La literatura informa a la psicología Estampas literarias

La literatura informa a la psicología

Estampas literarias

INTRODUCCIÓN*

Las historias de la psicología a menudo empiezan con el adveni­miento del método científico y los psicólogos experimentales pioneros, como Wundt y Pavlov. Yo siempre he considerado esto una visión his­tórica corta de miras: la disciplina de la psicología empezó mucho an­tes, en las obras de los grandes pensadores psicológicos que escribieron sobre las más íntimas motivaciones humanas: Sófocles, Esquilo, Eurípi­des, Epicuro, Lucrecío, Shakespeare, y especialmente (para mí) los grandes novelistas psicológicos Dostoievsky, Tolstoi, y, posteriormente, Mann, Sartre y Camus. Freud se identificaba como un científico, aun­que ni una sola de sus grandes intuiciones naciera de la ciencia: de for­ma invariable surgieron de su propia intuición, su imaginación artística, y su profundo conocimiento de la literatura y de la filosofía.

A lo largo de este volumen se utilizan bloques sombreados para indicar el nuevo tex­to escrito que introduce y acompaña al material extractado que contiene.

Los números entre corchetes en las notas a pie de página remiten al número de la nota anterior de ese mismo capítulo en que se encuentra la cita completa de una referencia bi­bliográfica.

 

Muchas veces me vuelvo hacia un gran escritor en busca de una tra se o de un recurso literario que me hagan darme cuenta cabal de algo dk_ una forma contundente y clara. Siguen algunos ejemplos de ello.

Aislamiento. Hay muchas formas de aislamiento. El aislamiento in­terpersonal se refiere a la brecha existente entre uno mismo y los de­más. Es experimentado como soledad y puede mejorarse con una mayor capacidad para desarrollar y mantener la intimidad con los otros. El aislamiento intrapersonal se refiere a la falta de integración personal, a la existencia de partes escindidas de uno mismo. El aislamiento exis­tencial escinde de un modo más profundo: se refiere a un abismo in­salvable no sólo entre uno mismo y cualquier otro ser, sino entre uno mismo y el mundo. En su mayor parte, el aislamiento existencial se oculta de nosotros, pero, como ilustra este pasaje de Psicoterapia exis tencial, se nos revela por lo general con la inminencia de la muerte.

Nadie puede quitarle a otro su propia muerte.’ Aunque podemos estar ro­deados de amigos, aunque otros pueden morir por la misma causa, incluso aunque otros mueran al mismo tiempo (como en la práctica del antiguo Egip­to de matar y enterrar a los sirvientes con el faraón, o en los pactos de suici­dio), en el nivel más fundamental, morir sigue siendo todavía la experiencia humana más solitaria.

Todohombre, la moralidad medieval mejor conocida, retrata de una forma poderosa y simple la soledad del hombre que se encuentra con la muerte.’ Todohombre es visitado por la muerte, la cual le informa que debe iniciar su última peregrinación hacía Dios. Todohombre le suplica misericordia, pero en vano. La muerte le informa de que debe prepararse para el día del que «ningún hombre vivo puede escapar». En su desesperación, Todohombre trata apresuradamente de encontrar ayuda. Asustado y, por encima de todo, aislado, ruega a los demás que le acompañen en su viaje. El personaje Fa­miliares rechaza el ir con él:

Sé un hombre alegre:

tímatelo con la moral alta y no gimas

pero de una cosa te quiero avisar, por santa Ana, como ha de pasar conmigo, irás solo.

Como hace la prima de Todohombre, que alega estar indispuesta:

¡No, por nuestra Señora! Tengo calambre en la punta del pie no confíes en mí. Puesto que así, Dios me asista,

te engañaré cuando más lo necesitas.

Es abandonado del mismo modo por cada uno de los demás personajes alegóricos de la obra: Fraternidad, Bienes Mundanos, y Conocimiento. In­cluso sus atributos le abandonan:

Belleza, fuerza y criterio.

Cuando la muerte exhala su aliento todo se aleja de mí con gran celeridad.

