El Sacrificio 15

real en la sociedad. El temible trasfondo que acabamos de vislumbrar, con su economía de la violencia, se borraría totalmente y nos remitiría a la lectura puramente formalista, incapaz de satisfacer nuestro deseo de com­prensión.

Como hemos visto, la operación sacrificial supone una cierta ignorancia. Los fieles no conocen y no deben conocer el papel desempeñado por la violencia. En esta ignorancia, la teología del sacrificio es evidentemente primordial. Se supone que es el dios quien reclama las víctimas; sólo él, en principio, se deleita con la humareda de los holocaustos; sólo él exige la carne amontonada en sus altares. Y para apaciguar su cólera, se mul­tiplican los sacrificios. Las lecturas que no mencionan a esta divinidad permanecen prisioneras de una teología que transportan por entero a lo imaginario, pero que dejan intacta. Nos esforzamos en organizar una institu­ción real en torno a una entidad puramente ilusoria; no hay que sorpren­derse si la ilusión acaba por prevalecer, destruyendo poco a poco hasta los aspectos más concretos de esta institución.

En lugar de negar la teología en bloque y de manera abstracta, lo que equivale a aceptarla dócilmente, hay que criticarla; hay que recuperar las relaciones conflictivas que el sacrificio y su teología disimulan y satisfa­cen a un tiempo. Hay que romper con la tradición formalista inaugurada por Hubert y Manss. La interpretación del sacrificio como violencia de recambio aparece en la reflexión reciente, unida a unas observaciones efec­tuadas sobre el terreno. En Divinity and Experience, Godfrey Lienhardt, y Victor Turner, en varias de sus obras, especialmente The Drums of Affliction (Oxford, 1968), reconocen en el sacrificio —estudiado en los dinka por el primero, y en los ndembu por el segundo— una auténtica operación de transfert colectivo que se efectúa a expensas de la víctima y que actúa sobre las tensiones internas, los rencores, las rivalidades y todas las veleidades recíprocas de agresión en el seno de la comunidad.

Aquí el sacrificio tiene una función real y el problema de la sustitu­ción se plantea al nivel de toda la colectividad. La víctima no sustituye a tal o cual individuo especialmente amenazado, no es ofrecida a tal o cual individuo especialmente sanguinario, sustituye y se ofrece a un tiempo a

todos los miembros de la sociedad por todos los miembros de la sociedad. Es la comunidad entera la que el sacrificio protege de su propia violen‑

cia, es la comunidad entera la que es desviada hacia unas víctimas que le son exteriores. El sacrificio polariza sobre la víctima unos gérmenes de disen­sión esparcidos por doquier y los disipa proponiéndoles una satisfacción parcial.

Si nos negamos a ver en su teología, o sea, en la interpretación que ofrece de sí misma, la última palabra del sacrificio, no tardamos en des‑

cubrir que junto a esta teología y en principio subordinado a ella, pero en realidad independiente, por lo menos hasta cierto punto, existe otro dis­curso religioso sobre el sacrificio que se refiere a su función social y que es mucho más interesante.

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