TERCER MES — PREPARACION DE LAS VACACIONES: «LA SEÑORA IDA»

TERCER MES — PREPARACION DE LAS VACACIONES:
«LA SEÑORA IDA»

Era evidente que John había desarrollado una relación muy intensa y estrecha conmigo y que respondía a mi estado de ánimo, mi cuerpo, mi voz y mis palabras; pero yo no sabía en qué medida él comprendía realmente mis comunicaciones ver­bales. La velocidad y complejidad con que reaccionó a mis explicaciones acerca de las próximas vacaciones de Navidad me pasmaron y dejaron escasas dudas acerca de su capacidad para comprender.

Yo había preparado una tarjeta que mostraba los días de las sesiones antes y después de las vacaciones como círculos pintados en rojo, mientras que las sesio­nes que no tendríamos estaban indicadas por círculos vacíos. Señalando el círculo correspondiente a cada día dije «señora aquí, señora aquí» etcétera… «señora ida, ida», etcétera… «señora vuelve». «Señora», por aquel tiempo, se había establecido como la manera en que él y su madre se referían a mí. La reac­ción inmediata de John fue mirar por la ventana y estallar en risotadas en cuanto veía un pájaro. Señalé que se estaba diciendo a sí mismo que eran esos niños-pá­jaros los abandonados, no John, porque pensarlo le resultaba demasiado terrible. Entonces fue a sentarse a horcajadas en su cajón y de una sola embestida desen­terró todos los lápices y el papel y los tiró al suelo. Dio un golpe a la tarjeta y tra­tó luego de arrastrarme bajo la mesa, donde se había recostado cantando la melo­día de «buen día, buen día, hemos bailado durante toda la noche», si bien las únicas palabras que pude descrifar fueron «good n:31ing» y «night loo» . Después que interpreté que él había desalojado a las partes papá-lápiz y que estaba toman­do su lugar en mi cola y quería que yo me uniera a él para hacer caca-bebés, se levantó e hizo unas líneas curvas, llenó con plastilina algunos de los círculos, y de un mordisco le arrancó la cabeza al león. Fue al diván, se recostó con la cabeza colgando de un extremo y quiso que yo volviera a levantarlo.

Esto trajo a mi memoria un juego semejante de principios del tratamiento, y entonces surgió la incógnita de si estaba identificado con el papá-león decapi­tado, temeroso de ser cortado y abandonado, o si quizá no estaría amenazándome con suicidarse —decapitándose, separando su cabeza de su cuerpo—, a menos que yo lo obedeciera.

Cuando a la mañana siguiente abrí la puerta, su madre me dijo que John se sentía muy impaciente por venir y había estado golpeándose la cabeza contra mi puerta llamando » ¡señora, señora!». Traía consigo cinco caramelos que me recor­daron los cinco círculos por semana en su tarjeta de vacaciones. Me tocó y olió la boca; lamió y chupó los caramelos con mucha parsimonia y cuidado, hacién­dolos «descansar» a ratos, de manera que le duraron la hora entera. Todo esto di­fería mucho de su comportamiento corriente, puesto que siempre mascaba los caramelos para terminarlos uno detrás de otro. Era evidente que estos caramelos eran equiparados con unidades de tiempo, que debían Ser preservados con la espe­ranza de que el tiempo/sesiones/análisis pudiera prolongarse por el mismo lapso,

* Por good morning y night through. [N. del S.]

 

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que pudiera durar para siempre. Gran parte del tiempo se sentaba en mi regazo, miraba mi tarjeta y repetía imitándome: «La señora está aquí»… «la señora ida»… «la señora vuelve»: Se mecía suavemente con un aire cada vez más triste. Después se puso a oler con insistencia los muebles, a tirar de las hebras de la funda del diván y a romper el jabón y clavar las uñas en los trocitos. Pero entre una cosa y otra se acercaba a mí y lamía sus caramelos suavemente. En esto vemos a John tratando probablemente de disociar sus sentimientos de rabia a otras partes de mi cuerpo/cuarto para preservar el caramelo/pecho.

Después del fin de semana volvió con una tos ronca, hizo pedazos un trozo grande de plastilina y con expresión de astucia miró al «papá-silla» del rincón, diciendo «hola pescado». Después se irguió sobre mis muslos, defecó en sus pan­talones, miró por la ventana y dijo «bebés». Se acurrucó contra mí, miró a la le­janía y despacio, con desesperación, dijo: «la señora, la señora, la señora ida». Tomó luego la tarjeta de las vacaciones y llenó con plastilina los círculos vacíos. Se limpió las manos en los fondillos del pantalón y fue a oler mi silla y otras sillas y muebles, cada vez con más frenesí. Se dirigió hacia su osito de felpa, que había depositado al principio de la sesión sobre la mesa, lo acunó y sus cabezas cho­caron. Cuando hablé, volvió a sentarse en mi regazo, se frotó el pene, cruzó los pies bajo la mesa y la empujó de adelante hacia atrás.

