Capítulo IX COMPLICACIONES DEL TRASTORNO BIPOLAR

Capítulo IX

COMPLICACIONES
DEL TRASTORNO BIPOLAR

Hijo mío, la felicidad está hecha de pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna.

G ROUCH O MARX

PROBLEMAS SOCIALES Y LABORALES

El trastorno bipolar es la sexta causa de discapacidad en el mundo, según la Organización Mundial de la Salud. Casi la mitad de las personas que sufren un trastorno bipolar tienen problemas para mantener un trabajo. El desempleo no es raro entre nuestros pacien­tes. Más común aún es que la persona que tiene un trastorno bipo­lar esté desempeñando un cargo muy por debajo de su formación.

Un trastorno bipolar descompensado es incompatible con una actividad laboral regular.

Uno de los grandes problemas de nuestros pacientes es la reintegración en el mundo laboral. A veces, por una cuestión meramente de estigma, la persona que ha sufrido una manía o una depresión no es bien recibida en su anterior puesto de traba­jo. No es extraño —aunque del todo ilegal— que, de forma más o menos sutil, sea relegado a funciones para las que está excesiva­mente formado o, incluso, que sea despedido. En estos casos, encontrar un nuevo trabajo va a ser especialmente complejo.

Aunque suene a tópico, un empleo adecuado, con un horario regular y contacto social, es muy recomendable para cualquier persona y le ayuda a combatir su inestabilidad, en el caso de que sufra un trastorno bipolar. Por este motivo, en muchas ocasiones es preferible una baja laboral a tiempo que dejar a la enfermedad en evidencia en su puesto de trabajo.

Respecto a la búsqueda de empleo, sobra decir que no es aconsejable confesar el padecimiento de una enfermedad psiquiá­trica, aunque nos lo pregunten (algo que, nuevamente, es del todo ilegal).

Otro de los grandes problemas que afronta alguien que su­fre un trastorno bipolar es la fractura de su red social. Son es­casos los amigos que siguen a nuestro lado en tiempos difíciles. En el caso del trastorno bipolar, el gran estigma y el miedo erróneamente asociados al mismo hacen que a quien padece la enfermedad se le cierren muchas puertas. Tampoco los síntomas de manía o depresión facilitan consolidar una relación de amis­tad. En manía es común el egocentrismo, la prepotencia y la irritabilidad, que no hacen al paciente especialmente popular entre sus conocidos. En la depresión, el aislamiento social es la norma.

Los problemas sociales y laborales pueden acabar por ser un lastre añadido en la ya cargada alforja de quien padece una en­fermedad mental. Por ello, es necesario, desde un principio, dar­les la importancia que realmente merecen.

RECUERDE QUE…

El trastorno bipolar es la sexta causa de discapacidad en el mundo.

Un buen trabajo, constante y con horarios regulares, es beneficioso para permanecer estable.

En una entrevista para conseguir empleo es ilegal que le pregunten sobre su salud, mental o física.

LA CICLACIÓN RÁPIDA

El ciclo habitual de la enfermedad puede acelerarse de forma accidental debido a un mal uso de antidepresivos o a una estra­tegia farmacológica poco efectiva o a tomar mal la medicación. Cuando esto ocurre, el paciente puede presentar varios episo­dios por año o incluso varios episodios dentro de una misma semana. Es lo que llamamos ciclación rápida, definida por el DSM-1V como la ocurrencia de cuatro o más episodios en un año. En casos especialmente graves el paciente puede llegar a alternar síntomas maníacos y depresivos en tan sólo veinticua­tro horas.

La ciclación rápida es un fenómeno tratable y del todo re­versible. Es decir, un paciente no va a ser un ciclador rápido de por vida. No existen, por lo tanto, pacientes cicladores rápidos, sino pacientes que sufren o han sufrido ciclación rápida. Las recomendaciones terapéuticas que siguen los psiquiatras para ha­cer frente a esta complicación pasan por intentar no usar antide­presivos (que sólo aceleran más los ciclos), combinar dos eutimi­zantes o usar antipsicóticos atípicos. En casos de ciclación rápida resistente está recomendada la terapia electroconvulsiva.

