Capítulo VI ALTIBAJOS: DEPRESIÓN Y MANÍA

 

Capítulo VI
ALTIBAJOS: DEPRESIÓN Y MANÍA

Ahora mismo soy el hombre más miserable sobre la faz
de la tierra. Si lo que ahora siento se distribuyera equitativamente
entre toda la humanidad, no quedaría ni un rostro feliz
en todo el mundo. No puedo decir si algún día estaré mejor.

A. LINCOLN

LA DEPRESIÓN

Síntomas de la depresión bipolar

La palabra «depresión» es un término que se ha banalizado fuera de la consulta de psicólogos y psiquiatras y suele utilizarse popularmen­te de una forma incorrecta para referirse a lo que sería simplemente estar triste, desmoralizado o bajo de ánimo. No obstante, como sabe todo aquel que ha pasado una depresión, es mucho más que eso; es una enfermedad o, en el caso del trastorno bipolar, una parte de una enfermedad, que va mucho más allá de la tristeza exacerbada (de hecho, hay depresiones en las que ni tan siquiera aparece la tristeza), invadiendo todas las áreas y actividades de la vida cotidiana; la de­presión altera el sueño, el apetito, la vida sexual, el pensamiento y nuestra relación con el entorno. Por ello, merece recibir un trata­miento adecuado —con psicofármacos y/o psicoterapia, según el psiquiatra lo juzgue oportuno— y por ello no responde generalmen­te a los consejos bienintencionados de familiares y amigos.

La depresión bipolar se caracteriza sobre todo por una gran pérdida de interés por cosas que habitualmente resultaban pla­centeras como, por ejemplo, pasear con la persona amada, dedi­car tiempo a algún hobby o comer un plato que antes era de su agrado. Si realiza estas actividades, no las disfruta. Es lo que los profesionales llamamos anhedonia (incapacidad para el placer). Una persona con una depresión, bipolar o no, nos puede explicar que la comida ha dejado de tener sabor, las conversaciones han dejado de ser interesantes, las películas ya no son entretenidas y —quizás– su pareja ya no le parece atractiva. Generalmente, la persona que percibe el mundo de este modo acaba por dejar de realizar todas estas actividades y las sustituye por largos periodos sin hacer nada, únicamente estar tumbado en el sofá o en la cama. Es lo que los profesionales llamamos clinofilia. Otro sín­toma fundamental es la apatía, un sentimiento de inapetencia e incapacidad absolutas para realizar cualquier tipo de acción por simple que sea, como, por ejemplo, vestirse, pasear al perro o —desde luego— ir a trabajar. Esta apatía es vivida generalmen­te con un gran sentido de culpa. Los pensamientos de culpabi­lidad y desesperanza son, precisamente, otro síntoma muy co­mún entre las personas deprimidas. La depresión tiñe de negro las ideas de quien la sufre y condiciona absolutamente su mane­ra de pensar. No cambia el carácter de quien la sufre, pero sí distorsiona por completo su modo de ver el mundo, el futuro y a sí mismo. Así las cosas, podemos decir que el cerebro de la per­sona deprimida le hace trampa, al interpretar erróneamente la realidad: le hace ver la vida en negativo, con absoluto pesimismo. Esta visión pesimista de la vida alcanza a todas las áreas: familiar, social, laboral… Por ello es muy común que la persona que pade­ce una depresión tienda a pensar que está decepcionando a la

gente a la que quiere (son típicos pensamientos como «soy un mal padre», «soy una mala esposa», «le he fallado a mi familia») o que es un mal trabajador. La percepción distorsionada de sí mismo deriva, invariablemente, en un franco descenso de la au­toestima durante las fases depresivas, en las que el paciente suele sentirse inútil, incapaz, indeseable o indigno. El paciente depri­mido puede llegar a sentirse culpable de cosas que, objetivamen­te, nunca pueden ser su culpa. A menudo el mundo exterior, al que la misma persona se adaptaba incluso exitosamente antes de deprimirse, se percibe como exigente, hostil y lleno de barreras infranqueables, que no suelen ser más que los pequeños proble­mas que todos tenemos en nuestro día a día pero exagerados por la depresión. Debido a la apatía, la fatiga y la falta de energía, la persona deprimida puede encontrar tremendamente difícil llevar a cabo pequeñas tareas que en otro momento no le representa­rían dificultad alguna (realizar un trámite administrativo, coger un autobús, hacer la compra diaria o, sencillamente, salir a la calle). No ser capaz de realizar estas actividades llevará al pa­ciente deprimido a sentirse peor, aumentará su culpa y sus ganas de esconderse y pasar tiempo en la cama y, por lo tanto, reali­mentará su propia depresión. A su vez, la propia percepción del fracaso actual (debida en parte a la lectura negativa de la reali­dad y en parte al descenso en el rendimiento asociado con las propias fases depresivas) le llevará a anticipar —erróneamente, por supuesto— el fracaso futuro, entrando en la visión catas­trofista depresiva, en la que «todo va mal y todo irá aún peor». La propia depresión lleva al paciente a pensar que nunca con­seguirá alcanzar sus objetivos en la vida. Es común, por lo tan­to, que la persona deprimida esté convencida de que su depre­sión no se va a curar nunca y va a durar toda la vida. Algunas

personas ni siquiera son capaces de recordar que han estado bien alguna vez en la vida y formulan frases tan contundentes como «siempre he estado deprimido», «es mi carácter» o «no se puede hacer nada, así he sido siempre y nadie ni ningún medicamento va a cambiarme». Así es como la depresión invade no sólo la totalidad del tiempo presente de quien la padece, sino también su pasado y su futuro, convirtiéndose, por eterna, en una viven­cia aún más dolorosa si cabe.

Pero nada es eterno, ni siquiera Fidel Castro. Tampoco la depresión: ésta no se eterniza nunca. En el mejor de los casos, remite porque el tratamiento funciona adecuadamente. En el peor, llega un momento en el que se produce lo que llamamos «remisión espontánea»: al cabo de un tiempo (generalmente de­masiado tiempo) los síntomas desaparecen aunque no se siga ningún tratamiento. Con todo, no podemos dar esta opción por buena, ya que implica que el paciente va a sufrir durante más tiempo del necesario. Y aún hay una opción peor: la depresión desaparece espontáneamente pero porque se transforma en manía o en un cuadro mixto.

Debemos subrayar que la visión deprimida de la vida no se ajusta en absoluto a la realidad, del mismo modo que el optimis­mo hipomaníaco tampoco lo hace: al revés de lo que ocurre en un tablero de ajedrez, en la vida nada suele ser blanco o negro, sino que abundan los matices.

La persona que padece una depresión bipolar se siente com­pletamente falta de energía, fatigada, pudiendo experimentar multitud de molestias físicas (dolores de espalda, en las articula­ciones, jaquecas) sin ninguna causa más que la propia depresión. A menudo, la persona deprimida explica que «no tengo combus­tible, es como si estuviera del todo exprimido, no tengo más

fuelle». En el caso de una depresión bipolar, esta descripción, aunque muy esquemática, es casi real, ya que son muchos los pacientes que experimentan una fase depresiva después del de­rroche energético de la manía. Por otra parte, no es raro que los pacientes deprimidos, si presentan síntomas tan habituales como dolores musculares, dolor de cabeza, molestias gastrointestinales y escasa presencia de tristeza o desesperación (algo común en la depresión bipolar), visiten a varios médicos generalistas o de otras especialidades antes que a un psiquiatra, al creer que lo que les sucede no es una depresión, sino un problema médico de orden no psiquiátrico.

Otro de los motivos que le pueden llevar a pensar a un bipo­lar deprimido que tiene una «enfermedad física» (y ponemos las comillas para dejar en evidencia que los trastornos bipolares tam­bién son enfermedades con una causa física, aunque sus síntomas sean psiquiátricos) es la pérdida del apetito, síntoma común en­tre los pacientes bipolares deprimidos. En general, durante la depresión bipolar, son realmente frecuentes las alteraciones del apetito; como ya hemos señalado, éste puede disminuir (lo que conocemos como hiporexia) o quedar reducido de un modo exa­gerado a un determinado grupo de alimentos (generalmente cho­colate y otros dulces), pero también puede, circunstancialmente, aumentar, sobre todo en forma de atracones (ingesta compulsiva en poco tiempo de una gran cantidad de alimentos, generalmen­te dulces y carbohidratos de escasa elaboración que facilitan el consumo rápido). Generalmente, las personas que cometen atra­cones lo hacen con la finalidad de calmar su ansiedad o llenar su vacío interior. Lo cierto es que, una vez concluido el atracón, el paciente se suele sentir peor, ya que une a su depresión la culpa­bilidad por el atracón y autorreproches sobre su autoimagen.

Muchas veces, debido al desorden en los hábitos alimentarios y al sedentarismo (no moverse del sofá) de las fases depresivas, no es extraño que durante éstas el paciente aumente algunos kilos, con las correspondientes complicaciones médicas y psi­cológicas.

Respecto al deseo sexual, éste puede llegar a desaparecer por completo, lo que en muchas ocasiones culpabiliza tremendamen­te al paciente, sobre todo si su pareja no se muestra comprensiva en este aspecto. La ausencia de deseo no es la única disfunción sexual que puede aparecer durante una fase depresiva; también están los problemas de erección y eyaculación en el hombre y de falta de lubricación o anorgasmia –ausencia de orgasmos— en la mujer.

La vida sentimental se ve afectada, asimismo, con una espe­cie de «anestesia de los afectos» propia de la depresión en la que el paciente puede llegar a dudar, incluso, de si quiere a su pareja. En todo caso, los problemas de pareja son comunes durante una depresión bipolar, pero se debe tener muy claro que no se pueden tomar decisiones importantes —ni sobre la pareja ni sobre cual­quier otro aspecto de la vida— durante una depresión bipolar, por lo que no es una buena idea separarse durante una fase de­presiva, ya que la mayoría de los problemas de pareja desaparecen cuando tratamos debidamente la depresión (por lo que tampoco hará falta la tan rimbombante terapia de pareja que, en general, tiene poca utilidad en dichas circunstancias).

Durante la depresión suele haber un cierto descenso en lo que los psicólogos y psiquiatras llamamos rendimiento cognitivo; en algunos pacientes, la memoria, la atención, la capacidad de abstracción y la velocidad del pensamiento disminuyen notoria­mente. El paciente deprimido puede empezar a sentir que le

cuesta más realizar rutinas mentales que en otros momentos de su vida (por ejemplo, puede tener dificultades para recordar un número de teléfono, memorizar una contraseña, aprenderse una lista de precios o prestar atención en clase). En algunos casos, esta disfunción cognitiva es tan franca que el paciente puede incluso plantearse la posibilidad de estar empezando una demencia, ya que pierde cosas con facilidad, no recuerda algunos nombres de compañeros, es incapaz de realizar cálculos sencillos, etcétera. Sin embargo, nada más lejos de la realidad, ya que debemos tener bien claro que estas alteraciones de memoria y de atención son reversibles prácticamente en su totalidad y tienden a desaparecer casi por completo unos meses después de que el paciente se haya recuperado.

Por otra parte, también es común el enlentecimiento: el habla, el pensamiento y los movimientos se ralentizan, de tal forma que —en algunos casos— el paciente parece ir a cámara lenta.

Otro síntoma relativamente frecuente en la depresión bipolar es la hipocondría: el paciente empieza a estar convencido de que padece determinadas enfermedades físicas —generalmente un cáncer o una enfermedad infecciosa— y ello condiciona tremen­damente su vida.

Entre los pacientes deprimidos es muy común sentirse un poco mejor por la tarde que por la mañana. Ello obedece a razo­nes del propio funcionamiento neurohormonal de las personas deprimidas. Por ello, muchos pacientes deciden dormir hasta mediodía o hasta más tarde, para levantarse en una hora en la que ya se empiezan a sentir algo mejor. Este truco, aunque pare­ce lógico, es inútil, ya que levantándose más tarde sólo se consi­gue que ese momento de menor intensidad de los síntomas llegue

también más tarde. De este modo, algunos pacientes depresivos acaban por alterar del todo su ritmo de sueño, permaneciendo despiertos durante gran parte de la noche y durmiendo durante el día.

Las alteraciones del sueño son muy frecuentes durante la depresión. De una parte, es muy común lo que llamamos hiper­somnia, exceso de sueño: así, muchos pacientes pasan demasiadas horas en cama o en el sofá, la mayoría de las veces con el argu­mento, lógico por otra parte, de que mientras duermen no sufren tanto. Pero ello no contribuye sino a empeorar su estado: dormir más horas de las necesarias es una forma de agravar una depre­sión. El número máximo de horas que una persona deprimida debería dormir es de nueve, incluyendo siestas (aunque no es aconsejable en absoluto que una persona deprimida haga la siesta). Sabernos que esta exigencia resulta utópica para la ma­yoría de los pacientes deprimidos, pero lo cierto es que aquellos que consiguen controlar sus horas (le sueño mejoran más rápi­do que los que no logran hacerlo.

Por otra parte, no es menos común el insomnio. Durante la noche, algunos pacientes deprimidos no consiguen quedarse dor­midos, bien debido a la ansiedad, o porque han dormido duran­te el día (por eso no es recomendable la siesta) o como conse­cuencia de la propia depresión. Es lo que denominamos insomnio de conciliación o insomnio de primera fase. Algo menos común durante la depresión bipolar son los otros tipos de insomnio: el insomnio de segunda fase o insomnio de mantenimiento es aquél en el que el paciente no tiene dificultades para conciliar el sueño, pero le resulta muy difícil mantenerlo estable durante la noche y se despierta con frecuencia en el transcurso de ésta, impidiendo que el sueño sea reparador, por lo que a la mañana siguiente está

muy cansado (contribuyendo, por lo tanto, a la hipersomnia diurna y la apatía de la propia depresión). El insomnio de terce­ra fase o insomnio terminal consiste en que la persona no tiene dificultades para comenzar a dormir, pero se levanta en la prime­ra hora de la madrugada y no puede volver a conciliar el sueño. Es un tipo de insomnio que se da más en la manía que durante la depresión bipolar. Más adelante expondremos con más detalle algunas técnicas para mejorar los patrones de sueño en pacientes bipolares, que no se reducen únicamente a fármacos, aunque éstos son muy seguros y eficaces.

En la fase depresiva puede aparecer lo que llamamos sínto­mas psicóticos. ¿Qué son los síntomas psicóticos? Empezaremos diciendo que hay dos clases de síntomas psicóticos: los delirios y las alucinaciones. ]Delirar significa creer firmemente en una idea absurda, descabellada o sin base real, a la que se llega a partir de interpretaciones erróneas de la realidad o sobrevaloración de la información de que disponemos. Los delirios que se presentan con más frecuencia durante la fase depresiva son los de ruina: el convencimiento de haber contraído una grave enfermedad, creer que la gente le rechaza, pensar que el mundo va a acabarse en una fecha concreta, etcétera. Una alucinación es una percepción sin objeto que la motive. Es decir, oír voces sin que nadie nos esté hablando (alucinaciones auditivas, las más comunes entre los enfermos bipolares), ver cosas o personas que realmente no exis­ten o no están donde las vernos en aquel instante (alucinaciones visuales) o percibir olores que el resto de la gente no nota.

Los síntomas psicóticos pueden aparecer en el transcurso de la depresión o de la fase maníaca. Generalmente, su contenido variará en función de en qué fase se presenten. Cabe destacar que también en otras enfermedades como la esquizofrenia es frecuen‑

te la aparición de síntomas psicóticos. Ello no significa que el trastorno bipolar pueda acabar convirtiéndose en esquizofrenia: sencillamente, ambas enfermedades comparten un tipo de sínto­ma, de la misma forma que la fiebre es un síntoma que puede aparecer en infinidad de enfermedades que van de una simple gripe a un tumor. Por otra parte, los síntomas psicóticos no son monopolio de la esquizofrenia o del trastorno bipolar; entre otros muchos casos, también pueden tenerlos pacientes con una enfer­medad del hígado en fase aguda.

La irritabilidad tampoco es infrecuente entre los pacientes bipolares deprimidos, aunque es un síntoma inespecífico que puede aparecer en cualquier fase del trastorno (especialmente en los episodios mixtos y en algunos tipos de manía).

Durante la depresión bipolar es relativamente común que aparezcan ideas de muerte («para vivir así, más me valdría estar muerto») y planes o ideas de suicidio. El suicidio, lamentablemen­te, está cubierto de una aureola romántica o filosófica. Demasiado a menudo aparece tratado en los medios de comunicación corno un gesto propio de valientes, una decisión meramente existencial o una expresión de la libertad del individuo. Desde la psiquiatría sabemos que esto no es así; detrás de cualquier suicidio hay una enfermedad mental. No existe el «suicidio existencial». Las ideas de suicidio son un síntoma más de la fase depresiva, acaso el más preocupante, con seguridad el más trágico. Ante su aparición no hay otra opción que comentarlas urgentemente con su terapeuta. El tema no es menor, ya que ocasiona demasiadas muertes a lo largo del año; hasta un 15 por ciento de los pacientes bipolares terminan suicidándose.

La depresión bipolar es reversible, un estado transitorio con un principio y un fin. Todavía no hemos visto ningún paciente

que, con el tratamiento adecuado, no haya salido de su depresión al cabo de algunas semanas o meses. Sólo los muertos no se re­cuperan de la depresión.

Respecto a la tristeza, aunque es cierto que la mayoría de los pacientes deprimidos experimentan una profunda tristeza, no es necesario estar triste para estar deprimido. En el caso de las depre­siones bipolares, es especialmente frecuente que el paciente presente síntomas tales como la fatiga, el insomnio o la somnolen­cia diurna, la disminución de actividades, el declive en el rendi­miento laboral o académico, la incapacidad para disfrutar, la irri­tabilidad, las alteraciones del apetito, pero no tristeza. Existen, por lo tanto, «depresiones sin tristeza», y es una simplificación peligro­sa —porque nos llevaría a diagnosticar menos casos de los existen­tes— identificar depresión y tristeza. Se puede estar deprimido sin estar triste y, por supuesto, estar triste sin estar deprimido; también es un error demasiado común medicalizar todas las emociones.

En el origen de la depresión bipolar encontramos varias al­teraciones neurobiológicas como la alteración de la producción de varios neurotransmisores (serotonina, dopamina y norepi­nefrina, por ejemplo). Es decir, si retomáramos la ya anticuada división de las depresiones entre exógenas (depresiones cuya cau­sa viene de fuera, es decir, es ambiental, pudiendo ser un disgus­to, un hecho traumático, la exposición continua al estrés, etcéte­ra) y endógenas (en las que la causa viene de dentro, es decir, es orgánica), la depresión bipolar pertenecería siempre y de un modo claro a este último grupo. Pero también es cierto que el entorno puede jugar un cierto papel —generalmente menos im­portante de lo que cree la mayoría de la gente— como desenca­denante de un episodio. Pero, sin duda y aunque parezca algo paradójico, lo que más a menudo desencadena una depresión

bipolar es la presencia de un episodio de manía o hipomanía, que al cabo de unas semanas se torna —casi inevitablemente– en un episodio depresivo. Ello no es debido únicamente a que algunos de los fármacos antimaníacos sean potencialmente depresógenos —que cada vez lo son menos—, sino a la propia biología de la manía, en la que el organismo es sometido a un desgaste excesivo que, al final, acaba pagando en forma de depresión. Por lo tanto, la manía o hipomanía de hoy es la depresión de pasado mañana (y ésta debe ser una razón de peso para evitar la hipomanía o la manía, especialmente para algunos pacientes que disfrutan de ellas y no las ven como parte de la enfermedad).

