capítulo XV CÓMO CONVIVIR CON UNA PERSONA BIPOLAR ¡Y NO ENFERMAR EN EL INTENTO!

capítulo XV

CÓMO CONVIVIR CON UNA PERSONA
BIPOLAR ¡Y NO ENFERMAR EN EL INTENTO!

El hecho de que uno de sus miembros padezca un trastorno

bipolar provoca en el grupo familiar muy distintas reacciones que van desde la negación absoluta hasta la sobreprotección. Como puede imaginar el lector, ambas actitudes pueden afectar negati­vamente el curso del propio trastorno bipolar, ya que son poten­cialmente generadoras de estrés.

La negación de la enfermedad es una actitud muy caracterís­tica de los pacientes bipolares que se da especialmente durante las fases maníacas e hipomaníacas, pero que se puede presentar en cualquier momento de la enfermedad. Algunas familias tam­bién adoptan una actitud negadora de la enfermedad a modo de protección de ellas mismas, ya que suponen que admitir la en­fermedad de uno de sus miembros es una forma de abrir la caja de truenos y puede acabar por poner en evidencia la enfermedad de otros miembros del grupo familiar en principio sanos. En otros casos, tras la actitud de negación se esconde un sentimien­to de culpabilidad acerca de la enfermedad; muchos padres esca­samente informados pueden llegar a pensar que el trastorno que

padece su hijo es debido a algo que ellos han hecho o han dejado de hacer, por lo que negarlo es una forma de protegerse de la culpa.

La familia negadora atribuye cualquier síntoma a la voluntad del paciente. Así, si está profundamente deprimido y no se mue­ve de la cama se le acusa fácilmente de «vago», «dormilón», etcé­tera, y si está maníaco se le acusa de «rebelde» o «salvaje».

La actitud de la familia negadora ante la medicación suele generar mucho estrés en el paciente y a menudo le lleva a aban­donar su tratamiento. Son característicos comentarios del tipo «tanta medicación te va a dejar zombi», «pareces un drogata», «te vas a quedar enganchado» o «eres un cobarde que intenta solu­cionarlo todo en la vida con pastillitas».

Por ello, educar a la familia es tan importante como educar al paciente, ya que puede constituirse tanto en el mejor aliado como en el principal obstáculo para un buen tratamiento. En nuestro grupo, tenemos una psicóloga exclusivamente dedicada a educar a las familias, en formato de grupos. Hasta ahora, los resultados son más que destacables. Las familias informadas acer­ca de la enfermedad acaban por tener menor estrés, culpabilizan menos a sus hijos y consiguen con ello un mejor curso de la en­fermedad.

En el extremo opuesto a la negadora se halla la familia sobre-protectora. En este caso, se tiende a interpretar cualquier cosa que le suceda al paciente, o cualquier cosa que haga o piense, en clave de la enfermedad. Esta actitud termina en una conducta muy opresiva hacia el paciente, de máxima vigilancia, que —ob­viamente– acaba por generarle mucho estrés, agobio y, por consiguiente, actitud de rechazo hacia la enfermedad y lo que le rodea.

La familia sobreprotectora interpreta como inicio de recaída cualquier discusión con el paciente o cualquier actitud de éste que no coincida exactamente con lo que ellos piensan. Es típico que hagan de las clásicas discusiones generacionales entre padres e hijos parte de la enfermedad o argumenten normas que, en principio, no deberían tener que ver con la misma.

Algunas conductas que serían ejemplo de sobreprotección o de sobreimplicaciión serían:

El padre que, ante el recién estrenado piercing o tatuaje
de su hija, la acusa de estar iniciando una fase maníaca.

La esposa que, durante una de las características riñas con­yugales, acusa al marido de estar «irritable, probablemen­te mixto».

3 Los padres que justifican a su hijo vago y pasota creyendo que está deprimido.

Los padres que preguntan cuatro veces al día a su hijo bipolar si ya tomó su medicación; es lógico que se preocu­pen por su salud, pero una actitud de control excesivo puede acabar por agobiar al afectado. Lo mejor sería un cuidado constante pero con cierta distancia.