Todohombre finalmente se salva del verdadero terror del aislamiento existencial porque una figura, Buenas Obras, desea ir con él incluso hasta la muerte. Y, en efecto, ésta es la moral cristiana de la obra: las buenas obras, dentro del contexto de la religión, proporcionan un apoyo contra el supre­mo aislamiento. El hombre secular de hoy en día, que no puede o no quie­re aceptar la fe religiosa, debe igualmente hacer el viaje en solitario.

Aislamiento. Si no aceptamos el aislamiento existencial, tendemos a buscar consuelo en nuestras relaciones interpersonales. Más que re­lacionarnos auténticamente, generosamente, utilizamos al otro para una función. En este pasaje de Psicoterapia existencialista, recurro a la obra de Lewis Carroll en mi discusión sobre una de tales funciones: utilizar al otro para confirmar nuestra existencia.

1. M. Heidegger, Betng and Time, traducido por J. Macquarrie y E. Robinson, Nueva York, Harper Row, 1962, pág. 284 (trad. cast.: El ser y el tiempo, Madrid, FCE, 9a ed., 1993).

2 Everyman, en The Norton Anthology of English Literature, editado por M. Abrams y otros, vol. 1, NuevaYork, W. W. Norton, 1962, págs. 281-303. R. Bollendorf, disertación doctoral inédita, Northern Illinois University, 1976.

«Lo peor de estar solo, la idea que me saca de quicio, es que, en un mo­mento como éste, puede que nadie en el mundo esté pensando en mí.» Así se expresaba un paciente en una sesión de grupo, un paciente que había sido hospitalizado debido a un ataque de pánico cuando se encontraba solo. Hubo un acuerdo instantáneo con respecto a esta experiencia entre los demás miembros de este grupo de terapia con pacientes hospitalizados. lino de diecinueve años de edad, que había sido hospitalizado por haberse cortado las venas después de la ruptura de una relación romántica, dijo simplemen­te: «¡Preferiría estar muerto a estar solo!». Otro dijo, «Cuando estoy solo, es cuando oigo voces. ¡Quizá las voces que oigo son un modo de no estar solo!», (una fascinante explicación fenomenológica de la alucinación). Otra paciente que, en varias ocasiones, se había mutilado, afirmaba que lo había hecho debido a su desesperación por la relación tan insatisfactoria que mantenía con un hombre. Sin embargo, no podía dejarlo porque sentía terror a estar sola. Cuando le pregunté qué es lo que le aterrorizaba de la so­ledad, dijo con una cruda y directa lucidez psicótica: «Cuando estoy sola no existo».

La misma dinámica habla por boca de los niños con sus incesantes pe­ticiones, «Mira, mira», «Mírame»: se requiere la presencia del otro para ha­cer real la realidad. {Aquí, como en otro lugar, cito la experiencia del niño como una manifestación anterior, no como causa, de un conflicto subyacen­te.) Lewis Carroll expresó maravillosamente en A través del espejo la cruda creencia, mantenida por muchos pacientes, de que «Existo tan sólo en la me­dida en que soy pensado». Alicia, Tweedledee, y Tweedledum se encuen­tran durmiendo al Rey Rojo:

—Ahora está soñando —dijo Tweedledee—, ¿y en qué pensáis que está so­ñando?

—Nadie puede adivinar eso —dijo Alicia.

—¡Vaya!, ¡en ti! —exclamó Tweedledee, dando palmadas triunfalmente—. Y si él dejara de soñar contigo, ¿dónde supones que estarías?

—Donde estoy ahora, desde luego —dijo Alicia.

—¡Tú no! —replicó Tweedledee despectivamente—. No estarías en nin­guna parte. ¡Vaya!, ¡tú eres sólo una cosa en este sueño!

—Si ese rey que hay ahí se despertara —añadió Tweedledum—, te apaga­rías, ¡bang!, ;justo igual que una vela!

—¡No lo haría! —exclamó Alicia con indignación—. Además, si yo soy sólo una cosa en su sueño, ¿qué eres tú, me gustaría saberlo?

—Idem —dijo Tweedledum.

—¡Idem de Idem! —gritó Tweedledee.

Gritó esto tan alto que Alicia no pudo ayudar diciendo:

—¡Shh! Lo vas a despertar, me temo, si haces tanto ruido.

