El sentimiento de «si yo fuera usted».

El título de una conocida novela del escritor francés Julien Green me pareció sumamente apropiado para encabezar las consi¬deraciones que deseaba plantear acerca de ciertas vivencias experi¬mentadas desde los primeros períodos de la vida.
Ante todo quisiera hacer resaltar la universalidad y la muy frecuente —por no decir casi constante— aparición del sentimiento «si yo fuera usted», predominantemente en forma inconsciente, en la conducta humana en general. Lo que varía son las motivaciones que, en cada caso o circunstancia particular, generan ese deseo con el profundo anhelo de convertirlo en realidad.
Me agradaría pasar revista a los diferentes procesos emocio¬nales que, desde la más temprana infancia, determinan el impulso al «si yo fuera usted».
Hay un primer período en la vida del niño en que ese senti¬miento no existe prácticamente porque no percibe la diferenciación entre su self y todo lo que no es self.
El lactante no reconoce, en un comienzo, otra existencia que la suya propia (el pecho materno no es más que una parte de sí mismo) . Cuando los deseos de alimentación y afecto se encuentran gratificados, aquel siente el mundo como algo inmensamente bueno, porque sus propias sensaciones constituyen su mundo, y todo le resulta placentero. Pero cuando no tiene leche y no encuentra bie¬nestar, o se siente torturado por la rabia de una frustración o el des¬consuelo de experiencias dolorosas, todo el mundo es para él un solo sufrimiento.
Y es precisamente esta última experiencia, la dolorosa y angus¬tiante, ya sea determinada por la vivencia de una pérdida abrumadora o por la consecuencia de los propios impulsos agresivos ligados a la frustración o al sufrimiento, la que pone en marcha el proceso tendiente a la discriminación del objeto como algo exterior a uno mismo. Empieza a diferenciarse el no-self del self, poniendo en funcionamiento el fenómeno de la identificación proyectiva. Pero la proyección no sólo interviene como un mecanismo fundamental para la adquisición del juicio de la realidad, sino que al mismo tiempo es aprovechada como defensa contra las propias reacciones emocionales. Todas las sensaciones y sentimientos desagradables y penosos son automáticamente confinados fuera de nosotros.
La angustia, el sentimiento de culpa, el temor a la crítica de nuestras instancias censoras o el miedo a la represalia determinan que ubiquemos en el mundo exterior todo lo que consideramos negativo, prohibido o peligroso. Por eso suele ser tan común que lo malo, lo destructivo y dañino sea atribuido al otro, al rival, al partido político opositor o al país enemigo. En cambio, con cuánta rapidez y facilidad se tiende a considerar que las intenciones propias son siempre puras y, sobre todo, justas. En toda relación conflictiva surgida entre padres e hijos, marido y mujer, patrones y obreros, siempre se está dispuesto a encontrar, sin vacilación alguna, el ma¬yor de los egoísmos y de las agresiones… en las actitudes de la parte contraria.
Pero también se proyectan sentimientos y actitudes positivas, como veremos más adelante, para poder crear y mantener buenos vínculos con los demás. Sin embargo, es más frecuente la utiliza¬ción de ese mecanismo en los casos en que predomina la angustia por la aparición de las situaciones emocionales como las anterior¬mente descriptas.
Se preguntarán, quizá, qué relación existe entre todo lo dicho y el proceso del «si yo fuera usted». Precisamente, una de sus bases fundamentales reside en poder movilizar, desplazar y sustituir de¬terminadas cargas afectivas, ubicándolas en diferentes lugares.
Si consideramos por un momento —para ilustrar esos conceptos—el caleidoscópico panorama de las fantasías del niño, comprobare¬mos con qué intensidad y frecuencia participan los mecanismos proyectivos en ellos. El niño no sólo se identifica con prodigiosa facilidad con los distintos aspectos de los personajes que él hubiese querido ser (estimulado por la admiración, la envidia o el temor) , sino que «fuerza» a intervenir en dichas identificaciones a sus com¬pañeros de juego, a los adultos y, muy especialmente, a sus juguetes y muñecos. Basta con observar los diferentes tratos o roles asignados a sus muñecos para comprender de qué manera el niño dramatiza sus respectivas identificaciones. No resultará aventurado suponer, por ejemplo, que en la tortura y destrozos despiadados a que somete a sus juguetes están contenidos —por lo menos en parte— el odio y la agresión experimentados contra alguno de sus padres o el hermano rival; o contra sí mismo en la medida en que inconsciente¬mente quiera castigarse por su vivencia de culpa. En la exquisita ternura y actitudes maternales con que una niña trata a su muñeca está claramente reflejada su intensa aspiración a ser como su madre, pero simultáneamente se proyecta en la muñeca para recibir el trato que idealmente hubiera deseado de parte de su propia madre.
Entre los primitivos se han observado mecanismos de identifi¬cación muy similares en sus concepciones profundas a los descriptos en el niño, y que se manifiestan esencialmente a través de las téc¬nicas mágicas. En mi trabajo sobre el Tabú (5) me he referido con cierto detalle a las distintas formas de magia primitiva. Men¬cioné, en aquella oportunidad, a la «magia imitativa» que caía en el error de suponer que dos cosas que se parecían eran una misma, y la «magia contaminante» que aceptaba que dos cosas que habían estado alguna vez en contacto seguían estándolo. Tanto una como otra se basan en el esquema proyectivo del «si yo fuera usted». Así, por ejemplo, fabricar una efigie con la imagen representativa de un enemigo a quien se desea la muerte, dañarla con la seguridad de estar destruyendo automática y simultáneamente al enemigo, constituye una demostración evidente del deseo del cumplimiento mágico de la fantasía agresiva por medio de la utilización de los mecanismos de proyección, desplazamiento e identificación.

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