Otro desencadenante muy habitual de la depresión bipolar es el consumo de ciertas sustancias y drogas, sobre todo alcohol, cocaína y marihuana. El consumo abusivo y/o la dependencia de cualquiera de estas sustancias es ya una enfermedad en sí misma. Pero incluso su consumo moderado implica un riesgo inacepta­ble; en el caso de la cocaína y la marihuana, por su potencial adictivo —enorme en el caso de la primera pero nada inofensivo en el caso de la segunda— y sus efectos devastadores sobre la salud física y mental. En lo que respecta al alcohol, quizás porque es un producto legal, mucha gente tiende a observarlo como inofensivo; nada más alejado de la realidad. El uso crónico de alcohol implica, para cualquier persona, ciertos problemas de salud física (cambios metabólicos y alteraciones hepáticas, sobre todo) y mental. Mucha gente piensa que el alcohol es una sus­tancia que produce euforia, que nos pone contentos. Como usted quizás ya haya comprobado en el pasado, a muy corto plazo esto es así en algunos casos: hay personas que, tras tomarse unas co­pas, se sienten más optimistas y emotivas, pero también hay otras que se ponen más sensibles o más tristes, y otras violentas. Sin

embargo, a medio plazo, el alcohol es en realidad una sustancia depresógena (esto es, que induce depresión). Incluso en personas sin trastorno bipolar, el consumo crónico —y no necesariamen­te en cantidades de abuso— de alcohol les puede llevar a padecer una depresión (que mejora cuando el paciente deja de beber). En el caso de un paciente bipolar, el papel desencadenante del alco­hol es aún más claro: los pacientes bipolares que –a pesar de las indicaciones de sus terapeutas en el sentido opuesto— consumen alcohol tienen más episodios depresivos; además, éstos son de mayor duración y responden peor al tratamiento. Asimismo, los pacientes que consumen alcohol tienen un riesgo de suicidio mucho más elevado. Algunas personas que padecen un trastorno bipolar tienden a beber alcohol cuando están deprimidas para evadirse, animarse u olvidarse de la depresión, pero, como vemos, el alcohol no hace sino empeorar el pronóstico de la depresión bipolar. Algunas medicaciones, como la cortisona, pueden desen­cadenar también episodios depresivos en individuos con trastor­no bipolar. En el caso concreto de la cortisona, también puede desencadenar un episodio de manía, por lo que está contraindi­cada en los pacientes bipolares salvo razones de causa mayor (cáncer, trasplantes, etcétera). La cortisona se puede usar en po­madas para tratar alergias y otros problemas de la piel, como tratamiento oral o inyectable. En el caso de las cremas, prácti­camente no afectan al estado de ánimo, ya que se absorben lo­calmente y la parte que llega a la sangre es muy pequeña. En cambio, si usted tiene un trastorno bipolar y una condición médica que le exige tomar cortisona u otros fármacos derivados (corticoides) por vía oral (pastillas) o inyectable —véase Tabla 4— debe consultar a su médico psiquiatra para saber qué precaucio­nes debe tomar.

Tabla 4

CUADROS MÉDICOS QUE PUEDEN SER TRATADOS
CON CORTICOIDES

Alergias graves.

Enfermedades reumáticas.

Enfermedades respiratorias.

Esclerosis múltiple.

Síndromes edematosos producidos por acumulación de líquidos en diferentes zonas del organismo.

Enfermedades oftálmicas.

a Tratamiento paliativo en leucemias y linfomas.

a Periodos críticos de colitis ulcerosa.

Problemas de la piel: dermatitis exfoliativa, urticaria, eritema mul­tiforme, psoriasis.

Neoplasias (cáncer)

Hay otros fármacos que, por sí solos, pueden desencadenar un episodio depresivo. Los pacientes con un trastorno bipolar, aunque esté estabilizado, son especialmente vulnerables a la des-compensación debida a este tipo de fármacos, más que la pobla­ción que no lo padece. La siguiente (Tabla 5) es una lista de al­gunos fármacos que pueden inducir depresión. Si usted está tomando alguno de ellos, bajo ningún concepto debe dejarlo inmediatamente, sino que debe consultar con su médico, que le indicará las precauciones a tomar, el riesgo real, las alternativas de tratamiento, etcétera, o se pondrá en contacto con el médico que le haya prescrito estos fármacos para evaluar el problema entre ambos.

Tabla 5

FÁRMACOS POTENCIALMENTE DEPRESÓGENOS

RELACIÓN NO EXHAUSTIVA)

 
Acetazolamida Clonidina Fenilbutazona Morfina
Anticonceptivos Clorpromacina Griseofulvina Primidona
orales Clotrimazol Guanetidina Procainamida
Asparginasa Corticoides Haloperidol Progesterona
Aureomicina Dapsona Hidralacina Reserpina
Azatioprina Digital Indometacina Tiocarlide
Beta-bloqueantes Disulfiram Interferón Veratrum
Bleomicina Escopolamina L-dopa Vinblastina
Butaperazina Etosuximida Metromidazol Vincristina
Cicloserina Fenatecina Mitramicina  

En el caso de las mujeres, el parto puede ser también el desencadenante de un episodio depresivo, en lo que se conoce como depresión posparto, aunque probablemente también se ha abusado un poco del término: ocho de cada diez mujeres presentan tristeza y abatimiento en los días inmediatamente posteriores al parto, lo que se conoce como «blues» (o tristeza) maternal, y no cumple criterios para ser considerada una de­presión. En cambio, una de cada diez mujeres presentará una auténtica depresión posparto en un periodo que generalmente incluye entre las dos y cuatro semanas posteriores al parto pero que puede abarcar hasta los seis meses siguientes. Al contrario de lo que mucha gente cree, la depresión posparto no se debe a que la madre tenga dudas existenciales o caiga abrumada por la —en algunos casos— nueva responsabilidad, sino —como

tras la mayoría de depresiones— a razones estrictamente psico­biológicas (entre ellas, la caída súbita del nivel de estrógenos tras el parto). Las mujeres con un trastorno bipolar tienen más posibilidades de presentar una recaída depresiva tras el parto, por lo que debemos ser muy cautos a la hora de retirar la me­dicación durante el embarazo.

Los cambios estacionales también pueden actuar como de­sencadenantes de un episodio de depresión bipolar. Algunos pa­cientes tienden a repetir siempre el mismo patrón durante el año, consistente en depresión invernal e (hipo)manía estival. Es lo que se conoce como patrón estacional. Y no depende, como alguien podría creer, del hecho de que «en verano estoy de vacaciones y por lo tanto gozo más de la vida». El patrón estacional depende casi exclusivamente de los cambios de luz (lo que conocemos como fotodisponibilidad); la luz solar es un activador de diversos reguladores bioquímicos de los que depende la serotonina, por lo que la falta de luz solar puede derivar en una escasa disponi­bilidad de serotonina y, por lo tanto, en una depresión. Por este motivo, los casos de patrón estacional son especialmente frecuen­tes en países con gran variación de las horas de luz entre estacio­nes —por ejemplo, ciñéndonos a Europa, países como Suecia, Noruega, Dinamarca o Islandia, donde pueden llegar a pasar varios días seguidos sin la luz del sol— y raros o infrecuentes —aunque no inexistentes— en países más cercanos al Ecuador (como, por ejemplo, España o los países del área mediterránea). El tratamiento de este tipo de depresiones es prácticamente el mismo, pero existe también la posibilidad de que sean tratadas con fototerapia. La fototerapia (terapia de la luz) consiste en la exposición en breves periodos (cerca de treinta minutos al día), generalmente por la mañana, a una lámpara cuya luz imita a la

solar (pero no es una lámpara UVA), con lo que engañamos a nuestro cerebro, que vuelve a producir serotonina a niveles esti­vales. Este tratamiento es muy frecuente en Centroeuropa y Es­candinavia y poco común —aunque disponible— en nuestro medio.

Otros desencadenantes podrían ser de tipo más conductual: dormir en exceso facilita la aparición de un episodio depresivo y, a su vez, puede ser uno de sus primeros síntomas. Las descom­pensaciones en los horarios de sueño son un factor de altísimo riesgo para los pacientes bipolares. Sabemos que, en líneas gene­rales, dormir poco predispone a la manía y dormir mucho pre­dispone a la depresión, por lo que el aumento de horas de sueño —aunque no esté causado por el propio trastorno bipolar sino, por ejemplo, por una gripe– es un factor de riesgo para depri­mirse.

Lo mismo sucede con la inactividad. Es cierto que no tener ganas de hacer cosas es uno de los primeros síntomas de la depresión, pero, del mismo modo, también es cierto que la falta de actividad predispone a la depresión. Un paciente que, por ejemplo, se rompe una pierna y se ve forzado a interrum­pir durante varios meses su rutina de actividades diarias y guar­dar reposo, sin poder realizar ejercicio físico, salir a pasear o realizar otras actividades, es un paciente con un riesgo alto para deprimirse. Es importante que las personas que sufren un trastorno bipolar sean conscientes de este riesgo (de sufrir de­presión por inactividad, no de romperse una pierna, que lo tenemos todos) para poder manejarlo mejor y tomar las pre­cauciones adecuadas: revisar la posible aparición de síntomas depresivos de modo aún más estrecho, buscar actividades al­ternativas, etcétera.

RECUERDE QUE…

Depresión no es sinónimo de tristeza.

Ni Tristeza no es sinónimo de depresión.

La depresión bipolar no es un cambio de carácter, sino parte de una enfermedad.

Los síntomas más comunes de la depresión bipolar son la hipersom­nia, la apatía y la inhibición.

Los intentos de suicidio no son infrecuentes en una depresión bipolar.

¿Cómo sé si estoy deprimido?

Diagnosticar una depresión no es fácil. El diagnóstico debe ser siempre llevado a cabo por un médico psiquiatra o un psicólogo clínico, basándose en su experiencia profesional y en el uso de unos criterios estandarizados (Tabla 6). Muchas veces, al propio afectado le resulta muy difícil explicar qué le sucede, mientras que sus amigos y familiares lo ven mucho más claro. En otras ocasiones, como padecer una enfermedad mental está todavía castigado socialmente, la persona que está sufriendo se esfuerza en negar la posibilidad de que en realidad esté enferma y tiende a atribuir sus problemas de estado de ánimo a circunstancias externas, a una mala racha o incluso al tiempo. Tampoco es in­frecuente que algunas personas deprimidas nieguen incluso lo más obvio —llanto, problemas de sueño, etcétera— para evitar el trauma de tener que visitar a un profesional de la salud mental. Lo más común, sin embargo, es que la persona que padece una depresión no la identifique como tal por falta de información,

sobre todo en los casos en los que se presenta la depresión sin excesiva tristeza, caracterizada por fatiga, dolores físicos, proble­mas de sueño y de concentración, etcétera, que llevan al pacien­te a consultar a infinidad de médicos antes que al más adecuado: el psiquiatra.

Tabla 6

CRITERIOS DSM-IV (1994) PARA EL EPISODIO DEPRESIVO MAYOR

Durante al menos dos semanas, presencia casi diaria de al menos cin­co de los siguientes síntomas (incluyendo el primero o el segundo necesariamente):

Estado de ánimo deprimido.

Disminución del placer o interés en cualquier actividad.

Aumento o disminución de peso/apetito.

Insomnio o hipersomnia.

Agitación o enlentecimiento psicomotor.

Fatiga o pérdida de energía.

Sentimientos excesivos de inutilidad o culpa.

Problemas de concentración o toma de decisiones.

Ideas recurrentes de muerte o suicidio.

Interferencia de los síntomas con el funcionamiento cotidiano.

No debido a medicamentos, drogas o una condición médica gene­ral (por ejemplo, hipotiroidismo).

No asociado a la pérdida de un ser querido ocurrida hace menos de dos meses (excepto en casos de marcado deterioro en el funciona­miento)

El carácter de una persona no puede cambiar de forma brusca en cuestión de días o semanas. Es imposible. El carácter puede

variar a lo largo de la vida, o sea, de varios años, de forma sutil y progresiva. Por lo tanto, cualquier cambio de carácter claro y sú­bito será atribuible probablemente a una enfermedad mental. Exis­ten varios indicios relativamente fáciles de identificar que le pue­den indicar a alguien que está empezando a deprimirse. Nosotros proponernos la siguiente lista, de fácil aplicación. Le recomenda­mos que revise las situaciones descritas en ella. Si cinco o más se ajustan a lo que le sucede a usted en este momento, muy proba­blemente esté deprimido y deba consultar con un profesional:

En la última semana estoy durmiendo mal. Cuando me acuesto me cuesta dormirme y acabo dando vueltas en la cama, agobiado por distintas preocupaciones. Por la mañana, como he dormido mal, me cuesta muchísimo levantarme y empezar con las actividades diarias.

ri Me despierto varias veces durante la noche, y luego me cuesta volver a conciliar el sueño.

3 En los últimos días, pienso a menudo que he decepciona­do a la gente que me quiere, que les he fallado. Soy más autocrítico. Me castigo constantemente recordándome cosas que he hecho mal a lo largo de mi vida. Me obse­siono con mis errores pasados.

Desconfío de mi capacidad laboral. Creo, simplemente, que no sirvo para mi trabajo, que mis compañeros son mejores que yo.

13 A veces dudo que sea un buen padre/madre/hijo y creo que a mi familia le iría mejor sin mí.

Últimamente me cuesta mucho tomar decisiones sin importancia. Dudo incluso en pequeñas decisiones que no tendrían por qué preocuparme.

En la última semana, estoy más irritable que de costum­bre. No soporto ninguna crítica. Todo me pone de mal humor. Cualquier adversidad, por pequeña que sea, la vivo como una tragedia. Todo me hunde y me frustra. Soy muy pesimista respecto a mi futuro. Todo va mal y todo irá a peor.

Me siento culpable de muchas cosas que me suceden, e
incluso de algunas cosas que suceden a mi alrededor.

He perdido el apetito. No me apetecen platos que antes me encantaban. A menudo, la comida parece que no tenga sabor, o me da asco. A veces, de forma compulsiva, no puedo evitar comer grandes cantidades de dulces o chocolate.

Estoy empezando a beber más de la cuenta. A veces me tomo un par de cervezas –o alguna copa— para evadir­me de mis problemas.

71 No me divierto con nada. Los programas de la tele que antes me gustaban han dejado de interesarme. Las con­versaciones con los amigos me agobian. Los libros «se me caen de las manos» de puro aburrimiento. Ni siquiera jugar con mis hijos (o nietos) me entretiene. Es más, me agobia.

71 No me apetece hacer nada. Evito a los amigos, no contes­to a sus llamadas o mensajes.

Últimamente me siento triste sin razón aparente. Siento como un vacío o una angustia dentro.

En la última semana, me cuesta concentrarme o memo­rizar cosas. Estoy muy lento mentalmente. A veces no entiendo cosas sencillas. Me cuesta permanecer atento. Tengo muchos despistes.

ro En el trabajo (o en la escuela, o en la facultad) estoy empe‑

zando a tener problemas porque suelo estar en Babia.
ro Paso muchas horas tumbado en el sofá o en la cama, sin

hacer nada, sintiéndome mal. Quiero dormir pero no

puedo.

ro Me siento inquieto. No sé dónde ponerme.

ro Camino o hablo más lentamente que de costumbre.

ro Últimamente tengo molestias físicas; siento una opresión

en el pecho, o un nudo en la garganta, o molestias en el

estómago, sin causa aparente. Me duelen los huesos. ro No hago ejercicio. No me cuido tanto como antes.

El He descuidado mi aspecto físico, algunos días no me

ducho por pura pereza. No me apetece afeitarme/maqui‑

llarme.

El Estoy agotado; me siento muy cansado, sin haber hecho nada que lo justifique.

ro No tengo deseo sexual. Evito las relaciones sexuales. ri A veces tengo miedo de forma injustificada.

el En ocasiones pienso que la vida no vale la pena. No me importaría morirme.

Habla la depresión

Un mal día (otro más)

Las siete. Suena el despertador, se enciende la radio. «Buenos días, España». Serán buenos para ti, joder. No abras los ojos; si abres los ojos empezará otra mierda de día. Cinco minutos más. Las siete y cuarto. No me puedo mover. Al menos no en otro plano que no sea el horizontal. Si me levanto a las siete y

media y me apuro un poco, todavía puedo llegar a tiempo al trabajo. Llevo una semana sin ir. Hoy es lunes. Ayer noche deci­dí que de hoy no pasa, que vuelvo a trabajar. He estado una semana sin ir.Y sin llamar para dar explicaciones.Y sin contestar sus llamadas, Siete y cuarenta en la radio despertador. Mierda, he abierto los ojos. Si no me ducho todavía llego. Pero llevo seis días sin ducharme. No puedo ir al trabajo así, tan cerdo. Siete y cuarenta y cinco. Si me giro, no veo el despertador. Mejor así. El noticiero de las ocho. Me he quedado dormido. Ahorci sí que no llego. Para llegar tarde, mejor no voy. Mañana será otro día. Por desgracia.

Las once. Una resaca permanente; la cabeza bloqueada, el cuerpo machacado.Y, encima, sin haber bebido. El mal sabor de boca, la nariz tapada. Me duelen las manos. Y /as rodillas. Y los tobillos. ¿Qué no me duele? Me duele todo. Tengo pis. Ahora sí que me tendré que levantar. Las once, joder. Buenos días, Es­paña. Voy al baño: zombi total. Me miro en el espejo: soy el mismo de los últimos siete días, por desgracia. Incluso llevo el mismo pijama. Huelo que te cagas. El baño también da asco. Llevo un mes sin pasar ni el mocho.

Arrastro las zapatillas hasta la cocina.Tengo que desayunar para tomarme la medicación. Pero no me entra nada. Una co­ca-cola, y así igual aguanto medio despierto hasta la hora de la siesta. Enciendo un cigarrillo. Me quedan cuatro. O dejo de fumar o bajo al bar a comprar. Ya veremos. Me tomo la coca­cola y la medicación. ¿Para qué tantas pastillas, si sigo hecho mierda? Quizás tendría que llamar al psiquiatra y contarle cómo estoy. Qué palo. Mejor lo hago otro día. Lo que voy a escribir hoy es una lista de todas las cosas que tengo que hacer: comprar tabaco, leche, coca-cola, algo de comer, ducharme, hacer el

lavabo, llamar al psiquiatra… Luego la escribo. No me entra nada en el estómago.