—Bien, de nada sirve tu charla sobre despertarle —dijo Tweedledum—cuan­do tú eres tan sólo una de las cosas de su sueño. Tú sabes muy bien que no eres real. —¡Yo soy real! —dijo Alicia, y empezó a llorar.

—No te harás un poco más real a base de llorar —subrayó Tweedledee—. No hay nada por lo que llorar.

—Si no fuera real —dijo Alicia, medio riendo a través de sus lágrimas, tan ridículo como parecía todo— No sería capaz de llorar.

—¿No creerás que ésas son lágrimas reales? —interrumpió Tweedledum con un tono de gran desprecio.’

Amor y libertad. La subagrupación en los grupos de psicoterapia, es­pecialmente el emparejamiento romántico, resulta por lo general destruc­tivo para el grupo. Pero en ocasiones, si dos pacientes involucrados ro­mánticamente están altamente comprometidos con su trabajo en la terapia

y desean analizar su relación, puede extraerse un beneficio considerable de ello. En una extensa viñeta de The Theory and Practice of Group Psy‑

chotherapy, describo la historia de jan y Bill, miembros de un grupo de te­rapia a largo plazo con pacientes no hospitalizados, quienes durante un

breve período de tiempo, se comprometieron sexualmente y permanecie­ron en el grupo para analizar lo que la relación podía enseñarles respecto

a ellos mismos. En el extracto siguiente se discute el uso que hace Bill de varias ideas sobre el amor y la libertad de la novela de Camus La caída.

Durante muchas sesiones, el grupo se enfrascaba en temas tales como el amor, la libertad y la responsabilidad. Jan, cada vez con mayor franqueza, se

enfrentaba a Bill. Ella le empujó levemente preguntándole exactamente en qué medida se sentía atraído por ella. Él se sintió violento y aludió tanto a su amor por ella como a su falta de inclinación por establecer una relación duradera con una mujer. En realidad, él se encontraba «desconectado» ante toda mujer que quisiera una relación a largo plazo.

Me acordé de una actitud comparable hacia el amor en la novela La caí­da, donde Camus expresa la paradoja de Bill con una claridad aplastante:

No es cierto, después de todo, que nunca haya amado. Al menos concebí un gran amor en mi vida, del cual fui siempre el objeto […] únicamente la sen­sualidad dominaba mi vida amorosa. […] En todo caso, mi sensualidad (para limitarme a ello) era tan real que incluso por una aventura de diez minutos habría renegado de padre y madre, incluso aunque fuera a arrepentirme amargamen­te de ello. En efecto, especialmente por una aventura de diez minutos, e incluso más, de estar seguro que no dejaría secuelas.4

L. Carrol, citado en J. Solomon, «Alice and the Red Ring», International Journal of Psychoanalysts 44, 1963, págs. 64-73.

A. Camus, The Fall, Nueva York, Vintage Books, 1956, pág. 58 (trad. cast.: La caída, Madrid, Alianza, 4′ ed., 1998).

 

El terapeuta de grupo, si estaba para ayudar a Bill, tendría que asegurar que había de haber una secuela.

Bill no quería cargar con la depresión de Jan. I Iabría mujeres por todo el país que le amarían (y cuyo amor le haría sentirse vivo), aunque para él es­tas mujeres no tenían una existencia independiente. Prefería pensar que sus mujeres cobraban vida cuando él aparecía para ellas. Una vez más, Camus hablaba por él:

Podría vivir felizmente sólo con la condición de que todos los individuos so­bre la tierra, o el numero más grande posible de ellos, se volvieran hacia mí, eter­namente en suspenso, desprovistos de una vida independiente y preparados para responder a mi llamada en todo momento, condenados, en resumen, a la esterili­dad hasta el día en que me dignara favorecerlos. En resumidas cuentas, para que yo viva felizmente sería esencial que las criaturas elegidas por mí no vivieran en ab­soluto. Deberían recibir su vida, esporádicamente, solamente por mandato mio.5

