Edipo y la víctima propiciatoria 78

Los tres protagonistas se creen superiores al conflicto. Edipo no es de Tebas; Creonte no es rey; Tiresias está en las nubes. Creonte trae de Tebas al último oráculo. Edipo, y sobre todo Tiresias, tienen muchas proe­zas adivinatorias en su activo. Tienen el prestigio del «experto» moderno, del «especialista» al que sólo se molesta para resolver un caso difícil. Cada cual cree contemplar desde fuera, en tanto que observador despreocupado, una situación que no le concierne en absoluto. Cada cual quiere jugar el papel del árbitro imparcial, del juez soberano. La solemnidad de los tres sabios no tarda en ceder al ciego furor cuando ven contestado su prestigio, aunque sólo sea por el silencio de los otros dos.

La fuerza que atrae a los tres hombres en el conflicto coincide con su ilusión de superioridad o, si se prefiere, con su hibris. Nadie, en otros términos, posee la sofrosine y, también en ese plano, sólo hay diferencias ilusorias o rápidamente suprimidas. El paso de la serenidad a la cólera se produce en cada ocasión por una misma necesidad. Sería pecar de arbi­trariedad reservar a Edipo y bautizar como «rasgo de carácter» lo que pertenece a todos en igual medida, sobre todo si esta pertenencia común procede del contexto trágico, si la lectura que permite es de una coheren­cia superior a cualquier interpretación psicologizante.

Lejos de aguzar las aristas de unos seres estrictamente individuales oponiendo los unos a los otros, todos los protagonistas se reducen a la identidad de una misma violencia, el torbellino que les arrastra les con­vierte a todos exactamente en una misma cosa. A la primera mirada sobre un Edipo ciego de violencia y que le invita a «dialogar», Tiresias compren­de su error, con excesivo retraso, sin embargo, para poder sacar partido de su comprensión:

«¡Ay ay, qué duro es el saber, donde no rinde provecho al que lo sabe! Y teniendo esto bien visto,/ lo perdí de vista: si no, no habría aquí venido.» *

* * *

La tragedia no se parece en nada a una discrepancia. Hay que entre­garse sin desfallecimientos a la simetría conflictiva, aunque sólo sea para hacer aparecer los límites de la inspiración trágica. Al afirmar que no existe diferencia entre los antagonistas del debate trágico, estamos afirmando, en último término, que no existe diferencia entre el «verdadero» y el «falso» profeta. Aquí aparece algo inverosímil e incluso inimaginable. ¿Acaso no es Tiresias el primero en proclamar la verdad de Edipo, mientras que Edipo no hace más que divulgar odiosas calumnias a su respecto?

* Idem, p. 25. (N. del T.)

 

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