RECUERDE QUE .

Llamamos ciclación rápida a la ocurrencia de al menos cuatro epi­sodios en un año.

Es un fenómeno tratable y reversible.

El uso de antidepresivos está desaconsejado en este caso.

EL SUICIDIO

Tan valiente es el que sufre con constancia las
penas del alma, como el que se manifiesta firme ante
la metralla de una batería. Abandonarse al dolor sin
resistir, matarse por substraerse a él, es abandonar el
campo de batalla antes de haber luchado.

NAPOLEÓN

No se asuste, pero el trastorno bipolar puede ser una enfermedad mortal: cerca de un 15 por ciento de los pacientes bipolares va a cometer un intento de suicidio a lo largo de su vida, con un riesgo de muerte que se sitúa entre el 7 y el 10 por ciento según distintos estudios. Casi la mitad de las personas que sufren tras­torno bipolar ha tenido en alguna ocasión ideas de suicidio. El suicidio es, por lo tanto, algo tremendamente frecuente entre los afectados y, por razones obvias, la complicación más grave de la enfermedad.

Es erróneo contemplar el suicidio como un derecho del in­dividuo: varios estudios señalan que todos los suicidios —to­dos— tienen que ver con sintomatología psiquiátrica activa, es decir, no existe el «suicidio existencial», filosófico o romántico.

El suicidio no es un ejercicio de la libertad del individuo, sino todo lo contrario: es el último peldaño de una escalada de alie­nación provocada por los síntomas, en la que la enfermedad obli­ga al afectado a tomar decisiones equivocadas. El suicidio no es huir de la enfermedad, es rendirse ante ella. No es un acto de valor, es una sumisión.

Aunque pueda parecer sorprendente, muchos pacientes con ideas suicidas argumentan que no quieren que su familia sufra más: obviamente, éste no es un argumento adecuado, ya que lo más común tras el suicidio de un ser querido es que alguien de la familia se deprima y, en no pocos casos, se dé otro intento de suicidio.

La mejor forma de prevenir el suicidio es tener la con­fianza necesaria para hablar de las ideas suicidas con su psi­cólogo o psiquiatra. Para nosotros son un síntoma más y en absoluto algo de lo que avergonzarse o que deba ser escondi­do. El apoyo familiar y de los amigos también es clave, pero lo más importante es tomar correctamente la medicación, ya que la muerte por suicidio es hasta cinco veces más frecuen­te entre los pacientes que no lo hacen.

RECUERDE QUE…

Entre un 7 y 10 por ciento de las personas con trastorno bipolar se

suicidan.

El pensamiento suicida no es una cuestión filosófica, sino un sínto­ma psiquiátrico.

Tomar bien la medicación es la mejor forma de prevención del sui­cidio.

Mi vida empieza hoy

No quiero presumir, pero yo era el hijo perfecto, el novio perfec­to, el yerno perfecto y el mejor jugador de baloncesto del insti­tuto. No lo digo yo, mucha gente me consideraba así. Si alguien me hubiera dicho que, al cabo de unos años, la vida me llevaría a varios intentos de suicidio, ingresos hospitalarios y a recibir electroshock, me habría reído en su cara, no le habría creído una sola palabra.

Mi estado de ánimo era normal y estable. Mis pensamientos estaban en orden. Mi cuerpo estaba delgado y bien formado. Practicaba deporte muy asiduamente, pero también me gusta­ba mucho salir de noche. Mis resultados en la facultad eran buenos. Acabé la carrera sin problemas, a los 23.

Soy abogado, pero nunca he ejercido. Cuando me licen­cié me pude dedicar a mi auténtica pasión: la cocina. Mi fa­milia no lo entendió demasiado bien, pero a mí me daba igual.