Jan presionaba implacablemente a Bill. Le dijo que había otro hombre que estaba seriamente interesado por ella, y le rogaba a Bill que fuera fran­co con ella, que fuera sincero sobre sus sentimientos hacia ella, que la deja­ra libre. Por ahora Bill estaba bastante seguro de que ya no deseaba a Jan. (En realidad, como tuvimos que saber más tarde, había ido creciendo su compromiso de forma gradual con la mujer con la que vivía.) Sin embargo, no podía permitir que las palabras pasaran a sus labios; un tipo extraño de libertad, que el mismo Bill iba comprendiendo cada vez más: la libertad de tomar pero no de renunciar. (Camus otra vez: «Creedme, para ciertos hombres al menos, ¡no tomar aquello que no desean es lo más duro del mundo!»)6 Insistía en que se le había concedido la libertad de elegir sus pla­ceres, aunque, como llegó a vislumbrar, no tenía la libertad de elegir por sí mismo. Casi invariablemente, su elección tenía como resultado un concep­to menos bueno de sí mismo. Cuanto mayor era el odio hacia sí mismo, más compulsiva, menos libre, era su ciega persecución de las conquistas sexua­les que le ofrecían solamente un bálsamo fugaz.

La transferencia —esto es, nuestra proclividad a experimentar a otro de un modo irracional— es particularmente compleja en los grupos de terapia donde los pacientes deben relacionarse no sólo con el terapeuta, que ostenta una posición de gran autoridad en el grupo, sino con los demás miembros. En esta selección perteneciente a The neory and Practice of Group Psychotherapy, me baso en Guerra y paz, de Tolstoi para esclarecer la naturaleza de la transferencia.

Freud era muy sensible al poderoso e irracional modo en que los miem­bros de un grupo ven a su líder, e hizo una importante contribución anali­zando sistemáticamente este fenómeno y aplicándolo a la psicoterapia. No obstante, obviamente, la psicología del miembro del grupo y del líder ha existido desde las más tempranas agrupaciones humanas, y Freud no fue el primero en darse cuenta de ello. Para citar solamente un ejemplo, en el si­glo xix, Tolstoi fue profundamente consciente de las sutiles complejidades de la relación miembro-líder en los dos grupos más importantes de su tiem­po: la iglesia y el ejército. Su comprensión de la sobrevaloración del líder proporciona a Guerra y paz la mayor parte de su patetismo y riqueza. Con­sideremos la opinión de Rostov sobre el zar:

Se encontraba completamente entregado a un sentimiento de felicidad cuando el zar se encontraba cerca. Solamente su proximidad, por sí misma, le compensaba para el resto del día. Era feliz, como un amante es feliz cuando ha llegado el momento de un encuentro largamente esperado. No sentía su proximidad mirando atrevido en torno a sí desde la primera fila, sino por un instante de éxtasis en el que no miraba a ninguna parte. Y lo sentía no sólo por el sonido de las pisadas de los cascos en la cabalgata que se aproximaba, lo sen­tía porque a medida que el zar estaba más cerca todo se hacía más brillante, más alegre e importante, y más festivo. Cada vez más y más-cerca se desplazaba este sol, tal y como le parecía a Rostov, derramando en torno a él rayos de una suave y majestuosa luz, hasta que se sentía envuelto en ese resplandor, oía su voz, esa voz acariciadora, tranquila, majestuosa, y, aún así, sencilla. […] Y Ros­tov despertó y salió a deambular por entre las hogueras, soñando en la felicidad de morir, no salvando la vida del emperador (en la que no osaba soñar), sino sencillamente morir ante los ojos del emperador. Realmente sentía amor por el zar y la gloria de las fuerzas armadas rusas, y la esperanza de la victoria que había de venir. Y él no era el único hombre que se sentía así en aquellos días memo­rables que precedieron a la batalla de Austerlitz: nueve de cada diez hombres del ejército ruso estaban en aquel momento enamorados, aunque menos exta­siadamente, con su zar y con la gloria de las fuerzas armadas rusas.’

L. Tolstoi, War and Peace, Nueva York, Modern Library, 1931, pág. 231 (trad. casi.: Guerra y paz, Madrid, Alba, 1997).

En efecto, parecería que la inmersión en el amor de un líder es un pre­rrequisito para la guerra. ¡Cuán irónico resulta que, probablemente, haya habido más muertes bajo los auspicios del amor que del odio!

