Introducción

Introducción

Sentí un estremecimiento cuando Basic Books, mi editorial durante las tres décadas pasadas, me propuso por primera vez este libro. Siempre había pensado en una antología como en una colección póstuma de la obra de un escritor. O bien, si no póstuma, como una exposición retrospectiva recopi­lada ya al final de la carrera como escritor. De modo que me pareció que la propuesta era justamente un jalón más, una etapa de la vida, otro triste re­cuerdo de la edad: como cuando me jubilé en la Universidad de Stanford; desarrollé el sarro senil, los achaques en la rodilla; o dije adiós al tenis; o veía cómo mis hijos se iban casando, cómo se establecían en sus profesiones o te­nían sus propios hijos.

No obstante, de forma gradual, me fui haciendo a la idea de combinar un libro de lectura y una exposición retrospectiva porque creía que ofre­cía una llamada a escena para muchos trabajos queridos y largamente olvi­dados. Con ilusión desempolvé viejos archivos y releí mis queridos artículos que concernían a cosas tales como el tratamiento hipnótico en la erradica­ción de verrugas, los hematomas posparto, la agresión en el voyeurismo, el LSD, Hemingway, las enfermedades orgánicas del cerebro en la senectud, la terapia familiar para la colitis ulcerosa. Pero no me llevó mucho tiempo dar­me cuenta de que podía ser el único lector interesado en tal misteriosa, ínconexa y, a menudo, obsoleta colección. Por consiguiente, los devolví a su lugar (excepto el artículo de Hemingway, que se salvó) y vi el acierto del punto de vista del editor de que la lógica razón de ser de tal libro estaría en mostrar la trayectoria de mi carrera como escritor en el progreso, durante treinta años, desde el informe de investigación en las revistas profesionales hacia los escritos de ficción.

Mis primeros libros fueron textos de psicoterapia. Mis trabajos más re­cientes son novelas de psicoterapia. Por lo tanto tengo dos grupos de lecto­res: los psicoterapeutas, a los que han sido destinados mis libros de texto durante su preparación académica, y los lectores profanos en la materia, in­formalmente interesados en la psicoterapia, quienes han sido atraídos por el formato de relato de mi obra más reciente. Espero introducir en estas pági­nas a cada uno de estos públicos hacia el otro polo de mi trabajo para des­cubrir de un modo suave al lector lego en la materia una psicoterapia más teórica, desde una perspectiva basada empíricamente y, por otra parte, incul­car en los terapeutas practicantes una mayor consideración del aspecto cla­ve que la narrativa juega en el proceso de psicoterapia.

Este volumen refleja uno de mis intereses principales: la escritura. Des­de el principio, en mi esfuerzo por comprender, iluminar y enseñar la psi­coterapia, he estado fascinado con dos de las principales aproximaciones a la terapia: la terapia de grupo y la terapia existencial. Fui primeramente for­mado para pensar como un científico de la medicina y mis textos de terapia de grupo recogían, siempre que fuera posible, la investigación empírica. Más tarde, a medida que exploraba el campo de la terapia existencial, me pa­reció evidente que la investigación empírica tenía menos que ofrecer: las preguntas que están en torno a las respuestas profundamente subjetivas de la condición humana no se prestan a la investigación empírica. Por consi­guiente, la mayor parte de mi trabajo en terapia existencial se basa, primor­dialmente, en la investigación filosófica: la mía propia y la de otros.

Este volumen da cuenta del poderoso interés en la narrativa que ha es­tado escondido en todos mis escritos profesionales, se ha insertado de vez en cuando en mis textos y, últimamente, en los últimos años, lo ha asumido todo.

Aunque puedo situar mi atracción por la literatura ya en mis primeros años de vida, hubo un momento concreto en mi educación que supuso para mí un punto de partida en lo relativo al poder de la narrativa. En mis dos primeros años en la facultad de medicina tuve un rendimiento suficiente­mente bueno en mis clases de ciencia básica. Como un estudiante diligente, siempre estaba entre los primeros de mi clase, pero actuaba mecánicamen­te, sin pasión por ninguna de las partes del currículo científico médico. Comoestudiante de tercer año trabajé como administrativo en psiquiatría y me fue asignada mi primera paciente. Aunque hace mucho tiempo que olvidé su nombre, la recuerdo muy bien: una joven, deprimida y pecosa lesbiana, con unas largas y rojas trenzas limitadas por unas espesas bandas de goma.

