La novela pedagógica

 

CAPÍTULO

4

La novela pedagógica

De un modo que nunca podría haber anticipado, mi inconsciente jugó un papel clave cuando escribí Love’s Executioner: a medida que me aproximaba al final de cada una de las nueve primeras historias, la siguiente llegaba misteriosamente hasta mi mente, como sí hubiera construido, sin saberlo y por adelantado, un esquema y un índice de materias. Mientras trabajaba en la conclusión de la décima historia, «En busca del soñador», me estaba reservada otra sorpresa: incom­prensiblemente me encontré pensando no en otro relato clínico, sino en Friedrich Nietzsche. Empecé a releer, fascinado, la obra de Nietzs­che, así como varias de sus biografías. Pronto, incluso antes de que fuera totalmente editado Love’s Executioner, empecé a trabajar en una novela sobre Nietzsche y su relación con la psicoterapia.

Nunca consideré que escribir Love’s Executioner supusiera un cambio radical respecto a mi papel como académico. Estaba cum­pliendo simplemente con la descripción de la tarea, haciendo una con­tribución a la literatura profesional de mi campo. Yo quería que Love’s Executioner fuera un recurso pedagógico, una colección de relatos pe­dagógicos para ser utilizados en programas de formación en psicoterapia; el que el libro se convirtiera en un récord de ventas a nadie sor­prendió más que a mí.

Fue con ese mismo sentimiento con el que empecé El día que Nietzsche lloró.*

Mi intención era enseñar, y el público al que me dirigía todavía era la comunidad profesional: estudiantes y practicantes de psicoterapia. Diseñé, con la utilización de un nuevo mecanismo pedagógico, una no­vela pedagógica, para exponer a los estudiantes a una versión novela­da de la concepción y nacimiento de la terapia existencial.

La novela invita a los estudiantes a involucrarse en una variedad de experimentos mentales que implican la psicoterapia. Se les pide, por ejemplo, que imaginen qué tipo de psicoterapia podría haber evoluciona­do si Freud nunca hubiera existido. O, en un experimento más comple­jo: ¿Se imagina que Freud hubiera existido y nos hubiera dejado tan sólo su modelo topográfico de la mente (esto es, su estructura postulada de la psique, que abarca el inconsciente dinámico y los mecanismos de defen­sa) sin su contenido psicoanalítico, sin la idea de la ansiedad que se deri­va de los caprichos del desarrollo psicosexual? ¿Y se imagina, además, la naturaleza de la psicoterapia si el contenido estuviera basado en un mo­delo existencial; esto es, que la ansiedad deriva de una confrontación con los aterradores hechos de la vida inherentes a la existencia?

Yo sabía que quería escribir literatura de ficción, pero un tipo es­pecial de ficción: una ficción que pudiera servir a un propósito retóri­co, pedagógico. Mientras pensaba en la naturaleza de esta escritura, me encontré con una frase en una novela de André Gide, Los sótanos del Vaticano. «La historia — dijo Gide— es una ficción que sucedió. Mientras que la ficción es historia que podía haber sucedido.»

La ficción es historia que podía haber sucedido. ¡Perfecto! Eso era precisamente lo que quería escribir. Quería describir una génesis de la psicoterapia que podría haber tenido lugar, si la historia hubiera gi­rado tan sólo ligeramente sobre sus ejes. Quería que los sucesos de El día que Nietzsche lloró tuvieran una existencia posible.

De este modo, aunque la novela es una ficción, no es, creo, una versión improbable de cómo Friedrich Nietzsche habría inventado la psicoterapia. Por otra parte, la relación de Nietzsche con la terapia muy bien podría haber sido más que la de puro creador: él vivió una gran parte de su vida en una profunda desesperación y podría muy bien haber utilizado la terapia. En última instancia, yo creé una trama que constaba fundamentalmente de este experimento mental:

Suponga que Nietzsche hubiera estado en una situación histórica que le hubiera capacitado para inventar una psicoterapia, derivada de sus pro­pios escritos publicados, que podría haber sido utilizada para curar a Nietzsche mismo.

¿Pero, por qué Nietzsche? Primero, los principios básicos de gran parte de mi pensamiento sobre la psicoterapia existencial y el significado de la desesperación hay que encontrarlos en los escritos de Nietzsche. No es que yo leyera a Nietzsche y emprendiera deliberadamente el de­sarrollo de aplicaciones clínicas debido a sus claras comprensiones. Nunca he pensado ni trabajado de esa manera. Sino que mis ideas sobre la terapia existencial surgían de mi trabajo clínico; y después volvía a la filosofía como un modo de confirmar y profundizar este trabajo.

