Capítulo VII TIPOS DE TRASTORNO BIPOLAR

Capítulo VII
TIPOS DE TRASTORNO BIPOLAR

En primer lugar acabemos con Sócrates,
porque ya estoy harto de este invento
de que no saber nada es un signo de sabiduría.

1. Asimov

TRASTORNO BIPOLAR TIPO I

Es la forma más clásica de la enfermedad bipolar, y la que histó­ricamente se había conocido con el nombre de psicosis maníaco­depresiva. Así pues, ¿psicosis maníaco-depresiva y trastorno bi­polar significan exactamente lo mismo? Sí. Creernos que es preferible utilizar el término trastorno bipolar y así lo contem­pla la Clasificación Internacional de Enfermedades elaborada por la Organización Mundial de la Salud y otra de las clasificaciones más utilizadas, el DSM, elaborado por la American Psychiatric Association— por varias razones; para empezar, no es adecuado utilizar el término psicosis para todos los enfermos bipolares, ya que sólo una parte de los pacientes bipolares padecen síntomas psicóticos. Por otra parte, no todos los pacientes bipolares deben ser llamados maníaco-depresivos, ya que no todos ellos alternan fases de depresión y manía: algunos sustituyen la manía por hi­pomanía o fases mixtas. Aparte de ello, el término psicosis ma­níaco-depresiva ha sido excesivamente usado, la mayoría de las

veces de forma inadecuada, por el cine, la literatura y la prensa sensacionalista, sufriendo cierto desgaste y perdiendo su signi­ficado estrictamente médico, pasando a ser una expresión dema­siadas veces gratuita o peyorativa. La palabra «maníaco» sugiere entre la gente la idea de una persona violenta, peligrosa, algo que en la mayoría de las ocasiones no es cierto. Por todas estas razo­nes preferimos utilizar el término trastorno bipolar, aunque sa­bemos que no describe —ni mucho menos– la realidad del trastorno, entre otras cosas porque la teórica alternancia entre dos polos –euforia y depresión— es en la mayoría de las oca­siones una alternancia entre tres polos —euforia, depresión e irritabilidad (cuadros mixtos)— por lo que tampoco parecería descabellado considerar el nombre de trastorno tripolar o mul­tipolar.

Por otra parte, los nombres de las enfermedades son única­mente una cuestión de consenso, y por lo tanto variables a lo largo de la historia. Por ejemplo, un paciente bipolar de tipo I con síntomas psicóticos en la fase maníaca sería considerado a finales del siglo xIx sencillamente un enajenado (con las escasas posibilidades terapéuticas del término). En los años treinta, recibiría el diagnóstico de parálisis general (diagnóstico de moda en la época). A partir de los cuarenta —y en muchos casos hasta los ochenta— se diagnosticaría con toda seguridad de esquizofrénico, ya que prácticamente todos los pacientes con síntomas psicóticos acababan recibiendo erróneamente ese diagnóstico. Sólo en los ochenta y noventa recibiría el diagnós­tico adecuado de bipolar de tipo [ y un tratamiento coherente con ello.

La persona que padece un trastorno bipolar del tipo I puede presentar a lo largo de su enfermedad cuatro tipos distintos de

episodios: de manía, hipomanía, fases mixtas y depresiones, que se alternan con Fases de eutimia (es decir, de normalidad) que serán más o menos largas dependiendo de los factores antes men­cionados.

La aparición de síntomas psicóticos es muy frecuente: tres de cada cuatro pacientes diagnosticados de trastorno bipolar tipo I sufren episodios psicóticos. Es frecuente, por ejemplo, que un paciente maníaco pueda estar convencido de estar en contacto directo con Dios, tener superpoderes o ser el Mesías, mientras que si un paciente deprimido presenta delirios, éstos suelen tener un carácter más catastrofista; creer que el mundo está a punto de acabarse, que va a empezar una guerra, creerse culpable de las desgracias que suceden en el mundo o que él y sus familiares padecen una grave enfermedad.

La mayoría de pacientes con un trastorno bipolar tipo I presentan los primeros síntomas de la enfermedad a una edad joven. El trastorno bipolar de tipo I afecta prácticamente por igual a hombres y a mujeres. Los hombres suelen iniciar la en­fermedad con un episodio maníaco y sufrir más episodios ma­níacos, mientras que en las mujeres es más frecuente el inicio depresivo.

RECUERDE QUE…

Trastorno bipolar I y psicosis maníaco-depresiva son dos formas de llamar a la misma enfermedad.

El trastorno bipolar I se caracteriza por la alternancia de cuatro tipos de episodios: manía, hipomanía, fases mixtas y depresión.

Los síntomas psicóticos (delirios o alucinaciones)) no son infrecuen­tes ni en manía ni en depresión.

Montañas rusas

Me llamo Olga. Padezco un trastorno bipolar desde que tenía 14 o 15 años, pero me lo han diagnosticado a los 23.

Todo empezó obsesionándome con un chico del instituto. Pau no era el guaperas de la clase. Visto desde hoy no era ni atractivo, pero me enamoré obsesivamente de él. Nos enrolla­mos en una fiesta de carnaval y yo me quedé colgada.Y em­pecé a hacer cosas raras: le llamaba a todas horas, le mandaba mensajes, incluso a altas horas de la noche, le seguía hasta su casa. Parecía la película de Atracción fatal. No dormía, escri­biéndole largos SMS, o poesías, pero tampoco tenía sueño. Co­mía poco, muy poco. Mi estado de ánimo era una mezcla: tan pronto estaba muy alterada y eufórica como me quedaba ab­solutamente abatida.

Si mis padres no estaban en casa, le cogía una cuchilla de afeitar a mi padre y me marcaba una «P» de Pau en la pierna. Dolía, pero me calmaba la ansiedad.

