Edipo y la víctima propiciatoria 90

confianza, los hombres no dejan de vivir de él y de hacerlo fructificar. Cada uno se prepara contra la probable agresión del vecino e interpreta sus pre­parativos como la confirmación de sus tendencias agresivas. De manera más general, hay que reconocer a la violencia un carácter mimético de tal inten­sidad que la violencia no puede morir por sí misma una vez que se ha instalado en la comunidad.

Para escapar a ese círculo, sería preciso liquidar el temible atraso de violencia que hipoteca el futuro, sería preciso privar a los hombres de todos los modelos de violencia que no cesan de multiplicarse y de engendrar nue­vas imitaciones.

Sí todos los hombres consiguen convencerse de que sólo uno de ellos es responsable de toda la mimesis violenta, si consiguen ver en ella la «mancha» que los contamina a todos, si comparten unánimemente su creen­cia, ésta quedará comprobada pues ya no habrá en ninguna parte de la comunidad ningún modelo de violencia a seguir o a rechazar, es decir, a imitar y multiplicar inevitablemente. Al destruir la víctima propiciatoria, los hombres imaginarán librarse de su mal y se librarán en efecto de él, pues ya no volverá a haber entre ellos una violencia fascinante.

Consideramos absurdo atribuir al principio de la víctima propiciatoria la menor eficacia. Basta con sustituir por violencia, en el sentido definido en el presente ensayo, el mal o los pecados que se presupone que asume esta víctima, para darnos cuenta de que siempre puede tratarse de una ilusión y de un engaño, pero de la ilusión y del engaño más formidables y más ricos en consecuencias de toda la aventura humana.

Persuadidos como estamos de que el saber siempre es algo bueno, sólo concedemos una importancia mínima, cuando no nula, a un meca­nismo, el de la víctima propiciatoria, que disimula a los hombres la verdad de su violencia. Este optimismo podría constituir perfectamente la peor de las ignorancias. Si la eficacia de la transferencia colectiva es literalmente formidable, se debe precisamente a que priva a los hombres de un saber, el de su violencia, con el que nunca han conseguido coexistir.

A lo largo de la crisis sacrificial, Edipo y Tiresias nos han demostrado que el saber de la violencia no cesa de aumentar; lejos, sin embargo, de propiciar la paz, este saber que siempre está proyectado sobre el otro, per­cibido como amenaza procedente del otro, alimenta y exaspera el conflicto. A este saber maléfico y contagioso, a esta lucidez que no es en sí misma más que violencia, la violencia colectiva hace suceder la ignorancia más absoluta. Borra de un plumazo los recuerdos del pasado; a esto se debe que la crisis sacrificial jamás aparezca bajo su aspecto verídico en los mitos y en el ritual; es lo que hemos comprobado varias veces en los dos pri­meros capítulos, y el mito edípico nos ha ofrecido, una vez más, la ocasión de verificarlo. La violencia humana siempre está planteada como exterior al hombre; y ello se debe a que se funde y se confunde con lo sagrado, con las fuerzas que pesan realmente sobre el hombre desde fuera, la muerte, la enfermedad, los fenómenos naturales…

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