NOTAS

NOTAS

1. Por ejemplo, la mayoría de las investigaciones sobre la «enfermedad mental» dicen seguir un modelo «bío-psico-social», aunque, en realidad, terminan en

un modelo «bío-bío-bío» (Read, 2005). A lo máximo que se puede aspirar si se

adopta un modelo «bío-psico -social» es a una explicación que se queda a medio
camino; lo peor y más probable que puede suceder es que las investigaciones se

erijan sobre las ideas que los psicólogos tienen de la biología. Véase Fonagy et al.
(2004) para un ejemplo que oscila entre estas dos opciones• la mala y la peor.

2. Young (1992) analiza el concepto de «naturaleza secundaria» y su centralidad en el trabajo de Donna Haraway (1989 y 1991/1995).

3. Para un análisis de la idea equivocada que la psicología mantiene sobre las ciencias naturales, véase Harré y Secord (1972). Hedges (1987) cuestiona la

idea de que la psicología abarca las ciencias «duras» y «blandas». Para una dis­cusión reciente que plantea que la investigación cualitativa en psicología es en realidad más científica que la investigación cuantitativa, véase Harré (2004).

4. Véase Pilgrim y Treacher (1992) para una explicación del funcionamiento de estas relaciones jerárquicas en el proceso de desarrollo de la psicología clínica en Gran Bretaña. Barkery Davidson (1998) hacen valiosos esfuerzos por rechazar la influen­cia de la psiquiatría médica en el campo de la enfermería psiquiátrica.

5. Para un influyente análisis de los avances contemporáneos en la farmacología, véase Healy (2002), y sobre los «efectos secundarios» de los fármacos psiquiá­tricos, véase Breggin (1993).

6. Véase Moynihan y Henry (2006) para una obra colectiva sobre estos casos. Para una respuesta crítica desde la psiquiatría de cómo las compañías farmacéuticas dirigen la investigación psiquiátrica, véanse Healy y Cattell (2003) y Moncrieff (2006).

7. El CIE se halla disponible en la red; véase la Organización Mundial de la Salud (2oo6).

8. La cuarta edición (revisada) del DSM se publicó en el año 2000(APA, 2000). No se encuentra disponible en la red debido en parte a que la APA depende de sus

ventas y actualizaciones para sufragar la hipoteca de su edificio central. Para una buena explicación del desarrollo y marketing del DSM, véase Kirk y Kutchins (1992). Otras respuestas específicas sobre las presuposiciones psicológicas en el DSM se encuentran en Schacht (1985).

9. Véase Parker et al. (1995) para una revisión y «deconstrucción» de las categorías de psicopatología, y véanse también Newnes et al. (1991 y 2001) para dos exce­lentes obras que reúnen a militantes contra los modelos dominantes en la psiquiatría, la psicología y los supervivientes del sistema psiquiátrico.

lo. Véase Spiegel (2005) para una explicación entretenida del papel de Robert Spitzer en los comités o grupos de trabajo del DSM.

II. Sobre el planteamiento que afirma que la psicología se define a partir del méto­do en lugar de la teoría, véanse Rose (1985) y Danziger (1985). Para una crítica de la «medicina basada en la evidencia» como excusa para racionar los servicios,

 

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véase Saarni y Gylling (oo4). La idea de que la aparición de los estudios «basa­dos en la evidencia» repercute negativamente en la metodología impidiendo el desarrollo de la metodología cualitativa la proponen Lincoln y Cannella (oo4).

12. Para la historia del desarrollo de la categoría de la depresión, véase Healy (1997), y sobre el papel de la industria farmacéutica en dicha historia, Healy (2oo4).

13. La concepción médica de la depresión sigue predominando (Healy, go(n), si bien estudios recientes en Gran Bretaña han apelado de manera entusiasta para que las personas formadas en tratamientos «cognitivos» trabajen en temas de desempleo y así ahorrar al gobierno el gasto en las prestaciones de invalidez (Layard, oo6).

14. Boyle (2002) muestra cómo el constructo «esquizofrenia» carece de credibilidad cuando se revisa la literatura histórica y clínica. Algunos psicólogos clínicos con­sideran más apropiado tratar los síntomas (por ejemplo, Bentall, 1990), aunque luego, obviamente, toman literalmente las descripciones de los síntomas.

15. Cohen (1989) da cuenta de la psiquiatría soviética en la misma línea que en su libro anterior, donde mostraba cómo la psiquiatría en los países «democráticos» presentaban historias igualmente lúgubres (Cohen, 1988).

16. Véase Breggin (1993) para un análisis de cómo los fármacos para la depresión y los trastornos psicóticos provocan la disquinesia tardía.

17. Véasen Hill (1983) y Warner (1994) para un análisis de la economía política de la salud mental y la enfermedad.

18. Este dualismo o escisión es típicamente cartesiano, es decir, presupone que la «mente» puede considerarse como algo independiente. Este estado de la cues­tión es examinado por el psicólogo crítico estadounidense Ed Sampson en una serie de artículos sobre las suposiciones identitarias (Sampson, 1985), las psico­logía indígenas (Sampson, 1989) y el control social (Sampson, 1990).

