»Seymour —me reprendía ella—. Me sorprendes. Todavía no lo has cogido, todavía no te has dado cuenta de que la potencia o el acto sexual no vienen al caso. Lo que yo quiero es que tú estés conmigo y me apoyes: como una persona, como una mujer. No como una paciente. Además, Seymour —y aquí ponía el suéter a medio tricotar delante de su cara, mirando con tí­midez por encima, y decía—, ¡Te voy a echar el polvo de tu vida!»

»Y entonces llegó el momento. Pasaron los veinticuatro meses y no tuve más alternativa que pagar al diablo su deuda. Si no cumplía lo prometido, sabía que las consecuencias serían catastróficas. Por otro lado, ¿si mantenía mi palabra? Entonces, ¿quién sabe? Quizás ella estaba en lo cierto, quizás dejaría de estar obsesionada. Quizá, sin la transferencia erótica, sus energías quedarían liberadas para relacionarse mejor con su marido. Podría mante­ner su fe en la terapia. Yo me jubilaría en un par de años, y ella iría a otros terapeutas. Quizás un fin de semana en San Francisco con Belle sería un acto de supremo amor terapéutico.

»¿Qué, Ernest? ¿Mi contratransferencia? Lo mismo que os habría pa­sado a vosotros: dando vueltas desenfrenadamente. Traté de excluirla de mi decisión. No actué impulsado por mi contratransferencia: estaba convenci­do de que no tenía otra alternativa racional. Y todavía estoy convencido de ello, incluso a la luz de lo que ha sucedido. Pero me afanaré por parecer algo más que un chico fascinado. Ahí estaba yo, un viejo en las últimas, con las neuronas corticales del cerebro estirando la pata cada día, problemas de vi­sión, vida sexual casi acabada: mi mujer, que es buena a la hora de renunciar a algo, hace ya tiempo que renunció al sexo. ¿Y mi atracción hacía Belle? No lo negaré: la adoraba. Y cuando me dijo que me iba a echar el polvo de mi vida, podía oír los oxidados motores de mis gónadas al darle a la mani­vela de arranque uta y otra vez. Pero déjeme que le diga a usted —y a la gra­badora, déjeme decírselo con toda la energía que pueda— ¡no es por eso por lo que lo hice! Eso puede que no sea importante para usted y para el comi­té de ética, pero para mí es una cuestión de vida o muerte. Nunca rompí mi pacto con Belle. Nunca rompí mi pacto con ningún paciente. Nunca antepu­se mis necesidades a las suyas.

»Y por lo que se refiere al resto de la historia, adivino que usted ya la co­noce. Todo está ahí, en su expediente. Belle y yo nos encontramos en San Francisco en Mama’s, en la Playa Norte, un sábado por la mañana y perma­necimos juntos hasta el domingo al anochecer. Decidimos decirles a nues­tras parejas respectivas que yo había programado un grupo maratón de fin de semana con mis pacientes. Organizo tales grupos con diez o doce de mis pacientes unas dos veces al año. En realidad, Belle había asistido a un fin de semana de estos en su primer año de terapia.

»¿Ha dirigido usted alguna vez grupos como esos, Ernest? ¿No? Bien, permítame decirle que son de un gran rendimiento… aceleran la terapia de una manera enloquecida. Debería usted conocerlos. Cuando nos volvamos a ver —y estoy seguro que nos veremos de nuevo, bajo circunstancias diferentes— le hablaré de estos grupos; los he estado llevando durante trein­ta y cinco años.

»Pero volvamos al fin de semana. No sería justo que le hubiera llevado tan lejos y ahora no compartiera la culminación. Vamos a ver, ¿qué puedo decirle? ¿Qué quiero decirle? Traté de mantener mi dignidad, de permane­cer dentro de mi personaje de terapeuta, pero no duró mucho: Belle se ocu­pó de eso. Ella me invitó a hacerlo tan pronto nos registramos en el Fair­mont, y muy pronto fuimos hombre y mujer, y todo, todo lo que Belle dijo que había de pasar pasó.

