La crisis sacrificial 51

está desplomándose. La razón de esta carencia es evidente. El pensamiento moderno nunca ha sido capaz de atribuir una función real al sacrificio; no puede percibir el derrumbamiento de un orden cuya naturaleza se le es­capa. A decir verdad, no basta con convencerse de que dicho orden ha existido para que se esclarezcan los problemas propiamente religiosos de la época trágica. A diferencia de los profetas judíos que esbozan unos cuadros de conjunto cuya perspectiva es francamente histórica, los trágicos griegos sólo evocan su crisis sacrificial a través de unas figuras legenda­rias cuyos perfiles están fijados por la tradición.

En todos los monstruos sedientos de sangre humana, en las epide­mias y pestilencias diversas, en las guerras civiles y extranjeras que consti‑

tuyen el fondo bastante brumoso sobre el que se destaca la acción trágica, adivinamos, sin duda, unos ecos contemporáneos, pero faltan las indica‑

ciones precisas. Cada vez, por ejemplo, que el palacio real se desploma

en Eurípides —en La locura de Heracles, en Ifigenia en Táuride, en Las bacantes, el poeta nos sugiere, y nos damos perfecta cuenta de ello, que

el drama de los protagonistas sólo es la punta del iceberg; lo que está en juego es la suerte del conjunto de la comunidad. En el instante en que el héroe mata a su familia, en La locura de Heracles, el coro exclama:

«Pero mirad, mirad, la tempestad zarandea la casa, el techo se desploma.»

Estas indicaciones directas precisan el problema, pero no ayudan a re­solverlo.

Si la crisis trágica debe definirse fundamentalmente como una crisis sacrificial, no hay nada en la tragedia que no deba reflejarla. Si no la puede entender directamente, en unas proposiciones que la designan de manera explícita, conviene entenderla indirectamente, a través de la pro­pia sustancia trágica, aprehendida en sus dimensiones mayores.

Si hubiera que definir el arte trágico con una sola frase, bastaría con mencionar un solo dato: la oposición de elementos simétricos. No hay aspecto de la intriga, de la forma, de la lengua trágica, en el que esta simetría no desempeñe un papel esencial. La aparición del tercer perso­naje, por ejemplo, no constituye la aportación específica que se ha dicho; tanto antes como después, lo esencial sigue siendo el debate trágico, es decir, el enfrentamiento de sólo dos personajes, el intercambio cada vez más rápido de las mismas acusaciones y de los mismos insultos, autén­tico torneo verbal que el público debía distinguir y apreciar a la manera como el del teatro clásico francés diferencia las estancias del Cid o el relato de Teramene.

La perfecta simetría del debate trágico se encarna, en el plano de la forma, en la esticomitia en la que los dos protagonistas se responden verso por verso.

El debate trágico es una sustitución de la espada por la palabra en el

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