El sofá. Todavía guarda la forma de mi cuerpo. No me ex­traña. Llevo tres días del sofá a la cama y de la cama al sofá. Dormito a ratos, pero no descanso. Cada día estoy más cansa­do. La tele. Suerte que existe. O no; igual si no tenía tele leía más o escribía, o aprendía idiomas. Ni eso hago, qué inútil. Me trago todo lo que echan. La Campos. ¿Qué mierda hago yo viendo a la Campos? Parezco una maruja. Pero una maruja sucia, porque la casa está hecha un asco.

Hostia, el teléfono otra vez. El corazón me sale por la boca. Mierda, el teléfono. No lo cojo. ¿Quién será? Igual es del trabajo, para decirme que me echan. O igual es Ángel, o Javier, o mi hermana desde Soria. Seguro que está preocupada. Cuando haga la lista también pondré «llamar a María». No coger el telé­fono me deja mal cuerpo. Otra vez la puta ansiedad, o angustia, qué sé yo. Ya pasará.

El telediario. Hora de comer. No tengo hambre. Paso. Otros dos cigarrillos y un poco de agua para las pastillas. Ahora dan la serie y luego el concurso.

Jo, no puedo conmigo mismo. No me aguanto. ¿Hasta cuándo voy a estar así? Me paso el día tumbado, bostezando y no quiero hacer nada. No puedo hacer nada. Sólo fumo. Mier­da. Éste es el último. Luego no me quedarán más huevos que ponerme algo y bajar al bar. Otra vez el teléfono. Paso. El móvil está apagado desde hace días, descargado. De hecho, no sé ni dónde está. Luego lo pondré en la lista: buscar el móvil.

Son las siete de la tarde. Tengo algo de hambre. Empiezo a comer galletas y no puedo parar. Bueno, no creo que engorde, porque no he comido nada en todo el día. El programa de la

segunda está bien. Quizás mañana pueda ir a trabajar. Y haré la lista (pienso que igual tendría que poner «hacer la lista» en la lista, y casi me río). De momento, enciendo una colilla.

M G., 27 años.

Peor que un cáncer

Tuve mi primera depresión a los 17 años. Cambié de colegio para hacer COU y no me adapté. Creía que los chicos de la clase se reían de mí porque estaba gorda. Nunca nadie me lo dijo a la cara, pero yo creía que no hacía falta. Con la mirada ya bastaba, pensaba. O con las constantes indirectas. Ahora parece una estupidez, pero lo pasaba especialmente mal en la clase de geografía, ya que interpretaba palabras que no tenían nada que ver, como «global», «universal», «mundial» de forma negativa y pensaba que las repetían tan a menudo para reírse de mi cuerpo. Una vez, en un concurso de conocimientos que organizó el profesor por carnaval durante la clase de geografía, me eché a llorar porque me preguntaron por la capital de Hon­duras, y tuve que salir corriendo de la clase, sin contestar. Creía que se referían a mi barriga y mi trasero como «Honduras», de forma jocosa y con mala leche. Vaya tontería, pero es lo que pensaba en aquel momento. Tampoco quería ir a la clase de educación física y, poco a poco, le fui cogiendo fobia a ir al instituto. Cada mañana me costaba más levantarme, y buscaba excusas para no ir, lo que era muy raro en mí ya que siempre había sido una buena estudiante. Al final empecé a hacer no­villos cada día: salía por la mañana de casa para que mi madre no me regañara y no discutir, pero me iba a un parque cercano

y me pasaba las horas allá sentada en un banco sin hacer nada, o leyendo. Como se suponía que comía en el instituto, no co­mía.., lo que me parecía una solución genial, ya que quería adelgazar. A las cinco volvía a casa y fingía que había estado todo el día estudiando y estaba cansada. Me tumbaba en mi cama a no hacer nada. Los fines de semana no quería salir con las amigas que aún tenía de mi anterior escuela, ya que no quería hablar de mi situación. La farsa de no ir al instituto duró un mes, hasta que el tutor de la clase llamó a casa para saber qué pasaba. Entonces tuve que hablar con mis padres y con­társelo todo. Como siempre había siclo muy aplicada, entendie­ron que el problema era grave, y me propusieron llevarme a un psicólogo.

La última depresión que he tenido, hace dos años, ha sido mucho más grave. A los 25 años recibí el diagnóstico de bipolar de tipo I, y desde entonces he estado medicándome siempre con litio, un antimaníaco y algunas veces con antidepresivos. A pesar de que tomo bien la medicación, he sufrido un mínimo de cinco depresiones (a los 17, 21, 26, 30 y 36 años) y tres episodios maníacos (a los 20, 25 y 30 años), y he estado ingresada dos veces: una por manía y la última por depresión (por intento de suicidio).

La última depresión empezó sin razón alguna, hace dos años, cuando yo tenía 36. La vida me iba muy bien; hacía seis años que no tenía recaídas, hacía cuatro que me había casado y nuestro hijo Miguel tenía 3 años y crecía sano y muy gracioso. Me llevaba bien con mi marido, también llamado Miguel, y me gustaba mi trabajo (era secretaria de dirección de la sede de una multinacional en España). O sea, que no tenía ningún mo­tivo para deprimirme o estar triste. Pero el psiquiatra ya me ha

dicho que no hacen falta motivos, que a veces la depresión comienza sola. En mi caso, lo empezó a notar mi marido antes que yo: cuando habló conmigo me explicó que, al parecer, en las últimas dos semanas estaba muy callada, a veces contesta­ba con monosflabos y parecía siempre enojada o molesta. En los dos últimos fines de semana me había levantado alrededor de las once (algo rarísimo en mí) y, un día que Miguel me había intentado despertar, le mandé a paseo. Todo me molestaba y no tenía paciencia con nadie. Ni con mi hijo; Miguelín me bus­caba para jugar conmigo y yo le decía siempre que estaba cansada, o se me tiraba encima para abrazarme y yo me enfa­daba con él. Perdía los nervios con mucha facilidad, sobre todo con él; en dos ocasiones le pegué dos bofetones porque no comía bien. En el trabajo había recibido ya dos quejas —muy educadas, como siempre– de mi jefe por errores estúpidos que había cometido. A pesar de que me di cuenta de que mi jefe tenía razón y, de hecho, yo misma admitía que estaba más des­pistada que de costumbre, empecé a pensar que mi jefe me había cogido manía. Fui a mi psiquiatra y le conté lo que me ocurría: le pedí un antidepresivo y la baja laboral. Me dio el primero, pero no la baja. Durante dos semanas seguí yendo a trabajar como una zombi; me despertaba con el tiempo justo, a veces no me duchaba, en el trabajo no daba una a derechas, comía poco, no descansaba, en casa no hacía nada y Migue­lín me ponía de los nervios. Me pasaba la tarde llorando, y me daba mucha vergüenza. A pesar del antidepresivo, no avanza­ba. Volví a ver a mi psiquiatra y esta vez sí que me dio la baja y me aumentó la medicación. Con mi marido acordamos que mi madre cuidaría de Miguelín hasta que yo estuviera mejor, por­que ya no podía ni cuidarme a mí misma.Yo creía que todo esto

mejoraría mi situación. No fue así; al no trabajar ni cuidar a mi hijo, me empecé a sentir una inútil y una mala madre. Tenía la autoestima por los suelos. Me dolía todo. No veía solución a mis problemas. Por las mañanas me levantaba tarde y con mucha ansiedad. A veces vomitaba. Me veía horrible en el espejo. Me pasaba el día tumbada en la cama con ansiedad. Si me levan­taba, la ansiedad iba a peor. Cuando llegaba Miguel por la noche no sabía qué decirle, y me sentía mal por no haberle preparado la cena. Cada día era un suplicio, y el día siguiente era peor. Sabía que no iba a recuperarme nunca, que aquella depresión era la definitiva. La depresión en mayúsculas. Era una enferma crónica, inválida, incapaz, inútil, mala madre, quejosa y asqueada con la vida. Sentirse así era peor que tener un cáncer; rezaba a Dios cada noche para que me llevara con él, aunque me daba cuenta de lo estúpido que era pedirle a Dios tal cosa, y me sentía fatal, y luego pensaba en Miguelín y me sentía peor. Siempre había sido una enferma y siempre lo sería. ¿Qué madre era para Miguelín? ¿Qué esposa para Miguel? ¿Acaso no serían más felices sin mí? Miguel aún era joven y guapo y podría en­contrar otra mujer, más alegre y con menos problemas. Miguelín era muy pequeño y se olvidaría de mí. Dominada por estos pen­samientos decidí que no valía la pena seguir viva. Cuando un lunes Miguel se fue al trabajo, me senté en el sofá y empecé a tomarme todo tipo de pastillas mezcladas con whisky, porque creía que así harían más efecto, sobre todo en mí, que nunca pruebo el alcohol. Estuve pensando en la posibilidad de saltar por el balcón, pero no tuve valor. Cuando Miguel llegó por la noche, me encontró inconsciente en el sofá toda manchada de vómito. En el vómito se podían distinguir algunas cápsulas casi enteras de medicación. Inmediatamente me llevó a urgen‑

cias. Me ingresaron; los médicos me contaron que había sobre­vivido porque, al no estar acostumbrada a la bebida, había vomitado casi toda la medicación por culpa de la borrachera, probablemente semiinconsciente. Me dijeron que tuve mucha suerte, porque me podía haber ahogado en mi propio vómito. Estuve ingresada durante tres semanas. Me cambiaron el trata­miento por uno más fuerte y tardé unos días en sentirme un poco mejor. Pero salí como nueva, con ganas de vivir, trabajar y cuidar de mi familia, aunque un poco avergonzada por lo que les había hecho sufrir. No sé si se volverá a repetir una depresión tan grave. No sé qué haría si esto sucediera. Pero sé lo que no haría: quiero vivir.

Lucía, 39 años.

LA MANÍA

Cuando saltes de alegría, cuida de que nadie te quite la tierra debajo de los pies.

S.JERZY LEC

Síntomas de la hipomanía y la manía

Cuando le explicamos a un paciente bipolar en qué consiste su enfermedad, solemos recurrir al argumento simplista de que es una enfermedad en la que se alternan fases de depresión y de euforia y, de hecho, la mayoría de la gente piensa en el trastorno bipolar únicamente como una alternancia entre alegría y tristeza

patológicas. Pues bien, resulta que esto no es exactamente así: del mismo modo que hemos visto que no es correcto identificar tristeza y depresión —recordemos: hay tristeza sin depresión y depresión sin tristeza—, tampoco lo es identificar manía con euforia o alegría. Es cierto que, sobre todo en las fases de hipo-manía —más que en las de manía—, la euforia puede ser una de las emociones dominantes; el paciente hipomaníaco tiende a in­terpretar todo lo que le sucede de un modo (excesivamente) po­sitivo, es tremendamente optimista hacia el futuro, tiene una confianza exagerada en sí mismo y no valora las consecuencias negativas de su conducta. Pero en el caso de la manía, las cosas son algo más complejas: en muchas ocasiones, el paciente manía­co no está en absoluto contento o eufórico, y sí agitado, nervio­so, irritable, intolerante, etcétera. Por lo canto, es inexacto iden­tificar manía y euforia. El síntoma que, de hecho, mejor define a la manía es la exaltación emocional. La manía actúa corno un amplificador de cualquier emoción. Por ello, durante la manía, el afectado padece todas las emociones con una intensidad des­proporcionada. No únicamente la alegría, también la tristeza o la ira se intensifican. El paciente tiene la sensación de ser más sensible a todo, esto es, de percibir de forma más intensa cual­quier sensación, sentimiento, percepción o deseo.

Como su nombre indica, la hipomanía es una presentación atenuada de la manía, ya que el prefijo «hipo» nos indica «me­nor», como podemos entender a partir de Las palabras hipoten­sión (presión sanguínea excesivamente baja, opuesta a hiperten­sión) o hipotiroid.isrno (insuficiente secreción de la glándula tiroides, opuesta a hiperriroidismo). En general, los síntomas pueden ser los mismos que en el caso de la manía, pero con me­nor intensidad. Sólo hay una excepción: los síntomas psicóticos.

En una hipomanía nunca se pueden presentar síntomas psicóti­cos. De hecho, si se presentan, se cambia el diagn6stico por el de manía.

Para algunos pacientes, la hipomanía puede resultar un estado extremadamente agradable, sobre todo en las primeras fases, en las que las personas pueden incrementar su actividad sin fatigarse, están más creativos, más divertidos, tienen más éxito social, sue­len «ligar» más, rinden mejor en su trabajo, etcétera. El problema es que la hipomanía es un estado extremadamente inestable, que tiende a ir a peor con el paso de los días, de forma súbita; lo que en un principio era agilidad mental rápidamente se convierte en confusión y fuga de ideas, lo que era un agradable aumento de energía en inquietud, el incremento de sociabilidad en una con­ducta social inadecuada, las ideas brillantes pueden tomarse brus­camente en síntomas psicóticos, etcétera. En otros casos —en lo que después conoceremos como pacientes bipolares de tipo II—, la hipomanía no evoluciona a manía, sino que pasa directamen­te a depresión. En cualquier caso, como vemos, la hipomanía, corno los melodramas, siempre acaba mal.

El aumento de la autoestima es una característica típica de los cuadros de hipomanía, y de algunos de manía. En principio, puede parecer positivo que la autoestima del paciente aumente, ya que puede traducirse en ganar mayor seguridad, integrarse mejor en el medio social —sobre todo en algunos medios labo­rales que premian implícitamente la hipotnanía— y tener más claros los pasos a seguir para alcanzar determinados objetivos. Lamentablemente, en el caso de un paciente (hipo)maníaco, su­cede todo lo contrario: su aumento de autoestima carece de au­tocrítica y es del todo ficticio y reversible —de hecho, termina cuando tratamos el cuadro, o desaparece por sí solo, convirtién‑

dose muchas veces en grandiosidad o megalomanía delirante si

no es tratado—, le lleva a comportarse de un modo absolutamen‑

te irresponsable, hace que se comporte de manera inapropiada,

le aísla socialmente y le desvía de la consecución de sus objetivos

a largo plazo. Para muchos de nuestros pacientes, es muy difícil

entender que «justo ahora que me siento tan bien conmigo mis‑

mo es cuando mi psiquiatra me dice que estoy mal», y este pun‑

to es precisamente uno de los pilares básicos de la educación del

paciente bipolar, que acaba aprendiendo que sentirse excesiva‑

mente bien suele tener consecuencias nefastas.

No obstante, a menudo sucede que el síntoma predominan‑

te es la irritabilidad, la sensación de incomodidad, la excesiva

contrariedad ante acontecimientos adversos de importancia mo‑

derada y la tendencia a la agresividad física o verbal. Es lo que

conocernos corno manía disfórica y suele comportar un gran su‑

frimiento para el afectado y las personas que le rodean.

En otros casos, lo predominante es la labilidad emocional, es

decir, la fluctuación constante entre la alegría y la tristeza, lo que

puede confundir a muchos pacientes y sus familiares, que pueden

dudar entre si se trata de una manía o una depresión.

Un aspecto crucial de la manía, en el sentido de que dificul‑

ta terriblemente su tratamiento en la mayoría de las ocasiones, es

la ausencia de la conciencia de enfermedad. Muchas veces, el

paciente no puede creer que ese momento de su vida que él está

identificando quizás corno «una de mis mejores épocas» o «un

cambio positivo de personalidad» es en realidad una enfermedad

grave que requiere tratamiento, y por ello no va a aceptar tornar

fármacos. Esto provoca que cada día esté peor, más alejado de la

realidad y con conductas más arriesgadas tanto para él como para

los demás. A su vez, estar cada vez más ajeno a la realidad lleva a

que cada vez juzgue como menos necesario tomar medicación. El paciente está cada vez más maníaco porque no toma medica­ción, y se niega a tomarla porque está cada vez más maníaco. Es una de las «espirales de realimentación» de la manía: muchos de sus síntomas tienden a empeorar más el propio cuadro maníaco, por lo que si la manía no se detecta a tiempo, se deja sin trata­miento o no se es suficientemente enérgico en su tratamiento, tiende a empeorar de forma muy rápida (y, entre otras cosas, por ello no es posible atender a las demandas de algunos de nuestros pacientes en el sentido de «déjenme estar un poco hipomaníaco, que ya sabré controlarme»). Por ello decimos que la manía tien­de a retroalimentarse con algunos de sus síntomas.

De alguna manera, podemos decir que la (hipo)manía fun­ciona como un alud de nieve (o más bien como los que no sabe­mos absolutamente nada de física o meteorología creemos que funciona un alud): lo que se inicia como una inocente bola de nieve de pequeñas dimensiones rodando lentamente por una pendiente va engordando a medida que desciende y a medida que alcanza más volumen cobra —lógicamente— mayor veloci­dad, por lo que arrastra más nieve y aumenta más. De este modo, la pequeña bola de nieve que habría podido ser detenida en sus orígenes con medidas muy sencillas llega a ser, si no se la para a tiempo, una enorme masa que puede ocasionar grandes desgra­cias y que necesitará de espectaculares remedios para evitarlas. Exactamente lo mismo sucede con la hipomanía y la manía; en un principio, en los primeros días puede no parecer preocupan­te y detenerla, es relativamente sencillo y nada traumático —a veces, simples medidas concluctuales pueden bastar—, pero si se la deja progresar puede arruinar la vida de quien la padece y comportar un gran sufrimiento, siendo su tratamiento mucho

más costoso (no únicamente en dinero, sino también en efectos secundarios, al tener que administrar mucha más medicación) y traumático (obligando a un ingreso involuntario, por ejemplo). Por ello, el mejor tratamiento de la hipomanía y la manía, como veremos más adelante, consiste en su prevención y en su identi­ficación precoz.

El ejemplo más obvio es el del sueño. En la manía disminuye la percepción de la necesidad de dormir: la persona que está (hipo) maníaca no percibe prácticamente nunca la sensación de cansan­cio. Conviene no confundir este síntoma, típicamente (hipo)ma­níaco, con el insomnio, más típico de la depresión y las fases mixtas. El! paciente con insomnio quiere dormir pero no puede, mientras que el paciente (hipo)maníaco no quiere ni puede dor­mir (aunque, desde luego, ¡DEBE dormir!). Lo que suele suceder es que el paciente (hipo)maníaco está tan ocupado con los cientos de planes que tiene, con las decenas de actividades en las que se implica y se siente tan activado físicamente, que no encuentra el momento para irse a la cama. Y en el caso de que se vaya a la cama, probablemente estará demasiado estimulado para conciliar el sueño. En el caso de la hipomanía, el paciente suele levantarse muy pronto –activado para realizar sus grandiosos planes— y acostarse muy tarde, pudiendo dormir cuatro o cinco horas por noche, sin tener sensación de cansancio. En el caso de las manías más graves, el paciente puede pasarse varios días sin dormir.