RECUERDE QUE…

La negación o la sobreprotección son reacciones habituales por par­te de la familia, pero ambas son disfuncionales.

La educación de la familia es clave para un buen pronóstico del trastorno bipolar.

El fin del mundo (relato de un familiar)

A veces ves por la televisión situaciones absolutamente increí­bles, gente que soporta un sufrimiento espantoso o una injusticia durante años y te preguntas cómo han llegado a ese punto. Cómo aguantan. Por qué resisten.

La respuesta es porque hasta la tormenta más dura se inicia con una sola gota. Muchas situaciones absolutamente dantes­cas se inician con una leve alteración de la normalidad, que en principio es soportable. El siguiente cambio también es sutil, y lo soportas igualmente. El quinto y sexto cambios, que sin duda tus amistades ya consideran grotescos, te parecen normales, porque los comparas con la situación inmediatamente anterior (que probablemente también era extrema). Al cabo de un tiempo, te sorprendes a ti misma llevando una vida que no es la tuya, sufriendo un día a día desolador. Pero ya es demasiado tarde.

Esto es lo que nos ocurrió a mi marido y a mí respecto al trastorno bipolar de nuestro hijo Samuel. Negamos lo evidente. Preferimos cerrar los ojos. Nos enrocamos en una situación sin salida.Y cuando abrimos los ojos era demasiado tarde: nuestra vida ya no era nuestra. Era una vida enferma.

Os pongo en antecedentes: mi marido Jordi y yo somos ambos profesores universitarios. Él es catedrático de historia an­tigua y yo soy filóloga. Nos conocimos a los 27 o 28 años y em­pezamos a convivir al cabo de dos años. No nos decidimos a tener un hijo hasta pasados varios años, cuando yo ya tenía 35. Antes de nacer Samuel tuve dos abortos involuntarios, y cuando me quedé embarazada por tercera vez tenía mucho miedo. Pero, por fortuna, todo salió bien.

Samuel nació sano y precioso. Escogimos el nombre en ho­nor del dramaturgo irlandés Samuel Beckeff, porque es uno de

nuestros preferidos y porque Jordi y yo nos conocimos en una representación de Esperando a Godot, una de sus obras de teatro más conocidas.

Samuel fue un buen estudiante, y un niño con muy buen carácter; nunca tuvo ningún problema en la escuela, ni se vio envuelto en ninguna pelea. Es verdad que no tenía muchos ami­gos y que, de algún modo, vivía absorto en su mundo interior. A los 12 años ya leía los clásicos de la literatura española. A los 14 prefería leer a Larra o Azorín que jugar a pelota. Quizás les pue­da parecer extraño, pero tienen que pensar que en casca, si una cosa ha habido han sido libros, y el fútbol nunca nos interesó (aunque Jordi sigue eventualmente al Espanyol, sobre todo si juega contra el Barca).

Las notas de Samuel eran extraordinarias. A los 18 ingresó en la Universidad Central de Barcelona para estudiar derecho. Su primer año en la facultad fue, simplemente, triunfante en cuanto a notas, aunque es cierto que su vida social era inexis­tente. Aunque eso era habitual en Samuel.

Pero fue precisamente tras ese primer año cuando la con­ducta de Samuel empezó a cambiar. Puede parecer una ton­tería, pero en lo primero que me fijé fue en un cambio brusco de intereses literarios. Supongo que por deformación profesional, o porque en casa estamos todos obsesionados con los libros. Si a los 14 Samuel ya leía a los grandes de la literatura española, a los 17-18 estaba leyendo los grandes autores de la literatura in­glesa y norteamericana, con especial devoción por Faulkner, Herningway y Miller. Y, de golpe, empezó a leer libros de literatu­ra fantástica, que nunca le habían interesado hasta entonces. Concretamente, se obsesionó con Tolkien. No le di mucha im­portancia. Aunque detesto este tipo de literatura, no hay nada

