G. H. Mead dice: «El niño no completa directa o inmediatamente su propia experiencia en términos de yo, sino que lo hace en la medida en que primero se convierte en un objeto para sí mismo, exactamente como los otros, en su experiencia, son objetos para él; y sólo se convierte en un objeto para sí al hacer suyas las actitudes que los otros tienen para con él en un ambiente social determinado» (16) . Piaget (18) nos proporciona muchas indicaciones sobre el proceso por el cual el niño internaliza las reglas que le sirven de sistema de referencia para percibirse y, a la vez, para percibir a los otros. Al respecto, sus estudios sobre la función formativa del juego son reveladores. El juego, en cuanto se socializa, implica la percepción de normas que uno «debe» seguir y de las cuales «no debe» apartarse. En algunos juegos, estas normas son precisamente «roles» que el niño asume momentáneamente y de modo recíproco. De este modo el niño aprende a insertarse en la trama de las relaciones sociales y a identificarse con los «roles» de los otros y con su propio «rol». El niño, al desempeñar en el juego los «roles» que su sociedad prescribe a los otros, al jugar a «ser» un individuo en su ambiente, copia las formas de comportamiento observadas, no de manera simplemente imitativa, sino de modo que incluyen la interacción entre él y el otro. Según parece, los trabajos de Piaget y de Mead confirman que, en la infancia, el hecho de asumir o sentir las actitudes de los otros respecto de sí mismo es una condición sine que non de la conciencia de sí. Asumiendo sucesivamente los diferentes «roles» es como el niño se habitúa a estimularse a sí mismo en la misma forma en que el otro lo estimula a responder a sus propias acciones como el otro responde a ellas y, finalmente, a cobrar conciencia de su propia personalidad en la medida justa en que ha cobrado conciencia de la personalidad délos otros y de la manera en que los otros lo ven.