Es muy frecuente el caso de pacientes que empiezan con una leve disminución de la fatiga y la necesidad de dormir asociada a una hipomanía, por lo que duermen cuatro o cinco horas en vez de las siete u ocho habituales, y que, precisamente por dormir algo menos, cada vez van agravando más su cuadro hipomaníaco, de tal modo que al cabo de tres o cuatro días el paciente tan sólo

duerme un par de horas por noche y está francamente maníaco. Una hipótesis interesante es la que explica desde el punto de vista evolutivo la relación entre deprivación del sueño y manía: la manía supondría una ventaja evolutiva en situaciones de estrés prolongado en las que dormir colocaría al sujeto en una situación de vulnerabilidad (por ejemplo, al ataque de una tribu rival o al acoso de depredadores). De este modo, el mecanismo maníaco de disposición de energía, h.iperactividad, capacidad de decisión, resistencia a la fatiga y aumento de la atención resultaría altamen­te adaptativo y ventajoso desde el punto de vista evolutivo. Ocu­rre que ahora no hay tribu rival, ni depredadores nocturnos, y dormir poco sólo sirve para desadaptarse del medio.

Otra espiral de retroalimentación de la manía es la que tiene en su base el consumo de tóxicos y drogas. Algunos de nuestros pacientes que no consumen tóxicos habitualmente empiezan a hacerlo durante una fase hipomaníaca o maníaca. Los motivos varían; algunos pacientes los toman porque dejan de apreciar el riesgo que comportan, otros por mimetismo a los nuevos am­bientes que frecuentan, la mayoría de ellos para estimularse aún más –ya que el maníaco no tiene ni quiere tener límites— y otros ingieren algunos tóxicos como el alcohol o el cannabis para «relajarse» o «bajar», es decir, como automedicación, pero lo cier­to es que cualquiera de estos tóxicos empeora el propio cuadro maníaco. Algunos pacientes —generalmente los que buscan es­timularse— consumen aún más cuanto más maníacos están, complicando muchísimo el pronóstico y el tratamiento de la manía (y consiguiendo un cliagnóstico añadido de trastorno por abuso de sustancias en su historial médico).

Otra espiral, quizás la menos conocida, es la que tiene de protagonista al ejercicio físico. Existe la creencia, apoyada hasta

la saciedad por los medios de comunicación y basada en aporta­ciones de destacados intelectuales como Arnold Schwarzenegger o Jane Fonda, de que el ejercicio físico es saludable y nos puede ayudar ante cualquier condición patológica que presentemos. Es más, se nos indica alegremente que el deporte es muy adecuado para la gente que padece trastornos psiquiátricos. En general, podemos estar de acuerdo en que estar en forma es, a grandes rasgos, positivo para el tratamiento o prevención de muchas do­lencias (sobre todo si hablamos de ejercicio practicado con regu­laridad, responsabilidad y moderación). Respecto a los trastornos psiquiátricos y en concreto los bipolares, no hay duda de que practicar ejercicio físico puede ser muy positivo para ayudar a salir de una depresión (de hecho, como se puede comprobar en este libro, lo recomendamos encarecidamente) y controlar los niveles de ansiedad durante la eutim ia, pero puede ser perjudicial ante un inicio de descompensación hipomaníaca, maníaca o mix­ta, ya que el ejercicio físico nos estimula, y lo que menos necesi­ta un paciente en dicho momento es más estímulo. Tengamos clara una cosa: nunca se puede vencer a la (hipo)manía por ago­tamiento. Es como intentar apagar un fuego con gasolina: cuan­to más ejercicio haga, más maníaco va a estar. Ponemos como ejemplo el caso de uno de nuestros pacientes, que empezó a pre­sentar un cuadro leve de manía, por lo que le costaba mucho dormir por la noche, no paraba quieto durante el día y derrocha­ba energía. Sus padres, con toda la buena intención del mundo y sin saber que en realidad su hijo estaba sufriendo una enferme­dad psíquica del todo tratable, creyeron que lo más oportuno era «cansar al niño, hasta que ya no pueda más, deje de corretear y caiga rendido por la noche». Para ello, se llevaron al paciente a su casa de campo y acordaron con el jardinero que éste le enco‑

mendaría las tareas más pesadas para asegurarse de que el chico se agotara. El jardinero «coterapeuta» se tomó muy al pie de la letra el encargo: juntos cortaron todo el césped de la finca, arre­glaron el seto, podaron los veinte árboles, pintaron la valla y ta­laron madera. El resultado, que el lector ya imagina, fue un em­peoramiento súbito de la manía, ya que el paciente estaba aún más excitado y desorganizado, por lo que se tuvo que recurrir al ingreso. El que sí acabó hecho polvo fue el jardinero. Afortuna­damente, el paciente fue diagnosticado correctamente y los pa­dres empezaron a aprender cosas acerca de la dolencia que se hallaba tras la extraña conducta de su hijo.

La última espiral, y quizás la más peligrosa, es la del mal cumplimiento terapéutico. Más tarde veremos que es relativa­mente común que los pacientes con un trastorno bipolar no quieran tomar su medicación. Esto es especialmente frecuente cuando los pacientes están empezando una fase hipomaníaca —es decir, «están subiendo»—, ya que se sienten especialmente bien, más llenos de energía, más optimistas, etcétera, y, como ya hemos indicado, no creen que deban tomar ninguna medicación. Sin embargo, el hecho de no tomar medicación –o, sobre todo, abandonar la que ya se estaba tomando— empeora el propio cuadro de hipomanía, dejando en poco tiempo de ser agradable. En todo caso, cuanto más (hipo)maníaco está el paciente, menos conciencia de enfermedad suele tener y, por lo tanto, menos con­ciencia de que requiere seguir un tratamiento.

En este sentido, es fundamental la educación del paciente en el manejo de su enfermedad, lo que los profesionales llamamos psicoeducación, que, como veremos más adelante, es una técnica psicoterapéutica que consiste en enseñar al paciente a manejar su enfermedad, convivir con ella y aceptar la necesidad de trata‑

miento farmacológico. No obstante, la psicoeducación debe rea­lizarse únicamente cuando el paciente esté lo que llamamos «eu­tímico» (ni gravemente deprimido, ni maníaco, ni hipomaníaco, ni mixto), ya que los episodios del trastorno bipolar alteran gra­vemente la capacidad de aprendizaje del que los padece: en la manía el paciente tiende a prestar atención a cualquier estímulo, sin alcanzar a discriminar si éste es relevante o no, lo que impide que pueda concentrarse lo suficiente como para aprender.

La forma de hablar del paciente (hipo)maníaco suele ser muy característica, en el sentido de que suele hablar por los codos, que es lo que técnicamente denominamos verborrea o logorrea, pero además lo hace de un modo muy rápido, a veces incluso comién­dose palabras (a esta velocidad aumentada del habla la denomina­mos taquilalia) y con un volumen muy alto. Es un discurso a borbotones, difícil de interrumpir y de seguir para el que lo escu­cha. El discurso suele caracterizarse por chistes, intromisiones en la vida del otro, comentarios inadecuados, juegos de palabras e impertinencias a veces divertidas (y otras no). La persona puede mostrarse teatral, con manierismos dramáticos y cantos. Si el es­tado de ánimo es predominantemente irritable, el discurso estará marcado por quejas, comentarios hostiles o ataques verbales a los que le rodean (lo que denominamos heteroagresividad verbal). En los casos más graves, el paciente cambia constantemente de tema sin respetar la coherencia de su discurso (descarrilamiento) o in­venta palabras (neologismos). Sobra decir que, en la mayoría de las ocasiones, el paciente no es consciente de este cambio en su modo de comunicarse o, si lo es, se limita a señalar que «he mejo­rado mi facilidad de palabra» o «tengo labia».

Como sucede con el habla, también el pensamiento está ace­lerado (lo que denominamos taquipsiquia). En un primer estadio

de la hipomanía, esta aceleración puede ser incluso útil, funcio­nal y aportar a quien la sufre mejores resultados laborales o más creatividad. Muchos de nuestros pacientes nos han dicho cosas como «si usted pudiera dejarme para siempre en mi segundo día de hipomanía…», lo cual es del todo imposible. Lamentablemen­te, este aumento de la fluidez del pensamiento es transitorio y desemboca inevitablemente en confusión, ideas incoherentes y «fuga de ideas». Los pensamientos son más rápidos de lo que pueden ser verbalizados o comprendidos por uno mismo. Esto puede llegar al extremo de que el pensamiento sea completamen­te desorganizado, con lo que el paciente acaba por tener la desagra­dable sensación de que no puede controlar ni ordenar sus pensa­mientos, que se le escapan. El pensamiento (hipo)maníaco se caracteriza por saltar desordenadamente de un tema a otro, sin poder llegar a centrar su atención en nada concreto. Algunos pacientes definen su distraibilidad (hipo)maníaca como «intentar escuchar tres o cuatro emisoras de radio a la vez; al final no te enteras de nada». Es lo que denominamos «trastornos del curso del pensamiento»; alteraciones de la forma en que pensamos, que están presentes junto a los «trastornos del contenido del pensa­miento» —alteraciones de lo que pensamos— que veremos más adelante.

Según refieren aquellos que han estado alguna vez maníacos o hipomaníacos, durante estos estados los sentidos se agudizan y se disfruta más, por lo tanto, de cualquier sensación. Muchos pacientes refieren que ven los colores más vivos, que aprecian más una melodía o un olor determinado, o que disfrutan más del sabor de un plato o de un simple pedazo de pan. La vida sexual, evidentemente, es más satisfactoria también gracias a esta ampli­ficación de las sensaciones.

Una de las cosas que resultan más evidentes al ojo de cual­quiera —aunque no tenga experiencia en la práctica de la psi­quiatría— al observar a una persona maníaca es la incapacidad de ésta para permanecer quieta. Generalmente, el paciente ma­níaco explica que no puede permanecer inactivo o quieto du­rante largo tiempo —y los profesionales lo observamos a diario al realizar entrevistas con pacientes maníacos, que a menudo se levantan, se mueven por el despacho o incluso realizan ejerci­cios gimnásticos—, tiene dificultad, por ejemplo, para perma­necer sentado viendo una película, leyendo un libro o mante­niendo una conversación. Es lo que los profesionales denominamos inquietud psicomotriz, y es muy frecuente en todos los tipos de manía, aunque no tiene por qué aparecer durante la hipomanía.

La conducta del paciente maníaco se caracteriza, entre otras cosas, por la escasa o nula percepción del riesgo, lo que le lleva a implicarse en actividades asociadas a un peligro potencial consi­derable, como por ejemplo la conducción temeraria de vehículos o realizar deportes peligrosos sin tener la preparación adecuada. Tampoco valora otros tipos de riesgo, por lo que puede hacer grandes inversiones sin tener ninguna certeza de recuperar su dinero.

En algunos pacientes es frecuente el aumento del deseo sexual, pero no en todos. Las alteraciones del deseo sexual pue­den variar en función de la gravedad del cuadro. Algunos pacien­tes sencillamente hablan más de sexo, hacen más bromas pican­tes, cometen indiscreciones que antes no hacían o sienten la necesidad de aumentar la frecuencia de relaciones sexuales con su compañero/a habitual, mientras que en otros casos más graves el paciente puede realizar prácticas sexuales de riesgo, infidelida‑

des, promiscuidad o hacer un consumo compulsivo de porno­grafía y servicios de prostitución. Esta característica, unida a la escasa valoración cle las consecuencias negativas de la conducta, hace que muchas personas tiendan a romper sus relaciones afec­tivas durante los episodios de manía y se impliquen en prácticas con alto riesgo cle contraer enfermedades de transmisión sexual.

El gasto desmesurado de dinero (que denominamos prodi­galidad) es también una característica muy común de la hipoma­nía y la manía. Desde los pacientes hipomaníacos que tan sólo gastan veinte o treinta euros en una tienda de «todo a un euro» hasta el paciente maníaco que se compra un par de coches carí­simos (en ocasiones sin tener ni tan siquiera permiso de conduc­ción) o solicita un crédito para realizar una alocada inversión que sólo él encuentra rentable, lo cierto es que, en mayor o menor medida, la mayoría de los pacientes tienden a gastar más de lo necesario durante la (hipo)manía, tanto en supuestas «inversio­nes» como en regalos.

Otro problema común durante la (hipo)manía es el consumo de tóxicos; el paciente busca frecuentemente aumentar la estimu­lación, por lo que no es raro que consuma alcohol, cocaína o anfetaminas. Por el mismo motivo, muchos (hipo)maníacos pre­sentan conductas de juego patológico (ludopatía), que a veces persisten una vez terminado el episodio.

Aproximadamente la mitad de los pacientes bipolares pre­sentan síntomas psicóticos cuando están maníacos. Estos sínto­mas, consistentes en delirios (creer firmemente en algo absurdo o imposible) y alucinaciones (percepciones sin objeto), pueden ser congruentes con el estado de ánimo o no congruentes con el estado de ánimo. En el primer caso encontramos los delirios de

grandeza, en los que el afectado suele otorgarse facultades, méri­tos o identidades que no le pertenecen. A este tipo pertenecen delirios como «tengo poderes telepáticos» o «puedo curar con las manos» (algo falso si usted no es un cirujano de prestigio). En otros casos, encontramos los delirios no congruentes con el esta­do de ánimo, que suelen ser de perjuicio («hay un complot con­tra mí», «la mafia me persigue») o de catástrofe («mi familia está toda enferma de cáncer», «el mundo se acabará la semana que viene»). El paciente maníaco puede llegar a interpretar los esfuer­zos bienintencionados de su familia para que se tome el trata­miento como una conspiración, como reflejo de la envidia que sienten hacia él o como parte de la supuesta necesidad de con­trolarlo todo que tiene la familia. Esta desconfianza hacia la fa­milia y hacia las personas que le rodean puede llegar a alcanzar, en el caso de las manías con síntomas psicóticos, el nivel de de­lirio, en el que el paciente puede llegar a estar convencido de que existe una trama para perjudicarle, de que su familia le desea algún mal o de que están bajo la influencia de poderosas fuerzas malignas.

Como sucedía con la depresión, el mejor predictor de que un paciente está en riesgo de iniciar una fase maníaca es que esté deprimido. Los episodios maníacos o hipomaníacos suelen seguir a los episodios depresivos. Una persona que padece un trastorno bipolar y se está recuperando de una depresión tiene un gran riesgo de describir un cuadro (hipo)maníaco, tanto por el trata­miento que estará recibiendo (probablemente antidepresivos) como por factores neurobiológicos implicados en la propia na­turaleza del trastorno. De hecho, los profesionales entrenados sabemos que debemos desconfiar de las rápidas mejorías que, en una fase depresiva, pueden experimentar los pacientes bipolares,

ya que en muchos casos son el inicio de una fase maníaca. No­sotros acostumbramos a aconsejar a nuestros estudiantes, psicó­logos y médicos en formación que mantengan la guardia alta en el caso de recuperaciones milagrosas o espontáneas de un cuadro depresivo: en la mayoría de los casos no se corresponden con una mejora real causada por nuestra tremenda eficacia profesional, sino que son el inicio de lo que denominamos viraje maníaco o cambio súbito de una fase depresiva a una manía.

Algunos virajes maníacos súbitos son debidos al consumo de antidepresivos. Por ello, los psiquiatras que tratan pacientes bi­polares saben que deben ser especialmente cautos en el uso de antidepresivos, ya que siempre existe el riesgo de que el paciente «se pase» en la mejoría y derive en manía. Prácticamente todos los antidepresivos modernos presentan el mismo riesgo de indu­cir un viraje maníaco, pero los que lo presentan mayor son los antidepresivos clásicos o antidepresivos tricíclicos. Ello no quie­re decir que el psiquiatra deba descartar por completo el uso de antidepresivos en la depresión bipolar (de hecho, hay depresiones bipolares del todo intratables sin antidepresivos), pero sí que deben usarse con extremada prudencia, siempre junto a un esta­bilizador del estado de ánimo (carbonato de litio, valproato y similares), aumentar el número de visitas para detectar un posible viraje y alertar al paciente y a su familia sobre las posibles señales comportamentales que deben hacerles sospechar sobre un viraje maníaco.

Aparte de los antidepresivos, otros fármacos prescritos para enfermedades no psiquiátricas pueden también desencadenar episodios de manía, bien porque por sí mismos ocasionan los síntomas propios de la manía, como es el caso de los corticoides —que, recordémoslo, también podían desencadenar un episodio

depresivo—, bien porque aumentan el efecto de otros fármacos que pueden desencadenar este tipo de episodios (Tabla 7). Si usted está tomando alguna de las medicaciones que se indican y padece un trastorno bipolar, no debe dejar en ningún caso de tomar dicha medicación, pero debe consultar cuanto antes con su psiquiatra, que le indicará qué conducta debe seguir.

Tabla 7

FÁRMACOS QUE PUEDEN DESENCADENAR UN EPISODIO

DE MANÍA RELACIÓN NO EXHAUSTIVA)

Baclofeno Disulfiram Metoclopramide
Barbitúricos Esteroides anabólicos Oxandrolona
Bromideno Fenciclidina Oximetolona
Bromocriptina Fenfluramina Procainamida
Captopril Fenilpropanolamina Procarbazina
Címetidina Isoniazide Prociclidina
Claritromicina Levodopa Propafenona
Corticoesteroides Metandrostenolona Pseudoefedrina
Corticotropina Metilfenidato Selegilina
Cortisona Metiltestosterona Teofilina

Otros productos que se venden en farmacias sin receta, a los que no podernos llamar medicamentos porque no han pasado los rigurosos exámenes exigidos para ello, también implican un riesgo de manía. Es el caso de muchos remedios herbales para adelgazar, que contienen derivados anfetamínicos, o del hipérico, un remedio herbal antidepresivo que, como tal, puede causar manía.

El uso de determinadas drogas estimulantes también puede desencadenar un episodio maníaco en cualquier persona. Dicho

episodio va más allá del periodo de la propia intoxicación y da lugar a un trastorno bipolar que debe ser tratado, como todos, de por vida. En este sentido, son especialmente peligrosas la co­caína, las anfetaminas y las drogas de diseño (éxtasis y otras pas­tillas de discoteca).

Lo mismo ocurre con la cafeína: un abuso de café puede desencadenar un episodio maníaco. Muchos pacientes bipolares beben mucho café, para sentirse estimulados o para no dormirse (a veces debido a las medicaciones que están tomando o a los pequeños síntomas depresivos que persisten entre fases). Cuatro o cinco cafés pueden ser suficientes para desencadenar un episo­dio hipomaníaco.

Un aumento brusco del ejercicio físico puede desencadenar también un episodio hipomaníaco. Algunos de nuestros pacientes, deportistas semiprofesionales, han iniciado un episodio mixto o hipomaníaco tras una dura pretemporada, en la que los entrenado­res trabajan muy duramente la preparación física. El ejercicio físico, en el caso de las personas con un trastorno bipolar, no debe reali­zarse por la noche (si se puede escoger). Muchas personas vamos al gimnasio o jugamos partidos de fútbol sala o baloncesto de aficio­nados a partir de las ocho o las nueve de la noche, porque trabaja­mos durante todo el día. El problema de esta conducta es que el deporte es muy estimulante, por lo que va a dificultar el sueño, algo muy peligroso en el caso de personas con un trastorno bipolar.