En el proceso de escribir el libro de texto Terapia existencial, estu­ve inmerso durante años en la obra de los grandes filósofos existencia­listas: Sartre, Heidegger, Camus, Jaspers, Kierkegaard, Nietzsche. De estos pensadores, encontré que Nietzsche era el más creativo, el más convincente, y el más relevante para la psicoterapia.

La idea de Nietzsche como terapeuta puede parecer discordante para muchos de nosotros, ya que bastante a menudo pensamos en Nietzsche como un destructor o un nihilista. Después de todo, ¿no se describió a sí mismo como el filósofo que hacía filosofía con un martillo? Pero Nietzs­che, lleno de contradicciones, veneraba la destrucción tan sólo como una etapa en el proceso de creación: frecuentemente decía que uno puede construir un nuevo yo solamente sobre las cenizas del viejo.

Muchos filósofos —los «nietzscheanos moderados»— han con‑
siderado a Nietzsche no como un destructor, sino como un curan-
la

dero, un hombre que aspiró a ser el médico de toda su época. ¿Y la enfermedad que él esperaba tratar? El nihilismo, el nihilismo posdar- winiano que se estaba abriendo paso por toda Europa a finales del siglo xix. Después de Darwin, todos los valores religiosos tradiciona- les fueron desmoronándose. Dios estaba muerto y un nuevo humanis- mo secular se agazapaba en las ruinas del templo. Nietzsche —el Nietzsche creador, el buscador, no el Nietzsche destructor— tratab

de utilizar la muerte de Dios corno una oportunidad para crear un nuevo conjunto de valores. Hace ya un siglo dijo: «si tenernos nuestro propio «por qué» de la vida nos llevaremos bien con casi todos los «cómo»».’ Pero Nietzsche quería que el nuevo «por qué», el nuevo conjunto de valores, estuviera basado en la experiencia humana, no en valores sobrenaturales, y en esta vida y no en la ilusión de una vida pos­terior a la muerte.

La relevancia de Nietzsche para la psicoterapia contemporánea co­bra más sentido cuando uno revisa los muchos caminos en los que Nietzsche se anticipó a Freud. Por ejemplo, consideremos el concepto de Nietzsche del individuo verdaderamente evolucionado (el über­mensch, superhombre). Nietzsche creía que el camino para convertirse en übermensch no estriba en la conquista o dominación de los demás sino en un autodominio. El hombre verdaderamente poderoso nunca ocasiona dolor o sufrimiento sino que, como el profeta Zaratustra, está rebosante de un poder y una sabiduría que ofrece libremente a los de­más. Su ofrecimiento emana de una abundancia personal, nunca de un sentido piadoso, que representaría algún tipo de menosprecio. Así el superhombre es un ratificador de la vida, alguien que ama su destino, alguien que dice sí a la vida.

En su postura de celebración de la vida, Nietzsche estaba en desa­cuerdo con su primer héroe, Sócrates, quien, antes del trago fatal de la cicuta, dijo: «Le debo un gallo a Asclepio». ¿Por qué había de deberle Sócrates un gallo al dios de la medicina, el pago que los griegos hacían al médico cuando curaba un paciente? Aparentemente Sócrates quiso decir que ahora estaba curado de la enfermedad de la vida y de su su­frimiento inherente, ineludible. Nietzsche también estuvo en desa­cuerdo con la visión budista de que la vida fuera sufrimiento y de que la liberación del sufrimiento consista en la renuncia a toda forma de apego. De acuerdo con esta perspectiva, la meta final de la vida es el desprenderse de la propia conciencia individual, el fin de la rueda cíclica del ego individual, la realización del Nirvana.

Pero no así para Nietzsche, quien en una ocasión dijo: «¿Fue eso la vida? Bien, entonces, ¡una vez más !».2 El superhombre de Nietzsche

es alguien que, si se le ofreciera la oportunidad de vivir la vida exacta­mente del mismo modo, una vez y otra, y otra, por toda la eternidad, es capaz de decir: «Sí, sí, dámela. Tomaré esa vida y la viviré otra vez exactamente del mismo modo». El superhombre nietzscheano ama su destino, acepta su sufrimiento y lo convierte en arte y en belleza. Y es también una persona que, desde el punto de vista de Nietzsche, vence la narcótica necesidad de algún propósito impuesto sobrenaturalmen­te. Una vez que el hombre puede hacer eso, dijo Nietzsche, se convier­te en un übermensch, un alma filosófica, alguien que representa el si­guiente estadio de la evolución humana.