»No le mentiré a usted, Ernest. Llegué a amar cada minuto de nuestro fin de semana, la mayor parte del cual nos lo pasamos en la cama. Me pre­ocupaba que todas mis cañerías estuvieran taponadas por el óxido des­pués de tantos años sin usarlas. Pero Belle era una experta en fontanería, y después de algunas sacudidas y repiques todo empezó a funcionar de nuevo.

»Durante tres años había reprendido a Belle por vivir en la ilusión y le había impuesto mi realidad. Ahora, durante un fin de semana, penetré en su mundo y encontré que la vida en el reino de lo mágico no era tan mala. Ella era mi fuente de juventud. Con cada hora que pasaba me hacía más joven y más fuerte. Caminaba mejor, metí el estómago, parecía más alto. Ernest, le digo que sentía como si tuviera ganas de gritar. Y Belle se daba cuenta de ello. «Esto es lo que tú necesitabas, Seymour. Y esto es lo que siempre quise de ti: ser poseída, poseer, dar mi amor. ¿Comprendes que ésta es la pri­mera vez en mi vida que he dado amor? ¿Es eso tan terrible?»

»Ella lloró mucho. Junto a los demás conductos, mis conductos lagri­males, también, se habían desatascado, y también yo lloré. Ella me dio mu­cho más que un fin de semana. Pasé toda mi carrera dando, y ésta era la pri­mera vez que recibía, que recibía realmente. Es como si ella me hubiera dado por todos los pacientes que he visto hasta ahora.

»Pero después la vida real continúa. El fin de semana acabó. Belle y yo volvimos a nuestras dos sesiones por semana. Nunca esperé perder la apues­ta, de modo que ante tal eventualidad no tenía planes para la terapia poste­rior al fin de semana. Traté de volver al asunto como de costumbre, pero después de una o dos sesiones vi que tenía un problema. Es casi imposible que los amigos íntimos vuelvan a una relación formal. A pesar de mis es­fuerzos, un nuevo tono de amorosa picardía reemplazó el trabajo serio de la terapia. Algunas veces Belle insistía en sentarse en mis rodillas. Continua­mente me daba abrazos, me acariciaba, me manoseaba. Yo traté de recha­zarla, traté de mantener un trabajo serio, ético, pero, afrontémoslo, ya no había terapia.

»Puse el punto y final, y solemnemente sugerí que teníamos dos opcio­nes, o bien tratábamos de volver al trabajo serlo, lo que significaba volver a una relación más tradicional, sin contacto físico, o abandonábamos la pre­tensión de estar haciendo terapia y tratábamos de establecer una relación puramente social. Y «social» no significaba sexual: no quería agravar el pro­blema. Le dije a usted antes que ayudé a escribir las pautas para la condena de aquellos terapeutas y pacientes que hayan tenido relaciones sexuales pos­teriores a la terapia. Y también le dejé claro a ella, desde que ya no conti­nuábamos con la terapia, que ya no aceptaría más dinero suyo.

»Ninguna de aquellas opciones era aceptable para Belle. La vuelta al formalismo propio de la terapia le parecía una farsa. ¿No es la relación te­rapéutica el único lugar donde no te puedes andar con jueguecitos? Pero al no pagar, eso era imposible. Su marido había puesto a un empleado en casa y pasaba la mayor parte de su tiempo dando vueltas por el edificio. ¿Cómo podía ella explicarle a dónde iba regularmente dos horas por semana si él no firmaba regularmente los cheques de la terapia?

»Belle me recriminaba por mi estrecha concepción de la terapia. «Nues­tros encuentros íntimos, traviesos, tiernos, haciendo algunas veces bien el amor, en tu diván: eso es terapia. Una buena terapia, también. ¿Por qué no puedes verlo, Seymour? —preguntaba—. ¿No es la terapia efectiva una buena terapia? ¿Has olvidado tus declaraciones sobre la ‘única cuestión im­portante en la terapia’: Funciona? ¿Y no está funcionando mi terapia? ¿No

continúo actuando bien? He permanecido limpia. Sin síntomas. Acabando el curso de posgrado. He empezado una nueva vida. TU me has cambiado, Seymour, y todo lo que tienes para mantener el cambio es continuar dedi­cando dos horas a la semana para estar cerca de mí.»