Un estilo de vida excesivamente estresante, con pocas horas de ocio, con escaso tiempo para no hacer nada o relajarse, con muchas responsabilidades y prisas puede desembocar, con el tiempo, en una descompensación tanto maníaca como depresiva. Por ello, es necesario aprender a regularse las propias actividades, algo de lo que hablaremos también más adelante.

Algunos acontecimientos muy marcados, tanto de signo po­sitivo (ascenso laboral, una boda, esperar un hijo, ganar una im­portante suma de dinero) como negativo (muerte de un ser que­rido, despido laboral, ruptura de una relación afectiva) pueden desencadenar el inicio de fases depresivas o maníacas. Es impor­tante señalar que el signo positivo o negativo de estos aconteci­mientos no condiciona en absoluto el signo maníaco o depresivo de la fase que desencadenan. Así, no es infrecuente que tras la muerte de un ser querido nuestros pacientes lleven a cabo lo que se conoce por «duelo maníaco», es decir, un episodio maníaco que resulta muy difícil de entender para la familia.

La relación entre la falta de horas de sueño (deprivación de sueño) y el inicio de una fase (hipo)maníaca ha sido muy bien estudiada y no deja lugar a dudas. De hecho, distintos estudios indican que bastan dos noches sin dormir para originar una fase maníaca en una persona de riesgo. Sabemos, por nuestra expe­riencia clínica, que pacientes que se han visto forzados a alterar su ritmo de sueño durante un tiempo (debido, por ejemplo, a un cambio en los horarios laborales, la enfermedad de un miembro de la familia que requiere cuidados nocturnos o el nacimiento de un bebé que, evidentemente, altera el ritmo de sueño) tienen un alto riesgo de iniciar una fase maníaca o hipomaníaca. Como veremos más adelante, el sueño de una persona que padece un trastorno bipolar es sagrado, y en ningún caso se debe dormir menos de siete horas.

Ya hemos visto que, en el caso de la depresión bipolar, hay al­gunos pacientes que tienden a presentar siempre episodios en in­vierno (lo que se llama trastorno afectivo estacional). Lo mismo sucede con los episodios de manía e hipomanía, mucho más fre­cuentes en primavera y verano debido sobre todo a los cambios de

luz y, en el caso del verano, a la relajación de hábitos durante las vacaciones. Los autores de este libro vemos año [ras año cómo nuestro trabajo aumenta especialmente en primavera, cuando te­nemos que atender a muchos pacientes de forma imprevista, por padecer una recaída (hipo)maníaca. Este hecho es tan claro que algunos de nuestros pacientes han descrito un episodio maníaco debido a un cambio brusco de estación en un viaje transoceánico.

Otro aspecto que, en las mujeres, puede desencadenar un episodio es la menstruación. Algunas son especialmente sensibles a los cambios de ánimo antes y durante la misma. De igual modo, algunas pacientes bipolares son especialmente vulnerables a una recaída —de cualquier signo— en ese periodo. En algunos casos extremos, era tan claro que la menstruación actuaba cada vez como desencadenante que hemos tenido que realizar un aborda­je médico conjuntamente con el ginecólogo de la paciente para intentar mitigar los efectos de la menstruación o, incluso, supri­mirla durante un tiempo para lograr estabilizarla. Evidentemen­te, la menstruación no se puede inhibir para siempre, ya que ello tiene consecuencias médicas importantes (sería como si avanzá­ramos la menopausia en una mujer joven).

RECUERDE QUE…

Hipomanía y manía no son sinónimos de euforia; puede haber epi‑
sodios con franco predominio de hiperactivídad e irritabilidad.

Muchos pacientes dejan de creer que están enfermos durante la hipomanía o la manía.

La disminución de la necesidad de dormir, el aumento de energía, la aceleración del pensamiento y el aumento del gasto económico son algunos de los síntomas más frecuentes.

¿Qué consecuencias tiene la manía?

Muchos pacientes nos preguntan qué pasaría si no tratáramos un cuadro maníaco, si lo dejáramos «subir» hasta el infinito. Por desgracia, conocemos la respuesta porque la hemos visto dema­siadas veces con nuestros propios ojos o, mejor dicho, con los ojos de los familiares de un paciente maníaco que se niega a re­cibir tratamiento, a ingresar, a visitar a un psiquiatra o pisar un hospital y con el que es imposible llevar a cabo un ingreso judi­cial forzoso porque los propios familiares temen —de forma comprensible pero errónea— que esto pueda perjudicarle de al­gún modo (más adelante hablaremos de este tema con deteni­miento). Estos pacientes maníacos no tratados ignoran entre otras cosas el refranero castellano y las frases típicas de nuestros abuelos (y los suyos), ya que hay tres que definen muy bien su pronóstico clínico:

13 «No hay mal que cien años dure».

71 «Todo lo que sube tiene que bajar».

71 «Cuanto más subas, más dura será la caída».

La primera frase nos dice que la manía es un estado perece­dero, que no va a durar siempre. Es más, es un estado tremenda­mente inestable, cuyos síntomas van cambiando —generalmen­te a peor— a medida que pasa el tiempo. La manía se va haciendo más y más grave a medida que pasan los días y hay un punto en el que deja de ser placentera para el paciente y empieza a comportar un sufrimiento importante. En los primeros días de hipomanía puede ser más o menos agradable sentir que uno pue­de pensar más rápido, pero sabemos que es realmente doloroso

no poder controlar el propio pensamiento ni poder «entender» lo que pensamos porque va demasiado deprisa, que es lo que sucederá más tarde. En los primeros días puede ser reconfortan­te sentir que uno tiene más energía de la habitual, pero luego será muy desagradable no poder permanecer quieto. Del mismo modo, tener menos sueño nos podría parecer muy útil en los primeros días, hasta que nuestro cerebro empieza a estar realmen­te confuso y somos incapaces de pegar ojo y regenerar nuestro funcionamiento. Lo que en los primeros días podemos conside­rar corno un aumento de la autoestima, más adelante se conver­tirá en síntomas psicóticos que pueden atemorizarnos (algunos pacientes, precisamente por creerse muy importantes, empiezan a temer que alguien quiera atentar contra ellos, lo cual no es precisamente divertido). Así es como la manía empeora con el paso de los días. ¿Cuánto tiempo puede una persona estar ma­níaca si no recibe tratamiento? Nosotros hemos llegado a ver manías de varios meses (tres o cuatro) de duración. Y después de estos meses, ¿qué? Después de estos meses de manía generalmen­te psicótica, son aplicables las otras dos frases de los abuelos: «Todo lo que sube tiene que bajar» y «Cuanto más subas, más dura será la caída». Es decir, después de la manía va a venir la depresión, y la intensidad y duración (sobre todo la duración) de ésta será proporcional a la intensidad y duración de la manía. Así, si un paciente no ha llegado ni a estar hipomaníaco porque ha sabido identificar sus síntomas de recaída a tiempo y ha tratado el episodio precozmente, es muy probable que no sufra ningún tipo de depresión después, mientras que si ha hecho una manía completa, no ha recibido tratamiento y ha estado varios días sintomático, es casi inevitable que padezca una depresión. Algu­nos pacientes creen que la depresión que sigue a la manía está

causada sobre todo por el tratamiento antipsicótico de ésta. Es verdad que algunos antimaníacos, sobre todo los más antiguos, pueden «causar» —es decir, facilitar— la depresión, pero lo que más facilita la depresión es la propia manía, por dos vías, una cognitiva y otra bioquímica: por una parte, cuando el paciente deja de estar maníaco empieza a darse cuenta de todo lo que ha hecho en ese estado (discutir con familia y amigos, abandonar a su mujer, golpear a un compañero de trabajo, sufrir la retirada de su permiso de conducción, arruinarse y llevar a la bancarrota a la familia o tener relaciones sexuales de riesgo con desconocidos serían algunos ejemplos, todos ellos reales), lo que de por sí faci­lita la depresión. Desde un punto de vista neuroquímico, duran­te la manía se producen cambios en la neurotransmisión que llevan inevitablemente a la depresión. Es ejemplar lo que ocurre con la dopamina; en el inicio de una fase maníaca el cerebro empieza a producir más dopamina pero también empieza a con­sumir más. La neurona A empieza a arrojar más dopamina al espacio intersináptico. La neurona B empieza a absorber toda la dopamina disponible, abriendo incluso nuevas compuertas o «neurorreceptores dopaminérgicos». Empiezan a aparecer los síntomas asociados con un aumento de la dopamina, básicamen­te cambios en la forma y la velocidad del pensamiento (mayor número de asociaciones, etcétera) y cambios en su contenido (generalmente síntomas psicóticos). Bruscamente, la neurona A deja de producir tanta dopamina, pasando incluso a liberar menos de la que era habitual. La neurona B, que ya se había acostumbrado a las vacas gordas, empieza a echar en falta la dopamina —¡ella que incluso había abierto nuevos neurorrecep­tores!— y esto da lugar a los síntomas depresivos. Es decir, el tratamiento antimaníaco explicaría sólo una pequeña parte de la

depresión posmaníaca, mientras que los aspectos cognitivos y, sobre todo, los neuroquímicos explicarían el resto. Por eso sole­mos decir que la mejor forma de evitar una depresión es evitar una manía.

El sufrimiento maníaco y el viraje brusco a una grave depre­sión no son las únicas consecuencias psiquiátricas de la manía; también debemos contar con la posibilidad de la cronificación y el deterioro cognitivo.

Algunos pacientes que han presentado muchos episodios ma­níacos o cuya manía no ha recibido un tratamiento adecuado pueden presentar la cronificación de alguno de los síntomas ma­níacos, es decir, que algún síntoma propio de la manía perma­nezca en el paciente independientemente de su estado clínico. Por desgracia, ello no sucede ni con el aumento de la velocidad del pensamiento ni con el aumento del deseo sexual, sino con síntomas mucho más molestos: generalmente con síntomas psi­cóticos que quedan encapsulados en el paciente y se repiten tam­bién en las fases depresivas y durante la eutimia. Otro síntoma maníaco que a menudo perdura es la irritabilidad. Estos síntomas encapsulados suelen ser muy difíciles de tratar y causan una gran disfuncionalidad a largo plazo.

Entendemos por deterioro cognitivo la pérdida progresiva en funciones tales como la atención, la memoria o determinados tipos de pensamiento (capacidad de abstracción, pensamiento creativo, capacidad de cálculo). En el pasado se creía que única­mente los pacientes esquizofrénicos sufrían este tipo de proble­ma, pero los estudios de varios grupos —entre ellos el nuestro, dirigido por nuestra compañera y amiga la doctora Martínez-Aran— han demostrado que también los bipolares pueden dete­riorarse cognitiva mente.

¿Qué bipolares se van a deteriorar? Generalmente los que ha­yan sufrido más episodios de tipo maníaco. No se trata de que cada vez que tengamos uno nuestro cerebro se vuelva más peque­ño, pero si es cierto que —a partir de un determinado número—empezará a perder capacidades. ¿Por qué? Básicamente porque durante la manía aumentan sustancias como el cortisol, que pue­den producir apoptósis o «muerte neuronal»; las neuronas de nuestro hipocampo —especializadas en la memoria— son las que más fácilmente reciben el cortisol y, por lo tanto, las que más probablemente empezarán a desaparecer tras varios episodios de manía. Conviene no confundir este tipo de deterioro con los pro­blemas de memoria característicos de la depresión —pueden per­durar más allá de la propia depresión—, que son del todo rever­sibles, o con los problemas de memoria asociados a un fármaco, que desaparecerán con el tiempo.

Es decir, cuantos más episodios maníacos tengamos, más pro­babilidades tendremos de sufrir deterioro cognitivo, y ésa es una consecuencia psiquiátrica especialmente dramática de la manía. Por ello es fundamental llevar a cabo un buen tratamiento de manteni­miento, ya que se ha demostrado que algunos fármacos estabiliza­dores como el litio o el ácido valproico podrían ser neuroprotecto­res, es decir evitarían la muerte neuronal y, en el caso del litio, hay estudios que muestran cómo podría incluso facilitar el crecimiento neuronal, pero sólo en pacientes bipolares (si no todos podríamos beneficiamos de tomar litio, algo que por desgracia no es así).

Consecuencias médicas de la manía

La clásica división —ampliamente usada incluso por los propios profesionales— entre enfermedades médicas y enfermedades psi‑

quiátricas es errónea. Toda enfermedad psiquiátrica es, a su vez, una enfermedad médica, con una clínica determinada, correlatos orgánicos, un pronóstico concreto y una terapia que incluye casi siempre un acto médico desarrollado por un clínico. Insistimos en este punto porque ha sido algo que habitualmente crea con­fusión: el trastorno bipolar es una enfermedad médica con sín­tomas psiquiátricos y con consecuencias que pueden incluir la descompensación o la aparición de otras patologías médicas. De hecho, es hasta cierto punto sorprendente observar cómo la mor­talidad es mucho más alta en los pacientes bipolares —especial­mente aquellos que no reciben un tratamiento adecuado— que en el resto de la población. Las cifras se justifican en gran parte por el todavía alto porcentaje de pacientes bipolares que mueren por suicidio, pero no únicamente; otras patologías médicas como determinados tipos de cáncer, cardiopatías o embolias pulmona­res son algo más frecuentes en pacientes bipolares. Una manía es un estado de activación extrema que comporta riesgos médicos para el que la padece; no es difícil imaginar cómo determinados cuadros orgánicos pueden empeorar espectacularmente por cul­pa de un episodio maníaco. Cualquier persona bipolar que pa­dezca además otra enfermedad crónica que requiera tratamiento diario —como la diabetes, determinadas cardiopatías, etc.— es muy probable que, del mismo modo que deja de tomar su me­dicación para el trastorno bipolar, deje también de tomar la otra, con lo que puede descompensarse. Del mismo modo, abando­nará las pautas no farmacológicas (dieta, necesidad de reposo o ejercicio) que son esenciales para el tratamiento de su patología. Es relativamente común que nuestros pacientes bipolares diabé­ticos tengan una descompensación de su diabetes coincidiendo con sus episodios de manía o hipornanía, debido a que interrum‑

pen su tratamiento con insulina (porque no se acuerdan o porque creen que ya no les hace falta), dejan de observar su estricta die­ta, etcétera. Del mismo modo, nuestros pacientes bipolares que sufren cardiopatías —enfermedades del corazón— suelen tener graves problemas porque abandonan su tratamiento (por ejem- plo, con anticoagulante o antiagregantes), pero también porque se sobreexcitan, llevan a cabo conductas de riesgo y no observan pautas elementales de salud como no beber alcohol, no fumar o no consumir otros tóxicos.

Los accidentes de circulación y otros percances derivados de conductas arriesgadas son algo que no puede considerarse una enfermedad pero sí como causa del aumento de la mortalidad entre pacientes bipolares. La escasa percepción del riesgo, la constante búsqueda de sensaciones y el aumento de la distraibi­lidad hacen que los accidentes de tráfico con consecuencias gra­ves sean especialmente frecuentes en un episodio de manía. Uno de nuestros pacientes buscaba sobreestimularse conduciendo en el sentido opuesto en una autovía y sufrió un choque frontal que le ocasionó múltiples fracturas. Otro paciente sufrió un acciden­te al conducir el coche de su madre sin tener experiencia sufi­ciente para hacerlo, sencillamente porque se sentía capaz de todo: «Si quieres, puedes». El caso es que quería, pero no pudo, porque acabó ingresando en nuestro centro con politraumatis­mos, lo que al menos permitió que empezáramos a tratar su cuadro maníaco.

Consecuencias psicológicas de la manía

Cualquier evento destacado en nuestras vidas comporta una serie de consecuencias psicológicas en sentido positivo o negativo. Las

enfermedades graves no son una excepción; a menudo oímos expresiones como «después del infarto ya no es el mismo», «el cáncer le cambió el carácter» o «la enfermedad de su madre le transformó». Estos cambios no tienen por qué ser negativos; to­dos conocemos casos de personas que han aprendido a disfrutar de la vida únicamente cuando se han visto contra las cuerdas, que han decidido dedicar más tiempo a los suyos después de un in­farto, que han aprendido a ser más constantes y optimistas tras superar un cáncer, que afirman conocerse mejor después de pasar por una depresión, etcétera. Aunque debemos añadir que muy probablemente todas estas personas hubieran preferido realizar dichos aprendizajes por otros métodos. Muchos de nuestros pa­cientes bipolares afirman que creen que se conocen mejor a sí mismos que otras personas debido precisamente a que padecen esta enfermedad, que les hace estar «más cerca» de sus propias emociones, aunque obviamente no pueden establecer esa com­paración con el grado de autoconocimiento que tienen las otras personas. Del mismo modo, todas estas enfermedades pueden acarrear consecuencias negativas que se pueden beneficiar de una ayuda psicoterapéutica; es frecuente que los pacientes cardiópatas se vuelvan excesivamente miedosos o que otros pacientes presen­ten síntomas depresivos o estrategias erróneas para afrontar psi­cológicamente su enfermedad, por lo que cada vez es más habi­tual que distintos servicios del hospital cuenten con sus propios psicólogos y hayan aparecido nuevos campos de acción, como la psicooncología o la psicodermatología. Sorprende de forma gra­tificante esta tendencia cuando determinados profesionales aún pretenden hoy que el psicólogo tenga escaso lugar en el abordaje de las patologías psiquiátricas: en tanto que son patologías mé­dicas, también hay lugar para la intervención del psicólogo, siem‑

pre que éste esté debidamente formado. No nos hace falta rei­vindicar la «psicopsiquiatría» –la palabreja suena casi a broma—„ pero sí el lugar del psicólogo en el tratamiento de los trastornos mentales graves. Lo cierto es que la manía, como cualquier cuadro clínico agudo, tiene también sus consecuencias psicológicas.

Una consecuencia psicológica característica tanto de los pa­cientes bipolares I como II es la sensación de haber «perdido la identidad». Muchos, sobre todo tras un periodo de varias alter­nancias entre depresión y manía o hipomanía, refieren cosas tales como «prácticamente no sé quién soy; tras tantas subidas y baja­das no sé cuál soy yo: si el optimista, pletórico y salvaje –mi yo maníaco–, o el casero, romántico y tristón —mi yo deprimi­do—, tengo la sensación de que ya no me conozco a mí mismo». Es decir, tras varios periodos de depresión/(hipo)manía el pacien­te pierde momentáneamente la percepción de identidad. Lo que sucede es muy similar a lo que pasa en determinados juegos in­fantiles, como la piñata, en el que para despistar al niño se le hace dar varias vueltas sobre sí mismo con los ojos vendados, con lo que se produce una desorientación espacial. Del mismo modo, tras varias manías y depresiones es muy frecuente tener desorien­tación emocional o identitaria. Debemos señalar, sin embargo, que esto no es más que una percepción pasajera: la persona no pierde su identidad ni cambia su personalidad tras varios episo­dios de manía; sencillamente, le cuesta reencontrarse a sí mismo, pero suele ser una cuestión de tiempo. Si conseguimos que la enfermedad permanezca estable durante unos meses, la persona volverá progresivamente a tener la sensación de ser ella misma; eso sí, con algo más de experiencia, que debe utilizar para evitar nuevas recaídas.