De este modo Nietzsche nos urge a que no orientemos la lucha ha­cia la conquista de los demás, sino que la dirijamos hacia un proceso interior de autorrealización, hacia la realización de nuestro potencial. Las palabras de Nietzsche no se perdieron para la historia: en la déca­da de los sesenta encontraron de nuevo expresión en el movimiento de potencial humano. Él ofreció un nuevo propósito en la vida, no sobre­natural, orientado humanísticamente, concretamente, que nosotros so­mos un puente para algo más elevado, que cada uno de nosotros se en­cuentra en el proceso de convertirse en algo más. Nuestra tarea en la vida, dijo Nietzsche, es perfeccionar la naturaleza y nuestra propia na­turaleza. Y ofreció la instrucción para el necesario trabajo interior: su primera «frase lapidaria» fue Llega a ser quien eres.

A pesar del enfoque de Nietzsche sobre el profundo trabajo inte­rior del individuo, muchas de sus palabras fueron distorsionadas y convertidas en eslóganes nazis sobre los superhombres arios conquis­tadores del mundo, durante la Segunda Guerra Mundial. Para com­prender ese fenómeno se debe establecer una cuidadosa distinción en­tre lo que Nietzsche realmente escribió y la versión vulgarizada de la filosofía de Nietzsche que fue diseminada por su hermana, Elisabeth, una de las grandes villanas de la historia intelectual.

Elisabeth, quien a la larga se convertiría en el agente literario de Nietzsche, era una vigorosa protofascista, con inclinaciones antisemíti­cas, mientras Nietzsche rechazaba abiertamente estos sentimientos. Éste tuvo una relación profundamente ambivalente con sus hermana, en unas ocasiones estaba estrechamente ligado a ella, y en otras la desca­lificaba como «un ganso antisemita»? Muy consternado por su matrimonio, en 1885, con Bernhard Fórster, un profesional de la agitación antisemita, no sintió demasiado verla emigrar con su marido a Para­guay, para fundar la Nueva Alemania, una colonia aria construida so­bre una tierra «incontaminada» por la presencia judía.

Finalmente, debido a la ineptitud y a la fatuidad de Fórster, el pro­yecto de Paraguay fue a trancas y barrancas. Bernhard Fórster fue acu­sado de desfalco y acabó suicidándose. Elisabeth, después de un fraca­sado intento de salvar la colonia, regresó a su casa en Europa, justo a tiempo de asumir el control de la situación de su hermano enfermo. Aprovechando su gran oportunidad de alcanzar cierta relevancia polí­tica, acometió la tarea de distorsionar los escritos de Nietzsche para promulgar sus ideas wagneriano-fascistas. Con tanta eficacia lo hizo que ha sido necesaria una generación de estudiosos para separar las pepitas de oro del pensamiento de Nietzsche de la broza aportada por Elisabeth.

Nietzsche rehuyó la construcción de grandes sistemas filosóficos, como el de Hegel. Él fue más un criticador brillante cuyas sorpren­dentes comprensiones todavía ahora, un siglo más tarde, continúan ilu­minando las investigaciones filosóficas. Empleando un estilo penetrante, intuitivo, prefería las rápidas inmersiones en el frío estanque de la ver­dad, la mayoría de las cuales describía aforísticamente. Incluso llegó a escribir un aforismo sobre los aforismos: «Un buen aforismo resulta demasiado arduo con el paso del tiempo y no se consume en todos los milenios, aunque sirva en cada época de alimento: así es la gran para­doja de la literatura, lo perdurable en medio de lo cambiante, el ali­mento que siempre sigue estimándose, como la sal, y nunca pierde su sabor, como si tal hiciera».4

Muchos campos —la estética, la filosofía, la ética, la historia, la fi­lología, la política, la música— han sacado provecho de las brillantes ideas de Nietzsche. Una de mis intenciones en El día que Nietzsche llo­ró fue la de subrayar la relevancia para la psicoterapia contemporánea de las comprensiones psicológicas de Nietzsche.