intrínsecamente malo en ella. Además, Tolkien era inglés de adopción, y del mismo modo que podía leer a Lewis Carrall o a Kingsley Amis, podía leer a Tolkien. Ni Jordi ni yo nos preocupa­mos por su nueva devoción obsesiva con El señor de los anillos. Muchos chavales jóvenes se apasionan por estos libros. Es una etapa, supongo. Además, la obsesión por Tolkien tenía un aspec­to muy positivo; hizo que Samuel entrara en contacto con el Club Tolkien de la Universidad y empezara a relacionarse con gente, algo insólito en él.

Poco a poco, Samuel iba dedicándose menos a los estudios y más a los libros de Tolkien. A veces pasaba días sin ir a la Uni­versidad, leyendo libros o metido en Internet, en foros… sobre Tolkien, claro.

Samuel se acostaba y se levantaba tarde. Inmediatamente después de comer se iba de casa, sin dar explicaciones. Empe­zó a gastar mucho dinero en maquetas y muñecos para un jue­go de rol, y empezó a acumularlos en su habitación. Cuando digo «mucho dinero», me refiero a muchísimo, según he sabido después. Cada uno de estos escenarios puede costar entre cua­renta y sesenta euros. Y algunos de los muñecos —sobre todo algunos que compró por Internet— le han costado más de cien euros. Jordi y yo hemos estimado que la «manía Tolkien» nos ha costado más de dos mil euros. Pero, en aquel momento, pensa­mos que era sólo una tontería juvenil; al fin y al cabo, hasta en­tonces, Samuel no se había gastado ni un duro en nada que no fueran libros (y ni eso, porque en casa tenía más de los que po­día leer).

Cuando un lunes regresamos Jordi y yo tras pasar el fin de semana fuera, nos encontramos con que Samuel había invadido la sala de estar con sus objetos de Tolkien: la mesa grande esta‑

ba cubierta por una inmensa y muy elaborada maqueta llena de castillos, bosques y muñecos (pasado el susto hasta me gus­tó). Había puesto nuestros DVD en cajas y ocupado los estantes con sus libros y DVD sobre literatura de fantasía. Le preguntamos por qué había hecho eso. Samuel contestó que aquella tam­bién era su casa y que sus libros tenían tanto derecho como los nuestros a estar en las estanterías comunes. Respecto a la enor­me maqueta de la mesa, nos dijo que en su habitación le falta­ba espacio.

Jordi y yo decidimos darle permiso para dejar la maqueta donde estaba, durante una semana. Al fin y al cabo, podíamos comer en la mesa de la cocina.

No hace ni falta decir que la maqueta siguió allí mucho más de una semana. Pero eso también tenía un aspecto positi­vo: los amigos del Club Tolkien venían a menudo a jugar a los juegos de rol, y Jordi y yo estábamos felices de ver que, finalmen­te, Samuel se relacionaba con gente de su edad.

Samuel se pasaba conectado a Internet hasta altas horas de la madrugada. Al parecer, participaba en varios foros de la ATA (Asociación Tolkien de Argentina) y otras asociaciones de todo el mundo.

Una mañana me levanté a las siete, como de costumbre, y encontré a Samuel todavía vestido, conectado a Internet, jugando una partida en línea de no sé qué nombre raro… Intenté hablar con él. Me dijo que estaba cansado y se fue a la cama. Se levantó a las cuatro de la tarde. Jordi y yo habla­mos con él. Bajo su punto de vista, no había nada malo en pasar la noche conectado a Internet. Al fin y al cabo, nunca le habíamos regañado por leer hasta la madrugada, y él sabía que a Jordi y a mí, sobre todo a mí, también nos sucedía que a

veces empezábamos un libro y no lo podíamos dejar hasta que lo terminábamos. Visto así, tenía razón, De todos modos, le pedí que intentara dormir más, y aceptó mi consejo.

