Segunda sesión

Segunda sesión

El segundo día Barry estaba un poco reacio a ir delante de mí por el corredor, pero una vez en el cuarto se sentó en el diván. Me examinó de la cabeza a los pies, luego miró los cajones de la cómoda (donde se guardaban sus cosas y las de otros niños). Despacio escudriñó el cuarto nuevamente, y dijo: «¿De dónde

* La Clínica del Instituto de la Sociedad Británica de Psicoanálisis. [N. del S.]

 

viene usted?». Otra vez recorrió el cuarto con su vista y luego las puertas diciendo: «¿Quién está allí?» y » ¡Dos en uso!» (esto parecía indicar algo que había observado cuando atravesaba el corredor; que otros dos cuartos de tratamiento estaban en uso). Comenzó a mirar fijaménte al frente, pellizcándose las manos, tocándose las uñas, rascándose una marca sobre el pantalón, en la rodilla. Hizo va­rias muecas y mostró sus dientes, primero de un lado y luego del otro. Pasó un gas oloroso, se lamió los labios, abrió la boca, hizo unos sonidos • pequeños y entrecortados y tomó su muñeca como si estuviera tomándose el pulso. Luego se agarró las manos fuertemente y las separó como si fuera una acción violenta y difícil. Su cabeza y sus hombros se encorvaron lentamente y entonces dio más y más la impresión de un pequeño hombre viejo desesperado, mirando la muerte. En este punto me despertó mucha simpatía, mientras le interpretaba; Barry suspiró, pero permaneció callado, con la cabeza a un lado —una especie de figura de crucifixión—. Nuevamente comenzó a hacer muecas, ahora sosteniéndose en una posición como si estuviera dentro de un chaleco de fuerza. Comenzó entonces a jugar, otra vez con sus manos, limpiándose las uñas y volviendo a la postura del viejito, pero esta vez un pqco más encorvado y deformado, tanto que me hizo pensar en «el jorobado de Notre Dame».

Cuando dije que faltaban cinco minutos para el final de la sesión, me preguntó: «¿Cuántos más?», que tomé corno si preguntara si podía soportar volver a verlo. Cuando fue la hora se quedó unos segundos de pie al lado del diván y al atravesar la puerta se volvió para mirarme.

Fue una sesión muy conmovedora en lo que respecta a la contratransferencia, muy perturbadora en su intensidad emocional y en el patetismo de la situación de Barry.

Comentario. El contraste entre estas dos .sesiones es sorprendente. En la primera estaba la destructividad total de Barry y en la segunda la ansiedad depresiva temprana, la desesperación y lo que parecía ser la concepción de sí mismo como un monstruo intolerable. Mi impresión era que él sentía que sólo un tipo de figura como Cristo podría ayudarlo. Quisiera ahora examinar su conducta detalladamente.

Como ya he dicho, la impresión inmediata de que no era un niño sino un gorila, parecía implicar la existencia de una confusión de su imagen corporal (más tarde, en esa semana, Barry hizo un dibujo de sí mismo que llamó «babuino»), hecho confirmado más adelante en el análisis, cuando se puso de manifiesto que él creía que podía transformar su cuerpo de varias maneras, haciéndolo enorme, distorsionado, horrible. Durante muchos meses se comportó como una masa amorfa, una especie de bulto sin forma, que parecía equivaler a las heces fecales o a la suciedad que él constantemente recogía y comía. Fue sólo después de tres años de análisis que su postura evidenció una estructura ósea y muscular. De a poco, Barry se convirtió en un ser menos repugnante y horroroso. Más adelante, cuando pudo acostarse en el diván, parecía a menudo identificado con un elefante, al subir y bajar en cuatro patas. Luego de aproximadamente cinco años (1968) fue capaz de dirigirse al consultorio en una posición bastante erguida y con una actitud de .determinación.

 

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Los ojos de Barry fueron importantes desde su primera mirada á mi abdomen en la sala de espera; eran ojos que miraban profundamente. En la contratransferen­cia me sentí muy invadida por su mirada. En la primera sesión, sus ojos parecían ser el órgano principal de la penetración y el sadismo oral, con los que a la vez se metía adentro y saqueaba mi cuerpo y mi mente. Más tarde descubrí cómo los ojos de Barry funcionaban con terrible independencia, como instrumentos de tortura; como espejos; delante, detrás, arriba y abajo. El interior del objeto parecía ser el espacio donde sus ojos, como partes de sí mismo, vivían, exploraban y viajaban; exigiendo que debía ver todo, ir a todas partes, sin ningún límite a esta forma de penetración. Cuando más tarde, en el análiSis, cubrió las paredes del consultorio con tiza roja como si estuvieran chorreando sangre, se hizo evidente la violencia que esos ojos invasores ejercían sobre el objeto. Más adelante, sus exploraciones en el subterráneo de Londres fueron llevadas a cabo de manera implacable, pero más bajo la influencia de una sed de conocimiento que de una brutal posesividad. La forma en que Barry miraba televisión también se consideró como su manera de supervisar y controlar mi vida, aunque antes de comenzar su análisis tenía también la función de aliviar a sus padres, dándoles un respiro, un tiempo para ellos mismos.

La boca de Barry parecía funcionar un poco como sus ojos, y entonces se refería al cuerpo, la boca, el trasero, como si al nombrarlos éstos desaparecieran de su vista, por su garganta. Un tiempo después, a menudo parecía morder lo que se interpretaba en el análisis, como si las palabras o ideas pudieran tragarse. Más tarde, el análisis pareció confirmar algo de esto cuando, en una sesión, hurgó su nariz, puso su dedo delante de mis ojos con mocos colgando y dijo: «El Minotauro tiene hombre».

Después de algunos días llamó a la analista Pig*. Piggiewiggie era el bebé y piggiwiggie wagga era masculino. Durante la última parte del análisis empleó en gran medida los juegos de palabras y de doble sentido.

Barry utilizaba sus dedos para comunicar cómo sentía que podía volver del derecho al revés un objeto, de modo que todo el interior inmediatamente se viven-ciaba como visible, y se manifestó el problema de separación en la lucha de separar una mano de la otra. Daba una impresión muy fuerte de que sus dedos estaban personificados: arañaban, rasgaban, recorrían todo el cuerpo, sacaban la suciedad para que él la comiera y parecían, como sus ojos, meterse en todas partes. Más tarde se reconoció que esta invasión mediante sus ojos y sus dedos producía el objeto parasitado y comido, por el cual se sentía envuelto y poseído —el monstruo, el jorobado, el viejito—.

Los gases que Barry produjo luego del comentario de que había dos consultorios en uso, fue la primera indicación de lo que más tarde se consideró corno su extrema posesividad, a menudo los celos asesinos de otros niños, el «mandarlos a la cámara de gas». Este fue el tema dominante de las siguientes semanas de tratamiento.

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