El Sacrificio 41

lencia, la sangre se hace visible; comienza a correr y ya es imposible dete­nerla, se introduce por todas partes, se esparce y se exhibe de manera desordenada. Su fluidez expresa el carácter contagioso de la violencia. Su presencia denuncia el crimen y provoca nuevos dramas. La sangre emba­durna todo lo que toca con los colores de la violencia y de la muerte. A eso se debe que «clame venganza».

Cualquier derramamiento de sangre asusta. No hay por qué asombrar­se, a priori, de que la sangre menstrual aterrorice. En este caso existe, sin embargo, algo más que una simple aplicación de la regla general. Es evidente que los hombres nunca han experimentado la menor dificultad en distinguir la sangre menstrual de la sangre derramada en un crimen o en un accidente. Ahora bien, en muchas sociedades, la impureza de la sangre menstrual es extrema. Esta impureza tiene una relación evidente con la sexualidad.

La sexualidad forma parte del conjunto de fuerzas que se burlan del hombre con una facilidad tanto más soberana en la medida en que el hom­bre pretende burlarse de ellas.

Las formas más extremas de la violencia no pueden ser directamente sexuales debido al hecho de que son colectivas. La multitud puede practi­car perfectamente una sola y misma violencia, desmesuradamente incre­mentada por el mismo hecho de que todas las violencias individuales pue­den sumarse a ella; no existe, por el contrario, una sexualidad realmente colectiva. Esta razón bastaría por sí sola para explicar por qué una lectura de lo sagrado basada en la sexualidad elimina o minimiza siempre lo esen­cial de la violencia, mientras que una lectura basada en la violencia pres­tará sin ninguna dificultad a la sexualidad el considerable espacio que en todo pensamiento religioso primitivo le corresponde. Podríamos sentir la tentación de creer que la violencia es impura porque está relacionada con la sexualidad. En el plano de las lecturas concretas, la proposición con­traria es la única que se revela eficaz. La sexualidad es impura porque está relacionada con la violencia.

Aparece aquí algo contrario al humanismo contemporáneo, el cual, a fin de cuentas, hace buena pareja con el pansexualismo del psicoanálisis, aunque esté aliñado con su instinto de muerte. Los indicios son demasia­do numerosos, sin embargo, y demasiado convergentes para poderlos des­cartar. Decimos que la impureza de la sangre menstrual tiene una relación directa con la sexualidad. Es muy cierto, pero todavía es más directa la relación con la violencia indiferenciada. La sangre de un hombre asesina­do es impura. No se puede relacionar esa impureza con la impureza de la sangre menstrual. Para interpretar, al contrario, la impureza de la sangre menstrual, hay que referirla a un tiempo a la impureza de la sangre derra­mada criminalmente y a la sexualidad. El hecho de que los órganos sexua­les de la mujer sean el lugar de un derramamiento periódico de sangre siempre ha impresionado prodigiosamente a los hombres en todas las partes del mundo porque parece confirmar la afinidad, manifiesta a sus

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