»Belle era más lista que el hambre. Y cada vez era más lista. Yo no po­día poner en orden una contraargumentación para demostrar que no era una buena terapia tal y como había quedado la situación.

»Sin embargo, yo sabía que esa situación no podía seguir. Yo la disfru­taba demasiado. Poco a poco, demasiado poco a poco, caí en la cuenta de que estaba metido en un gran lío. Cualquiera que nos viera a los dos juntos llegaría a la conclusión de que estaba explotando la transferencia y utilizaba esta paciente para mi propio placer. ¡O de que yo era un anciano gigoló al­tamente cotizado!

»No sabía qué hacer. Obviamente, no podía consultar con nadie: sabía lo que me aconsejarían y no estaba preparado para adoptar una rápida de­cisión. Ni podía transferirla a otro terapeuta, ella no hubiera ido. Pero para ser sincero, no insistí mucho en esa decisión. Estoy preocupado por eso. ¿Hice lo correcto por ella? Perdí el sueño varias noches pensando en que otro terapeuta le contara todo sobre mí. Ya sabe cómo chismorrean los te­rapeutas entre ellos a propósito de los terapeutas antiguos o anteriores a ellos; y, desde luego, estarían encantados con un jugoso cotilleo a costa de Seymour Trotter. Sin embargo, no podía pedirle a ella que me protegiera: mantener ese tipo de secreto sabotearía su siguiente terapia.

»De modo que fueron aumentando los avisos para mi pequeña embar­cación pero, aun así, no estaba preparado en absoluto para la furia de la tor­menta que finalmente se desató. Una tarde al regresar a casa encuentro que no hay luces encendidas, que mi mujer se había ido, y que en la puerta de­lantera, clavadas con chinchetas, hay cuatro fotografías de Belle y yo: una nos mostraba registrándonos en la recepción del hotel Fairmont; en otra es­tábamos, maletas en mano, entrando juntos en nuestra habitación; la terce­ra era un primer plano del impreso de registro del hotel: Belle había paga­do con dinero en efectivo y nos había registrado como el doctor y la señora Seymour. La cuarta nos mostraba fundidos en un abrazo con una vista pa­norámica del Golden Gate Bridge al fondo.

»Dentro, en la mesa de la cocina, encontré dos cartas: una del marido de Belle a mi mujer, planteando que ella podría estar interesada en las cuatro fotografías incluidas que reflejaban el tipo de tratamiento que su marido es­taba ofreciendo a su esposa. Decía que había enviado una carta similar al comité de ética médica y finalizaba con una repugnante amenaza en la que sugería que si volvía a ver de nuevo a Belle, un pleito sería lo menos impor

personaje principal en esta tragedia, pero la situación también es catastrófi­ca para mí. Sus abogados la están apremiando para que reclame por daños, para que consiga todo lo que pueda. Se darán un atracón: el pleito por mala práctica profesional se presenta en un par de meses.

»¡Deprimido! Desde luego que estoy deprimido. ¿Quién no lo estaría? Yo lo llamo una depresión apropiada. Soy un miserable, un triste viejo. De­salentado, solo, lleno de dudas sobre mí mismo, acabando mi vida en la des­gracia.

»No, Ernest, no es una depresión que se pueda tratar con fármacos. No es esa clase de depresión. Sin indicadores biológicos: síntomas psicomotri­ces, insomnio, pérdida de peso; nada de eso. Gracias por el ofrecimiento.

»No, nada de suicidio, aunque admito que me siento atraído hacia la oscuridad. Pero yo soy un superviviente. Me arrastro hasta la bodega y lamo mis heridas.

»Sí, muy solo. Mi mujer y yo habíamos estado viviendo juntos por hábi­to durante muchos años. Yo he vivido siempre para mi trabajo; mi matri­monio siempre ha estado en la periferia de mi vida. Mí mujer siempre decía que yo satisfacía todos mis deseos con la proximidad de mis pacientes. Y es­taba en lo cierto. Pero no es por eso por lo que me dejó. Mi ataxia está pro­gresando rápidamente, y no creo que a ella le hiciera ninguna gracia la idea de convertirse en mi enfermera a tiempo completo. Mi presentimiento es que ella encontró una buena excusa para romper las ataduras con ese em­pleo. No puedo culpada.