Al cabo de dos semanas, en las que se había comportado bastante bien, Samuel nos contó cómo había discutido con al­gunos de sus compañeros del Club Tolkien y había decidido, junto con otros tres compañeros, crear una escisión del mismo. Así que habían fundado el Tolkien Mellyn Club; «mellyn», al pa­recer, significa «amigos» en sindarín, la lengua noble de los elfos que el propio Tolkien había inventado. El problema es que los miembros del Tolkien Mellyn Club no tenían local para reunirse. Samuel me pidió reunirse en casa, tres veces a la semana. Le dimos permiso; mejor en casa que fuera. Por otra parte, Jordi y yo habíamos sido comunistas cuando éramos jóvenes, así que estábamos familiarizados con las escisiones internas, las corrien­tes divergentes (sin ir más lejos, Jordi había sido trotskista y yo no) y las discrepancias ideológicas: juegos juveniles.

A partir de ahí, su conducta se volvió más obsesiva si cabe; volvía a pasar las noches casi sin dormir, al parecer intentando convencer a la Asociación Tolkien España para que reconocie­ra el Tolkien Mellyn Club como el único Club Tolkien de Levante. Me explicó, sin darle importancia, que enviaba emails amena­zadores, en sindarín claro, a los miembros de su anterior club.

Todo aquello me pareció ya excesivo. Decidí que debíamos consultar con un profesional de la salud mental. El marido de una compañera de departamento es psicopedagogo y se ofre­ció a hablar con Samuel. Samuel no quiso. Así que fui yo sola a ver al psicopedagogo, Germán. Éste me dijo que lo que estaba haciendo Samuel era bastante común en chicos de su edad, aunque quizás algo obsesivo, pero eso se explicaba porque has‑

ta entonces había tenido poca vida social y ahora estaba re­cuperando el tiempo perdido. En cualquier caso, lo más preocu­pante era el abandono de la carrera (hacía ya tres meses que Samuel no pisaba la facultad). Me recomendó que, si quería que Samuel me escuchara, debía acercarme a él; quizás no sería una mala idea participar en alguna de las reuniones del Tolkien Mellyn Club.

Aunque al principio la idea me pareció una locura, cuando hablé con Jordi decidimos intentarlo.Y para mi sorpresa me em­pezó a interesar el tema. Al fin y al cabo, Tolkien había sido tam­bién profesor universitario de literatura. Por otra parte, como filó­loga me pareció apasionante leer la obra de un escritor que había inventado varias lenguas, con su gramática completa.

Samuel me aceptó en su club encantado. Era la única for­ma de comunicarme con él, ya que no hablaba de ningún otro tema.

Samuel llevaba varios días levantándose temprano y co­nectándose a Internet casi sin desayunar. El problema ahora es que seguía acostándose tarde. Pero «por algo se empieza, al menos tiene disciplina para levantarse», pensamos nosotros.

Las reuniones del Tolkien Mellyn Club eran bastante intere­santes, pero Samuel siempre intentaba imponer su opinión a toda costa y generalmente lo conseguía. Para mi sorpresa, aho­ra era un líder. Cuando hablaba, con un discurso complejo y veloz, sus compañeros casi siempre le escuchaban y asentían. Yo intentaba hacer lo mismo, pero era difícil porque cada vez incluía más palabras en sindarín. «Vaya don de lenguas», recuer­do que pensé.

Samuel había cambiado, en parte para bien: ahora tenía amigos, era sociable y gracioso, y tenía don de gentes. Incluso se

fue a pasar un fin de semana a Zaragoza con una chica que había conocido en un foro de Tolkien por Internet. El lado nega­tivo era el hecho de que había abandonado la carrera y no quería volver a la facultad porque «estaba llena de traidores». Pero no sería la primera persona en perder un año de universi­dad. Al menos ahora se relacionaba con gente y se le veía feliz.