Comentario. Aunque al parecer la intención de John era triunfar sobre los «bebés-pescados» al defecarlos fuera de mí, parece que en el proceso de expul­sión perdió a la «señora». Otra posibilidad era, al parecer, que él mismo se sin­tiese empujado fuera de mi interior. Parece haberse vuelto hacia las heces para llenar su vacío interior; pero se angustió nuevamente por haber convertido mi in­terior solamente en un trasero. Las actividades sádicas de mecerse y golpear su cabeza contra la del osito se dieron en un momento en que, pienso, John sintió que la señora buena se había ido sin posibilidad de retorno. Cuando mi voz lo trajo nuevamente a mi falda, su conducta masturbatoria pareció como un último esfuerzo desesperado de controlarme, de impedir que me alejara. La desnuda desesperación de John, el sentimiento de pérdida total de la señora-mamá parece haber surgido en este caso de una falta de diferenciación entre el self y su objeto, entre lo que él hace dentro de su cuerpo y lo que me hace a mí exteriormente. El material sugiere fuertemente que él siente esa defecación como la expulsión con­creta de bebés desde mi ano, así como del suyo. Entonces, puede haber sido él mismo tanto como los otros los que fueron expulsados. Mis asientos-sillas estaban tan absolutamente identificados con su trasero, que para él olían como los fondi­llos de su pantalón. A este niño afligido no le reaseguraba en absoluto el hecho de que yo pudiera sobrevivir externamente como mamá-pecho y mamá-falda, distinta de la mamá-ano destruida.

La prueba de realidad para John estaba dañada debido a que confiaba en un solo dato sensorial, en este caso su sentido del olfato. Este ordenamiento de los objetos en función de una sola Modalidad sensual por vez, era tan típica de John como de los otros niños autistas estudiados en nuestro grupo. Aprecia­ban altamente las cualidades sensuales de un objeto y eran en distintos mo­mentos todo nariz, todo orejas, todo ojos. Se me ocurre que esta estricta separa‑

 

ción de los sentidos en el self puede ser la consecuencia de emplearlos para sepa­rar una a una las partes de la madre y controlarlas; poseer exclusivamente sus ojos, sus oídos. La conjunción de los diferentes órganos sensoriales puede considerarse como la unión de partes del objeto, lo cual hace estallar los celos asesinos. Así, las distintas partes se mantienen continuamente separadas y tienden a funcionar aisladas unas de otras. Esto sugiere una conexión entre el fenómeno autista de disociación sensual en el self y la menos primitiva separación obsesiva de los obje­tos para poder controlarlos. Pero cuando había atacado una de las partes del cuerpo materno, esta separación de los datos sensoriales dejaba a John a merced de la desesperación, ya que carecía de medios para la prueba de realidad. En la sesión que acabamos de comentar, el trasero desapareció literalmente de la exis­tencia de John; perdió el sostén de mi falda tanto como sus heces sin poder esta­blecer si aún existía mediante el tacto o la visión.

Durante las sesiones siguientes intentó restablecer su relación con los pechos-caramelos, diferenciar el ano-olor de sus heces y oler el pecho-sabor de su leche-análisis. Utilizó mi mano para ayudarse a poner los caramelos en una pila separada de las de los trozos de plastilina. Pero era probablemente un índice de su confu­sión de zonas el que los caramelos que trajo eran de la variedad que tiene orozuz negro entre dos colores claros.

Su tos empeoró en los días siguientes y tuvo que guardar cama durante el fin de semana. Quiso que nadie más que su madre lo cuidara, lo cual la hizo sentir feliz y más cerca de su hijo de lo que se había sentido desde que era un bebé.

Cuando John regresó, hablaba con la voz malhumorada de antaño, diciendo «mooss» que sonaba como una mezcla de «milz» y «poohs» (sus palabras para leche y heces), y cuando tosía se sacudía como si quisiera librar su interior de algo malo. Su conducta variaba entre apretujarse contra mí y golpear violentamente su cabeza contra la del osito. Tan pronto como veía un pájaro, su cabeza caía como una flor cortada de su tallo. Al final de las sesiones se volvía completamente cojo, forzándome a bajarlo en brazos. Su porte era patético, como si indicara que yo lo estaba separando de su cable de salvamento y lo abandonara para que lo ma­taran sus rivales y perseguidores.

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