Tampoco es infrecuente que algunos de nuestros pacientes nos comenten que, tras varios episodios de manía, la norma­lidad les parece descafeinada, light, poco intensa. Esto es de­bido al contraste entre la sobreestimulación maníaca —la intensa vivencia de cualquier emoción (recordémoslo, la ma­nía actúa como un amplificador de todas las emociones, no sólo la alegría)– y la normalidad. No se trata de que la nor­malidad sea sinónimo de congelador emocional; también está llena de emociones, lo que ocurre es que son mucho más su­tiles y llenas de matices, y no tan obvias y exultantes como en la manía. A nosotros nos gusta denominar a este efecto como pérdida del «paladar emocional», ya que de algún modo nos recuerda a lo que sucede con la percepción del sabor. Los autores de este libro somos grandes amantes de la comida picante, admitiendo la parte de deporte de riesgo que tiene esta afición. Imagínese que durante dos meses nos dejamos llevar por esta pasión y sólo comemos determinados platos de cocina mexicana, africana o hindú caracterizados por estar muy especiados y tener un sabor muy intenso —a menudo picante (o muy picante)–. Si inmediatamente después vol­vemos a comer platos más suaves y sutiles —una paella, una sopa de pescado, un filete a la plancha—, probablemente nos costará percibir su sabor. Y no es que estos platos estén sosos, sino sencillamente que tendremos el paladar habituado a un umbral de percepciones demasiado intenso. Será sencillamen­te cuestión de tiempo recuperar la percepción de toda la gama de sabores (y, de paso, nuestro estómago nos lo agradecerá). Exactamente lo mismo ocurre con las emociones; únicamen­te por contraste parece que la normalidad no sea «emocionan­te». No sólo lo es; también es más sana que la manía. Esta

sensación de anestesia emocional suele desaparecer con el tiempo.

Otras de las consecuencias características de la manía son los problemas de autoestima una vez que ésta termina: el paciente puede sentirse desolado por todas las «barbaridades» que ha rea­lizado durante este estado de la enfermedad o por todas las cosas que ha dicho a sus seres queridos cuando estalba irritable. Dado que la manía es un estado patológico en el que el individuo no toma sus decisiones en plenas facultades, sino todo lo contrario, el paciente no debería sentirse culpable tras una fase de manía: uno no se puede sentir culpable de algo que no está en sus ma­nos, de algo que no decide. Ello no le exime dle sentirse respon­sable de su enfermedad y de evitar por todos los medios posibles que se repitan los episodios. Lo cierto es que muchos de nuestros pacientes se culpan directamente a sí mismos por todo lo que les ha sucedido durante la manía. Obviamente, esta culpabilidad deriva en un problema de autoestima: no soy buena persona porque he hecho cosas mal cuando he estado maníaco. La mejo­ra de la autoestima suele ser uno de los puntos a tratar durante una psicoterapia con pacientes bipolares. La ayuda de un psicó­logo especializado en trastornos bipolares y la constatación, día a día, de que una vez recuperada la eutimia hemos recuperado nuestra conducta responsable hacen que estos problemas de au­toestima sean del todo reversibles.

Otro motivo de preocupación de nuestros pacientes tras una fase maníaca es el miedo a la alegría, que de hecho es más un efecto secundario de la psicoeducación, si no se realiza co­rrectamente, que una consecuencia de la propia manía. El pa­ciente supera su fase maníaca tras un desagradable tratamiento, quizás con un ingreso, y observa el coste afectivo, emocional,

familiar y económico que esta fase ha tenido. Tras advertir las tremendas consecuencias de la manía decide que no quiere que le vuelva a suceder y entra en un planteamiento del tipo «no me va a volver a pasar, no me confiaré: la próxima vez que sonría consultaré con el doctor, ya he observado que estar de buen rollo me puede acabar perjudicando». Esta postura, evidente­mente, es exagerada y no va a ayudar al paciente, ya que va a estar temeroso y no podrá recuperar un bienestar y una calidad de vida adecuados. Es más, lo que probablemente ocurrirá será que el propio hecho de someterse a tanta presión le hará más vulnerable a un nuevo episodio. La alegría es una emoción nor­mal —y deseable— en nuestras vidas. No debemos temer la felicidad (rogamos a nuestros lectores que disculpen el tono de ñoñería humanista del parágrafo, pero no encontramos otras palabras más adecuadas en nuestro reducido abanico semánti­co). Estar de buen humor, sentirse feliz, reír y disfrutar de la vida no debe hacernos sospechar necesariamente del adveni­miento de un nuevo episodio maníaco ni debe ser motivo para aumentar la dosis de antipsicótico. Es cierto que la sensación de vigor y jovialidad, la risa fácil —aunque no alcanzamos a com­prender el significado de la expresión «risa difícil», por cierto

y la búsqueda del placer pueden ser señales de recaída de un episodio (hipo)maníaco, pero también lo son de salud y calidad de vida de cualquier ser humano. Por ello, proponernos a nues­tros pacientes que se centren más en otras señales más claras y objetivables —como podrían ser la disminución de horas de sueño, la aceleración del habla, la aparición de irritabilidad, el aumento de los gastos— para sospechar del inicio de un episo­dio (hipo)maníaco. De este modo, podremos evitar temer estar felices.

Consecuencias económicas y laborales de la manía

Las consecuencias económicas de la manía son prácticamente incontables, como lamentablemente sabrá cualquier persona que haya pasado por un episodio de este tipo. Empezando por el gasto en recursos médicos que implica: no todos los países cuen­tan con un sistema de medicina pública como el del Estado español, que, con mejor o peor calidad, cubre nuestros gastos médicos a partir de nuestros impuestos, facilitando el acceso a profesionales bien preparados e instalaciones de primer nivel a todos los ciudadanos, incluso a los de clases menos favorecidas, que en muchos países son los propios pacientes quienes tienen que asumirlos directamente. Dichos gastos incluyen la visita médica, el coste de la medicación o el de la hospitalización. Dadas las deficiencias inherentes al propio sistema de sanidad pública —sectorizada de forma irregular, predominando los servicios de alto nivel en las ciudades más pobladas y en la que encontramos grandes diferencias entre profesionales dependiendo del cen­tro— y dado el hecho irrefutable de que en España escasean los servicios especializados en trastorno bipolar –que además sue­len estar escasamente dotados de personal y tienen a menudo unas instalaciones no acordes con sus necesidades—, no es in­frecuente que este tipo de pacientes, que como ya hemos visto tienen necesidad de un profesional muy especializado, se vea obligado a tener que acudir a la medicina privada, lo que deriva en unos costes generalmente bastante elevados (aunque muy baratos si los comparamos con otras especialidades y, sobre todo, con algunos caprichos que no son realmente de primera necesi­dad). Por ello, no son pocos los pacientes que nos comentan que haber tenido que pagar la atención continua de un psiquiatra

durante un episodio de manía y su recuperación —periodo en el que las visitas suelen ser más frecuentes— les ha representado un problema económico. Otro aspecto económico de la manía

del que, afortunada o desafortunadamente, no somos muy conscientes— es el coste de los medicamentos. Actualmente es el Estado el que, a partir de nuestros impuestos, cubre el gasto en medicaciones, pero imaginemos por un momento que fueran los propios afectados quienes tuvieran que correr con ese gasto (algo no tan extraño, ya que sucede en países como Estados Unidos o Argentina, por citar algunos): imaginemos que su tra­tamiento de mantenimiento consiste en 1.200 miligramos dia­rios de carbonato de litio y 0,5 miligramos de clonacepam, una pauta bastante común, consistente en un eutimizante y un hip­nótico a dosis bajas. Nos hemos tomado la molestia de calcular el precio diario de dicho tratamiento (algo inevitable si tenemos en cuenta la condición de catalanes de los autores de este libro): 15 céntimos diarios de euro, algo fácilmente asumible para cual­quier economía. Ahora bien, imaginemos que usted —porque olvida tomar la medicación, porque consume tóxicos, porque está estresado por su situación laboral o espontáneamente y sin razón– empieza a presentar unos primeros síntomas maníacos (aumento de la velocidad del pensamiento, cierta irritabilidad, disminución de la necesidad de dormir) y su psiquiatra cambia el tratamiento a la siguiente pauta: continúa con el carbonato de litio a 1.200 rng/d, aumenta el clonacepam a 2 mg/d para facilitar el sueño y añade 1,5 mg/d de risperidona para parar la subida, normalizar el curso del pensamiento y disminuir su irri­tabilidad. Su tratamiento pasa a tener un coste diario algo supe­rior a un euro, es decir, se multiplica por siete. Es cierto que sigue siendo asumible. Pero supongamos que no consulta con el

psiquiatra a tiempo, se niega a tomar su tratamiento o, sencilla­mente, éste no resulta del todo efectivo. Vuelve a su consulta, al cabo de diez días, francamente maníaco: el pensamiento es con­fuso, el sueño está del todo disgregado, está francamente irrita­ble y agresivo, presenta síntomas psicóticos y viste un horroroso traje de seda verde turquesa más propio de un traficante del Bronx que de un empleado de banca como usted. El psiquiatra, tras valorar que no hay ninguna cama en ninguna sala de hos­pitalización psiquiátrica en toda la ciudad —algo nada raro, se lo aseguramos—, decide pautarle el siguiente tratamiento: man­tiene el carbonato de litio en 1.200 mg/d y el clonacepam en 2 mg/d, pero introduce 20 mg de olanzapina, en un tratamien­to moderno y eficaz de la manía. Su tratamiento empieza a ascender, ya que ahora le costaría algo más de once euros dia­rios, es decir, unas ochenta veces lo que le costaba su tratamien­to de mantenimiento, eso sin contar lo que le costó ese traje de seda verde que nunca utilizará estando eutímico. Como se ve, el tratamiento farmacológico de la manía tiene un precio muy elevado.

Tengamos en cuenta otra grave consecuencia económica de la manía: una persona no puede trabajar estando maníaca (por motivos obvios) y tampoco en las semanas de recuperación (pro­bablemente estará cansado, medio deprimido, algo sedado y adaptándose a su nueva situación). Cada episodio maníaco acos­tumbra a comportar algo más de un mes de baja. Si usted tiene un contrato indefinido —algo que parece una utopía hoy en día—, su empresa y el Estado asumirán esta baja con un subsidio y sus ingresos económicos no se resentirán excesivamente por su enfermedad. Si usted tiene un contrato renovable, es probable que la empresa no ejerza dicha renovación; sobre todo si al prin‑

cipio de su manía ha decidido hacerle a su jefe un par de comen­tarios sobre su modo de dirigir la empresa y sobre cómo relacio­narse con los empleados, o se ha sincerado con ese compañero tan pesado, se ha insinuado sexualmente a sus compañeras en un modo no excesivamente sutil o respetuoso, ha realizado una lar­ga conferencia telefónica con su familia en Uruguay desde el trabajo, ha decidido redecorar la oficina, ha creído oportuno animar el horario laboral de sus compañeros con su CD de Iron Maiden o se ha presentado a trabajar con ese terrible traje de seda verde turquesa. Sabemos que es absolutamente injusta —critica­ble y, si se demuestra como tal, sancionable— esta actitud, pero la verdad es que es la que siguen la mayoría de las empresas (con honrosas excepciones que nos devuelven nuestra confianza en el ser humano): el empresario no tiene por qué entender sus razones o su enfermedad, y en la mayoría de las ocasiones no lo hace. Y generalmente no es porque sea una mala persona, sino porque quiere sacar rentabilidad de sus empleados (algo lógico, por otra parte) y duda que usted vaya a ser rentable (a no ser que ya lo haya demostrado durante largo tiempo). Los despidos que a me­nudo sufren las personas que padecen un trastorno bipolar no están siempre relacionados con el estigma de las enfermedades mentales: a menudo tienen más que ver con la condición cróni­ca de las mismas, que obliga a bajas frecuentes que acaban por motivar un despido (lo que sí es sancionable desde un punto de vista legal, aunque raras veces se puede demostrar). Por lo tanto, las personas que padecen una enfermedad crónica no psiquiátri­ca que les obligue a constantes bajas van a encontrarse con el mismo problema.

Si usted tiene su propia empresa o negocio y padece un trastorno bipolar, ya sabrá por experiencia que las oscilaciones

financieras dei mismo suelen estar muy relacionadas con el es­tado de su enfermedad. Los negocios pequeños, comercios, et­cétera, suelen depender casi en exclusiva de la presencia del due­ño para funcionar, de tal manera que si éste se ve obligado a coger una baja laboral el negocio se resiente más que seriamen­te. Recordamos el caso de un paciente nuestro que tenía una peluquería; sus bajas eran algo frecuentes (probablemente más de una al año) y este hecho acabó por hundir el negocio, no ya porque no fuera teóricamente rentable —ya que al fin y al cabo acababa abriendo unos nueve o diez meses al año— sino porque no era fiable, es decir, los clientes nunca sabían si el estableci­miento estaría abierto, lo cual impedía fidelizar una clientela fija.

Si el negocio es algo más grande y el afectado es el empre­sario, existe el riesgo evidente de que durante las fases manía­cas haga movimientos económicos extraños, inversiones alo­cadas y gestione mal la empresa, con lo que puede acabar por hundirla.

Respecto a una tercera posibilidad laboral —trabajar de for­ma independiente—, recuerde que si es usted autónomo no le está permitido sufrir una fase maníaca, ni una depresión, ni ape­nas una gripe, ¡ya que la Seguridad Social sólo le concede la baja a partir del día 20!

Una consecuencia económica directa de los episodios de manía es el derroche monetario que muchas veces se da en ellos, algo que se conoce técnicamente como prodigalidad. Es frecuen­te que, durante una fase maníaca, una persona haga grandes in­versiones absolutamente arriesgadas, sea víctima de estafas, se compre cosas que no necesita, se permita caprichos que estando eutímico nunca se permitiría o incluso regale literalmente el di‑

nero a desconocidos. Todos hemos leído o escuchado historias de pacientes maníacos comprándose un coche de gama alta sin que en realidad lo pudieran pagar, arriesgando su dinero en bol­sa sin ton ni son, cambiando su fondo de armario de Zara a Gucci, comprando un caballo («la gran ilusión de mi vida») sin tener sitio donde meterlo o gastando su escaso dinero en prosti­tutas y juego. Pero no hace falta que todos los casos sean tan claros o espectaculares. Muchos pacientes nunca hacen un gasto que implique varios miles de euros incluso estando en fase de manía –lo que les ayuda a negar que estén maníacos–, pero en cambio gastan de forma sostenida cantidades inferiores pero im­portantes durante varios días (a veces con fines tan bien inten­cionados como llenar de regalos a su familia), lo que al cabo de las semanas acaba derivando en un gasto importantísimo. Tam­poco es raro que los pacientes hipomaníacos o maníacos lleven a cabo compras continuas de grandes oportunidades y gasten pe­queñas fortunas en un «todo a un euro» o renovando su colección de CD o DVD.

Es característico que estos pacientes siempre encuentren jus­tificación para todos sus gastos y no reconozcan su prodigalidad hasta que estén eutímicos (y, en ocasiones, ni así). De hecho, no es extraño. Admitamos que todos, o prácticamente todos (si quiere excluirse usted), hemos tenido algún día tonto en el que hemos salido de compras y hemos gastado mucho más dinero del que teníamos previsto en principio. Hemos visto la colección entera de CD de Leonard Cohen remasterizada, toda la filmo­grafía de Lynch en edición de lujo, unos exclusivos zapatos ita­lianos, un precioso abrigo de Armani rebajado un 15 por ciento, una lámpara que nos ha enamorado, el teléfono móvil que nece­sitábamos (capaz ya no sólo de escribir y mandar mensajes, sino de

decidir su contenido por nosotros), una Rickenbacker de los se­senta o una primera edición de Cien años de soledad dedicada por el autor… y no hemos podido resistirlo. Regresando a casa nos hemos repetido hasta la saciedad argumentos como «oportuni­dades así no surgen todos los días», «un día es un día», «qué sería la vida sin estos caprichos», «quién lo va a saber» o «a la larga habré incluso ganado dinero» (argumento únicamente aplicable en realidad al libro autografiado, pero que usaremos sin rubor para todas nuestras compras). En el fondo, nos estamos excusan­do para no sentirnos mal, porque sabemos que acabamos de dese­quilibrar nuestro presupuesto del trimestre.

El paciente con manía también se excusa, aunque de una forma mucho más vehemente y sin admitir ni para sí mismo el impacto de dichos gastos en su economía.

La prodigalidad provoca a menudo que las familias tengan que tomar medidas preventivas espectaculares, o acabar adminis­trando el dinero de los afectados, algo que a menudo es motivo de discusión y de lo que hablaremos más adelante.

Pero no todos los gastos económicos que suceden durante la manía son tan directos. Si no se recurre a un ingreso hospitalario —algo que los profesionales tratamos de evitar siempre que sea posible porque somos conscientes de que para algunas personas resulta tremendamente traumático—-, todo el peso del cuidado diario del paciente cuando está en tratamiento por su fase ma­níaca recae sobre la familia. Aparte de las consecuencias familia­res, que abordaremos en el punto siguiente, esto significa que alguno de los parientes tiene que dejar de trabajar, coger vacacio­nes inesperadas o acumular días de asuntos propios con increíbles excusas, lo que suele tener consecuencias económicas a medio o largo plazo.