Quizás puede sonar raro que estudiara derecho si quería ser cocinero, pero uno escoge qué estudiar a los 16 o 17, y creo que lo hice más por complacer a mis padres que por otra cosa. Con la cocina realmente me sentía realizado, y además Sonia, mi pareja, me apoyaba.

Empecé a trabajar en un restaurante haciendo cosas muy básicas. El horario era muy duro, pero estaba haciendo lo que más me gustaba. Y además se me daba bien. Era un gran mo­mento.

Algunos médicos me han dicha que entonces ya estaba hipomaníaco, porque tomé una decisión muy brusca y esta­ba «anormalmente feliz» (¿qué significa eso?). Yo no lo creo: estaba llevando a cabo un sueño.

La relación con mi familia se estropeó: no aceptaban mi decisión. Por fortuna, la relación con Sonia seguía bien. Ella me seguiría al fin del mundo, si hacía falta.

En el restaurante las cosas me iban muy bien. En sólo siete meses ya era capaz de hacer cosas increíbles con los fogones y dar rienda suelta a mi creatividad. Aprendía téc­nicas nuevas y conocía a gente importante en el mundo de la cocina.

Con Sonia teníamos fijada nuestra fecha de boda para dentro de seis meses. Ya hacía más de un año que lo habíamos decidido, ya que queríamos casarnos justo cuando hacía siete años que salíamos. Empezamos los preparativos.

Quien no haya preparado nunca una boda probablemen­te no sabe lo duro que es; hay que coordinar muchas cosas, sobre todo si quieres que todo salga perfecto. Entre la boda y el trabajo tenía un horario muy apretado, pero valía la peña: es­taba forjando mi futuro y mi presente. Era un pequeño sacrificio para una gran recompensa.

Hasta que, de repente, entendí algo: yo no quería casar­me con Sonia. Eso era lo que querían mis padres, no yo. Y yo no estaba dispuesto a vivir la vida que ellos me tenían pre­parada.

Fue muy duro decírselo a Sonia, porque le tenía mucho afecto después de tantos años. Aún la quería, supongo, No tenía ningún problema con ella: la mujer ideal. Sencillamente, no que­ría casarme. Sonia lloró y se lo tomó fatal. Evidentemente, rompi­mos la relación.

Cuando se enteraron mis padres, la bronca fue histórica. Inmaduro e irresponsable fue lo menos que me dijeron. Estu­ve medio año sin rumbo, perdido, vegetando. Hasta que de‑

cidí que esto no podía seguir así, que debía seguir con mi vida.

La siguiente parte de mi plan fue, evidentemente, irme a vivir por mi cuenta. Al fin y al cabo ya tenía 26 años. Alquilé una habitación en el piso de un amigo, Isaac, y su compañera/pa­reja, Gloria. Ellos necesitaban la pasta y yo la habitación, así que nos entendimos muy rápido.

Era un gran momento. Vivía mi vida, tenía mi trabajo, mi espacio, era libre. Con Isaac y Gloria, mis compañeros de piso, tenía muy buen rollo. Cada noche nos fumábamos dos canutos de marihuana y nos sentábamos a charlar hasta las tantas, a arreglar el mundo. Era fantástico.

Los amigos de Isaac eran gente encantadora. Empecé a salir con ellos, a ir a conciertos, a ir a bailar hasta la madrugada, a vivir una vida que no conocía hasta entonces. Y empecé a tomar cocaína, pero no demasiada, y algún tripi.

Cambié de trabajo, porque me agobiaba el restaurante, siempre haciendo lo mismo; era muy rutinario y no me sentía valorado.