»No, no necesito ver a nadie para una terapia. Le dije que no estoy clí­nicamente deprimido. Aprecio su interés, Ernest, pero sería un paciente cascarrabias. Por el momento, como dije, me estoy lamiendo mis propias heridas y soy bastante bueno lamiendo.

»Es bueno para mí si usted telefonea para comprobarlo. Me siento con­movido con su ofrecimiento. Pero tómese las cosas con calma, Ernest. Soy el cachorro fuerte de la carnada. Estaré bien.»

Y diciendo eso, Seymour Trotter cogió sus bastones y dando bandazos salió de la habitación. Ernest, todavía sentado, escuchaba el cada vez más le­jano golpear de los bastones en el pasillo.

Cuando Ernest telefoneó un par de semanas más tarde, el doctor Trot­ter una vez más rechazó su oferta de ayuda. A los pocos minutos derivó la conversación hacia el futuro de Ernest y otra vez le expresó su fuerte con­vencimiento de que, fueran las que fuesen las virtudes de Ernest como psi­cofarmacólogo, estaba desatendiendo su verdadera vocación: él era un te­rapeuta nato y estaba obligado consigo mismo a seguir su destino. Invitó a

tante por lo que la familia Trotter habría de preocuparse. La segunda carta era de mi mujer: breve y concisa, pidiéndome que no me molestara en dar explicaciones. Podía dejarlas para su abogado. Me daba veinticuatro horas para que hiciera las maletas y me fuera de casa.

»Así que, Ernest, eso nos trae hasta el momento presente. ¿Qué más puedo contarle?

»¿Cómo consiguió las fotografías? Debió de contratar un investigador privado para que nos siguiera. Qué ironía, ¡qué su marido optara por mar­charse tan sólo cuando Belle había mejorado! Pero, ¿quién sabe? Quizás ha­bía estado buscando una escapatoria durante largo tiempo. Quizá Belle lo había quemado.

»Nunca vi a Belle de nuevo. Todo lo que sé son rumores de un amigote que está en Pacific Redwood Hospital, y no son buenos rumores. Su ma­rido se divorció de ella y finalmente se largó del país con el activo de la familia. Había sospechado de Belle durante meses, desde que había descu­bierto algunos condones en su bolso. Eso, desde luego, resulta más iró­nico: fue solamente debido a que la terapia había refrenado su letal auto-destructividad por lo que ella estuvo dispuesta a utilizar condones en sus aventuras.

»Según lo último que he oído, el estado de Belle era terrible: vuelta al grado cero. Toda la vieja patología apareció de nuevo: dos admisiones por intentos de suicidio, muñecas cortadas en una ocasión, una seria sobredosis. Se va a matar. Lo sé. Aparentemente probó a tres nuevos terapeutas, despe­didos sucesivamente, rechaza más terapia, y ahora le está dando a las drogas duras otra vez.

»¿Y sabe usted qué es lo peor? Yo sé que podría ayudarla, incluso aho­ra. Estoy seguro de ello, pero se me ha prohibido verla o hablar con ella por una orden judicial, y bajo la amenaza de un severo castigo. Recibí varios mensajes telefónicos de ella, pero mi abogado me advirtió que estaba en un gran peligro y me ordenó que, si quería permanecer fuera de la cárcel, no res­pondiera. Contactó con Belle y le informó de que, por orden judicial, no me estaba permitido comunicarme con ella. Finalmente dejó de llamar.

»¿Qué voy a hacer? ¿Sobre Belle, quiere decir? Es una decisión peliagu­da. Me matará no ser capaz de responder a sus llamadas, pero no me gusta la cárcel. Yo sé que podría hacer mucho por ella con diez minutos de conver­sación. Incluso ahora. Extraoficialmente: desconecte la grabadora, Ernest. No estoy seguro de si voy a ser capaz de acabar de dejar que se hunda. Ni seguro de que pudiera vivir con ello.

»Así que, Ernest, esto es lo que hay. El final de la historia. Fin. Permíta­me decirle, no es éste el modo en el que quería acabar mi carrera. Belle es el

Ernest a discutir más el asunto después del almuerzo, pero Ernest declinó la invitación.