Consecuencias sociales y familiares de la manía

Un episodio maníaco de uno de sus miembros suele impactar mucho a un grupo familiar. De hecho, es bien sabido que cual­quier enfermedad aguda de un miembro de la familia descom­pensa de algún modo a toda la familia, tanto emocionalmente como en lo referido al funcionamiento cotidiano. Si el padre sufre un infarto y requiere un ingreso, es lógico que este hecho altere cosas tan distintas como el estado emocional de su esposa e hijos, el desempeño laboral de ella, el rendimiento académico de los niños o hasta la relación del hijo mayor con su novia. Lo mismo sucede ante un episodio de manía, con lo que implica el hecho frecuente del desconocimiento de la enfermedad y el es­tigma que rodea la patología psiquiátrica. Una situación de crisis —como lo es un episodio maníaco– somete la estabilidad emo­cional del núcleo familiar a una dura prueba. No es infrecuente que las habituales diferencias existentes entre miembros de una misma familia se llagan más notables ante una manía. El posi­cionamiento de cada ser humano ante el dolor y la enfermedad es algo muy íntimo y necesariamente distinto al que padecen los seres humanos que le rodean, aunque sean parte de su familia. Del mismo modo, también son distintas las estrategias de afron­tamiento y aceptación que todos utilizamos y, por tanto, también será distinta la manera en que cada miembro de la familia inten­ta colaborar para hacer más llevadera la crisis, comprensible la enfermedad, etcétera. Todo esto, unido a la tensión y ansiedad características del momento de crisis, puede provocar fuertes di­vergencias e incluso enfrentamientos entre los miembros de la familia, especialmente en los primeros episodios de manía. No es raro que, ante un primer episodio de manía de su hija, los

padres vean cómo estallan sus diferencias. La ansiedad y el estrés pueden facilitar momentos de tensión entre ambos y discusiones en las que se cruzan los reproches («si no la hubieras mimado tanto», «si no hubieras hecho la vista gorda cuando empezó a fumar esa mierda, pero claro, el señor mayo del 68 es tan moder­no…», «si no le hubiéramos exigido tanto en los estudios», «si no le hubiéramos dejado salir tanto de noche», «si tu padre no estu­viera tan loco»). En el fondo, cada miembro de la pareja está intentando buscar un culpable para intentar recuperar la sensa­ción de control; en nuestra vida cotidiana estamos habituados a hacer lecturas rápidas de causa-efecto («discutimos porque tenía la regla», «suspendió porque no estudió», «tuvo problemas en el trabajo porque era un gandul») que nos dan una cierta fantasía de control sobre la vida, cuando en realidad todo suele ser mu­cho más complejo. Buscar un culpable responde a este modelo de buscar una causa, creyendo que si la conozco puedo contro­lar la consecuencia. Si culpo al otro del episodio de manía de mi hijo con argumentos como que ha sido blando/a en su educa­ción, o que ha sido demasiado estricto/a, o que ha sido poco dialogante, en el fondo recupero la fantasía de control, ya que si la causa está en esos factores le estoy quitando importancia a lo que verdaderamente sucede: la irrupción de una enfermedad orgánica con síntomas psiquiátricos que desconozco profunda­mente y que me espanta demasiado para poder soportarla. De hecho, da igual contra quien dirija la culpa: puedo culpar a mi pareja, pero también puedo culparme a mí mismo. Puedo cul­parnos a ambos («si hubiéramos hablado más con ella», «si la hubiéramos llevado a un psicólogo de pequeñita»). Puedo inclu­so culpar a la paciente, algo que sucede muy a menudo. El caso es utilizar la culpa como forma de recuperar el control. Un en‑

frentamiento desvestido de culpa supone que tenemos que acep­tar que determinadas cosas —como la enfermedad— son azaro­sas, inevitables y no se pueden controlar, y eso nos angustia profundamente.

En ese proceso, es muy típico situar la culpa en la persona que está maníaca, sobre todo en los primeros episodios, en los que la familia no entiende que el trastorno bipolar realmente es una enfermedad. En este sentido, la información acerca de la enfer­medad juega un papel vital. Generalmente un episodio impacta­rá mucho más en familias desinformadas, mientras que las más veteranas o informadas tendrán muchas más estrategias para li­diar con la enfermedad. Por ello, consideramos esencial la edu­cación de la familia, ya que puede convertirse en el principal aliado terapéutico (o en el principal obstáculo, si no se la educa debidamente). Más adelante veremos cómo puede educarse la familia.

El impacto de un episodio maníaco sobre la pareja es muy importante. Muchas personas pueden dejar a su pareja bipolar, a pesar de que ya sabían que tenía este trastorno, al vivir un epi­sodio maníaco junto a ella, sencillamente porque se ven supera­dos por la situación, porque no entienden que el brusco cambio de conducta es debido a una enfermedad y le culpan directamen­te, o porque no están dispuestos a convivir con un enfermo. Por ello, las tasas de separaciones y divorcios son especialmente ele­vadas entre personas bipolares. La mayoría de personas que son pareja de un bipolar —y esto es aplicable también al resto de la familia— aceptan mejor una depresión de éste que una manía. Por varias razones, como las que exponemos a continuación.

Una depresión está menos estigmatizada socialmente (es me­nos rara). Todos conocemos a alguien que haya tenido depresio‑

nes (bien, suponemos que todos los lectores conocen a alguien que haya sufrido una manía, ¡pero la mayoría de la gente no!, o más bien no lo sabe), incluso tiene cierto prestigio, ya que varios artistas las han sufrido. La pareja puede hablar con sus amigos sobre la depresión de su marido o esposa sin que éstos se escan­dalicen, mientras que no puede hacer lo mismo respecto a un cuadro maníaco.

Una depresión es más fácil de entender para la pareja que una manía. La pareja puede entender –o, mejor, creer que entien­de— la tristeza y el abatimiento del deprimido, porque le parecen únicamente el extremo de un continuo que empieza con la tris­teza normal. En cambio, las conductas propias de la manía le pueden parecer mucho más extrañas o extravagantes y con fre­cuencia puede sentirse tentada a no asociarlas a la enfermedad sino a un «cambio de carácter» de aquel que las sufre. Las con­ductas propias de la manía suelen desafiar al máximo la estabili­dad de la pareja. Es relativamente frecuente que, debido a la hi­persexualidad, a la búsqueda del riesgo y al aumento de la sociabilidad, se den infidelidades que —aunque quede claro que están asociadas al síndrome maníaco— van a poner a prueba a la pareja. Otros incidentes que pueden desafiar la convivencia serían las constantes discusiones, las salidas nocturnas, el gasto de dinero o el consumo de tóxicos. Un ejemplo obvio: uno de nuestros pacientes se gastó, durante una fase maníaca, todos los ahorros que él y su novia habían acumulado pacientemente du­rante los últimos tres años para comprar un piso y casarse. Aun­que su novia conocía el hecho de que él padecía un trastorno bipolar, y comprendía los riesgos económicos asociados, no pudo soportar la frustración derivada de la prodigalidad de su pareja y acabó dejándole.

Durante la depresión la pareja suele sentirse más útil; el pa­ciente se deja ayudar y suele provocar que el otro se vuelque en él. Además, la pareja se siente implicada en el tratamiento com­prando la medicación, tratando de conversar con el deprimido cuando a él le apetece, intentando mantenerle activo, etcétera. En la manía, por el contrario, la pareja suele sentirse al margen y a menudo no sabe cómo ayudar a alguien que cree que no necesita ninguna ayuda.

Durante la manía la vida de pareja queda alterada en todos sus aspectos. Algunas de estas alteraciones podrían persistir una vez que ha terminado el episodio. Es frecuente que la esposa de un paciente que ha estado maníaco le coja miedo durante una de esas fases debido a su estilo agresivo y cínico de hablar, a su irri­tabilidad o al hecho de que la haya amenazado o agredido (aun­que esto es realmente infrecuente y debería denunciarse siempre). Este miedo puede persistir por un largo tiempo incluso aunque la pareja le haya pedido perdón y la esposa haya entendido apa­rentemente que todos los cambios eran debidos a una enferme­dad. En este sentido, la información vuelve a jugar un papel crucial.

Lo mismo sucede con la vida sexual de la pareja. La sexuali­dad humana difiere muy poco de la del resto de las especies, en el sentido de que es una conducta muy instintiva, revestida —eso sí— de una serie de florituras culturales y sociales que la hacen más funcional y adaptativa y, por supuesto, algo más interesante y divertida. Los cambios neuroquímicos que ocurren durante la manía explican que exista un cambio cualitativo y cuantitativo de la conducta sexual, del mismo modo que explican cambios en la energía, en la actividad física, en el sueño y en el apetito. Como ya hemos comentado anteriormente, es relativamente frecuente

que durante la manía aumente el deseo sexual. Esta característica —que en los primeros días puede ser incluso bienvenida por la pareja, especialmente si el paciente venía de una fase depresiva con escaso deseo— puede llegar a comportar un grado impor­tante de deterioro de la vida de pareja, bien porque el paciente puede reaccionar con irritabilidad si su pareja no atiende todas sus demandas sexuales o bien porque la propia hipersexualidad y escaso juicio moral propio de la manía facilitan que se den infidelidades, que no suelen entenderse por parte de la pareja. Algunas parejas han sufrido un deterioro importante en su vida sexual tras un episodio maníaco, ya que la persona que no ha estado maníaca, si bien puede entender a un nivel consciente la hipersexualidad como síntoma de una enfermedad, sigue espan­tada —quizás inconscientemente– por las extrañas conductas sexuales que se dieron durante la manía (que no pocas veces in­cluyen propuestas sexuales fuera de los hábitos propios de la pareja).

Todos estos cambios pueden acabar por alterar seriamente la confianza entre los miembros de la pareja. En este sentido, es imprescindible una terapia de psicoeducación para la pareja. Di­cha terapia debe formar parte de cualquier tratamiento de un paciente bipolar. Incluye proveer a la pareja de información acer­ca de la enfermedad y su tratamiento, estrategias para combatir los síntomas o convivir con ellos y un espacio de discusión segu­ro. Hay que señalar que ésta no es una terapia de pareja tradicio­nal y, por lo tanto, debe ser necesariamente impartida por un especialista en trastornos bipolares. No sirven, por lo tanto, pro­fesionales que se presentan como terapeutas de pareja —en oca­siones sin ni siquiera ser psicólogos– y que no tienen los funda­mentos necesarios en psicopatología.

Entre las consecuencias sociales, podemos destacar el aisla- miento al que se ven expuestas algunas personas bipolares tras, in episodio maníaco. Muchas personas de las que conforman el círculo de amistades de un bipolar no van a entender un episodio maníaco, aunque quizás sí podrían entender sin dificultad uno depresivo. Ello provocará que se alejen del afectado por miedo. El principal aliado del miedo es la ignorancia, así que la infor­mación jugará un papel muy importante para reconstruir el círculo de amigos más cercano. De todos modos, cualquier per­sona debe pensar seriamente si le interesa relacionarse con pre­tendidos amigos que le pueden abandonar ante un problema grave como una enfermedad.

¿Cómo sé si estoy hipomaníaco?

A pesar de que, obviamente, únicamente los profesionales son los adecuados para diagnosticar un episodio de manía o hipo-manía a partir de unos criterios muy bien definidos (Tablas 8 y 9) y de su experiencia clínica, es positivo que los pacientes aprendan a detectar sus fases para buscar ayuda a tiempo. Dar­se cuenta de que uno mismo está sufriendo una fase hipoma­níaca es una tarea infinitamente más compleja que identificar una depresión. Normalmente, el propio sufrimiento asociado a la fase depresiva permite que los que la sufren se den cuenta de que algo no marcha bien, mientras que en la hipomanía puede suceder todo lo contrario, pues el bienestar subjetivo propio de estas fases impide que el paciente se dé cuenta de que en realidad está enfermo, creyendo estar simplemente con­tento.

Por ello, si ya tenemos claras las diferencias entre la hipoma­nía y la manía, nos podemos plantear ahora cuáles son las dife­rencias entre la hipomanía y la alegría normal o la felicidad no patológica. El asunto puede parecer baladí, pero no lo es en ab­soluto ya que, por una parte, muchos de nuestros pacientes ar­gumentan que sencillamente están contentos o felices cuando en realidad están iniciando un cuadro hipomaníaco, mientras que en el otro extremo encontramos a pacientes bipolares que, teme­rosos de iniciar un cuadro (hipo)maníaco (ya que saben de sus consecuencias), creen estar iniciando una fase cuando, en reali­dad, están simplemente contentos, lo que les impide ser realmen­te felices («cada vez que estoy contento, me preocupo», se queja a menudo uno de nuestros pacientes).

Dicha distinción puede, a menudo, resultar compleja, ya que muchos de los síntomas iniciales de la hipomanía coinciden con lo que una persona siente cuando está contenta (aumento del estado de ánimo, percepción de mayor energía, ganas de hacer más bromas y chistes, mayor apetito sexual). Con todo, hemos encontrado varias diferencias:

n Cuando estamos sencillamente felices solemos saber por qué, es decir, lo asociamos a una causa determinada: a que no tenemos problemas, a que estamos enamorados o a que nuestros negocios van viento en popa. Por el contra­rio, la hipomanía no tiene un motivo aparente, o bien la intensidad es desproporcionada al desencadenante que teóricamente la motivó.

n La hipomanía es muy inestable y lábil. La persona hipo-maníaca puede enfadarse o irritarse de golpe si se le con­traría o se le discute su estado (algo que nos encontramos

a menudo en la consulta). Por el contrario, si le llevamos la contraria o discutimos con una persona feliz, el resul­tado suele ser muy distinto.

in La hipomanía puede llegar a ser molesta debido a su intensidad. Síntomas como la inquietud o la aceleración del pensamiento pueden ser realmente molestos para el que los sufre, por lo que puede empezar a buscar solucio­nes en la automedicación o en el consumo de tóxicos. Por el contrario, nadie que esté simplemente feliz buscará huir de este estado mediante una intoxicación (al contrario, intentará clisfrutarlo al máximo sin alteraciones).

[3 La hipomanía reduce la capacidad de juicio de quien la sufre; toma decisiones erróneas guiadas por su optimismo desmesurado y por su nula apreciación de las consecuen­cias negativas de su conducta y corre riesgos innecesarios. Por el contrario, la felicidad no.

La hipomanía altera la conducta, mientras que la felicidad no.

La hipomanía suele estar precedida o seguida de una depresión, mientras que la felicidad no.

La hipomanía tiende a repetirse. Por desgracia, la felici­dad no.

Más adelante repasaremos cómo podemos llevar a cabo una buena identificación precoz de señales de recaída, tanto depresiva como (hipo)maníaca; de todos modos, tal y como hemos hecho con los episodios depresivos, podemos utilizar de forma orientativa la siguiente lista. Si usted cree que en la actualidad cumple cinco o más de los siguientes síntomas, probablemente esté empezando un episodio hipomaníaco y deba consultar con un profesional:

Últimamente necesito dormir menos, de tal forma que puedo dormir únicamente cuatro o cinco horas, y a la mañana siguiente no me siento en absoluto fatigado.

Me siento con más energía y vigor de lo que es habitual en mí; siento como una fuerza interior, como si tuviera las baterías plenamente cargadas.

[71 Hago más cosas de las que solía hacer. Ando más, hago más ejercicio físico y raramente estoy quieto.

in Me siento muy seguro de mí mismo; siento que mi autoestima es muy alta. Me veo capaz de casi todo, y ningún reto me espanta.

Me siento muy optimista respecto al futuro.

Tengo muchos planes y proyectos, a todos los niveles. Confío en que alguno de ellos me haga triunfar en la vida y conseguir mis objetivos.

En los últimos días estoy disfrutando de mi trabajo. Sien­to que soy especialmente capaz de realizar mis obligacio­nes laborales. Incluso estoy cargado de ideas para mejorar el rendimiento de mi empresa.

Últimamente he mejorado mucho mi vida social; hablo con todo el mundo y, en general, estoy más simpático y bromista. Incluso a veces hablo con gente que no conoz­co, por la calle o en una cola.

Últimamente hablo mucho más por el móvil y envío más mensajes.

El En los últimos días conduzco de forma más agresiva, mucho más rápido.

Estoy gastando algo más de dinero de lo que es habitual en mí, comprando cosas de forma compulsiva en las tien­das. Muchas veces entro en tiendas de «todo a un euro»

únicamente a echar un vistazo y acabo saliendo con dos o tres objetos.

Últimamente visto de un modo más juvenil o atrevido. En el fondo, creo que visto como yo siempre había que­rido vestir aunque nunca me había atrevido a hacerlo. Pese a que algunos amigos o familiares me comentan que voy un poco raro o extravagante, yo creo que voy muy adecuado, aunque con mi estilo propio.

i Últimamente hago más bromas sexuales o más comenta­rios subidos de tono. Me divierte gastar bromas a mis com­pañeros/as del trabajo sobre estos temas y, de hecho, creo que hablo más sobre sexo de lo que es habitual en mí.

r3 En los últimos días estoy más caliente: me apetece más tener relaciones sexuales, miro más a hombres (o mujeres, según el caso) a los que encuentro atractivos y, de hecho, tengo más relaciones sexuales (o me masturbo más).

[3 Mis amigos o familiares me comentan que parezco una cotorra, que hablo por los codos, que no callo. Hablo más y más deprisa. Mis compañeros me comentan que cuesta mucho interrumpirme.

Mi forma de hablar tiene, últimamente, más estilo, ya que utilizo palabras que la mayoría de la gente desconoce o no utiliza y hago más juegos de palabras.

13 Creo que la mayoría de cosas en el mundo suceden dema­siado lentamente: la gente habla lentamente, camina len­tamente, los coches van lentos, etcétera, lo que suele impacientarme e indignarme.

Siento que últimamente mi pensamiento es más rápido y fluido. Soy más capaz de relacionar conceptos y encontrar soluciones a problemas que antes me resultaban más difíciles.

rl En los últimos días me distraigo con facilidad. Me cuesta concentrarme en una conferencia, una película o un libro porque enseguida pasan por mi cabeza cientos de ideas nuevas que me impiden centrarme en ello.

r) Me cuesta mantener la misma actividad durante demasia­do tiempo, por lo que, a veces, puedo realizar tres o cua­tro en menos de una hora.

ro Muchas veces empiezo cosas que luego dejo inacabadas.

El Últimamente estoy más impaciente o más intolerante con la gente. He tenido más discusiones de lo que era habitual en mí.

El Últimamente fumo más que antes. O he empezado a fumar recientemente, cuando antes no fumaba. ro Bebo más café de lo que era normal en mí.

Bebo más alcohol o consumo más tóxicos (porros, cocaí­na, etcétera).

Tabla 8

CRITERIOS DSM-IV (APA, 1994) PARA UN EPISODIO MANÍACO

Un periodo diferenciado de un estado de ánimo anormal y persis­tentemente elevado, expansivo o irritable, que dura al menos una semana (o cualquier tiempo si es necesaria la hospitalización)

Durante la alteración de estado de ánimo, han persistido tres (o más) de los siguientes síntomas (cuatro si el estado de ánimo es sólo irritable):

Autoestima exagerada o grandiosidad.

Disminución de la necesidad de dormir.

Más hablador de lo habitual o verborreico.

Fuga de ideas o experiencia subjetiva de que el pensamiento está acelerado.

Distraibilidad.

Aumento de la actividad o agitación psicomotora.

Implicación excesiva en actividades placenteras que tienen un alto potencial para producir consecuencias graves (por ejemplo, compras irrefrenables, indiscreciones sexuales, etcétera).

Los síntomas no cumplen criterios para el episodio mixto

La alteración del estado de ánimo es suficientemente grave como para provocar deterioro laboral o de las actividades habituales o de las relaciones con los demás, o para necesitar hospitalización con el fin de prevenir los daños a uno mismo o a los demás, o hay síntomas psicóticos.

Los síntomas no son debidos a los efectos fisiológicos directos de una sustancia (droga, medicamento u otro tratamiento ni a una enfermedad médica (por ejemplo, el hipertiroidismo)

Tabla 9

CRITERIOS DSM-IV (APA, DSM-IV) PARA UN EPISODIO HIPOMANÍACO

Un periodo diferenciado durante el que el estado de ánimo es per­sistentemente elevado, expansivo o irritable al menos cuatro días y que es claramente diferente del estado de ánimo habitual.