19. Para un estudio de la autoimagen corporal de mujeres y hombres, y un comentario acerca de las normas de bellezay salud en la cultura occidental, véase Grogan (1998).

zo. Obviamente, existe una dimensión en todo esto, en tanto que las concepciones generalmente asumidas relativas al peso y la autorresponsabilidad proceden de las clases medias blancas. Para análisis feministas de las representaciones de las mujeres y el peso corporal desde una perspectiva «construccionista», véanse Malson (1997) y Hepworth (1999).

21. En la sociología anglosajona el interés en el «género» fue importante hasta que la psicología lo adoptara como punto de partida en los análisis feministas, de modo en que el «sexo» era considerado habitualmente como una categoría prees­tablecida en las investigaciones sobre las mujeres y sus tratamientos. Sayers (1986) proporciona una valiosa panorámica de estos desarrollos, en la que incluye una serie de planteamientos alternativos psicoanalíticos. En la psicología esta­dounidense el «género» empezó a considerarse como un proceso cognitivo, lo cual explica que la idea del equilibrio entre las características cognitivas «mas­culinas» y «femeninas» no encajara muy bien en el proyecto feminista. El trabajo de Sandra Bem ejemplifica cómo la psicología feminista pasaría a convertirse en una réplica de la psicología, como se aprecia, por ejemplo, en los planteamien­tos de Bem (1976 y 1983) sobre la «androginia» y la «teoría de los esquema de género».

22. Butler (199o/oo7 y 1993/2oo5) ha realizado importantes avances en las rela­ciones entre el género, entendido como construcción cultural, y lo que creemos que es el «sexo» verdadero correspondiente.

23. Raymond (1980) plantea que la industria del cambio de sexo se basa en con­cepciones conservadoras de «masculinidad» y «feminidad» y muestra cómo los psicólogos terminan imponiendo determinadas normas de conducta y experienciales para las «hombres» y las «mujeres».

 

LA PSICOLOGÍA COMO IDEOLOGÍA

24. Los análisis de Chesler (1973) y Millet (20oo) en Estados Unidos y Ussher (1991y 2005) en Reino Unido y Australia subrayan que las mujeres, culturalmente hablando, ya están tachadas de «locas», y que las medidas preestablecidas para ser «normales» supone someterse a condiciones de existencia alienantes. Waterhouse (1993) amplía esta crítica señalando cómo los tratamientos psico­lógicos imponen a las mujeres visiones normativas de conductas a partir de enfoques más humanistas «centrados en la persona». Véase también Kitzinger y Perkins (1993) sobre la suerte de las lesbianas en manos de la psicología clí­nica.

25. Para un análisis de los supuestos culturales en el desarrollo de la medicina occidental, véase Turner (1987).

26. Véanse Westen et al. (2004) como un ejemplo de la lógica utilizada en defensa de la psicoterapia y Strathern (2000) para un análisis de los supuestos sobre la «transparencia» mantenidos en este marco teórico; Lincoln y Cannella (2004) analizan cómo estos supuestos refuerzan planteamientos metodológicos par­ticulares. Véase, también, la crítica de Shore y Wright (1999) sobre las conexiones entre la «cultura de la auditoria» y el neoliberalismo.

27. Véase Bracken y Thomas (2001) como un intento de superar estos supuestos en la psiquiatría británica. Véase Bracken (1995) para un análisis de la rele­vancia del trabajo de Michel Foucault en la psiquiatría crítica actual.

28. Véase French (2001) para un reconocimiento del alcance del efecto «placebo» en la psicología (y las expectativas de domarlo). Para un análisis pormenoriza­do desde dentro de la antropología médica, véase Moerman (2002).

29. Para razonamientos contrarios al electroshock y los tratamientos farmacológi­cos, véase Breggin (1993), y para estrategias para dejar la medicación, véanse Breggin y Cohen (2000) y Lynch (2004). El trabajo de Rosenhan (1975) es una continuación de su trabajo clásico anterior, donde muestra que las personas eti­quetadas con una enfermedad mental son monitorizadas en todas sus conductas hasta el extremo de confirmar el diagnóstico (Rosenhan, 1973). En Parker (1999c) se realiza una crítica del diagnóstico en los contextos clínicos, adu­ciendo que, además de patologizar al paciente, también da potestad a los psiquiatras para determinar el tratamiento en los casos que consideren «gra­ves»

3o. Este enfoque fue desarrollado por Aaron Beck (1976), quien se alejó del psi­coanálisis decepcionado por el tiempo necesario para la recuperación de sus pacientes. De hecho, los planteamientos cognitivos de la terapia cognitivo – conductual siguen la corriente de trabajo clínico en el psicoanálisis estadounidense tras haber adoptado el supuesto de que el objetivo del trata­miento debería consistir en reforzar el ego (Hartmann, 1958/1987). Para una crítica de cómo un enfoque concreto de la «evaluación» surge de esta corrien­te psicoanalítica, desde una perspectiva alternativa, véase Jonckheere (2005).