Napoleón, ese consumado líder de los hombres, según Tolstoi, no igno­raba de la transferencia, ni dudó en utilizarla al servicio de la victoria. En Guerra y paz, le hizo pronunciar este despacho a sus tropas en la víspera de la batalla:

¡Soldados! Yo mismo dirigiré vuestros batallones. Me protegeré del fuego, si vosotros, con vuestra habitual bravura, lleváis la derrota y el desorden a las fi­las del enemigo. Pero si por un momento la victoria resulta dudosa, veréis a vues­tro emperador expuesto al ataque más encarnizado del enemigo, porque ahí no puede darse incertidumbre alguna sobre la victoria, especialmente en este día, cuando es una cuestión de honor de la infantería de Francia, sobre la que des­cansa el honor de nuestra nación.’

Una de las fuentes fundamentales de la ansiedad, desde un marco de referencia existencial, es el sinsentido. Parecemos ser criaturas en busca de significado que son lanzadas a un universo y un mundo que carece intrínsecamente de significado. En la siguiente selección de Psi­coterapia Existencial extraigo pasajes de la obra de Sartre Las moscas para ilustrar varios modos posibles de crear la sensación del significa­do de la vida.

Más que ningún otro filósofo de este siglo, Sartre ha sido inflexible en su visión de un mundo carente de sentido. Su posición sobre el significado de la vida es lacónica y despiadada: «Todas las cosas existentes nacen sin ra­zón alguna, continúan en la precariedad y mueren por accidente. […] Es un sinsentido que hayamos nacido; es un sinsentido que muramos».9 La visión de Sartre sobre la libertad le deja a uno sin la sensación del sentido personal y sin directrices para la conducta; en efecto, muchos filósofos han sido su­mamente críticos con el sistema filosófico sartreano precisamente debido a la carencia de un componente ético. La muerte de Sartre en 1980 puso fin a una carrera prodigiosamente productiva, y su tratado sobre ética, larga­mente prometido nunca fue escrito.

Ibid., pág. 245.

J. P. Sartre, citado en R. Hepburn, «Questions about the Meaning of Life», Reltgious Studtes 1, 1965, págs. 125-140.

No obstante, en su obra de ficción, Sartre a menudo retrataba indivi­duos que descubren algo por lo que vivir y algo con lo que vivir. La descrip­ción de Sartre sobre ()restes, el héroe de su obra Las moscas (Les Mouches), es particularmente ilustrativa.’ Orestes, criado fuera de Argos viaja a casa para encontrar a su hermana Electra, y juntos vengan la muerte de su padre ( Agamenón) matando a los asesinos: su madre, Clitemnestra, y su mari­do, Egisto. A pesar de las afirmaciones explícitas de Sartre sobre la falta de sentido de la vida, su obra puede leerse como una peregrinación hacia el sig­nificado. Seguiré a Orestes cuando busca valores en los que basar su vida. ()restes primero busca significado y un propósito en su vuelta a casa, raíces, y camaradería:

Trata de comprender que quiero ser un hombre que pertenece a alguna parte, un hombre entre camaradas. Tan sólo considéralo. Incluso el esclavo do­blado bajo su carga, que cae por la fatiga y mira sin ánimo el terreno y el pie que hay frente a él, incluso el pobre esclavo puede decir que está en su ciudad, como un árbol está en un bosque o una hoja sobre el árbol. Argos le rodea por completo, cálido, compacto y confortable. Sí, Electra, sería felizmente ese esclavo y gozaría de ese sentimiento de percibir la ciudad en torno a mí como un manto y acurrucarme en él.»

Más tarde cuestiona su propia conducta en la vida y se da cuenta de que siempre ha hecho lo que ellos (los dioses) deseaban para poder encontrar la paz dentro del poder establecido.

De manera que esa es la razón de las cosas. Vivir en paz: siempre en una paz perfecta. Ya veo. Siempre diciendo «perdón», y «gracias». Eso es lo que se quiere, ¿eh? La razón de las cosas. Su Razón de las Cosas.»

En este momento de la obra Orestes se desprende de golpe de su ante­rior sistema de significado y entra en la crisis de la falta de sentido:

Qué cambio se ha operado en todas las cosas […] hasta ahora yo sentía algo cálido y viviente en torno a mí, como una presencia amigable. Ese algo acaba de morir. Qué vacío. Qué vacío sin fin.13

J. P. Sartre, No Extt and Three Other Plays, Nueva York, Vintage Books, 1955 (trad. cast.: Las moscas, Madrid, Alianza, 6′ ed., 1990).