En muchos lugares recalcó la importancia de llegar a un acuerdo con el propio destino, destino en el sentido más profundo, no tan sólo como destino desarrollado individualmente, sino como la verdadera condición del ser humano. Nietzsche sostenía que era tarea del ser humano desarrollado investigar profundamerite este destino. Sabía que al mirar profundamente, a menudo se incurría en el dolor, pero creía que debíamos acostumbrarnos a soportar el sufrimiento que comporta la verdad. Mirar fijamente a la verdad no es fácil, Nietzsche escribió: «hace que se agoten tus ojos permanentemente, y al final uno encuentra más de lo que habría deseado».’ En última instancia, el sufrimiento se con vierte en el gran liberador que nos permite conocer nuestras mayores profundidades. La segunda frase lapidaria de Nietzsche fue: «Aquello que no me mata me hace más fuerte».

La habilidad de Nietzsche para mirar fija y resueltamente a la ver­dad, para romper la ilusión, fue extraordinaria. «Uno debe pagar caro por la inmortalidad» —dijo—. «Tiene que morir varias veces mientras todavía está vívo.»6 En otras palabras, si uno ha de llegar a ser un ilus­trado y digno de la inmortalidad, uno debe sostener abiertamente la mirada ante el terror a la muerte y sumergirse en la visión de la propia muerte muchas veces mientras todavía se está vivo.

Aunque Nietzsche nunca se refirió explícitamente al campo de la medicina o de la psiquiatría, sin embargo, tuvo ideas respecto a la for­mación de las personas dedicadas a curar a los demás:

Médico ayúdate a ti mismo: de este modo ayudarás a tus pacientes también. Permite que esto sea su mejor ayuda: que él, el paciente, pueda contemplar con sus ojos al hombre que le cura.’

Construirás por encima de ti y más allá de ti mismo, pero primero debes ser construido tú mismo, en la perpendicular entre cuerpo y alma. No te reproducirás a ti mismo tan sólo, sino que producirás algo más ele­vados

Obviamente, estos aforismos, escritos hace un siglo, abogan por la posición (a la que se adscriben casi todos los profesores contemporá­neos de psicoterapia) de que la terapia personal es una condición sine qua non en la formación de los terapeutas. Pero otro aforismo añade una nota de moderación: «Algunos no pueden desprenderse de sus propias cadenas y, sin embargo, pueden redimir a sus amigos» .9 En otras palabras, aunque la exploración y la comprensión personal son necesarias, el total esclarecimiento (esto es, una plena autosuperacíón personal) puede no ser necesario, ya que los terapeutas pueden llevar a sus pacientes más lejos que donde ellos mismos han llegado. Incluso el terapeuta herido puede todavía señalar el camino al paciente: los te­rapeutas son guías, no cintas transportadoras.

Nietzsche escribió sobre la naturaleza de la relación que cura:

En cualquier lugar sobre la tierra podemos encontrar una clase de confirmación del amor en la que esta ansia de posesión de dos personas entre sí da lugar a un nuevo deseo: una sed superior, compartida, de un ideal que está por encima de ellos. Pero ¿quién conoce un amor así? ¿Quién lo ha experimentado? Su nombre correcto es amistad.’

Una sed superior, compartida, de un ideal que está por encima de ellos […] su nombre correcto es amistad. Podría llamarse también psi­coterapia: una relación auténtica, compartir el deseo vehemente de un ideal superior, que emerge cuando todos los deseos posesivos y las dis­torsiones de la transferencia se han disipado.

Una relación ¿cómo de cercana? ¿Cómo de distante? En una sua­ve estrofa Nietzsche nos aconseja que no sea ni demasiado distante ni demasiado entrometida. Quizás el mejor papel que puede jugar la per­sona dedicada a curar a los demás sea el del observador participante:

No permanezcas en el terreno

ní escales hasta perderte de vista; la mejor vista del mundo

está a media altura.»

Cuando planifiqué mi novela tuve que imaginar el tipo de terapeu­ta que podría haber sido Nietzsche. Creo que ambicioso, decidido, e inflexible. No habría hecho concesiones, habría esperado de sus clien­tes que encararan la verdad acerca de ellos mismos y de su «situación» existencial. ( :acla vez estaba más convencido de que habría sido des-

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(leñoso ante la menor serial de alivio o respecto a los objetivos limitados de las modalidades conductual-cognitívas. Escuchen:

Soy una reja junto al torrente: permito que me agarren aquellos que pueden. ¡No soy, sin embargo, una muleta! °z

O, una vez más:

Por eso es por lo que estoy una y otra vez: tambaleante, alzándome, subiendo, soy el que se levanta, un cultivador, quien impone la discipli­na, quien una vez se aconsejó a sí mismo, no en vano, ¡llega a ser quien eres!»