Un viernes les dije a mis padres que iba a dormir a casa de una amiga, pero les engañé: me fui a un bar donde nos servían alcohol a mí y a mis amigas aunque fuéramos meno­res. Estuve toda la noche cantando y bailando encima de la mesa, y mis amigas se reían mucho, pero intentaban que ba­jara de la mesa. Bebimos bastante y yo hice un amago de striptease (sólo me quité el jersey y me quedé en camiseta, pero lo hice en plan provocativo, mientras sonaba la música de Nueve semanas y media). Al cabo de un rato, me enrollé con dos tíos mayores: el camarero y un amigo suyo, de unos casi treinta. Unos cuantos morreos y manoseos en medio del bar. La cosa no fue a más, no por falta de ganas, sino porque mis amigas me lo impidieron (ahora se lo agradezco muchísi‑

mo) y nos fuimos del local (además sin pagar). Dos de mis amigas iban muy borrachas y se fueron a su casa. Mis otras dos amigas, que casi no habían bebido, me dijeron que esta­ban muy preocupadas por cómo estaba en las últimas sema­nas. Nos pasamos la noche charlando hasta las cuatro en un banco de un parque. Luego ellas se fueron a su casa y yo me fui directa a casa de Pau a llamar a su telefonillo. Cuando llamé —serían las cinco– contestó su madre, espantada: «¿Quién es?», «Soy Sandra, ¿está Pau?», «¿Quién?», «Pau, quie­ro hablar con Pau, es urgente». Pau bajó al portal y yo intenté besarle. Se enfadó conmigo y me dijo que estaba loca.Yo le pegué un bofetón y él me cerró la puerta. Me puse a llorar y a gritar y llamé a todos los timbres. Al cabo de un rato, vino la guardia urbana. Me llevaron a comisaría y avisaron a mis padres.

Al cabo de tres días, el lunes, mis padres me llevaron a un psiquiatra, que les dijo que tenía un trastorno de la personalidad. Empecé a hacer terapia con él. Era un buen hombre, y sus con­sejos eran muy adecuados.

Fue muy duro volver al instituto al cabo de unos días. Una de mis amigas se había ido de la lengua y toda la clase sabía lo que había pasado. Algunos chicos y chicas no cambiaron su actitud. La mayoría sí. Había chicos que me trataban como si estuviera enferma y otros como si fuera una puta. Pau ni me miraba a la cara. El tutor me cambió de clase, pero creo que todo el insti lo sabía: yo me moría de vergüenza. Caí en una depresión: no quería ir a la escuela, no salía de la cama, quería morirme.

El psiquiatra me dio antidepresivos. Al cabo de dos meses estaba bien.

Pasé un tiempo más o menos bien. Cambié de instituto, fui pasando cursos y llevando una vida bastante tranquila, sin me­terme en problemas.

Al cabo de un par de años volví a deprimirme, esta vez sin razón. Mi psiquiatra me dio otra vez antidepresivos.

Al cabo de dos meses estaba bien. Pero al cabo de dos meses y medio estaba como «demasiado bien» (o, como se me ocurrió en aquel momento, «estar superestar»): iba al gim­nasio tres horas cada día, comía poco, gastaba dinero en ropa, no podía estar quieta, pero estaba feliz como una perdiz… Mi psiquiatra dijo que era una mala reacción al antidepresivo y me lo quitó.

Dejé de tomar las pastillas, tal y como me dijo el psiquia­tra. El problema es que me las quedé, por si acaso, escondi­das en un cajón en casa. Al cabo de unos días, volvía a estar normal. Un poco triste. Decidí que el psiquiatra no me cono­cía tanto como yo a mí misma, y que yo sabía lo que me convenía. Volví a tomar el antidepresivo. En cinco días volví a estar «superestar», sintiéndome superbién conmigo misma, supersegura de mis decisiones y con energía para hacer de todo. Los exámenes de fin de curso me fueron muy bien. Aquellas pastillas eran mi felicidad. Seguía tomándolas, a es­condidas de mis padres y del psiquiatra, que no se enteraba de nada.

Pcisé el mejor verano de mi vida, trabajando a tope, sa­liendo y disfrutando de la noche. Después de las vacaciones de verano, pasó algo: cumplí 18 años. Decidí celebrarlo por todo lo alto; mis padres querían que organizara algo en casa, pero yo les contesté que ya no era una cría. Me gasté los ahorros de todo el verano y organicé una fiesta en una dis‑

coteca. Invité a muchos amigos, incluso a gente de mi ante­rior instituto; hay que saber perdonar, y yo me sentía en ar­monía y paz con el mundo, La fiesta fue una pasada. Alguien trajo cocaína. Un día es un día, y además ya tenía 18 años. La primera raya me abrió los ojos: aquello era fantástico… ¡justo lo que me faltaba para estar siempre «súper-superes­tar»! Bailé toda la noche, dominaba la pista… me subía al escenario a bailar como una Bogó… ¡Al fin y al cabo era mi fiesta! Además, con la coca podía beber todo lo que quisie­ra sin notar bajón. Me enrollé con un amigo, y el sexo fue buenísimo. Llegué a casa a las cuatro de la tarde. Mi padre me esperaba en el comedor. Me preguntó que dónde me había metido. Aquello me pareció una impertinencia: ¡me seguía tratando como una cría y yo ya tenía 18! Le contesté sin pensar: «Follando por ahí, bajándome las bragas en mi puesta de largo»; antes de arrepentirme de lo que había dicho, mi padre ya me había soltado un bofetón y yo otro a él. Tuvo que venir mi madre. Me pidieron que fuera a visitar al psiquiatra el lunes.Yo les conté que no quería ir, porque no le había hecho caso y seguía tomando antidepresivos. Busca­mos otro psiquiatra.

La nueva psiquiatra también me diagnosticó trastorno de la personalidad. Me dijo que ella no utilizaba pastillas y que creía en la curación por la palabra. Aquello era justo lo que necesitaba. La iba a ver dos veces por semana y le explicaba lo primero que se me ocurría. Acababa siempre hablando de sexo, claro… tenía 18 años. La psiquiatra era muy curiosa; me preguntaba siempre por mi infancia y por lo que había pasado a los 14. Al cabo de dos años, «llegamos juntas» (llegó ella, diría yo) a la conclusión de que cuando me corté

a los 14 la «P» no correspondía a «Pau», sino a «padre», y que no era casualidad que hubiera escogido su cuchilla de afeitar para hacerme sangrar, que era como desvirgarme. Aquello tía estaba corno una cabra. Decidí no verla más, porque además yo seguía teniendo depresiones y me seguía automedicando con antidepresivos, aunque nunca se lo dije.