Hasta que todo explotó en una reunión del Tolkien Mellyn Club en la que alguien llevó la contraria a Samuel. Se puso a gritar como un poseso, rompió parte de la maqueta y echó a todos sus compañeros de casa, llamándoles «nibin» («mezqui­nos», en sindarín).

Se encerró en su habitación y se quedó encerrado ahí du­rante dos días, haciendo mucho ruido. Cuando salió, llevaba el pecho desnudo y en él había pintado la palabra «ilúve» («tota­lidad» en sindarín).

Jordi y yo comprendimos, sin duda demasiado tarde, que Samuel estaba enfermo. No sin problemas, le convencimos para llevarle al hospital (le dijimos que alguien importante quería ha­blar con él, y para nuestra sorpresa se lo creyó). Acabó ingresa­do, con el diagnóstico de manía psicótica.

Cuando regresamos Jordi y yo a casa, después de dejar a Samuel ingresado, tuvimos ambos una sensación muy peculiar; no hacía ni cinco horas desde que habíamos salido hacia el hospital, pero la casa nos parecía como ajena. Era esa extraña sensación que tienes cuando entras en un lugar que ha sido muy familiar para ti, pero que no visitas desde hace tiempo. Era nuestro comedor, con su maqueta de Tolkien y su desorden re­ciente, pero no lo era. Era la habitación de Samuel, con sus pós­teres de mundos de fantasía y su ordenador ciún encendido, pero no lo era. Sin decir nada, empezamos a desmontar la ma‑

Conocí a Pablo a los 15 años y me enamoré perdidamente de él. Era el chico ideal: guapo, divertido, inteligente, buen estu­diante y buen deportista.Y muy romántico. Todas las de la clase íbamos detrás de él, creo, pero yo me adelanté. Empezamos a salir más o menos formalmente a los 17 años. Luego llegó la universidad; él ingeniería y yo económicas. Pablo se graduó en sólo cuatro años, cuando la carrera duraba cinco.Yo me gradué en siete, porque repetí varias asignaturas. A poco de terminar la carrera, nos casamos. Pablo tenía un empleo muy bueno, con mucha proyección. Fuimos muy felices; al año me quedé em­barazada de mi hija, Mariana, y al poco de mi hijo, Jesús. En aquel momento decidimos que sería mejor que yo me ocupara de los niños y Pablo siguiera trabajando. Ahora creo que no fue una buena decisión.

Pablo estaba como obsesionado con su trabajo. La reali­dad es que le iba muy bien y ganaba mucho dinero, pero cada vez le dedicaba más horas. Al cabo de un par de años, Pablo decidió dejar su empresa y montar su propia consultora. Apa­rentemente era una buena idea. Pero ahora veo que fue el principio del fin. Pablo dedicaba aún más horas a su trabajo, quitándolas del tiempo que nos dedicaba a los niños y a mí e incluso robándolas de sus horas de sueño. Al cabo de unos me­ses, su consultora había crecido, tenía seis empleados y había duplicado en un año su facturación. A los dos años, Pablo fue elegido empresario del año por la Cámara de Comercio de la ciudad y se animó a crear una segunda empresa de gestión administrativa. Esto no hizo sino empeorar las cosas, pues estaba casi siempre fuera de casa y no llamaba nunca. Cuando llega­ba por la noche estaba callado, corro absortc> en sus cosas. Cenaba rápido y enseguida se enganchaba al ordenador, a

preparar planes de negocio, memorándums y, según supe más tarde, jugar a la bolsa por Internet. Rara vez se iba a dormir antes de las dos o las tres de la mañana, aunque seguía levantándose a las seis y media de la mañana. Los fines de semana la cosa no mejoraba. Cuando hablaba lo hacía siempre de trabajo. Estaba irascible, cortante, brusco. Era como si los niños no existieran para él; nunca jugaba con ellos y si les dirigía la palabra generalmen­te era para decirles de mala manera lo que habían hecho mal. Si íbamos a comer con amigos, siempre bebía demasiado y en­tonces sí que hablaba… generalmente para humillar al resto de comensales, haciéndoles ver lo buen empresario que él era y lo «inútiles» y «mediocres» (siempre en sus palabras) que eran ellos. No hay ni que decir que nuestros amigos dejaron de llamarnos al cabo de poco tiempo. Éste no era el Pablo que yo había conocido: su capacidad de liderazgo se había transformado en agresividad y prepotencia, su habitual buen humor y carác­ter alegre, en sarcasmo. Su energía en hiperactividad. Su capa­cidad para planificar, en ideas de grandeza. Apenas dormía.

