dencia a «tomar la delantera», análoga a la «guerra preventiva» de los modernos, no puede describirse en términos psicológicos. El concepto de crisis sacrificial está destinado a disipar la ilusión psicológica. Incluso allí donde su lenguaje sigue siendo el de la psicología, Jules Henry no comparte esta ilusión. En un universo privado de trascendencia judicial y entregado a la violencia, todos tienen motivos para temer lo peor; cualquier diferencia entre la «proyección paranoica» y la evaluación fríamente objetiva de la situación se borra (pág. 54).
Una vez que se ha perdido esta diferencia, desfallecen cualquier psicología y cualquier sociología. El observador que atribuye a los individuos y a las culturas las buenas y las malas calificaciones de lo «normal» y de lo «anormal» debe definirse como un observador que no corre el peligro de hacerse matar. En las perspectivas ordinarias, la psicología y las demás ciencias sociales suponen un fundamento pacífico tan obvio a los ojos de nuestros sabios que su misma presencia se les escapa. Y nada, sin embargo, en su pensamiento, que se pretende radicalmente «demixtificado», con absoluta firmeza, desprovisto de cualquier influencia idealista, permite o justifica la presencia de dicho fundamento.
«Basta un solo homicidio para que el homicida entre en un sistema cerrado. Necesita matar una y otra vez, organizar auténticas matanzas, para suprimir a todos aquellos que, un día u otro, podrían vengar la muerte de sus parientes.» (pág. 53.)
El etnólogo ha encontrado entre los kaingang algunos individuos especialmente sanguinarios, pero también los ha encontrado pacíficos y lúcidos que intentan escapar, sin conseguirlo, al mecanismo destructor. Los sanguinarios kaingang se parecen a los personajes de la tragedia griega, prisioneros de una auténtica ley natural cuyos efectos es imposible interrumpir una vez que se han desencadenado (pág. 53).
Aunque no de manera tan directa como Jules Henry, la tragedia griega también nos habla de la destrucción del orden cultural. Esta destrucción coincide con la reciprocidad violenta de las parejas trágicas. Nuestra problemática sacrificial revela el arraigo de la tragedia en una crisis de lo ritual y de todas las diferencias. La tragedia, a cambio, puede ayudarnos a entender esta crisis y todos los problemas de la religión primitiva que son inseparables de ella. La religión, en efecto, tiene solamente un único objetivo y es el de impedir el retorno de la violencia recíproca.
Es posible, pues, afirmar que la tragedia ofrece un camino de acceso