INTRUSION Y COLAPSO

INTRUSION Y COLAPSO

El segundo lunes después de las vacaciones, John llegó con aspecto distraí­do. Olió los escalones, puso su cabeza en el suelo después de dar pequeños gol­peteos y se abalanzó sobre una pelusa de un rincón exclamando «ahá, ahá». Exa­minó el cesto de papeles, empujó algunos lápices en el ojo de las cerraduras de los otros cajones, trató de tirar toda la cómoda y luego la golpeó con una larga salchicha de plastilina. Saltó arriba y abajo con excitación, pero se detuvo abrup­tamente cuando oyó la voz de un niño en la calle. Silbó, tornó sus ojos hacia adentro y luego miró hacia el cielo raso, tal vez como si pudiera cambiar al niño en la calle por una mosca en el cielo raso. A continuación bailó en círculos, riéndose de modo más y más salvaje, y terminó pateando con toda su fuerza el diseño floral de una alfombrilla verde. De repente, su cara se contrajo, su cuerpo flaqueó y, tambaleando sobre mi silla, se apoyó contra mi pierna y chupó

 

su antebrazo. El guerreró de la danza triunfal de un momento antes era ahora un niño patético, inanimado. Luego de algunos minutos, John comenzó a retorcer la plastilina en pequeños trocitos y los agitó apáticamente. Miró por la ventana, torció primero el lóbulo de mi oreja y luego se rascó el suyo. Se movió leve­mente en dirección a la ventana para decir «váyase» a los pájaros en el árbol con una voz débil; rápidamente volvió a esconder su cabeza en mi falda. En ese mo­mento me di cuenta que había defecado. Creo qué lo debe haber hecho cuando pateó la alfombrilla. Pidió que lo levantara hasta el alféizar de la ventana, miró hacia afuera y luego en mis ojos profundamente. Se pasó la mano por la cola. Olió un trozo de plastilina, lo mordió, lo tiró, retorció otro pedacito en trocitos, los rompió por la mitad, masticó algunos y luego los volvió a escupir. Cuando vio llegar a su madre en un coche manejado por un chofer, tomó un auto de juguete y lo golpeó contra su cabeza, y luego golpeó su cabeza contra el borde del diván.

Comentario. Quisiera analizar esta sesión con bastante detalle ya que la se­cuencia de los hechos muestra con claridad la desesperación de John, y sus defen­sas maníacas y su fracaso. Lo vemos llegar en un estado de ánimo deprimido, sin­tiéndose desconfiado, esperando la ominosa presencia del «papá» en cada rincón del cuarto. Primeramente parece ser capaz de conquistar a este rival con su látigo fecal. Esto parece desencadenar un episodio pleno de omnipotencia, en el cual mis otros bebés son forzados a rodar fuera de la vista y más allá del alcance del oído (el suyo y el mío) mediante el pisoteo en el suelo y el baile en la parte-alfombra del cuerpo de mamá. Pero repentinamente su omnipotencia lo abandona, su triun­fo sobre los rivales aborta y es él el que está desconsolado.

Surge la siguiente pregunta: ¿habrá sentido John que fue demasiado lejos en su crueldad hacia mis bebés internos, sobrepasando mis límites de tolerancia? Al rogarle a los pájaros «que se vayan» hace pensar que les ruega que no lo pro­voquen con su presencia a realizar nuevos-ataques asesinos. Sin embargo, si recor­damos el material anterior del camión volcador, con su frenesí después de defecar a los «bebés» antes de las vacaciones, podríamos pensar que su excitación maníaca

  • y la expulsión de mis contenidos dio por resultado que «mamá» también fuera expulsada, junto con los bebés. Parecería que John tenía poco control sobre lo que quería retener o expulsar. No distinguía entre expulsar su objeto en cuanto el objeto expulsado son sus rivales, y ser él mismo expulsado por su objeto. En con­secuencia, se volvió a la comida fecal como si fuera lo único que le quedaba —o, más probablemente, se sentía compelido a comer sus heces para reintroyectar los objetos parciales maternos que había dejado caer de su ano—. La vista de su ma­dre y del chofer nuevamente le despertó una tremenda rivalidad edípica, como si estuviera mirando en el dominio de los objetos combinados, del que había sido exilado. Esto lo llevó a la desesperación y provocó otro intento de forzar su ca­mino a golpes.

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