MATERIAL CLINICO N° 2

MATERIAL CLINICO N° 2

Después de tres años de tratamiento hospitalario por depresión, Phillipa se despertó de un sueño con un sistema delirante esquizofrénico plenamente desa­rrollado. Demasiado elaborado para explicarlo aquí en detalle, puede resumirse de la siguiente manera: esta joven de dieciséis años, gorda, inteligente y dotada ver­balmente se había convertido en la cautiva de un hombre rico que por cinco libras la había comprado a sus padres para que fuera sujeto de un gran proyecto de investigación sobre la esquizofrenia. Para este propósito estaba confinada en un set cinematográfico donde nada fuera de ella era real, ni el aire, ni el decora­do, ni la gente. Puesto que todo era registrado mediante cámaras de televisión cuidadosamente ocultas, cada sonido y gesto de Phillipa era estudiado, teatral, controlado. De todos modos, como parecía que este control era ejercido sobre ella por este hombre rico y no por ella misma, no sentía ninguna responsabilidad personal por su conducta. Por otra parte, una vez que se inició el tratamiento, su relación con el analista presentó un marcado contraste respecto de este delirio. Se convirtió en una relación de control omnipotente sobre sus palabras y acciones, a pesar del hecho de que pronto pareció descubrir que el hombre rico tenía el mis­mo nombre que el analista. Fue necesario que el analista limitara su conducta, especialmente cambios posturales o de la expresión facial, ya que tales actos irre­levantes resultaban en jubilosas expresiones de triunfo sobre él. Con lógica impe­cable ella explicó: «Usted no parece capaz de controlarse, doctor Meltzer. Sin embargo, como aquí sólo estamos usted y yo, debo ser yo quien lo controle».

Aunque estos estallidos maníacos sólo se producían en un principio después de que el analista realizaba algún movimiento desacostumbrado (tal como cruzar una pierna o rascarse), gradualmente se extendieron a la actividad analítica en sí. El efecto era realmente intimidatorio. Se hizo necesaria una lucha interna para superar la inercia y la tendencia del analista a permanecer silencioso. Pero la perseverencia en la función interpretativa pareció producir gradualmente en la paciente un efec­to muy indeseable, tanto desde el punto de vista terapéutico como científico. Mientras que el analista persistía en hablar, la paciente tendía a utilizar la mími­ca; se pudo entonces también observar que cada vez lo miraba menos, hasta que

 

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se redujo a una mirada inicial al principio de la sesión, luego de lo cual dirigía su atención hacia afuera, por la ventana, A partir de la conducta de sus ojos, que ahora se convirtió en un complicado y bizarro sistema de parpadeos y de miradas fijas que duró meses, fue posible concluir que ella los usaba como una cámara en el comienzo de la sesión y después como un proyector cinematográfico.

Cuando por fin se le interpretó que ella tomaba una foto del analista y luego la proyectaba fuera de la situación analítica para así recuperar un objeto de natu­raleza más dócil, una confirmación sorprendente rompió su silencio negativista: «Las fotos son tan buenas como las personas». Tres años de análisis habían pro­ducido un marcado cambio en el delirio de la paciente, aunque no puede decirse que esto constituía un triunfo terapéutico: de lo único real en el cuadro deliran­te, la actriz, Phillipa se había metamorfoseado en el director, el cameraman y la cámara, todo en uno. Podría decirse que pasó de un sistema paranoide a un siste­ma delirante catatónico; en lugar de ser controlada por el rico doctor Meltzer, ella tenía ahora el control de la foto de él. En este proceso, su necesidad de vocalizar sus pensamientos se desvaneció, y sus conversaciones podían ser condu­cidas en mímica. Es claro que las fotos no pueden oír, sólo ver; pero de todos modos son «tan buenas como las personas».

El objetivo de este material consiste en aclarar el papel de la vocalización concreta del lenguaje, punto éste que no debe darse por sentado. La distinción habitual entre habla interna y externa no cubre realmente todas las posibilidades, ya que uno puede ver que las conversaciones de Phillipa utilizando la mímica eran «externas», y sin embargo silenciosas; y en la situación analítica, Phillipa debería describirse como muda, no solamente como silenciosa. El mutismo de . Sylvia. n su tenden .a a él, ilustraba el retraimiento de las relaciones objetales y la pérdida del deseo de comunicarse, mientras que el de Phillipa muestra un pro­ceso opuesto —el logro de un objeto, pero de un objeto delirante, con cualidades que hacían que la vocalización fuera redundante para el proceso de comprensión—. No debe pensarse que estas cualidades sólo las poseen objetos delirantes; el aspec­to omnipotente de la identificación proyectiva tiene probablemente siempre algo de esto intrínsecamente. El estado mental y la imagen o la imagen onírica en que .está arraigado parece que pueden ser implantados intactos en la mente del objeto. Para superar la ilusión, el niño debe en cierta manera aprehender la necesidad de vocalización, y la mayoría de los niños pequeños sólo demuestra una apreciación muy parcial de esta necesidad, especialmente con sus madres.

En nuestro tercer ejemplo nos moveremos en la otra dirección para examinar el papel del contenido mental que (tal como lo dice Wilfred Bion) debe con­sistir en elementos adecuados para la comunicación, y no meramente para la evacuación.

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