El Sacrificio 35

trarse conciliadores a la vez que se niegan a «perder prestigio». Es posible, pero también cabe imaginar una cosa totalmente distinta; es posible enu­merar mil posibilidades diferentes y contradictorias. Es inútil perderse en este laberinto; la formulación religiosa domina sobre las hipótesis psico­lógicas; no hace ninguna de ellas necesaria pero tampoco elimina nin­guna.

En este caso, la noción religiosa esencial es la de impureza ritual. Las observaciones anteriores pueden servir de introducción a una investiga­ción sobre este concepto. La violencia es la causa de la impureza ritual. En muchos casos, se trata de una verdad evidente e indudable.

Dos hombres llegan a las manos; tal vez corre la sangre; estos dos hombres ya son impuros. Su impureza es contagiosa; permanecer junto a ellos comporta el riesgo de verse mezclado en su pelea. Sólo hay un medio seguro de evitar la impureza, es decir, el contacto con la violencia, el contagio de esta violencia, y es alejarse de ella. Ninguna idea de deber o de interdicción moral está presente. La contaminación es un peligro terrible al que, a decir verdad, sólo los seres ya impregnados de impureza, ya con­taminados, no dudan en exponerse.

Si todo contacto, incluso furtivo, con un ser impuro llena de impure­za, lo mismo ocurrirá, a fortiori, con todo contacto violento y hostil. Si hay que recurrir a cualquier precio a la violencia, que por lo menos la víctima sea pura, y no se haya mezclado con la pelea maléfica. Eso es lo que se dicen los chukchi. Nuestro ejemplo muestra claramente que las no­ciones de impureza y de contagio tienen una solvencia en el plano de las relaciones humanas. Detrás de ellas se disimula una realidad formidable. Ahora bien, eso es lo que la etnología religiosa ha negado durante mucho tiempo. Los observadores modernos, en especial en la época de Frazer y de sus discípulos, no veían en absoluto esta realidad, en primer lugar por­que para ellos no existía y también porque la religión primitiva hace cuanto puede por camuflarla; ideas como las de impureza o de contagio, por la materialidad que suponen, revelan un procedimiento esencial de este camuflaje. Una amenaza que pesa sobre las relaciones entre los hom­bres y que depende exclusivamente de estas relaciones es presentada bajo una forma enteramente reificada. La noción de impureza ritual puede de­generar hasta el punto de ser únicamente una terrorífica creencia en la virtud maléfica del contacto material. La violencia se ha transfigurado en una especie de fluido que impregna los objetos y cuya difusión parece obedecer a unas leyes meramente físicas, algo así como la electricidad o el «magnetismo» balzaquiano. Lejos de disipar la ignorancia y de recu­perar la realidad que se oculta detrás de estas distorsiones, el pensamiento moderno la agrava y la refuerza; colabora en el escamoteo de la violencia aislando lo religioso de toda realidad, convirtiéndolo en un cuento para niños.

Un hombre se ahorca; su cadáver es impuro, pero también la cuerda que ha utilizado para ahorcarse, el árbol del que ha colgado esta cuerda,

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