Estuve sumamente incómodo en nuestro primer encuentro. Era obvio para ambos que yo no sabía casi nada de psiquiatría. Quizás eso supuso una ayuda; estaba sumamente recelosa de mi especialidad (para ser pre­cisos aquellos eran tiempos en los que los actos homosexuales eran con­siderados ilegales, y ella podía haber sido diagnosticada oficialmente como una desviada sexual). Y no es sólo que yo fuera un ignorante en psicotera­pia: tampoco sabía nada en absoluto sobre lesbianas, aparte de un estimu­lante pasaje de Proust en el que Swann espiaba a dos mujeres haciendo el amor.

¿Qué podía ofrecerle? Todo lo que podía hacer, decidí finalmente, era permitirle ser mi guía y explorar su mundo tan bien como pudiera. Su experiencia previa con hombres había sido horrenda, y yo fui el primero de mi sexo que la escuchó respetuosa y atentamente. Su historia me conmovió. Pensaba en ella a menudo entre encuentro y encuentro, y después de unas semanas desarrollamos una tierna, e incluso amorosa, relación. Parecía pro­gresar rápidamente. ¿En qué medida su progreso era real? ¿Hasta qué pun­to era ello una recompensa por escucharla e interesarme por ella? Nunca lo supe.

A todos los estudiantes de psiquiatría se nos pedía que presentáramos un caso en las conferencias semanales sobre casos. Cuando llegó mi turno observé en la sala con terror a mi auditorio de la facultad de psiquiatría, al igual que a algunas lumbreras del Instituto Psicoanalítico de Boston. Final­mente, los borré de mi mente, tragué saliva y empecé. Eso fue hace cuaren­ta años. Recuerdo poco de la conferencia, aparte de la quietud y el profun­do silencio en la sala de conferencias cuando les expliqué los encuentros con mi paciente y el desarrollo de nuestros mutuos sentimientos amorosos. Nadie se movía ni tomaba notas y, al llegar el momento del debate, parecía extrañamente que todos los psiquiatras participantes hubieran olvidado ha­cer uso de las palabras. Para mi asombro, muchos hicieron una generosa alabanza, incluso embarazosa, de mi presentación; otros comentaron sim­plemente que mi intervención hablaba por sí misma y no era necesario de­cir nada más.

Mi experiencia en aquella conferencia fue una revelación, un momento de repentina, profunda y clarificadora comprensión. ¿Cómo había yo produ­cido tal interés en aquel público tan distinguido? Ciertamente, no por la ex­posición de alguna teoría clarificadora. Ni por la descripción de una línea de terapia sistemática y efectiva. No, lo que yo había hecho era algo bastan­te diferente: yo había transmitido la esencia de mi paciente y de nuestra relawin en la forma de una historia interesante. Siempre había sabido cómo contar historias y ahora creía haber encontrado una vía para poner esa habilidad al servicio de un buen uso. Salí de aquella conferencia, hace ahora cuarenta años, sabiendo que la psiquiatría era mi vocación. Y ciertamente, sabiendo también que, de alguna manera, todavía sin saber cómo, mi particular con­tribución a la psiquiatría sería como narrador.

Además de las muchas introducciones de sección y de tres nuevos ensa­yos sobre narrativa, el texto de este volumen es un extracto de mis libros y artículos publicados y está editado con concisión, amenidad y continuidad. He sido agraciado con la oportunidad de trabajar con mi hijo, Ben Yalom, en este proyecto, un escritor y editor extraordinario. Él ha editado este vo­lumen desde el principio hasta el final, y estoy profundamente en deuda con él por sus expertos consejos en la organización de este volumen, por el con­tenido de las introducciones, y por la selección y edición de los extractos. También estoy agradecido a mis editores de Basic Books: Joann Miller, por proponer este volumen, y Gail Winston y John Donatich por apoyar el pro­yecto hasta el final.

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