31. Miller (1998) ofrece una explicación exaltada de cómo los menores son des­creídos y traicionados por los profesionales adultos.

32. Las feministas han planteado que cada uno de estos cambios en el tratamiento clínico —desde el interés en la «fantasía» infantil al pánico a los «recuerdos falsos», hasta la pretensión de realizar tratamientos ignorando por comple­to la historia— han permitido implementar con gran sutileza y en silencio una perspectiva política que culpa a las víctimas (Burman, 1997). La idea de que debería haber una reacción «normal» al «trauma» y que los que sufren abuso de­bería mostrar una gama de reacciones que permitieran un diagnóstico, en realidad patologiza a las mujeres, que muestran otro tipo de reacciones (Levett, 1995), y de lo cual se derivan en este caso graves implicaciones sobre el modo en que las suposiciones culturales sobre la naturaleza del «trauma» reproducen

 

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la historia colonial de la teoría y el tratamiento psicológico (Levett, 1994). El supuesto de que existen maneras específicas de expresar el malestar por parte de los hombres y las mujeres o de las personas de culturas concretas también patologiza a los que no se ajustan a las expectativas de los expertos en «género» y «cultura». Para un análisis de este problema desde la psiquiatría «transcultu­ral», véase Mercer (1986). Véase Bracken (2002) para una revisión crítica de los análisis del «trauma».

  1. El movimiento de apoyo a la salud mental se ha esforzado en solventar los pro­blemas de la «representación», ya sea delegando directamente la respon­sabilidad en las personas afectadas, de modo que puedan decidir previamen­te sobre el tipo de tratamiento que aceptarían (véase, por ejemplo, Cohen y Jacobs, 1998) o trabajando colectivamente de manera que un individuo no sea escogido para «representar» al resto. Para un excelente estudio del mo­vimiento para la mejora de las condiciones y prácticas alternativas, que surgió desde las propias «comunidades terapéuticas» en Reino Unido y que daría lugar a organizaciones como Mental Patients Union, véase Spandler (2006).
  2. Billington (2000) analiza cómo un psicólogo de la educación que trabaje en el sistema educativo en Reino Unido puede encontrar formas de pedir cuentas a los que etiquetan y patologizan la conducta de los menores. Timimi (2002) aborda esta cuestión desde la perspectiva de la psiquiatría infantil.
  3. Véase Evans (2002) para un estudio de cómo la formación de profesorado apa­rentemente comprometida con la «inclusión» sitúa a estos menores en la posición del «otro».
  4. Newness y Radcliffe (2005), en una obra colectiva, reúnen a psicólogos radi­cales, psicoterapeutas y psiquiatras que se niegan a aceptar esta patologización de la conducta de los menores y que analizan desde diferentes alternativas progresistas.
  5. Por ejemplo, la iniciativa gubernamental «Healthy Schools», en Reino Unido, se centra principalmente en las medidas a tomar para cambiar a los menores que no se integran en esta «escuela sana». Iniciativas similares se encuentran posteriormente en Estados Unidos, Sudáfrica y Australia.
  6. Sobre el papel del DSM en la patologización de la conducta de los menores, véase Mitchell (2003). Para un análisis de la construcción de las dificultades «emocionales» y «conductuales», véase Jones (2003). Un análisis pormenori­zado de cómo la etiqueta «DATH» patologiza a los chicos y a los que no forman parte de la cultura dominante occidental se encuentra en Timimi (2005). Para una aproximación a la DATH desde la terapia narrativa que plantea que el pro­blema es la propia etiqueta en lugar de la conducta de los que son etiquetados con ella, véase Law (1998).
  7. 39.    Por ejemplo, véase el capítulo de Fonagy y Target (2004). El marco teórico para esta investigación desalentadora se presenta en Fonagy et al. (2004).

4o. Para un análisis de la reconciliación desde la perspectiva de la justicia restau­rativa en Nueva Zelanda, véase Monk et al. (1997). En estas prácticas existe el peligro de la psicologización, aunque algunos terapeutas narrativos están inte­resados en el modo en que la psicología funciona como un sistema de control social e intentan hallar formas de «externalizar» los problemas identificados por los psicólogos (véanse, por ejemplo, los capítulos recogidos en la recopi­lación de Parker, 1999b).

41. Por ejemplo, el modelo de la «vergüenza reintegradora» de Braithwaite (1989) supone que el proceso reforzará a algunas comunidades. Para un ejemplo explícito de esta suposición ensayada en diferentes contextos «étnicos», véase Zhang (1995). Cuando se utiliza esta vergüenza en expresiones de «racismo blanco» (white racism), entonces puede que tenga el efecto de reforzar un bucle

 

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de prejuicios y de autocomplacencia por parte de las personas racistas, en tanto que han podido declarar abiertamente lo racistas que han sido al tiempo que se retractan de lo dicho (para este planteamiento, véase Ahmed, zoo4a).

4z. Para un análisis del neoliberalismo y de los ingentes beneficios que las com­pañías farmacéuticas obtienen a partir de la creciente individualización del malestar y la respuesta que recibe por parte de la psiquiatría, véase Moncrieff (zoo6).

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