Ibid., pág. 91.

Ibid., pág. 92.

 

Orestes, en ese momento, da el salto que Sartre dio en su vida personal: no un salto a la fe (aunque ello descanse sobre un argumento no más sólido que un salto de fe) sino un salto al «compromiso», a la acción, a un proyec­to. Dice adiós a los ideales de la comodidad y la seguridad y persigue, con la ferocidad del cruzado, su propósito recién descubierto:

Yo digo que hay otro camino: mi camino. Que no puedes verlo. Empieza aquí y desciende hasta la ciudad. Debo bajar a las profundidades que te secun­dan. Porque vives enteramente en la base de un abismo. […] Espera. Dame tiempo para decirle adiós a todas las claridades, las etéreas claridades que fue­ron mías. […] Ven, Electra, mira nuestra ciudad. […] Me rechaza con sus altos muros, sus rojos tejados, sus puertas cerradas, Y, aún así, es mía si la quiero. Me convertiré en un hacha y abriré esos muros por la mitad.»

El nuevo propósito de Orestes evoluciona rápidamente, y asume una carga similar a la de Cristo:

Escucha, todas esas gentes temblando de miedo en sus oscuras habitacio­nes, suponiendo que yo me hago cargo de todos sus crímenes. Suponiendo que me propongo ganar el nombre de «escamoteador-de-culpas» y que acumularé so­bre mí todos sus remordimientos.»

Más tarde, Orestes, desafiando a Zeus, decide asesinar a Egisto. Su de­claración en ese momento indica un claro sentido de su determinación: es­coge la justicia, la libertad y la dignidad, e indica que él sabe lo que es «jus­to» en la vida.

No me importa Zeus. La justicia es un asunto entre hombres y yo no tengo un Dios que me instruya. Es justo aplastarte como la bestia inmunda que eres, y liberar a las gentes de tu maligna influencia. Es justo devolverles su sentido de la dignidad humana.’

Y está feliz de haber encontrado su libertad, su misión y su camino. Aunque Orestes debe llevar la carga de ser el asesino de su madre, es mejor así que no tener misión alguna, sentido alguno, que deambular sin rumbo fijo por la vida.

Ibid., pág. 94.

Ibid.

Ibid., pág. 105.

Cuanto más pesada sea la carga, más complacido estaré; porque esa carga es ¡ni libertad. Tan sólo ayer caminaba por la tierra al azar; miles de caminos re­corrí que no llevaron a ninguna parte, porque eran otros los caminos de los hombres. [,..] 1 loy tengo tan sólo una senda, y el cielo sabe adonde conduce. Pero es mi camino.’?

Entonces Orestes encuentra otro sentido, y para Sartre, un importante sentido: que no hay un sentido absoluto, que está solo y debe crear su pro­pio sentido. Le dice a Zeus:

De pronto, cuando menos te lo esperabas, la libertad cayó sobre mí con gran estrépito y me enamoró perdidamente. Mi juventud la trajo el viento, y sé que estoy solo […] y que no quedó nada en el cielo, justo o equivocado, ni na­die para darme órdenes. […] Estoy condenado a no tener otra ley que la mía propia. […] Cada hombre debe encontrar su propio camino:8

Cuando propone abrir los ojos de las gentes de la ciudad, Zeus declara enérgicamente que, si Orestes arranca los velos de sus ojos, «verán sus vi­das como son: abyectas y fútiles». Pero ()restes mantiene que ellos son li­bres, que es justo que afronten su desesperación y pronuncia su famoso manifiesto existencial: «La vida humana empieza más allá de la desespera­ción». 19

Un propósito final, la autorrealización, surge cuando Orestes coge la mano de su hermana para iniciar su viaje. Electra pregunta, «¿A dónde?» y Orestes responde:

Hacia nosotros mismos. Más allá del río y las montañas están un Orestes y una Electra esperándonos y debemos recorrer nuestro paciente camino hacia ellos.»