A los 22, coincidiendo con un nuevo trabajo, tuve una depresión espectacular y pensé hasta en matarme. Espanta­da, consulté con un nuevo profesional, quien, para mi sorpre­sa, lo vio todo muy claro. Me dijo que tenía un trastorno bipo­lar de tipo que nunca más debía automedicarme y que debía observar una serie de normas (regularidad del sueño, no tomar coca ni alcohol…, cosas de sentido común). Ade­más, me dio un antidepresivo y carbonato de litio. Han pasa­do seis meses y me encuentro mejor que nunca. Al fin entien­do los últimos diez años de mi vida: probablemente tuve mi primera manía a los 14, y después mi primera depresión. Todo lo demás ya lo conocéis. Respecto al diagnóstico de trastorno de la personalidad, mi psiquiatra me dice que es muy pronto para hacerlo, que quiere esperar a que lleve un tiempo «eu­tímica» para hablar de ello, que no quiere precipitarse. Yo no sé. Lo que sé es que he vivido toda mi juventud en una mon­taña rusa, y espero que ahora al fin se haya parado.

Olga, 24 años.

Mi vida con el trastorno bipolar

Muy pronto en mi vida conocí íntimamente la depresión. Tenía 14 años y ya estaba conmigo. No sabía su nombre ni cómo

podía alejarla de mí, a pesar de que mi madre padecía tras­torno bipolar y la lógica dicta que tendríamos que estar infor­mados mi familia y yo acerca de lo que se trataba la enfer­medad.

Sin embargo, en casa no hubo información. Cuando mi mamá nos decía que nos iban a matar y salíamos con ella por las calles de la ciudad, cambiando de un taxi a otro, le creía­mos; cuando nos decía que el diablo estaba en casa y que había que rezar y nos daba la bendición con el agua del grifo o nos hacía dormir a mis hermanos y a mí en una sola habita­ción como campamento de terror, también le creíamos. Nadie nos dijo nunca que estaba enferma y que todo eso que hacía no era ella sino su locura. Nos dimos cuenta poco a poco al ir creciendo, leyendo, estudiando y hablando con los médicos para entender que lo que tenía era una enfermedad. Ni más ni menos.

Lo evidente era la manía, pero la depresión era la constan­te. Fue modelando nuestra vida cotidiana y yo creo que nuestro carácter. Mucha gente me pregunta hasta qué punto tiene más peso la herencia o lo ambiental para tener trastorno bipolar. Mi madre pasaba la mayor parte del tiempo deprimida.Y creo que aprendí también a reaccionar ante la vida con depresión. Ha sido largo y difícil entenderlo y tratar de desmontarlo. No creo que lo haya logrado aún.

Tener una madre que lloraba sin razón, escondida para que no la viéramos; que reaccionaba con demasiada brusquedad y hasta con violencia por ningún motivo; que hablaba de sí misma descalificándose y sintiéndose tonta; que la única forma que tenía de hacer un alto en la rutina era enfermándose… Eso debe haber hecho mella en mí.

Mis padres no sabían qué hacer. Eran los años sesenta, setenta. Ni los fármacos eran tan eficaces, ni los diagnósticos oportunos, ni la información suficiente, ni tampoco la percep­ción de la enfermedad mental carecía de estigma. Ellos no tuvieron herramientas para afrontar el problema y nosotros no podíamos más que entender que nuestra vida era una tragedia.

Mis hermanos y yo vivíamos en alerta constante. Sabíamos recitar su hoja clínica de memoria ante cualquier ingreso im­previsto. De niños aprendimos el sentido de la solidaridad en­tre los hermanos. La familia funcionaba perfectamente cuan­do mi madre estaba en la clínica. Mi padre no vivía con nosotros, así que yo tomaba la responsabilidad de mis her­manos, hacía la comida, cuidaba a la bebé, me encargaba de que hicieran los deberes… Todos me obedecían, como sabiendo que había que sujetarse a la tablita de salvación que nos mantenía a flote. Cuando volvía mamá, el caos se instalaba otra vez. La pobre seguramente salía del hospital tan mal que habría preferido meterse en la cama que atender a sus cuatro hijos.

Muchas veces nos preguntamos mi hermana y yo qué po­sibilidad había de heredar la enfermedad, y ése fue nuestro mayor temor de adolescentes: heredar la manía, la depresión, repetir la locura, mirarnos en su mirada perdida.

Cuando mis depresiones se agudizaron, no pensé nunca que tendría que ver con la enfermedad de mi mamá. Más bien lo atribuía a todo el dolor que me había causado, a toda la responsabilidad que había tenido que asumir desde niña, a lo que había visto y vivido en esa situación.

Cuando tuve la primera manía, a los 27 años, después de un episodio de depresión mayor que me tuvo en cama más de un año, el médico me confirmó que tenía trastorno bipolar.

No recuerdo haberme asustado: había estado tan mal que el brote de manía era un descanso. Entender exactamente de qué se trata esto me costó mucho tiempo, amigos, trabajos y vida.

Yo estaba recién casada. Y mi esposo, con quien vivo ac­tualmente desde hace veinticuatro años, se portó, para citar a García Lorca, como un gitano legítimo; su amor y su compromi­so me han salvado de muchas maneras.

Enseguida se puso a estudiar de qué se trataba la enferme­dad; se metió a terapia, y a su manera, porque entonces no estaba difundido, se psicoeducó.

Un poco por intuición, mucho por la terapia y mucho más por la experiencia, yo también me estaba psicoeducando. Iba ordenando todo lo que aprendí en la universidad sobre psico­patología, lo ponía en el lugar que correspondía de acuerdo a lo que había visto en mi madre, espiaba lo que sentía y todo lo que pasaba en mi cuerpo y en mi mente y lo desmenuzaba bajo la lupa de la terapia. Fueron muchos años de trabajo, años en los que estuve siempre buscando mil maneras de sentirme mejor. Me sometía diferentes terapias alternativas, sin dejar nun­ca el medicamento ni mi supervisión psiquiátrica. Hasta la fecha me trato con mi adorado doctor, que me conoce casi tanto como yo a mí misma.

La terapia psicológica que realicé durante once años con tres terapeutas diferentes ha sido una herramienta indispensable en mi vida. Creo que una de las tareas de la vida es el autoco­nocimiento. Desgraciadamente, la mayoría de las personas no asumen que esto es una tarea, no se da porque sí. Poder verse

a sí mismo como uno es de verdad resulta bastante doloroso, no cualquiera lo desea. En el caso de nosotros, los que padecemos una enfermedad como el trastorno bipolar, es la única manera de salir adelante. Más que un lujo, se convierte en una cuestión de supervivencia.