Al cabo de pocas semanas, Pablo bebía a diario. Me ente­ré luego de que consumía también cocaína, en grandes canti­dades, según me confesó después, «para tener la mente clara en el trabajo». Adelgazó. Sus ojos tenían una mirada especial, penetrante pero ausente, no sé bien cómo definirla. Descuidó por completo su aspecto físico.

Pero eso no era lo peor. Pablo tenía la idea de que sabía leer «el flujo universal del dinero» y utilizaba ese «conocimiento» para hacer todo tipo de inversiones arriesgadas y apuestas de­portivas por Internet que, invariablemente, nos conducían a perder grandes sumas de dinero. Su empresa y su consultora entraron en franca crisis.

Intenté hablar con él; hacerle ver lo erróneo de su conduc­ta, lo absurdo de sus inversiones.., fue peor. Pablo me contestó airadamente, lo recuerdo con todas las palabras: «Tú qué coño vas a saber, economista de pacotilla, si bastante esfuerzo te costó acabar la carrera y no has ejercido en la puta vida… se­ñora mamita de sus hijitos… Maruja de los cojones… Ahora la señorita sabe más que el Empresario del Año… métete en tu ropa, tu plancha y tu cocina… y dame las gracias».

Aquello fue un mazazo. Humillante. Cogí cuatro cosas y a los niños y me fui de casa. Mi hermana me acogió. Se lo conté todo. Para mi sorpresa, ella y su marido ya hacía prácticamente un año que se daban cuenta de lo mal que estaba Pablo. Me sentí tonta; parecía ser la última en enterarme de lo que pasaba en mi propia casa.

Mi cuñado Ramón es médico, aunque no ejerce y trabaja en un laboratorio farmacéutico. Me dijo que probablemente Pablo era un alcohólico o tenía problemas de depresión o per­sonalidad. Que, en cualquier caso, debía consultar con un psi­quiatra. Se ofreció a hablar con él. Yo acepté desesperada.

Ramón fue a visitar a Pablo a casa al cabo de algunos días, porque Pablo fue aplazando la visita, dándole largas con cual­quier excusa, hasta que al final Ramón se presentó por sorpresa. Lo que me contó después parecía sacado de un cuento de terror. En sólo una semana, la casa estaba destrozada. Pablo había movido los muebles del comedor de tal forma que que­daba una pared completamente desnuda, en la que había dibujado extraños gráficos (los pude ver después, cuando le ingresamos) y fórmulas matemáticas. El suelo de la casa estaba lleno de papeles, colillas de cigarrillo (y eso que él nunca había fumado), restos de comida y latas de Red Bull. En la mesilla de

noche Pablo había dejado, descuidadamente, dos rayas de cocaína (tuvo la cara dura de invitar a Ramón a consumir, y al negarse éste, se las tomó él, como si nada). El ordenador estaba desmontado; Pablo le contó que su anterior empresa le había introducido un decodificador espía en el disco duro y tuvo que desrnontarlo. La cocina no estaba mejor: el microondas estaba también desmontado y el resto de la cocina absolutamente desorganizado. Ramón se fijó en que todos los grifos estaban taponados con silicona y le preguntó a Pablo por qué. Se limitó a contestarle «no lo entenderías, no sabes nada de ingeniería». Las habitaciones de los niños, según pude ver luego, estaban intactas, exactamente como las había dejado yo. Durante el ingreso, Pablo les contó a los doctores que sus hijos eran ángeles que podían vivir con el cuerpo en un sitio —en este caso con su madre— y el espíritu en otro —con él—. Por eso dejó sus habita­ciones preparadas para ellos.

