La crisis sacrificial 47

a partir de nuestras primeras conclusiones. También podemos comprobar­las en los textos literarios, en las adaptaciones trágicas de los mitos grie­gos, el de Heracles en especial.

En La locura de Heracles, de Eurípides, no existe un conflicto trági­co, ni un debate entre unos adversarios enfrentados. El argumento real es el fracaso de un sacrificio, la violencia sacrificial que acaba mal. Hera­cles regresa a su casa después de dar fin a sus trabajos. Descubre a su mujer y a sus hijos en manos del usurpador Licos, que se dispone a sacri­ficarlos. Heracles mata a Licos. Después de esta última violencia, cometida en el interior de la ciudad, el héroe necesita más que nunca purificarse y se dispone a ofrecer un sacrificio. Su mujer y sus hijos están a su lado. Cree de repente reconocer en ellos nuevos o antiguos enemigos y, cediendo a un impulso demente, los sacrifica a todos.

El drama nos es presentado como obra de Lissa, diosa de la Rabia, enviada por otras dos diosas, Iris y Hera, que odian al héroe. Pero en el plano de la acción dramática lo que desencadena la locura homicida es la preparación del sacrificio. No es posible creer que se trate de una mera coincidencia a la que el poeta sea insensible; él es quien atrae nues­tra atención sobre la presencia del rito en el origen del desencadenamien­to. Después de la matanza, Anfitrión, su padre, interroga a Heracles que está volviendo en sí:

«Hijo mío, ¿qué te ocurre? ¿Qué significa esta aberración? Tal vez la sangre derramada extravía tu mente.»

Heracles no se acuerda de nada y, a su vez, pregunta: «¿Dónde se ha apoderado de mí el trance, dónde me ha des­truido?»

Anfitrión contesta:

«Cerca del altar. Purificabas tus manos en el fuego sagrado.»

El sacrificio proyectado por el héroe sólo consigue polarizar abusiva-mente sobre él la violencia. Esta es simplemente demasiado abundante, demasiado virulenta. La sangre, como sugiere Anfitrión, la sangre derra­mada en unos terribles trabajos y, en último lugar, en la misma ciudad, extravía la mente de Heracles. En lugar de absorber la violencia y de disiparla hacia el exterior, el sacrificio la atrae sobre la víctima para de­jarla desbordar y esparcirse de manera desastrosa por su entorno. El sacri­ficio ya no es apto para desempeñar su tarea; acaba por engrosar el torrente de violencia impura que ya no consigue canalizar. El mecanismo de las sustituciones se descompone y las criaturas que el sacrificio debía prote­ger se convierten en sus víctimas.

Entre la violencia sacrificial y la violencia no sacrificial, la diferencia está lejos de ser absoluta; supone también, como se ha visto, un elemento de arbitrariedad. Por consiguiente, siempre corre el riesgo de desaparecer. No hay una violencia realmente pura; el sacrificio, en el mejor de los

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