El Sacrificio 40

gioso respecto a una violencia que sacraliza. Cuando los hombres creen sentir sobre su nuca el aliento del Cíclope de la Odisea, atienden a lo más urgente; no pueden permitirse el lujo de tomarse demasiada confianza con el tipo de medidas que requiere esta situación crítica. Es mejor pecar por exceso que por defecto.

Cabe comparar la actitud religiosa a la de una ciencia médica que se encontrara repentinamente confrontada con una enfermedad de tipo des­conocido. Se declara una epidemia. No se consigue aislar el agente pató­geno. ¿Cuál es, en tal caso, la actitud propiamente científica, qué conviene hacer? Conviene tomar no sólo algunas de las precauciones que exigen las formas patológicas conocidas, sino todas sin excepción. Idealmente, con­vendría inventar otras nuevas, ya que no sabemos nada del enemigo que hay que rechazar.

Una vez identificado el microbio de la epidemia, algunas de las pre­cauciones tomadas antes de la identificación pueden manifestarse inútiles. Sería absurdo perpetuarlas; pero era razonable exigirlas en tanto que per­sistiera la ignorancia.

La metáfora no es válida hasta sus últimas consecuencias. Ni los pri­mitivos ni los modernos consiguen jamás identificar el microbio de la peste llamada violencia. La civilización occidental es todavía menos capaz de ais­larla y de analizarla, y formula en relación con la enfermedad unas ideas mucho más superficiales, puesto que hasta nuestros días siempre ha dis­frutado, respecto a sus formas más virulentas, de una protección probable­mente muy misteriosa, de una inmunidad que visiblemente no es obra suya, pero de la que podría, en cambio, ser la obra.

Uno de los más conocidos «tabúes» primitivos, el que tal vez ha hecho correr más tinta, se refiere a la sangre menstrual. Es impura. Las mujeres que menstrúan son obligadas a aislarse. Se les prohíbe tocar los objetos de uso común, y en ocasiones hasta sus propios alimentos que podrían contaminar…

¿Cuál es la explicación de esta impureza? Es preciso considerar la menstruación dentro del marco más general del derramamiento de sangre. La mayoría de los hombres primitivos adoptan precauciones extraordina­rias para no entrar en contacto con la sangre. Cualquier sangre derramada al margen de los sacrificios rituales, en un accidente por ejemplo, o en un acto de violencia, es impura. Esta impureza universal de la sangre derramada procede muy directamente de la definición que acabamos de proponer: la impureza ritual está presente en todas partes donde se pueda temer la violencia. Mientras los hombres disfrutan de la tranquilidad y de la seguridad, no se ve la sangre. Tan pronto como se desencadena la vio-

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