Durante el periodo de alteración del estado de ánimo han persistido tres o más de los siguientes síntomas (cuatro si el estado de ánimo es sólo irritable).

Autoestima exagerada o grandiosidad.

Disminución de la necesidad de dormir.

Más hablador de lo habitual o verborreico.

Fuga de ideas o experiencia subjetiva de que el pensamiento está acelerado.

Distraibilidad.

Aumento de la actividad intencionada o agitación psicomotriz.

Implicación excesiva en actividades placenteras que tienen un alto potencial para producir consecuencias graves (por ejemplo, compras irrefrenables, indiscreciones sexuales, etcétera).

El episodio está asociado a un cambio inequívoco de la actividad que no es característico del sujeto cuando está asintomático.

La alteración del estado de ánimo y el cambio de la actividad son observables por los demás.

El episodio no es lo suficientemente grave como para provocar un deterioro laboral o social importante o necesitar hospitalización, ni hay síntomas psicóticos.

Los síntomas no son debidos a los efectos fisiológicos directos de una sustancia (droga, medicamento u otro tratamiento) o enferme­dad médica.

Habla la euforia

Estado de poder

Resulta imposible recordar con precisión el momento en que todo empezó, el momento en que un comportamiento dejó de ser explicable desde cualquier punto de vista, para pasar a ocu­par de manera directa la categoría de inexplicable, y también resulta imposible recordar cómo a ese comportamiento inexpli­cable se fueron sumando otros, hasta el punto en que eran mu­chos más los que no podían ser explicados que aquellos que podrían ser calificados de «normales».

La manía nos lleva a esa situación, a un lugar en el que nuestros comportamientos dejan de ser explicables, aunque quizás sea bueno aclarar que dejan de serlo para los demás, para nosotros sí son explicables, por supuesto, y, es más, son, si no lógicos, «casi lógicos». Simplemente ocurre que estamos «en ma­nía», temporalmente somos maníacos, aunque también me gus­taría decir que «en manía» nosotros tampoco somos nosotros. Intento explicar esto.

Si sólo me dejaran decir tres palabras para definir la ma­nía, diría que es un «estado de poder». Durante la manía so­mos poderosos, realmente poderosos, estamos dotados de un poder que nos permite tener siempre la palabra justa e inte­ligente en cualquier conversación y sobre cualquier tema, descubrir que por fin dominamos el inglés, seducir como nun­ca pensamos que podríamos hacerlo, alcanzar la brillantez profesional deseada y convencer con enorme facilidad a quien antes era francamente difícil hacerlo, hacer que los demás se enganchen a nuestros sueños como por ensalmo, y carecer por completo de límites, de cualquier límite, y todo eso lo hacemos durmiendo dos, tres o a lo sumo cuatro horas, y así durante días y días. ¿Quién no se creería poderoso si le pasa todo eso?

Por supuesto, algunas cosas son especialmente raras, pero quizás no más raras que hablar inglés; en mi caso me parecía sospechoso que «la Vida» (un eufemismo para no hablar de Dios) se hubiera puesto en contacto conmigo para decirme que era uno de los elegidos para salvar a la humanidad, que se en­contraba amenazada de muerte. Sí, me pareció sospechoso, pero también pasaban muchas otras cosas; ésta era una más. Por supuesto, también fue sospechosa mi creencia de que ha‑

bía podido percibir lo inefable, cuando es bien sabido que la imposibilidad de su percepción es justamente lo que cualifica algo de inefable, pero yo lo percibí, sí, lo hice. Como también, después de un encuentro realmente raro con alguien, le insistí a un amigo investigador para que llevara a un laboratorio una patata, un lápiz de labios, una naranja y no recuerdo qué más, ya que en la sabia combinación de esos elementos se encon­traba el secreto de la curación del cáncer. O cuando aseguré sin pestañear que había tenido un encuentro con una enviada del demonio.

Era un ser poderoso que pensaba o al que le pasaban co­sas raras, ciertamente, pero que seguía siendo un buen directivo y un magnífico docente. ¿Cuál era el problema?

Si se me permite una metáfora para ese estado de po­der, quiero hacerla diciendo que la manía es como un tigre de bengala, un hermoso y majestuoso tigre de bengala. Un día descubrirnos que nuestras garras son poderosas, nuestros movimientos elegantes, que logramos con facilidad lo que queremos, poco a poco el tigre se está adueñando de no­sotros, pero en ese momento es divertido, nosotros «controla­mos al tigre», y el tigre es obediente, simplemente pensamos entonces que hemos adquirido nuevas habilidades, nuevas capacidades. Sin embargo, el tigre empezará a cobrar vida propia, de pronto tiene iniciativa, la juzgamos inocente, no pasa nada, todavía controlamos, muy rápidamente, el tigre va a multiplicar sus iniciativas, ya no las podernos controlar pero todavía creemos que sí, y un día ya sólo hay tigre, y cerramos los ojos, incapaces de hacer nada, nos dejamos arrastrar, nosotros ya no somos nosotros, ahora sólo existe el tigre.

Cada uno de nosotros tiene su historia para llegar a la hos­pitalización, imagino que la mía no es especialmente particular: me trajeron al hospital y, antes de que me diera cuenta, estaba rodeado de sanitarios y una psiquiatra me decía que me inter­naba, que me retenía, y así lo hizo, en apenas una hora pasé de ser un ciudadano «libre» a estar atado a una cama de urgen­cias psiquiátricas.

Puedo recordar la escena con total nitidez, mi incredulidad, mis protestas, mis acusaciones de retención indebida, y cómo inexorablemente me tuve que desnudar y soportar cómo me sedaban utilizando la más grande de las agujas que nunca he visto.

Pero cuando me acosté, todavía sin entender nada, justo antes de dormir, algo en lo más profundo de mi ser simplemente dijo, muy bajito, pero claramente: por fin, por fin se iba a ir el tigre, por fin yo tenía una oportunidad de volver, y me dormí, para un par de días.

Por fin pude estar en silencio.

La vida con el trastorno A/ principio

Tras la manía, la depresión, la facultativa depresión, la inevita­ble depresión, la atroz depresión, a la que espero no volver jamás.

Y la sorpresa, el miedo, la angustiosa sentencia «es usted un enfermo mental crónico», el descubrimiento del trastorno y de su gravedad, el cambio de hábitos, dormir es más impor­tante que comer, el litio para siempre con sus mil efectos se­cundarios, la ocultación de lo sucedido («si habla de su enfer‑

medad corre el riesgo de exclusión social»), la sensación de que ya no hay vida, la clara sensación de que simplemente se acabó.

La aceptación

Sería absolutamente injusto no mencionar a los doctores Colom y Goikolea, no puedo omitir sus nombres y no lo hago, me aga­rré a ellos, especialmente al doctor Colom, me agarré para tra­tar de pensar que sí había vida después del trastorno, no sabía si la habría, pero sí sabía que creer eso era la única opción que tenía.

Y un día, quizás un año después, me levanté, me miré al espejo y me dije: sí, tienes el trastorno bipolar, pero no eres un bipolar. Tengo una enfermedad seria, pero sólo es eso, una en­fermedad, no una identidad. Mi identidad es la misma con o sin trastorno, y esa identidad se merece una oportunidad, se mere­ce una vida.

Y acepté, acepté plenamente mi enfermedad, acepté que no había nada de temporal en medicarme, en cuidar mi sueño, en cuidar mis hábitos, en no beber alcohol (aunque ahora algo sí bebo), acepté que no había nada de temporal en intentar cuidar de mí, acepté que era definitivo, para siempre, pero esta vez ese «para siempre» no me sonó nada mal, mi vida también es para siempre, es para el mismo «para siempre».

La nueva vida

Por supuesto, tras el trastorno mi vida cambió, pero ha sido sim­plemente eso, un cambio; por tanto, si se quiere, es una nueva

vida, pero fundamentalmente una vida. Antes tuve una vida, ahora tengo otra, una nueva, pero tan vida como la primera, y a veces pienso que incluso un poco más.

Ha seguido pasando el tiempo y he seguido haciendo mi camino, el camino que yo he elegido, aceptando plenamente la enfermedad y al mismo tiempo tratando de que ella no me impida hacer nada de cuanto deseo hacer.

En ese trayecto he ido descubriendo algunas cosas, como que no hay nada malo en dormir en torno a siete horas cada día, que no hay nada malo en armonizar las actividades profe­sionales, que no hay nada malo en reconocer que estoy cansa­do y darme descansos, que no hay nada malo en consumir al­cohol muy moderadamente y evitar cualquier droga (aunque confieso que sigo fumando), en definitiva que no hay nada malo en tener cuidado de mí, que eso no es ninguna limitación; al contrario, eso EIS un camino de libertad.

Naturalmente, me medico diariamente, dos tomas, por la mañana y por la noche, pero por la mañana también tomo un café con leche, y todas las noches ceno, he adquirido un nuevo hábito, medicarme, y lo he unido a los que ya tenía, y esa me­dicación me aleja de la depresión, trata de ponerme a salvo de eso, trata de ayudarme, quizás sea bueno entonces que yo tam­bién le ayude a ella. No quiero volver a estar deprimido, no quie­ro que el tigre vuelva a mi casa, ese tigre, aunque parezca atractivo, tiene sus propios intereses y esos intereses no son los míos.

El trastorno puede darnos algo

Quizás no hace demasiado tiempo de eso, pero también he descubierto que el trastorno no vino para quitarme nada en

especial, nada que fuera realmente bueno para mi vida; cier­tamente es una amenaza, por supuesto, pero el trastorno tam­bién hci hecho otras cosas.

Me he dado cuenta de que el descubrimiento del trastorno fue en realidad una especie de oportunidad en mi vida, la opor­tunidad de que reflexionara, la oportunidad de que aprendiera qué era importante y qué no, la oportunidad de intentar apre­ciar cada día que vivo, la oportunidad de reconocer que la vida es valiosa y que vale la pena intentar destinarla a lo que quere­mos, tener un propósito y tratar de cumplirlo, que vale la pena intentar ser fiel a uno mismo.

Veo también cómo el descubrimiento, poco a poco, me ha hecho ser más tolerante, más comprensivo, esquivar los enfados, evitar radicalmente la ira, tratar de alejar de mí los pensamientos negativos, y me ha traído también un inmenso afecto hacia las personas que tienen enfermedades crónicas, una solidaridad profunda con todos los enfermos mentales y también con los discapacitados psíquicos.

Creo que hoy estoy mucho más preparado para el amor, sí, eso creo.

Podemos elegir

Con todo respeto, con especial respeto a todos los que sufren por un trastorno que parece indomable, con especial respeto y amor, creo que nosotros también podemos elegir, podemos ele­gir no ser nunca bipolares, podemos elegir simplemente tener el trastorno.

Es nuestra elección, y ningún tigre nos la va a arrebatar.

M.M., 45 años.

Haz el amor, y no la perra

En manía: mi nombre es no importa. Vivo una constante excusa biológica. Me considero enganchada al trastorno bipolar. A la manía. La manía es vivir en mayúsculas. Gozar. Reír por dentro. Es entenderlo todo. Poderlo todo. Olerlo todo. Andar por la calle y sentir el mundo bajo mis pies. Quizás el mundo gira porque yo camino, y el mundo no es más que otra ruedecita de un háms­ter que soy yo. Quizás, quizás, quizás. La manía es también, y eso es lo más importante, el mejor sexo de mi vida. Toda yo soy un inmenso punto G («G» de «Gozar», «Gritar», «Gemir»), y el mundo una inacabable zona erógena, nunca errónea.

En manía, mientras tanto, un poquito más tarde: mi nombre no importa. No puedo salir. Tengo miedo, mucho miedo. Miedo de la gente, miedo del sol. Me llevo mejor con la luna. Y algunos hombres buenos —algunos tíos buenos, sobre todo eso—. Una noche inacabable en la que nunca duermo. Después de la ma­nía: os cuento que la manía es goce, sí, pero también es miedo. Es un baile, es verdad, pero no paras cuando quieres. Es una fiesta, sí, pero la pagas cara. Es la risa, pero no la felicidad. Es sexo, sí, pero también son problemas, sida, embarazos, abortos, golpes, discu­siones. Es poderlo todo; o eso crees, porque nunca puedes vencer a la manía. No puedes sola. Es olerlo todo, pero eso no es bueno.

Estoy harta de la manía. De no poder mirar al mundo a la cara cada vez que salgo del hospital. De la depresión y la vergüenza.

Y declaro solemnemente: que dormiré para despertarme feliz, me medicaré para seguir siendo yo, no me beberé la vida de un sorbo, aprenderé a leer el mapa de mi enfermedad. Que haré el amor y no la perra.

Cristina, 36 años.

LAS FASES MIXTAS: DEPRIMIDO Y MANÍACO A LA VEZ

Uno de los estados que, según refieren nuestros pacientes, induce un mayor sufrimiento son las fases mixtas, en las que se mezclan síntomas de la depresión (pensamientos negativos, ideas de muer­te, llanto) con síntomas maníacos (inquietud, dificultad para dor­mir, irritabilidad, aceleración del pensamiento, etcétera). La an­siedad y la irritabilidad son muy características de estas fases que implican un alto riesgo de suicidio y problemas sociales.

El psiquiatra alemán Emil Kraepelin fue el primero en definir los estados mixtos, describiendo hasta seis subtipos: manía ansio­sa, manía con pobreza de pensamiento, manía inhibida, estupor maníaco, depresión agitada y depresión con fuga de ideas. Aun­que hoy en día no utilizamos esta clasificación, resulta muy útil para hacerse una idea de la gran variedad de Formas que puede tener un episodio mixto, lo que genera no poca polémica entre los especialistas. La clasificación de los trastornos mentales más

  Emil Kraepelin.

usada en la actualidad (Diagnostic and Statistical Manual, DSM) tampoco aporta mucha luz al tema, al utilizar como criterio para fase mixta la presencia simultánea de un episodio de manía y otro de depresión, algo que sólo ocurre raramente. Algunos de los es­tados mixtos más comunes se caracterizan bien por la combina­ción de pensamiento empobrecido e inquietud o por la presencia de aceleración del pensamiento con contenidos negativos. La irri­tabilidad, la disforia, la labilidad y el llanto son síntomas también muy característicos de los estados mixtos. Muchos pacientes se manifiestan especialmente alterados, en las fases mixtas, por un «bombardeo de estímulos»: el aumento de la sensibilidad de los sentidos propio de la manía se combina con la ansiedad, el ago­tamiento y el pesimismo propios de la depresión. En este contex­to, el paciente puede molestarse y sufrir de forma aparentemente desproporcionada por cualquier ruido, olor o circunstancia am­biental, lo que, en combinación con la irritabilidad, suele dar lugar a un gran número de problemas familiares y sociales.

Llámame Lola

Mi nombre es Dolores. Es un nombre depresivo.Y yo también,Yo soy depresiva bipolar,Y digo depresiva bipolar porque nunca he tenido ningún episodio de euforia. Afortunados los maníacos, porque al menos se sienten fuertes alguna vez. Pero yo soy de‑

RECUERDE QUE…

En las fases mixtas se presentan síntomas maníacos y depresivos simultáneamente.

Suele predominar la irritabilidad y la ansiedad.

presiva bipolar: tengo depresiones normales que se alternan con episodios mixtos… con predominio de depresión. Y por eso soy bipolar. Y digo que soy bipolar aún a sabiendas de que Co­lom y Vieta se cabrearán y me dirán que no, que no «soy» bipo­lar, sino que «padezco» un trastorno bipolar. Pero yo siempre soy mi depresión o mi episodio mixto, y muy pocas veces estoy bien. Así soy.

Los doctores me han pedido que escriba sobre mis episo­dios mixtos, y lo hago por si puedo ayudar a alguien. Estar mixta es peor que estar deprimida. Con eso os lo digo todo. Si estar deprimida es terrorífico, porque estás cansada, te quieres morir, te duele todo y no ves la salida, imaginaos lo mismo pero a gran velocidad, con un montón de ansiedad, con la cabeza pensan­do cosas horribles a mil por hora, con el corazón siempre al bor­de del infarto, con las piernas que no te dejan quieta aunque estés cansada, con todo el mundo molestándote… Yo lo com­paro con una borrachera de carajillos; el alcohol hace que estés patosa, fatigada y atontada, pero el café no te deja dormir y hace que estés inquieta. No intente hacer esto en su casa.

No puedo escribir sobre una fase mixta tratando de gene­ralizar: para mí cada fase mixta es distinta, pero igual de jodida. Por lo tanto, os comentaré algunos síntomas que aparecen a menudo en estas fases, según he hablado con mis doctores, y luego os imagináis vosotros la mezcla que más os apetezca; en cualquier caso os saldrá una ensaladilla emocional terrorífica.

— La irritabilidad o síndrome del Cid Cabreador es el sínto­ma más común. Hace que todo me moleste tremendamente. Cualquier cosa. No tengo paciencia para nada y no tolero la menor adversidad o contradicción. Como podéis imaginar, me ha hecho muy popular entre mis amistades. Es frecuente que

conteste de cualquier forma o mande a la mierda a cualquier persona. Pero eso, que el psiquiatra ya considera irritabilidad, sólo es la punta del iceberg. Lo peor es lo que va por dentro; la irritabilidad es como una energía que me sobra y hace que esté todo el rato a punto de estallar o llorar. Pero, si estallo, insulto, grito o lloro, aún me siento peor.

La ansiedad y la angustia también están siempre allí, sobre todo cuando no las llamas. La primera, dicen, es más men­tal, y la segunda es física: se me dispara el corazón, sudo, tengo tensión muscular y varios nudos en la barriga (nudos gordianos, supongo que por eso no estoy delgada). Ambas son muy mo­lestas.

El cerebro, cuando estoy mixta, es como una lavadora estropeada, que constantemente cambia de ritmo: a veces la cabeza centrifuga y lo paso fatal. Otras veces el pensamiento me va tan lento que parezco tonta.

El contenido de mi pensamiento (es decir, la colada en el anterior símil) es siempre negativo. No es infrecuente que pien­se que me quiero morir.

El insomnio es también una constante, sobre todo de noche. De día no tengo: a veces me echo largas siestas duran­te el día.

— A veces bebo vino para intentar calmarme: es peor. ¡Bo­rracha y mixta!

— Y ya la guinda del pastel es lo que le pasa a mi cuerpo: estoy cansada pero no puedo estar quieta.

Éstos son los síntomas de mis fases mixtas. Quizás me olvido alguno, pero ya os podéis hacer una idea.

Pero no quiero acabar este texto en negativo; aunque esta enfermedad me lo ha quitado todo, yo quiero creer a los doc‑

tores y vencer a la enfermedad. Las pocas veces que he estado estable han sido como un oasis en mi desierto de sufrimiento, pero creo que he logrado ser feliz aunque sea sólo en esos mo­mentos. Y con las nuevas medicaciones (sobre todo los antipsi­cóticos atípicos), creo que cada vez voy un poco mejor. Menos Dolores. Más Lola.

Dolores, 50 años.

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