Encontré trabajo en el bar de unos colegas de Isaac, sir­viendo copas. Seguía siendo un trabajo creativo, porque de noche abríamos como bar musical y por la tarde servíamos bo­cadillos, todos de mi creación. Me encantaba. Cerrábamos el bar a las dos de la mañana y muchas veces seguíamos dentro charlando y tomando copas y alguna raya. Otras veces nos íbamos de marcha. Muy buena gente.

En el piso estábamos bien. Con Gloria me llevaba… dema­siado bien. Nos enrollamos, y lo mantuvimos en secreto, a es­condidas de Isaac, ya que no sabíamos cómo se lo tomaría él. La situación era rara, porque ella dormía con él —como siern‑

pre— pero estaba enrollada conmigo. Aunque parezca difícil creerlo, esta situación duró más de cuatro meses, en los que seguíamos a nuestro rollo de salir, beber, fumar marihuana y dormir poco.

Hasta que un día Isaac nos pilló en plena faena y se puso a gritar. Yo empecé a reír. No podía parar de reír. Era raro; estaba en la cama de mi colega, desnudo, hacía sólo cinco minutos que me estaba tirando a su amiguita, Gloria lloraba e Isaac gritaba.Y yo no podía parar de reír. Isaac estaba fue­ra de sí, tirando libros al suelo, chillando cosas ininteligibles, llorando descentrado y yo le miraba y me meaba de risa. Sobre todo porque el pobre desgraciado llevaba una cami­seta de Siniestro Total, su grupo favorito, en la que se leía en letras grandes: «ANTE TODO MUCHA CALMA», y el muy gilipo­Ilas estaba hecho una moto. Yo lloraba de risa. Me oriné en­cima. Y seguía riendo.

Hasta que Isaac me empezó a insultar. Me levanté riendo para salir de la habitación e Isaac intentó detenerme. Me tocó. No lo soporté y le solté una hostia de campeonato. Le rompí la nariz.

Gloria me mandó a paseo. Evidentemente tuve que cam­biar de piso.Y evidentemente los colegas de Isaac me echaron del bar.

Tenía que empezar otra vez de cero. Ningún problema. Es­taba acostumbrado a ello. Decidí cambiar de ciudad. Me fui a vivir a Valencia, donde tenía unos amigos.

Me busqué trabajo en un bar-restaurante. Era un horario salvaje. Me iba a dormir tarde y me despertaba temprano. Aun así, no me cansaba. Al contrario, la gente del bar alucinaba con mi ritmo y mi alegría. «Eres muy salado para ser catalán», me

decían en broma.Y eso que no sabían que además era aboga­do. Empecé a salir con una dominicana espectacular. Bailába­mos salsa hasta las tantas, y ella se sorprendía de cómo aguan­taba en pie (entonces no tomaba nada de coca, la había dejado).

Hasta que de golpe mi cerebro hizo «clic». Una mañana me desperté y no pude levantarme de la cama. Me ence­rré una semana en mi piso, hasta que, no sé por qué, llamé a mis padres y me vinieron a buscar. Estaba fatal, agotado, sin energía. Creo que estaba estresado. Me llevaron al psi­quiatra. Le contamos mi historia. Me diagnosticó de depre­sión y trastorno de la personalidad. Me dio unos antide­presivos.

Mejoré deprisa. Seguía viviendo con mis padres y no traba­jaba. Era un vegetal de 29 años. Volví a llamar a Sonia, y por la inercia empezamos a salir otra vez. Ya he dicho que me seguiría al fin del mundo.

Y el fin del mundo llegó al cabo de tres meses: según sé ahora me puse maníaco. Sé que es vergonzoso, pero lo pri­mero que hice al ponerme maníaco fue dejar a Sonia y en­rollarme con otra. Salía cada noche, bebía, tomaba co­caína, estaba agresivo verbalmente y gastaba lo que no tenía. Tuve una pelea en la calle y acabé en comisaría. De comisaría me llevaron al hospital y me ingresaron de forma involuntaria.