Decir que todo lo que he logrado en mi vida lo he hecho con enormes dificultades es un lugar común. La vida no es fácil; tampoco lo es encontrarle un sentido. Simplemente por­que no lo tiene. Cada uno tiene que darle el sentido que mejor le convenga. Terminé mis estudios profesionales de pedagogía con gran esfuerzo, también la formación de maestra de fran­cés, durante muchos años participé en talleres literarios y final­mente me he dedicado a la docencia y en buena medida a la escritura. Siempre he tratado de mantener mi independen­cia económica y laboral, he buscado empleos con horarios flexibles.

Pero la mejor herencia que recibí de mi madre fue su ejemplo de responsabilidad hacia su enfermedad. En los mo­mentos más críticos de sus episodios, cuando ni siquiera po­día reconocerme, me pedía que la internara. Jamás aban­donó su tratamiento, ni dejó a su médico. Hizo años de terapia, era una mujer madura y sensata dentro de su condi­ción. Tuvo eso que yo llamo un punto de salud, aun cuando estaba perdida en el delirio, y una gran voluntad de salir ade­lante. Tampoco se avergonzó nunca de su enfermedad, como yo no me avergüenzo, ni la oculto. Al contrario, considero una especie de militancia, por llamarlo de algún modo, y de res­ponsabilidad hacia todo lo que he aprendido, que la gente sepa de qué se trata esto. Tampoco llevo un cartel, pero en mi círculo cercano todos saben que la padezco: mis jefes, los

maestros de mis hijos… Mi madre me enseñó que estar enfer­ma no es una vergüenza. Desgraciadamente, el momento que le tocó vivir no le ayudó. Pero he recibido el ejemplo de mi madre, como un regalo precioso. Y siempre que me siento morir, recurro a él.

Vivir la vidci no es fácil, y menos con una enfermedad cró­nica, pero temerla es mucho peor. Tengo dos hijos. No sé si al­guno de ellos llegará a desarrollar el trastorno. No puedo decir que esto no me quite el sueño; sí que he pasado noches de terror pensando en que mis hijos podrían tener trastorno bipo­lar. Pero hasta hoy creo que hacemos lo que tenemos que hacer: han sido informados desde pequeños sobre la enferme­dad y, en la medida en que han crecido, se les ha ampliado la información. Vivir conmigo los ha hecho madurar y también sé que han sufrido. Pero todo lo que he aprendido está también a su disposición. Creo que es la diferencia entre mi infancia y la de ellos.

Cuando pienso que tengo una familia, que vivo con el hom­bre que quiero y que me quiere, que mi mundo está lleno del afecto de mis hermanos, mi padre y muchísimos amigos, que cuando la enfermedad lo permite puedo trabajar y desempe­ñarme profesionalmente, que nunca he dejado el tratamiento —medicamentos que han mejorado en el tiempo— y tengo un médico que me cuida y está pendiente de mí, que la gente que quiero me acepta y me respeta, que he crecido, he amado, he aprendido tanto, me doy cuenta de la diferencia que existe entre mi vida y la de mi madre.

Ahora la entiendo mejor; cuando estoy muy mal, y sé que en algún momento esto pasará, como pasa siempre, pienso en ella, que no tuvo nunca ese consuelo. Que no sabía nada de

neurotransmisores, que su familia la segregó y su esposo no po­día vivir con ella. Eso era una tragedia.

Así que cuando mis hijos se lamentan de lo terrible que es la enfermedad, les recuerdo que esto no es una tragedia, es una condición.

Beatriz García Marañón, Asociación Bipolar Libre, México.

TRASTORNO BIPOLAR TIPO II

El trastorno bipolar de tipo II se asemeja mucho al tipo I. La única diferencia es la ausencia de episodios maníacos y mixtos. Por lo demás, el paciente bipolar tipo II puede presentar depre­siones tan o más intensas que las del tipo I, y puede padecer también síntomas psicóticos —uno de cada tres pacientes diag­nosticados de trastorno bipolar tipo II los padecen—, aunque sólo en las fases depresivas.

Un grave problema asociado al tipo II es la dificultad de su diagnóstico; mientras que la aparatosidad de la fase maníaca per­mite al bipolar tipo I y a quienes le rodean entender que la en­fermedad no consiste exclusivamente en el padecimiento de de­presiones de un modo repetido, y aceptar un tratamiento de mantenimiento, no ocurre lo mismo con los pacientes bipolares tipo II. El mayor sufrimiento depresivo que suele acompañar a los bipolares II y la aparente poca importancia de las fases de euforia –la hipomanía no requiere prácticamente nunca el in­greso del paciente—, que algunas veces puede ser agradable e incluso útil (dado que la creatividad y la capacidad de trabajo

suele aumentar en un principio), hace que algunos pacientes crean que su enfermedad consiste únicamente en la fase depresi­va y, por ello, soliciten ayuda médica sólo en esas fases. Por ello, muchos pacientes bipolares tipo II pueden estar erróneamente diagnosticados de depresivos unipolares, quedándose sin recibir un tratamiento adecuado y, en algunos casos, siguiendo uno que puede incluso empeorar la evolución de la enfermedad, ya que si se les trata únicamente con antidepresivos, prescindiendo de estabilizadores del estado de ánimo, se puede estar contribuyen­do a acortar el periodo entre episodios y a aumentar la frecuen­cia de éstos, pudiendo incluso llegar a presentar lo que llamamos ciclación rápida (presencia de cuatro o más episodios en el pe­riodo de un año), tema que recibirá atención en un apartado posterior.

Mucha gente, incluso muchos profesionales de la salud men­tal, considera que el trastorno bipolar II es una forma «suave» de la enfermedad. Esta creencia es del todo errónea; aunque es cier­to que las fases de euforia son, por definición, menos intensas en el caso de los pacientes de tipo II, el curso a largo plazo de la enfermedad puede ser igualmente grave. Es más, las personas que padecen un trastorno bipolar de tipo II suelen, con el paso de los años, sufrir más episodios que aquellos que padecen un trastorno bipolar I, lo cual suele perjudicar de forma muy pronunciada el rendimiento laboral, el funcionamiento social y la calidad de vida del paciente. Por otra parte, los periodos entre episodios suelen ser más cortos en el caso del trastorno bipolar II y, en muchos casos, siguen presentándose algunos síntomas, generalmente le­ves, incluso en los teóricos periodos de eutimia.

