Edipo y la víctima propiciatoria 77

también la cólera la que le ha llevado a golpear al anciano desconocido que le obstruía el paso en un cruce de caminos.

La descripción es bastante justa y, para designar las reacciones perso­nales del héroe, el término de cólera no es peor que otro. Debemos pregun­tarnos únicamente si todas estas cóleras diferencian realmente a Edipo de los demás personajes. En otras palabras, ¿es posible hacerle desempeñar el papel diferencial que reclama la noción misma de «carácter»?

Vistas las cosas de más cerca, descubrimos que la «cólera» ya está pre­sente en todos los mitos. Ya era, sin duda, una sorda cólera lo que incitaba al compañero de Corinto a sembrar la duda respecto al nacimiento del héroe. Es la cólera, en el cruce de caminos fatídico, lo que conduce a Layo a ser el primero en alzar el látigo contra su hijo. Y también es a una primera cólera, anterior necesariamente a todas las de Edipo, aunque no sea realmente originaria, a la que hay que atribuir la decisión paterna de deshacerse de este mismo hijo.

En la tragedia, Edipo tampoco tiene el monopolio de la cólera. Sean cuales fueren las intenciones del autor, no existiría debate trágico si los

demás protagonistas no se encolerizaran a su vez. Muy probablemente,

estas cóleras siguen con un cierto retraso las del héroe. Y podemos sentir la tentación de entenderlas como unas «justas represalias», unas cóleras

secundarias y excusables, frente a la cólera primera e inexcusable de Edipo.

Pero precisamente acabamos de ver que la cólera de Edipo nunca es real­mente la primera; siempre va precedida y determinada por una cólera más

antigua. Y ésta tampoco es realmente originaria. En el ámbito de la vio‑

lencia impura, cualquier investigación del origen es típicamente mítica. No es posible abordar una investigación de ese tipo, y mucho menos suponer

que debe llegar a su término, sin destruir la reciprocidad violenta, sin caer en las dificultades míticas a las que se esfuerza en escapar la tra­gedia.

Tiresias y Creonte mantienen por un momento su sangre fría. Pero su serenidad inicial tiene su contrapartida en la serenidad del propio Edípo,

en el transcurso de la primera escena. Siempre nos encontramos, a decir

verdad, con una alternancia de serenidad y de cólera. La única diferencia entre Edipo y sus adversarios consiste en que Edipo es el primero en entrar

en juego, en el plano escénico de la tragedia. Siempre goza, por consiguien‑

te, de un cierto adelanto respecto a sus compañeros. Pero aunque no sea simultánea, la simetría no deja de ser menos real. Todos los protagonistas

ocupan las mismas posiciones respecto a un mismo objeto, no conjunta‑

mente sino uno tras otro. Este objeto no es otra cosa que el conflicto trá­gico del que ya comenzamos a ver, como confirmaremos más adelante, que

coincide con la peste. Cada cual, al comienzo, se cree capaz de dominar la violencia, pero es la violencia la que domina sucesivamente a todos los protagonistas, metiéndoles a pesar suyo en un juego, el de la reciprocidad violenta, al cual siempre creen escapar por el hecho de que toman por permanente y esencial una exterioridad accidental y temporal.

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