Allí me diagnosticaron trastorno bipolar. Explicando la historia que acabo de contar, al psiquiatra le encajaron to­das las piezas. Cuando le expliqué mi decisión de ser coci­nero apuntó algo; cuando decía fiesta apuntaba algo; cuando decía alcohol, marihuana, cocaína o tripis, apunta‑

ba todavía más. Cuando le conté lo de Sonia, escribió apa­sionado. Cuando lo de la hostia a Isaac, más bolígrafo. Mi vida reducida a dos folios almacenados en un hospital. Mis aventuras sintetizadas en dos palabras vacías: «trastorno bi­polar».

Me dieron el alta al mes de estar ingresado. El psiquiatra que me vio después, al cabo de una semana, me explicó detalles sobre mi diagnóstico y dijo que tenía que medicarme durante toda la vida. Me mediqué hasta que me sentí mejor, y luego dejé de tomar las pastillas. No creía en ellas.

Al cabo de unos meses, decidí que necesitaba un cam­bio y dejar atrás ese momento oscuro de mi vida. Compré un billete de avión barato y me fui a vivir a Buenos Aires. Eso sí que es empezar de cero, porque no conocía a nadie allí. No encontré trabajo y no encontré piso. Cogí un avión a Montevideo. Una ciudad aburrida, si no conoces a nadie. Otro avión, esta vez a Tegucigalpa (lo eché a suertes entre Tegucigalpa, Lima, Quito y Sao Paulo). En Tegucigalpa acabé durmiendo en la calle, me robaron y me quedé sin nada. Fui a la embajada y me repatriaron. Otra vez en Barcelona. Otra vez ingresado Otra vez drogado con fármacos. De alta en un mes.

Puede parecer estúpido, pero ni así quise medicarme: no quería que nadie me dominara.

En otros cuatro meses, otra manía. Otro viaje, esta vez a Londres. Más problemas. Un nuevo ingreso.

En tres años, cuatro ingresos, siempre por manía. Conocí las embajadas de Singapur, Sidney y Casablanca. Inevita­blemente, siempre acabé en urgencias psiquiátricas. Inevi­tablemente, siempre dejé el tratamiento.

Después de cada manía me deprimía, pero duraba poco. Excepto en la última manía: después de la última manía vino la depresión absoluta, profunda e inacabable. Me sentía más muerto que vivo, y a la vez quería estar muerto. El cuerpo me pe­saba, la cabeza estaba vacía (pero, curiosamente, también pesaba). No podía dormir.

Al principio, el psiquiatra no quería darme antidepresivos, para que no volviera a ponerme maníaco. Tras tres meses inten­tando superar la depresión con otros fármacos, me dio antide­presivos. Esta vez no me sirvieron de nada. Bueno, sí, me dieron una angustia terrible.

Al cabo de seis meses, seguía deprimido. Estaba viviendo con mis padres, y ello no me alegraba especialmente.

Tristeza, ideas horrorosas, ansiedad, insomnio brutal. La cer­teza de que mi vida no valía una mierda. Tenía 30 años y lo único que había hecho era destrozarle la vida a Sonia, arruinar mi carrera, desaprovechar oportunidades, fastidiar a mis padres y meterme en problemas legales.

Mis padres me encontraron profundamente dormido. Al lado de la cama, las pastillas. El 061 llegó al poco rato y me lle­varon al hospital.

Otra vez ingresado. No tenía fuerzas ni para quejarme. No servía ni para quitarme la vida. El médico me explicó que ya había tomado todos los antidepresivos que podían serme útiles, sin resultado, y que aprovechando que estaba ingresado íba­mos a empezar un nuevo tratamiento, para el cual necesitaba mi permiso firmado: la terapia electroconvulsiva. A mí me daba igual todo. Firmé.

No tengo un recuerdo claro de las primeras sesiones. Sólo sé que rápidamente mejoré: en quince días era otra persona.

Mi cabeza volvía a estar en su sitio y, milagrosamente, tenía ga­nas de vivir y trabajar de nuevo.