Ramón intentó hacerle ver lo anormal que era su conducta, y que quizás estaba enfermo. Al oír esa palabra, Pablo le con­testó de forma destemplada: «¿Enfermo? ¿Loco? Y lo dice us­ted, doctor sin pacientes… asalariado de mierda… para hablar conmigo deberías pedir turno, gilipollas… hombre, qué… ¿te estás tirando a la putita de mi mujer, ahora que está en tu casa? Ahora lo entiendo todo… a ti siempre te gustó ella, siempre me envidiaste… ahora me ingresas y te quedas con ella y con mis empresas y proyectos… un plan perfecto, doctor Zhivago, vago de mierda». Acto seguido Pablo cogió a Ramón por los brazos, con una fuerza que le sorprendió a él mismo, algo más corpu­lento. Pablo tenía una energía descomunal y le empujaba sin parar hacia la puerta: cuando se intentó resistir, le pegó un pu­ñetazo y le echó de casan

Ramón regresó muy nervioso y me lo contó todo. Estaba aún peor de lo que creíamos.Yo me eché a llorar desesperada. Cuando mi hermana, Ramón y yo nos hubimos calmado, llama­mos a un amigo médico de Ramón, que nos dijo que había que llevarle a urgencias por la fuerza… ¿Pero cómo hacerlo?

Por suerte o por desgracia, no tuvimos que tomar ninguna decisión… Al cabo de veinticuatro horas, desesperados por la respuesta de la guardia urbana y la policía, que nos dijeron que hacía falta una orden judicial para derribar la puerta del piso, en el que creíamos que se había encerrado, nos llamaron del Hospital Provincial… Pablo estaba en urgencias, en observación psiquiátrica.

Al parecer, Pablo había sido detenido por la policía tras organizar un altercado en un gran centro comercial; entró en la zona de informática de forma airada, y se puso a gritar procla­mas acerca de una conspiración de Microsoft y Apple para controlar sus finanzas y apoderarse de sus empresas.

Cuando llegamos, Pablo ya le había contado al psiquiatra cómo creía que las grandes multinacionales de la informática manipulaban su acceso a Internet para hacerle perder dinero, pero que tenía un plan para vencerles. Me impresionó mucho verle en la sala de urgencias, atado a la camilla, ya que se ha­bía agitado y había intentado agredir a los guardias y a los médicos. Acabó ingresado.

Al cabo de unos días tuve una entrevista con el psiquiatra que trataba a Pablo. Lo que me dijo cambió mi forma de ver las cosas: Pablo padecía un episodio de manía psicótica, parte de un trastorno bipolar de tipo I. Así que realmente estaba enfermo, como sospechábamos. Fue la primera vez que escuché la pa­labra «bipolar», que ahora forma parte de mi vida.

Pablo estuvo ingresado dos semanas; los médicos me die­ron permiso para empezar a visitarle a partir del quinto día. Pa­blo era otra persona; estaba sedado y tenía pinta de ir drogado, pero aunque su discurso seguía siendo incoherente, su mirada era menos rara que hacía sólo diez días.

Cuando salió del hospital fuimos juntos a visitar a un psiquia­tra especialista en trastornos bipolares. Confirmó el diagnóstico. Debía de verme muy angustiada con el caso, porque quiso ha­blar conmigo ci solas. Me explicó que el trastorno bipolar es una enfermedad mental grave pero tratable, y que a pesar de que sea crónica existían medicaciones para que lo que había suce­dido no se repitiera, al menos no con la misma gravedad. Me recomendó que ambos nos visitáramos con un psicólogo espe­cialista en trastornos bipolares.

