REVISION. DEPRESION CATASTROFICA

REVISION. DEPRESION CATASTROFICA

 

rosa experiencia que juntos tuvimos. Ahora, de todos modos, me encuentro igual­mente reacia a concluir la experiencia, lo que se relaciona sin duda con la riqueza del material y con un sentimiento de incompletud, pues son muchas las preguntas que permanecen sin respuesta. Pero me inclino a pensar que mi dificultad para «dejar a John» tiene cierto significado específico, en función de la desesperación, de este niño al ser abandonado. Cuando pienso en John, aún lo recuerdo primera­mente como un niñito perdido y triste. Antes de dejarlo, quisiera reunir los hilos del material clínico y delinear las fuentes de sus estados depresivos y su relación con la desmentalización.

Era la calidad del desamparo de John lo que inspiraba compasión, y su tirá­nica posesividad no era más que una manera de escapar de un terror apabullante de ser dejado solo. Su persistente intrusividad parecía emerger del temor a la inminente catástrofe de caer en un abismo si surgía cualquier espacio entre él y la otra persona. Ya a partir de la primera sesión dio indicaciones claras de su necesidad de ser sostenido —él, literalmente, debía pasar de las manos de una persona a las de la otra— pues de otro modo se derrumbaba. Detrás de su apa­riencia física vigorosa, se escondía un bebé pequeñito y débil, psíquicamente incapaz de usar sus ojos, sus oídos o su nariz para cubrir la distancia; debía estar siempre realmente tocando a alguien. No habiendo aún establecido una relación interna o externa con un objeto del que pudiera estar seguro que había de volver, no se atrevía a dejarle ir. Esto me hacía sentir que yo debía entregarme total­mente a este bebé-John, que deseaba y necesitaba mi continua presencia. Pero sus exigencias eran tan insaciables al insistir no sólo en que lo llevara en brazos sino en ser también parte de mi vida física y mental, que me forzaba a sentir deseos de cerrarle la puerta de un golpe para mantenerlo afuera, o a ansiar el regreso del papá —la hora de papá— para aliviarme de este bebé. Si yo, que sólo lo veía una breve hora cinco veces por semana, lo sentía una carga tan pesada, ¿qué tensión no deberían sobrellevar los padres de un niño así? Parecía humana­mente imposible tener energía, paciencia y suficiente tolerancia a la culpa y.la desesperación: culpa hasta por ponerlo en el suelo sabiendo que se derrumbaría como un manojo desvalido o se convertiría en una cáscara vacía e hiperactiva. ¿Y la desesperación? Eso era producto de la conciencia de que no importa cuánto uno lo llevara en brazos, no cambiaría nada, y la ansiedad de no encontrar ninguna manera de proveerle una experiencia satisfactoria que pudiera sostenerlo durante la más breve de las separaciones.

Sólo en raras ocasiones podía decirse que existió algo parecido a una situación nutricia normal entre John y yo, un intercambio vivaz de proyección e introyec­ción. La mayor parte del tiempo, John era incapaz de alcanzar este estadio de re­lación. Dominado por su miedo a la pérdida, su esfuerzo estaba limitado a colgarse y adherirse a mí. Sus posiciones características eran: en mi falda, con su espalda contra mi pecho o colgado de mi brazo o del lóbulo de mi oreja. Este era el con­tacto que John tenía con un objeto vivo, mientras cualquier separación espacial anunciaba abandono. La señora E. Bick ha descrito este fenómeno como identifi­cación adhesiva, la manera más temprana de un bebé de relacionarse con un obje­to. Mis brazos, mi falda, mi atención parecían ser la cuerda que mantenía unida la mente de John. Esto corresponde a la función del pezón en la boca del bebé

 

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que actúa como el foco que mantiene al bebé integrado. En el momento en que yo me separaba, la mente de John se desarmaba, o tal vez él pasivamente permi­tía que así sucediera, antes que sufrir una extrema desesperanza. Allí donde otro niño gritaría de miedo o de rabia, John experimentaba su objeto como inalcan­zable y abandonaba todo, sumido en la desesperación.

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