LAS DOS ULTIMAS SESIONES ANTES DE LAS VACACIONES: ENTRAR-PERMANECER AFUERA

LAS DOS ULTIMAS SESIONES ANTES DE LAS VACACIONES:
ENTRAR-PERMANECER AFUERA

El día anterior al comienzo de las vacaciones, John vació su cajón por comple­to, rompió a mordiscos las puntas de los lápices y revolvió los contenidos despa­rramados, mordió las semillas de mandarina que encontró en el cesto de papeles y rasgó el papel en tiritas. Cuando llegó el momento de use estaba muy afligido y trató de empujarme nuevamente dentro del cuarto. Cuando los padres volvieron a traerlo al día siguiente, comentaron que John había llorado desconsoladamente casi toda la noche, incluso cuando lo llevaron con ellos a su cama. Tomó mi mano y me arrastró escaleras arriba, fue derecho a su cajón y sacó la muñeca mujer, dos lápices y dos pelotas. Hizo rodar las pelotas suavemente hacia el cajón y las guar‑

 

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dó. Luego hizo rodar los lápices sobre la tapa de la cómoda y cuando se cayeron por detrás, tomó mi mano e indicó que yo debía recuperarlos; examinó las puntas y las quebró. «Hablaba» sin parar —»señora, milz, flores, aeroplanos»— repitiendo una y otra vez las palabras que conocía. Hizo volar el aeroplano y luego examinó su cara inferior. Luego abrió mi boca, miró adentro y fue a buscar la tarjeta de las vacaciones. Se sentó sobre mi Halda y escuchó cuidadosamente mientras yo repe­tía: «La señora aquí». . ., «La señora ida». . ., «La señora vuelve», señalando los círculos correspondientes. Me permitió que recorriera toda la tarjeta y cuando hube terminado produjo la primera oración completa que le había oído: «John no debe ir al jardín». Luego cantó suavemente «señora, señora, señora ida», como si fuera una canción de cuna. Este plácido episodio fue repentinamente perturbado haciendo chocar violentamente su cabeza contra la mía, pero inmediatamente vol­vió a abrazarme. Repitió sus golpes y abrazos; al final de la sesión permitió que lo guiara escaleras abajo, y se fue con un ánimo muy tranquilo.

Comentario. Después de tan asoladores ataques a las posesiones del analista, en otros tipos de niños psicóticos; uno esperaría hallar el temor a la represalia, profundas angustias persecutorias, incapacidad de enfrentar el objeto dañado. No así con John: su temor primario y sobrecogedor después de tales ataques era la pérdida y la separación; era capaz de enfrentar al objeto dañado (depresión persecutoria), pero no podía tolerar la posibilidad de que la pérdida fuera irre­parable. Cuando mi reaparición le reaseguró mi supervivencia, hizó algunos inten­tos de restituirme las pelotas-pechos, lo que también impicaba devolver los pezo­nes-puntas de lápices (el objeto parcial combinado), y frente a esto sus celos estallaban y él no podía manejarlos. Lo hemos visto luchando con su tendencia a entrar a los golpes, escuchando la voz de papá diciéndole que debe quedarse afuera, no entrometerse. Era difícil saber hasta qué punto era capaz de interna­lizar una imagen del terapeuta como persona, pero al menos el germen de la idea estaba presente. Se puede distinguir su deseo de ser capaz de ponerme, intacta como las dos pelotas, dentro y fuera del cajón de su mente y, por ende, tener mi voz a su disposición cuando necesitara la reconfortante música analítica. Era por cierto este intenso deseo y sus fracasadas tentativas y luchas, los que hicieron tan conmovedora aquella sesión.

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