La crisis sacrificial 53

A lo que se responde que su doble muerte excluye cualquier victoria.»

La indecisión del primer conflicto se extiende con absoluta naturali­dad al segundo, que lo repite y que lo extiende a una multitud. El de­bate trágico es un debate sin solución. Siempre hay de una a otra parte los mismos deseos, los mismos argumentos, el mismo peso: Gleichgewicht,*

como dice Hólderlin. La tragedia es el equilibrio de una balanza que no es la de la justicia sino de la violencia. Jamás se encuentra algo en un

platillo que no aparezca inmediatamente en el otro; se intercambian los mismos insultos; las mismas acusaciones vuelan entre los adversarios como la pelota entre dos jugadores de tenis. Si el conflicto se eterniza, se debe a que no hay ninguna diferencia entre los adversarios.

A menudo se atribuye el equilibrio del conflicto a la denominada im­parcialidad trágica. Hólderlin llega a pronunciar la palabra: Impartialitiit.

Esta lectura me parece insuficiente. La imparcialidad es un rechazo deli‑

berado de tomar partido, un firme propósito de tratar a los adversarios de idéntica manera. La imparcialidad no quiere dirimir, no quiere saber si

se puede dirimir; no afirma que sea imposible dirimir Hay una exhibi‑

ción de imparcialidad a cualquier precio que sólo es una falsa superori­dad. En efecto, una de dos: o uno de los adversarios tiene razón y el

otro no, y hay que tomar partido, o las sinrazones y las razones están

tan equilibradamente repartidas entre una y otra parte que resulta impo­sible tomar partido. La imparcialidad que se exhibe a sí misma no quiere

elegir entre estas dos soluciones. Si la empujan hacia una, se refugia en la otra, y viceversa. A los hombres les disgusta admitir que las «razones» de una y otra parte son equivalentes, esto es, que la violencia carece de razón.

La tragedia comienza allí donde se hunden conjuntamente las ilusio­nes de los partidos y la de la imparcialidad. En Edipo rey, por ejemplo, Edipo, Creonte y Tiresias son englutidos sucesivamente en el conflicto que cada uno de ellos se creía capaz de arbitrar imparcialmente.

No es seguro que los autores trágicos muestren siempre su imparcia­lidad. Eurípides, por ejemplo, apenas nos oculta, en Las fenicias, o tal vez

pretende, al contrario, convencer a su público de que Eteocles disfruta de su predilección. Pero esta parcialidad, hecho notable, no pasa de super­ficial. Las preferencias mostradas en uno u otro sentido jamás impiden a los autores trágicos subrayar a cada instante la simetría de todos los an­tagonistas.

justo en el preciso momento en que parecen violar la virtud de im­parcialidad, los poetas hacen cuanto pueden para privar a los espectadores

de los elementos que les permitirían tomar partido. Y para comunicarnos esta simetría, esta identidad, esta reciprocidad, los tres grandes poetas

* Equilibrio. (N. del T.)

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