Respecto al riesgo suicida, en ambos subgrupos de pacientes es similar: aunque es cierto que los intentos de los pacientes de

tipo I suelen ser de mayor gravedad médica, los de tipo II come­ten mayor número de ellos y el porcentaje de suicidio consuma­do es el mismo en ambos subtipos.

RECUERDE QUE…

En el trastorno bipolar II sólo se pueden presentar episodios de depresión e hipomanía.

No es una forma atenuada de la enfermedad.

Gracias a o a pesar de

Tengo 73 años, una familia fantástica, una posición muy aco­modada en la vida y un trastorno bipolar tipo II. Me lo han diagnosticado hace no más de diez años, pero estoy seguro de que lo he sufrido toda la vida. Con anterioridad me han tratado varios psiquiatras, generalmente con antidepresivos, Por suerte no han empeorado mi cciso, pero tampoco me han ayudado en absoluto.

El diagnóstico de trastorno bipolar tipo II y el carbonato de litio han salvado mi matrimonio. Marta y yo ya hace tiempo que empezamos a discutir día sí y día también sin ver una solución a nuestros desencuentros. Intentamos ir a un terapeuta de pareja, pero no nos ayudó. Quién me iba a decir a mí que la solución eran unas pastillitas.

Cuando me diagnosticaron, sentí frustración; era como si tacharan toda mi vida de patológica, como si hubiera vivido un teatro durante más de cincuenta años. Pero no es así; mis éxitos no son atribuibles al trastorno bipolar, como tampoco lo son to­dos mis fracasos.

Que yo sea el enfermo no quiere decir que Marta tenga siempre razón; se equivoca a menudo. Pero ahora ya no sal­to como antes, y sé llevar la discusión por caminos más tole­rables.

La lástima es que yo no me he dado nunca cuenta de mis hipomanías. Retrospectivamente pienso que, por culpa de la hipomanía, he hecho algunos malos negocios, perdido al­gunos amigos y arruinado el matrimonio con la madre de mis hijos, mi primera mujer. Pero probablemente fue gracias a la hipomanía que creé mi propia empresa, invertí en unas ac­ciones por las que nadie daba un duro y conocí a mi segunda esposa, Marta.

O sea, que no sé si estoy donde estoy ahora gracias al tras­torno bipolar II o a pesar de él.

Tengo que decir que, si pudiera escoger, escogería la liber­tad de no tener una enfermedad mental. Pero, a mis 73 años, quien no tiene una enfermedad tiene otra. Generalmente peor.

Ramón, 73 años.

El final del verano

Me llamo Joan y tengo un trastorno bipolar de tipo II. Hoy acep­to este diagnóstico sin darle más importancia de la que tiene, pero me he peleado con él durante años. Mi enfermedad bipo­lar tiene un curso estacional. Esto quiere decir que tengo depre­sión en invierno e hipomanía en verano. Creo que, mucho o poco, todos los veranos de mi vida he estado muy alegre o hi­pornaníaco y todos los inviernos deprimido o triste. Mis recuerdos de todos los veranos, cuando era un niño, en el pueblo donde

nací, son muy felices. Pero esto supongo que es normal; estaba de vacaciones y me pasaba el día fuera de casa jugando. To­das las Navidades en mi vida tienen un tono tristón. Pero hay mucha gente a la que le ocurre esto; hay mucha gente a la que no le gusta la Navidad. Es precisamente esta forma de raciona­lizar las cosas, de pensar que todo es normal, lo que ha hecho que tardara tanto en ir al psiquiatra y en convencerme de que es una enfermedad.

Mi infancia fue normal y muy feliz. Más feliz en verano, eso sí. Fue en la adolescencia cuando me empecé a dar cuenta de «mis rachas», como yo las llamaba: la vida era exagerada­mente distinta en invierno y en verano. En la facultad, si du­rante el curso suspendía alguna asignatura, siempre la apro­baba en septiembre. Incluso con nota. Y no por ello dejaba de salir o viajar o disfrutar los veranos en grande.

Más o menos cada año es el mismo ciclo; a partir de mi cumpleaños, a inicios de junio, mi estado de ánimo empieza a subir. La vida me parece maravillosa, los días son más lar­gos y las noches más divertidas. En verano necesito dormir poco, y siempre tengo «pilas» para hacer lo que me apete­ce, incluso ahora a mis casi 40 años. Rara vez estoy cansado en verano.

De jovencito, solía trabajar en verano, en un camping del pueblo; por las tardes jugaba al tenis con los amigos y por las noches salía. Ligaba mucho, en parte porque conocía a to­das las turistas nuevas, pero también porque era el rey de la fiesta. Me acostaba tarde y me levantaba temprano, para ir a nadar antes de trabajar. Durante el trabajo siempre encon­traba un ratito para estudiar. Ésa era mi feliz rutina, que sor­prendía a todo el mundo (menos a mis padres, en parte por‑

que siempre me han visto así y en parte porque mi padre, de joven, era igual que yo).

He dicho que los inviernos eran depresivos. No siempre fue así; durante la adolescencia no me deprimía, pero estaba muy bajo, siempre soñoliento y cansado. Si en noviembre jugaba al tenis con un amigo al que habitualmente, en julio, ganaría fácil­mente, era muy probable que perdiera. Los estudios me iban mal, invariablemente, en la evaluación de enero, y bien en la evaluación de fin de curso (en junio).

Fue a partir de los 25 o 26 años cuando los inviernos se hi­cieron insoportables. Incluso en alguna ocasión tuve que pedir la baja en el trabajo, Ello motivó que empezara a visitar psiquia­tras y psicólogos.

El primero, un psicólogo ya muy mayor, era un tipo muy raro que apenas hablaba. A mí me gustaba porque me escu­chaba y me miraba atentamente, pero al final me harté de su silencio a cinco mil pelas la hora. El segundo fue una psi­quiatra que había tratado a un amigo mío durante una de­presión, y le había curado, y además entraba por la Mutua. Me diagnosticó una distimia y me dio un antidepresivo. Al cabo de un mes me encontraba mucho mejor. Pero aquél fue el peor verano de toda mi vida; me peleé con muchos ami­gos, tuve un accidente con la moto y le puse los cuernos a mi novia (tres veces), que me acabó dejando. Yo acabé dejan­do las pastillas.