La visita con el psicólogo me aclaró muchas cosas: Pablo no era responsable de su conducta durante al menos los dos últimos meses. Estaba bajo los efectos de la manía, y era la en­fermedad la que tomaba las decisiones por él. Algo parecido ocurría con el consumo de cocaína y alcohol; había que po­nerlo todo en el contexto de la enfermedad. Y, para acabar, aunque me resultara especialmente duro, tenía que intentar olvidar todos los enfrentamientos y malas palabras por parte de Pablo, ya que él no era responsable de los mismos.

Pablo me pidió perdón, al cabo de unas semanas, llorando. También pidió perdón a Ramón. Estaba muy avergonzado de su conducta, a pesar de que los doctores intentaban explicarle que se debía a una alteración bioquímica. Además, nos había­mos arruinado; antes de la manía éramos una familia con bas­tantes posibles, y ahora estábamos casi en números rojos, con la casa destrozada y con Pablo sin trabajo. Todo eso hundió a

Pablo: se deprimió. Tardó cuatro meses en salir de la depresión. Mi familia nos ayudó mucho. La familia de Pablo nos dio la es­palda. Al cabo de unos años nos hemos enterado de que su abuelo paterno había muerto por suicidio, aunque la familia lo había guardado en secreto. Su padre tampoco creo que esté muy bien, pero no se visita con un psiquiatra.

Pablo seguía visitándose con el psiquiatra –una vez cada dos meses— y el psicólogo —una vez cada quince días—. Cuan­do le dieron permiso para trabajar, buscó trabajo en una em­presa en la que había trabajado hace años; no tenía un lugar de máxima responsabilidad y estaba razonablemente bien pa­gado.

Quizás mi suerte fue que Pablo entendió enseguida la gra­vedad de la situación. Admitió la enfermedad y toma la medi­cación a rajatabla.

Su conducta ha cambiado espectacularmente, no ya si la comparo con la manía, sino incluso cuando la comparo con el Pablo de dos años antes de la enfermedad. Ahora limita mucho más el tiempo que dedica al trabajo, me consulta las cosas y hablamos de todo. Además, yo he empezado a trabajar en una empresa —nos hacía mucha falta el dinero— y creo que ahora me respeta más. El trato con los niños es excelente; ahora tienen un muy buen padre.

Creo que el psicólogo le ha prohibido que se conecte a Internet a partir de las seis de la tarde, y eso también ha sido un gran cambio.

A mí me ha costado un poco perdonarle por todo lo que hizo; es decir, le perdoné enseguida en voz alta, pero han tenido que pasar varios meses para que deje de estar enojada y ren­corosa. Yo también estoy yendo a un psicólogo para aprender

a manejar la enfermedad de Pablo. Y voy también a un grupo de familiares de bipolares, donde me encuentro con personas en situaciones similares. Finalmente, entiendo el porqué de mu­chas cosas, ya no sólo de la manía, sino de antes.

En definitiva, creo que Pablo es ahora mejor persona, mari­do y padre que hace dos años. Se conoce muy bien a sí mismo y sabe cuándo parar. Vuelve a ser el hombre fabuloso del que me enamoré.

No sé si esto es gracias a la enfermedad. Creo que no. Pero el hecho de estar enfermo le ha obligado a tomar más concien­cia de sí mismo, a medir las consecuencias de sus actos y a disfrutar de las pequeñas cosas positivas de la vida.

No creo que vuelva a ser Empresario del Año. Pero es un marido para toda la vida.

Carmen, 45 años.

 

3 comentarios sobre “capítulo XV CÓMO CONVIVIR CON UNA PERSONA BIPOLAR ¡Y NO ENFERMAR EN EL INTENTO!

  1. Es una información muy valiosa ya que muchos de estos eventos o reacciones de un bipolar las vivo actualmente con un familiar, he visitado tres psiquiatras y cada uno dice un diagnóstico diferente, y yo me encuentro sin un real apoyo médico.

  2. Es absolutamente necesario tener mucha compasión y amor para soportar las crisis de un ser querido cuando cae en la desgracia de la bipolaridad.

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