Y así, Sartre —el mismo Sartre que dijo que «el hombre es una pasión fútil», y que «es un sinsentido el haber nacido; es un sinsentido que mura­mos»— llegó a una posición en la ficción que valora claramente la búsque­da de significado, e incluso sugiere los caminos que hay que seguir en esa búsqueda. Estos incluyen encontrar un «hogar» y compañerismo en el mun­do, acción, libertad, rebelión contra la opresión, ocuparse de los demás, tolerancia, autorrealización, y compromiso, siempre y por encima de todo, compromiso.

¿Y por qué hay significados que alcanzar? Sobre esa cuestión Sartre guarda el más absoluto silencio. Ciertamente, los significados no son esta­blecidos por orden divina; no existen «ahí fuera», porque no hay Dios, y nada existe «ahí fuera» al margen del hombre. Orestes simplemente dice, «Yo quiero pertenecer», o «Es justo» servir a los demás, devolver la digni­dad al hombre, o abrazar la libertad; o cada hombre «debe» encontrar su propio camino, debe viajar hacia el Orestes plenamente realizado que le es­pera. Los términos «querer» o «es justo» o «debe» son puramente arbitra­rios y no constituyen una base firme para la conducta humana; aunque pa­recen ser los mejores argumentos que Sartre pudo reunir. Parece estar de acuerdo con la posición pragmática de Thomas Mann: «Ya sea así o no lo sea, sería bueno para el hombre comportarse como si así fuera».

Lo que es importante tanto para Sartre como para Camus es que los se­res humanos reconozcan que uno debe inventar los propios significados (más que descubrir el significado de Dios o la naturaleza) y entonces implicar­se plenamente en alcanzar ese significado. Esto requiere que uno esté, como ha sostenido Gordon Allport, «medio seguro y entusiasta»,21 una proeza nada fácil. La ética de Sartre exige un salto hacia el compromiso. En este único punto están de acuerdo la mayor parte de los sistemas de la teología occi­dental y el existencialismo ateo: es bueno y justo que uno se sumerja en la co­rriente de la vida.

Las actividades seculares que proporcionan a los seres humanos el sen­tido de un propósito en la vida están apoyadas por los mismos argumentos que Sartre avanzó para Orestes: parecen justas; parecen buenas; son intrín­secamente satisfactorias y no necesitan ser justificadas sobre la base de otra motivación.

I lay algo sumamente doloroso en las decisiones sin tomar. Al examinar a mis pacientes e intentar analizar el significado (y la amenaza) que la de­isión tiene para ellos, lo que primero me llama la atención de todo es la di­versidad de la respuesta. Las decisiones son difíciles por muchas razones: al-1.1 Inas son obvias, otras son inconscientes, y otras, como veremos, llegan ‘hist a las más profundas raíces del ser.

Las alternativas excluyen. El protagonista de la novela Grendel, de John ,ardner, hace una peregrinación para ver a un anciano sacerdote y poder aprender sobre los misterios de la vida. El sabio hombre dijo: «El supremo mal es que el Tiempo es perpetuamente perecedero y siendo real implica eliminación». Sintetizó sus meditaciones sobre la vida en dos simples pero terribles proposiciones, de seis devastadoras palabras: «Las cosas pasan: las alternativas excluyen».22 Considero que el mensaje del sacerdote está pro­indamente inspirado. «Las cosas pasan» se refiere a la omnipresencia de la ansiedad de la muerte, y «las alternativas excluyen» es una de las razones indamentales de que las decisiones sean difíciles.

Decisiones. Todo terapeuta trata frecuentemente con pacientes que se sienten atormentados ante una decisión. En mi discusión sobre la preocupación suprema de la libertad en Psicoterapia existencial trato ampliamente de los impedimentos que hay para el deseo, la disposi­ción y la decisión. John Gardner fue un maravilloso novelista filosófico y en esta breve selección utilizo un pasaje de su novela Grendel para clarificar un aspecto de la toma de decisiones.

21. G. Allport, citado en V. Frankl, The Will to Meanzng, Cleveland, New American Li­brary, 1969, pág. 66 (trad. cast.: La voluntad de sentido, Barcelona, Herder, cd., 1994).

22. J. Gardner, Grendel, Nueva York, Ballantine Books, 1971, pág. 115 (trad. cast.: Grendel, Barcelona, Destino, 1982).

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