Durante un año no visité ningún psiquiatra. Aquel invierno me deprimí corno nunca, peor incluso que el año anterior. El si­guiente verano fue una locura absoluta; empezó muy bien, ya que estaba haciendo prácticas en una empresa de telecomu­nicaciones y estaba saliendo con una francesa preciosa. Pero,

otra vez, en pleno agosto se me fue mi vida de las manos; esta­ba irritable y, según Chantal, «demasiado bromista» (aunque ella se partía de risa conmigo). El siguiente diciembre tuve una de­presión de caballo.

Visité otro psiquiatra y le expliqué cómo me sentía. No tuvo dudas y me diagnosticó de depresión mayor y trastorno de la personalidad. Me dio antidepresivos otra vez.Y mejoré.

Al cabo de un tiempo cayó en mis manos un librito sobre el trastorno bipolar. Mi mejor amiga (no mi novia) dijo que algunas cosas de las que ponía el libro le recordaban a mí. En aquel momento estaba otra vez sin psiquiatra, porque había dejado las medicaciones en mayo, cuando ya me encontraba bien y me daba vergüenza volver a visitarle.

El siguiente psiquiatra ya me diagnosticó de bipolar y me ha hecho ser consciente de mis cambios en el estado de ánimo. Dice que para evitar las depresiones en el invierno, tengo que evitar las subidas del verano. Una lástima, porque me lo pasaba en grande. Pero lo cierto es que tomando la medicación ade­cuada llevo diez años sin tener ninguna recaída.

A veces echo de menos los veranos. Más por las turistas que por otra cosa.

Joan, 39 años.

CICLOTIMIA

Ha existido cierta polémica sobre si se debía considerar a la ci­clotimia como una enfermedad o, por el contrario, contemplar­la como una alteración de la personalidad. De hecho, no es has‑

ta la última versión de las clasificaciones oficiales de enfermedades cuando la ciclotimia ha sido considerada como un trastorno del estado de ánimo y no un problema de personalidad, algo completamente lógico si tenemos en cuenta su capacidad para alterar la vida de quienes la padecen y la posibilidad de ser tratada y corregida mediante tratamiento médico.

La ciclotimia es, de hecho, la forma menos grave de tras­torno bipolar; consiste en la sucesión de fases eufóricas y de­presivas leves, pero suficientes para alterar la vida de los pa­cientes que las sufren. Éstos raramente consultan al psiquiatra por su problema y suelen pasarse la vida sufriendo oscilaciones del ánimo y recibiendo calificativos como «lunático» o «impre­visible». Estas alteraciones del estado de ánimo suelen ser atri­buidas a la personalidad o a términos más peyorativos e inexac­tos como la consabida inmadurez. El mayor problema es que, ignorando que su problema tiene un origen médico, muchos pacientes buscan inútilmente ayuda en todo tipo de terapias alternativas cuya eficacia en estos casos es nula. Esto en el me­jor de los casos, dado que muchas personas ciclotímicas acaban por tener problemas con las drogas o el alcohol: buscando al­gún modo de escapar de su problema, no hacen otra cosa que agravarlo.

Es común que si la persona que padece ciclotimia consulta con un profesional de la salud mental lo haga por otras razones (problemas laborales o de pareja o para dejar de fumar, por ejemplo). Por ello, es esencial que todos los psiquiatras y psi­cólogos estén entrenados en la detección de la ciclotimia, da­do que si se diagnostica y se trata correctamente es un trastorno que no tiene por qué causar grandes dificultades en la vida de quien lo padece.

Las personas aquejadas de ciclotimia suelen mejorar mu­cho con una farmacoterapia que puede incluir estabilizadores del ánimo en dosis bajas o fármacos para ayudar a conciliar el sueño, que a menudo está afectado y acaba por empeorar el trastorno. En cambio, los antidepresivos no suelen estar indi­cados. También es útil una psicoterapia que vaya dirigida a estabilizar los hábitos diarios (sueño, ejercicio físico, trabajo, salidas) y buscar la máxima regularidad posible en la vida del afectado.

Ni bueno, ni malo: estable

No consulté con un psicólogo hasta que no quise intentar dejar de fumar. Durante la entrevista me preguntó por mi es­tado de ánimo y apareció lo que era obvio para mí: que va según épocas, que básicamente depende de la semana. Cu­riosamente, a él no le pareció tan obvio. Le expliqué cómo, cuando era un chaval, sabía perfectamente qué exámenes iba a aprobar o a suspender en función de si caían en una semana «buena» o «mala», y que las tenía incluso marcadas en la agenda. Que nunca tenía una primera cita con una chica en una semana mala. Y que, en los partidos de fútbol de la semana mala, prefería jugar más atrasado para que no se notara que estaba «empanado», mientras que en las se‑

RECUERDE QUE…

La ciclotimia es una forma atenuada del trastorno bipolar.

» Las personas que padecen ciclotimia también pueden beneficiarse de un tratamiento.

manas buenas jugaba de media punta y era bastante hábil con el balón. Fue cuando escuché por primera vez la palabra «ciclotimia». Tratarme me ha servido para organizar mi vida, evitando cambios bruscos en mi ritmo de trabajo que no ha­cían sino empeorarlo todo, y yendo a dormir siempre a las doce, tenga o no sueño.Y levantándome siempre a la misma hora. La verdad es que me siento mejor así, ya que tengo la sensación de que controlo mi vida (al menos la parte que depende de mí).

Javier, 38 años.

TRASTORNO ESQUIZOAFECTIVO DE TIPO BIPOLAR

El término esquizoafectivo fue empleado por primera vez por el psiquiatra ruso Jacob Kasanin en el año 1933 para describir lo que él calificó como un subtipo esquizofrénico de buen pronóstico. El esquizoafectivo es un trastorno a medio camino entre la esquizofrenia y el trastorno bipolar. De hecho, en las primeras tres ediciones del DSM, el trastorno esquizoafectivo formaba parte de los trastornos psicóticos no especificados, y no es hasta la edición revisada del DSM-III cuando pasa a tener entidad propia. Es una categoría creada pensando en aquellos pacientes que presentan un curso característico de trastorno bipolar de tipo I pero que también tienen síntomas psicóticos de forma más o menos persistente, en ausencia de síntomas de manía o de depresión. Las clasificaciones DSM y CIE difieren en este sentido. Mientras que la primera conside­ra esquizoafectivo bipolar a un paciente que cumple criterios

para el trastorno bipolar pero presenta síntomas psicóticos aún en eutimia, la CIE considera esquizoafectivo a todo aquel pa­ciente bipolar que presente síntomas psicóticos no congruentes con el estado de ánimo. Los autores de este libro vemos la primera definición como mucho más práctica, restrictiva y útil.