Pero, a partir de la décima sesión de TEC, empecé a tomar conciencia del tratamiento y a odiarlo. Tienen que anestesiar­te y está lleno de doctores. El momento de la anestesia me angustiaba.Y el despertar es duro: te duele la cabeza como si hubieras estado bebiendo toda la noche, pero multiplicado por tres. Y luego está el problema de la memoria: de golpe olvidas cosas esenciales en tu vida, como qué libros has leído, cómo volver a casa o qué día es el cumpleaños de un amigo. Pero aun así valió la pena: salí de la maldita depresión y del maldito hospital.

El médico me propuso que, ya que el tratamiento de TEC había funcionado tan bien, podíamos continuarlo aunque ya estuviera de alta, una vez a la semana, para luego espaciarlo progresivamente hasta una vez al mes. Acepté. Pero mi acep­tación duró apenas un mes. Tras cuatro sesiones estando más o menos bien, decidí que no valía la pena soportar tanta mo­lestia. Le dije al médico que no iba a continuar con el TEC. Él intentó convencerme, pero mi decisión era firme. Enfrentaría la vida como viniera.

Me busqué un nuevo trabajo, esta vez de mozo de alma­cén. No era un chollo, pero me permitía no pensar en nada. Yo hubiera preferido trabajar en un bar, pero todo el mundo me lo desaconsejó, por el tema del alcohol y la noche. Alqui­lé una pequeña habitación en un piso oscuro y opresivo, pero era lo único que podía permitirme pagar.

Al cabo de cuatro meses, dejé de ir a trabajar: no so­portaba las constantes órdenes. Volví a pensar en lo que había hecho con mi vida. Tenía casi 32 años y vivía en una

habitación horrorosa, con un trabajo cutre, sin amigos y sin aficiones.

Me iba a matar, y esta vez no fallaría. Nada de pastillas; si lo hacía lo tenía que hacer bien.

Entré en la estación del metro sin pagar. Esperé el metro entre la gente, como si fuera a cogerlo yo a él y no al revés. Dos pases firmes y un salto, como si entrara a canasta. Gritos y oscuridad.

Desperté al cabo de cuatro días en la unidad de curas in­tensivas. Tenía la pierna rota por cuatro sitios. La cadera destro­zada. La clavícula también. Una gran cicatriz en la cara y me faltaba la mano izquierda.

Mis padres vinieron a visitarme. Sonia vino a visitarme. El psi­quiatra vino a visitarme. Y nadie más.

Lo que sigue son dos años de rehabilitación e intervencio­nes quirúrgicas. Mi estado de ánimo seguía deprimido, pero ya ho quería matarme.

Tras esos dos años, la propuesta del doctor: volver a la tera­Pia electroconvulsiva. Acepté. Quería recuperar mi cabeza, dor­Mir bien, no tener ansiedad…

La TEC seguía siendo desagradable. Aún hoy me cuesta soportarla. Pero estoy bien. No trabajo y vivo con mi madre (mi padre murió hace un año). Nos apoyamos mutuamente.

Lamento muchas cosas; haber dejado a Sonia, no haber Sido más constante con la cocina, haber hecho sufrir a mis pa-ares, no haber tomado bien los tratamientos y aceptar la enfer­medad demasiado tarde. Pero, a pesar de estos lamentos, no estoy deprimido. Leo mucho y paseo lo que el cuerpo me per‑

mite. Hablo bastante con Sonia, que ya tiene dos niños. He flora-1

do pensando que, si la vida hubiera sido de otro modo, serían

mis hijos y les enseñaría a tirar a canasta. Aunque para eso ne­cesitaría las dos manos.

Tengo 38 años y un cuerpo destrozado. También tengo tras­torno bipolar, ahora puedo decirlo. También tengo esperanza, voluntad y coraje. Mi vida empieza hoy.

Paco L., 39 años.

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