—Olvídese de mí —había respondido el doctor Trotter sin un rastro de ironía—. Perdóneme. Aquí estoy yo aconsejándole un cambio de carrera, y al mismo tiempo pidiéndole que la ponga en peligro al ser visto en público conmigo.

—No, Seymour. —Por primera vez Ernest lo llamó por su primer nombre—. Ésta no es en absoluto la razón. La verdad es que, y me siento avergonzado de decirle esto, ya he sido asignado para hacer de testigo, como experto, en su proceso por la demanda civil a causa de la mala prác­tica profesional.

—La vergüenza no está justificada, Ernest. Es su deber testificar. Yo ha­ría lo mismo, exactamente lo mismo, en su posición. Nuestra profesión es vulnerable, está amenazada por todos lados. Es nuestra obligación prote­gerla y preservar las normas. Incluso si usted no se cree ya nada más de mí, crea que yo aprecio este trabajo. He dedicado toda mi vida a él. Es por eso por lo que le conté a usted mi historia con tal detalle: quería que usted su­piera que no es una historia de traición. Actué de buena fe. Sé que esto sue­na absurdo, sin embargo, incluso en este momento, creo que hice lo que debía. Algunas veces el destino nos coloca en posiciones en las que lo co­rrecto es lo incorrecto. Nunca traicíoné mi campo profesional, ni a un pa­ciente. Sea lo que sea lo que me depare el futuro, Ernest, créame. Yo creo en lo que hice: nunca traicionaría a un paciente.

Ernest testificó en el proceso civil. El abogado de Seymour, aludien­do a su edad avanzada, capacidad de juicio más limitada, y enfermedad, intentó una original y desesperada defensa: afirmó que Seymour, no Be­lle, había sido la víctima. Pero el suyo era un caso perdido, y Belle fue compensada con dos millones de dólares: la máxima cobertura de Sey­mour por mala práctica profesional. Los abogados de Belle habrían ido por más, pero ahí parecía haber poco que hacer ya que, después de su di­vorcio y del pago de las tasas legales, los bolsillos de Seymour estaban va­cíos.

Éste fue el final de la historia pública de Seymour Trotter. Poco después del proceso dejó silenciosamente la ciudad y nunca más se oyó hablar de él, aparte de una carta (sin remite) que Ernest recibió un año más tarde.

Ernest tenía tan sólo unos minutos antes de su primer paciente. Pero no pudo resistir inspeccionar, una vez más, el último rastro de Seymour Trotter.

Querido Eilest,

Tan sólo tú, en estos endemoniados días de caza de brujas, manifestaste preocupación por mi bienestar. Gracias: fue un fuerte apoyo. Estoy bien. Per­dido, pero sin querer ser encontrado. Te debo mucho, desde luego esta carta y esta fotografía de Belle y yo. La que se ve al fondo es su casa, por cierto: a Be­lle le ha venido una buena racha de dinero.

Seymour

Ernest, como había hecho antes en muchas ocasiones, miró fijamente la descolorida foto. En un prado tachonado de palmeras, Seymour estaba sen­tado en una silla de ruedas. Belle estaba de pie tras él, triste y adusta, em­puñando la silla de ruedas. Sus ojos miraban al suelo. Tras ella una elegante casa colonial y más allá brillaba el agua verde lechosa de un mar tropical. Seymour estaba sonriendo: una amplia sonrisa, torcida, bobalicona. Se su­jetaba a la silla de ruedas con una mano; con la otra apuntaba jubiloso su bastón hacia el cielo.

Como siempre que estudiaba la fotografía, Ernest se sintió mareado. Miraba detenidamente, tratando de meterse en la fotografía, tratando de descubrir alguna clave, alguna respuesta definitiva sobre el verdadero des­tino de Seymour y Belle. La clave, pensaba, había que encontrarla en los ojos de Belle. Parecían melancólicos, incluso abatidos. ¿Por qué? Ella ha­bía conseguido lo que quería, ¿no? Se acercó más a Belle tratando de cap­tar su mirada. Pero ella siempre miraba a otra parte.

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