Tal y como sucede con el trastorno bipolar I o II, el tras­torno esquizoafectivo puede empezar en cualquier momento de la vida, aunque es mucho más frecuente entre los 15 y 25 años. Además del trastorno esquizoafectivo de tipo bipolar, existe el trastorno esquizoafectivo depresivo. Como su propio nombre indica, es un diagnóstico que recoge a aquellos pacientes que únicamente presentan depresiones y síntomas psicóticos (pu­diendo éstos aparecer incluso cuando el paciente no está depri­mido).

El trastorno esquizoafectivo tiene un pronóstico algo peor que el trastorno bipolar I o II, pero sigue siendo una condición tratable que no tiene por qué impedir, en muchos casos, que el afectado lleve a cabo una vida autónoma y feliz.

El tratamiento farmacológico es muy similar al del trastorno bipolar tipo I, aunque es mucho más frecuente la prescripción de antipsicóticos atípicos de mantenimiento.

RECUERDE QUE…

El paciente esquizoafectivo es aquel que puede presentar manía, estados mixtos o depresión y síntomas psícóticos en estado de euti­mia.

Es una enfermedad tratable, sobre todo gracias al reciente desarrollo de los antipsicóticos atípicos.

Bienvenido al taxi, señor Kruger

Tengo 40 años y soy taxista. Para ser más precisos, a mí me gusta decir que soy «ex ex taxista», ya que hubo una época de mi vida en la que, por culpa de mi enfermedad esquizoafectiva, pasé a ser «ex taxista» y pensionista. Pero ahora ya llevo cuatro años trabajando otra vez. Así que soy ex ex taxista (y ex pensionista).

Conozco a mucha gente que reacciona mal cuando le diagnostican una enfermedad psiquiátrica. Normal, porque es como si te colgaran un sambenito de por vida y te dijeran que a partir de hoy tu vida es un asco.

Pero no fue mi caso. Cuando el psiquiatra me dijo que era esquizofrénico —tenía 20 años—, yo me quedé casi aliviado. Hacía tiempo que sabía que algo me pasaba, que era distinto a los demás… que algo en mi cabeza andaba un poco raro y necesitaba ayuda. Porque siempre me costó relacionarme con gente, siempre tuve complejos, siempre pensé demasiado… in­cluso antes de ponerme psicótico por primera vez. La psicosis sólo era la punta del iceberg de mi rareza. Pero estar psicótico es horrible. Sobre todo porque no sabes que lo estás. En mi caso, pensé cosas absurdas como que me seguían otros taxis para copiarme las mejores rutas (y eso que justo acababa de empe­zar a trabajar), que me espiaban desde la emisora o que la ra­dio me mandaba mensajes personalizados (por ejemplo, creía que cada vez que ponían una canción de Miguel Bosé conte­nía un mensaje en clave para mí). Se lo dije a mis padres y me llevaron al médico. Tampoco fue un shock para la familia: mi hermana diez años mayor que yo también es esquizofrénica.

No voy a entrar en demasiados detalles, pero he estado ingresado en un par de ocasiones, y no es nada agradable. Aunque tampoco es como aparece en algunas películas.

No recibí el diagnóstico de esquizoafectivo hasta que no cambié de psiquiatra. Tuve la suerte de que nombraron a mi anterior psiquiatra jefe del servicio de psiquiatría del hospital, y lo primero que hizo fue pasar todos sus pacientes a una psiquia­tra joven, que al cabo de dos meses ya me había cambiado el diagnóstico y toda la medicación, y encima me veía más a menudo que el anterior.

Creo que mi enfermedad encaja mejor con la definición de esquizoafectivo bipolar que en la de esquizofrénico (con todos mis respetos para ellos; mi hermana lo es): yo he pasado al menos tres depresiones muy fuertes y tres o cuatro —los psiquiatras no se ponen de acuerdo— periodos de los que yo llamo «mala inspira­ción» y ellos manía psicótica. En uno de los últimos episodios ma­níacos empecé a ver cosas raras. Literalmente: a partir de deter­minado día, empecé a observar cómo algunas personas que entraban en mi taxi cambiaban de identidad durante el recorri­do. Así, podía suceder que un señor gordo de 50 años subiera al taxi cerca de Sagrada Familia y al llegar a Sarriá quien bajara no fuera él, sino una tía buena de unos 30 (aunque yo sabía que en el fondo era él), o que una pareja de ancianos subiera en el taxi cerca del Hospital Clínic y bajara en Glories veinte años más jó­venes. La verdad es que me espanté mucho y tuve dos acciden­tes (uno de ellos bastante serio) por andar despistado, mirando a los pasajeros por el retrovisor. Pero, aparte de psicótico, estaba también maníaco: no dormía, me molestaba todo, gastaba di­nero, etcétera. Pero la cosa no acabó aquí; al cabo de un tiem­po las personas se seguían transformando, pero no se transforma­ban en otras personas, sino que lo hacían en monstruos o superhéroes. Subía una mujer de mediana edad, y a la hora de pagar la carrera, quien pagaba era el Hombre-Lobo. Subía un

simpático señor con su hijito y bajaban Batman y Robin.Y eso no fue lo último; la semana siguiente, los rostros de mis pasajeros se deformaban en caras terroríficas no identificables. Se lo conté a mi psiquiatra porque, aunque no estaba demasiado espantado (ya sabía que era parte de la enfermedad), era muy molesto. Me subió el antipsicótico y me dio la baja, para evitar accidentes (en realidad ya me la había dado hacía un mes, pero yo seguí traba­jando; es lo que tiene ser autónomo, que si estás de baja cierras la caja). Al cabo de dos meses ya no estaba maníaco y volví a trabajar. Para mi sorpresa, a pesar de estar «bien», mis pasajeros seguían mutando en cuestión de pocos semáforos (no lo pude comprobar hasta que no volví a trabajar, claro). Se lo conté al psiquiatra, que me cambió de antipsicótico. Y otra vez de baja. Hasta que al cabo de dos semanas volví al taxi y, como si fuera magia, mis pasajeros mantenían el mismo rostro y la misma iden­tidad durante toda la carrera (aunque fuera un trayecto largo).

Es curioso cómo, por extraño que parezca, uno se acostum­bra a todo. Hubo un momento, justo antes de la baja, en el que había tomado la decisión de que no me importaba si quien bajaba del taxi era el mismísimo Freddy Kruger, mientras me pa­gara el servicio Ahora ya estoy bien. Sigo tomando mi medica­ción y trabajo, aunque quizás menos horas que mis compañeros. Mi vida vuelve a ser normal. Dentro de mi normalidad.

Como aficionado al cine de miedo, sólo planteo una cues­tión: ¿qué pasaría si un día subiera el auténtico Freddy Kruger a mi taxi? ¿Cómo sabría que es él y no una alucinación? La cues­tión tiene su importancia, porque me gustaría pedirle un autó­grafo. Es broma.

Simón, 40 años.

TRASTORNO BIPOLAR DEBIDO A OTRA ENFERMEDAD

La enorme mayoría de los trastornos bipolares tienen una causa genética, pero existe una minoría de pacientes cuyo trastorno bipolar no es «primario», sino provocado por otra enfermedad. Esto es especialmente común en pacientes que inician su enfer­medad pasados los 50 años de edad.

Uno de los cuadros orgánicos que más habitualmente pueden dar lugar a un trastorno bipolar es el accidente cerebrovascular o «infarto cerebral», causado por la obstrucción de un vaso sanguí­neo del cerebro, lo que conduce a varias reacciones tóxicas en un cerebro deprivado de los nutrientes y del oxígeno que habitual­mente aporta la sangre. En algunos casos, un infarto cerebral pue­de provocar la muerte y, en otros, que el cerebro deje de funcionar normalmente y que algunas partes queden irreversiblemente da­ñadas (lo que a menudo lleva a dificultades de lenguaje, de movi­miento, cognitivas u otras igualmente graves). Después de un infarto cerebral —incluso varios meses después— puede aparecer una depresión unipolar o un trastorno bipolar. Dicha depresión no sería debida al sufrimiento psicológico por la serie de secuelas —a menudo graves e irrecuperables– del infarto, sino al propio infarto, tal y como demostró sobradamente el doctor Robert Ro­binson en los años setenta. Si el área afectada —es decir, el área que se ha quedado sin oxígeno ni nutrientes— durante el infarto cerebral es el sistema límbico —que, como ya hemos visto en el inicio de este libro, es una de las áreas cerebrales encargadas de regular el estado de ánimo—, es muy probable que el paciente presente, a partir del infarto, un trastorno bipolar.

Del mismo modo, otras enfermedades neurológicas que tam­bién afectan al sistema límbico —como la enfermedad de Par‑

kinson o la Corea de Huntington— pueden derivar en un tras­torno bipolar.

Las enfermedades que afectan a nuestro sistema hormonal —llamadas enfermedades endocrinas— suelen causar problemas de estado de ánimo a los que las padecen. Las hormonas más íntimamente ligadas al estado de ánimo son las tiroideas. La glán­dula tiroidea se encuentra en la base del cuello y es la responsable, entre otras funciones, de regular el consumo de energía. La tiroi­des ayuda a controlar el consumo de calorías de nuestro cuerpo y la forma en que las calorías se almacenan en forma de grasa. Cuando la glándula tiroides produce demasiadas hormonas, ha­blaremos de «hipertiroidismo». Entre otros muchos problemas, el hipertiroidismo puede provocar síntomas psiquiátricos tales como el insomnio, la irritabilidad, la hiperactividad o síntomas psicóticos. En cambio, si la glándula tiroides segrega un número insuficiente de hormonas deberemos hablar de «hipotiroidismo». El hipotiroidismo puede dar lugar a humor depresivo, letargia, cansancio, problemas de concentración y alucinaciones. Por lo tanto, cualquier persona con problemas de tiroides puede tener serios problemas de estado de ánimo. Además, la presencia de hipo o hipertiroidismo complica el curso de un trastorno bipolar preexistente, por lo que el psiquiatra debe estar muy atento a si se producen estas complicaciones y realizar —al menos una vez cada dos años— un análisis de sangre para comprobar los niveles de tiroides. Se han descrito casos de manía causada por hiperti­roidismo, pero son infrecuentes.

Otras glándulas que pueden jugar un papel decisivo en la aparición de síntomas psiquiátricos son las adrenales. La glándu­la adrenal se halla situada encima de los riñones, en la parte infe­rior de la espalda, y es la encargada de segregar distintas hormo‑

nas, entre ellas el cortisol y la adrenalina. Ambas juegan un papel muy importante en la adaptación al medio y la regulación del estrés. Dado que el cortisol tiene, entre otras muchas propiedades, un efecto antiinflamatorio, son varios los fármacos que contienen esta sustancia. Tbdos ellos son potencialmente peligrosos para al­guien que padezca un trastorno bipolar. El exceso de cortisol de­bido a, por ejemplo, un tumor en la glándula adrenal puede pro­vocar un cuadro de depresión, un cuadro mixto o una manía.

Los traumatismos encefálicos, con lesión cerebral, también pueden dar lugar a un episodio maníaco, incluso en personas sin antecedentes de trastorno bipolar. Así, es relativamente común que tras caídas o accidentes de circulación en los que el cráneo ha recibido un fuerte impacto aparezca sintomatología maníaca. No necesariamente de forma inmediata tras el impacto, pues en ocasiones pueden pasar varios años hasta la aparición del síndro­me maníaco. En estos casos, la irritabilidad es el síntoma predo­minante del cuadro.

Hay estudios que cifran la frecuencia de traumatismos crá­neo-encefálicos en la infancia de adultos bipolares en cerca del 5 por ciento, tres veces superior a la media, pero aún hay contro­versia sobre cómo debemos interpretar estos resultados.

La deficiencia de vitamina B-12 también se ha asociado a la aparición de sintomatología maníaca.

RECUERDE QUE…

• Las causas mjs comunes de trastorno bipolar asociado a otra enfer­medad son lo.; accidente cerebrovasculares, enfermedades neuroló­gicas o endoci:inas y traumatismos encefálicos.

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