Dados estos pocos vistazos sobre la relevancia de Nietzsche para la psicoterapia contemporánea, podemos volver a la cuestión de si Nietzs­che ha ocupado el lugar que merece en la historia, la teoría, o la prác­tica de la psicoterapia. La respuesta es «rotundamente no». Diríjase a la historia de la psiquiatría, o a los libros de texto de psicoterapia, y no encontrará mención alguna de su nombre.

¿Por qué no? Después de todo, Nietzsche vivió en el sitio ade­cuado y en el tiempo adecuado, esto es, en el crisol de la psicotera­pia: Europa central, a mediados del siglo xix (él nació en 1844, doce años antes que Freud). Para responder a la pregunta de por qué el nombre de Nietzsche ha sido ignorado en la literatura sobre psicote­rapia, debemos volver a la relación entre Nietzsche y Freud. Me re­fiero, desde luego, a la relación intelectual: los dos hombres nunca se encontraron.

Nietzsche no habría conocido a Freud. En 1889, año que marca el final de la carrera intelectual de Nietzsche, Freud no había publica­do nada en el campo de la psiquiatría. (Su primer artículo publicado sobre psiquiatría apareció en 1893, y su primer libro, Estudio sobre la histeria, en 1895.) ¿Pero conocía Freud la obra de Nietzsche? En este punto lo que nos consta resulta contradictorio. En algunas ocasiones Freud niega de plano que alguna vez hubiera leído a Nietzsche; otras veces parece estar íntimamente familiarizado con los escritos de Nietzsche.

¿Era posible que Freud ignorara la obra de Nietzsche? ¿ I ;n qtk medida Nietzsche era importante hacia el final del siglo xix ? Durante su vida productiva los escritos de Nietzsche no eran bien conocidos. De Así habló Zaratustra, su libro mejor conocido y un texto clásico para estudiantes de secundaria en las posteriores generaciones, se ven­dieron tan sólo cien ejemplares en sus primeros años de publicación. En realidad, tan pocos ejemplares se vendieron de cualquiera de sus li­bros, que Nietzsche en una ocasión quiso conocer al propietario de cada ejemplar. Aunque el nombre de Nietzsche no fue conocido mien­tras vivió; en toda Europa occidental había un activo movimiento clan­destino que apreciaba la obra de Nietzsche, y muchos artistas e intelec­tuales eran conscientes de su genio.

La muerte de Nietzsche no fue menos sorprendente que su vida: en efecto, murió dos veces: en 1889 y once años más tarde, en 1900. En 1889 sufrió una catastrófica demencia y su gran inteligencia se perdió para siempre. La mayoría de historiadores de la medicina han llegado a la conclusión de que sufrió de sífilis terciaria: paresia (una parálisis general del demente), un estado incurable común de la época. Des­pués de 1889 Nietzsche permaneció destrozado para el resto de su vida, incapaz de pensar con claridad, apenas capaz de formular una frase coherente. Su ausente envoltura sobrevivió durante once años más hasta su muerte corporal, ocurrida en 1900.

Cómo pudo Nietzsche contraer sífilis sigue siendo un misterio para los historiadores, ya que se creyó que había llevado una vida casta. Son abundantes las especulaciones infundadas, que van desde el contacto a través de los cigarros de soldados heridos, cuando Nietzsche sirvió en un cuerpo de ambulancias en la guerra francoprusiana, a las relaciones con prostitutas en Colonia, contactos prescritos médicamente con campesinas italianas del sur, o (según la teoría de Jung) las visitas a burdeles homosexuales en Génova.

Cuando Nietzsche estuvo incapacitado, su hermana Elisabeth se trasladó para cuidar de él y de sus escritos. Siendo una gran autopro­motora, sacó el máximo provecho de su posible vehículo para la fama, la filosofía de su hermano, durante el resto de su vida. Sus escarceos políticos tuvieron tanto éxito que Hitler fundó su Archivo de Nietzs­che en Weimar, la visitó en su noventa cumpleaños llevando un enor­me ramo de rosas, y, unos cuantos años más tarde, asistió a su funeral y colocó una corona de laurel sobre su ataúd.

Aunque Nietzsche era poco conocido antes de su primera muerte, en 1889, Llisabeth iba a cambiar eso de una forma radical en los si­guientes diez años. Como resultado de su promoción, se volvió a publicar toda la obra de Nietzsche. En poco tiempo, los ejemplares de sus libros, por decenas de miles, caían en cascada desde las grandes imprentas de toda Europa.

Es imaginable que Freud pudiera haber desconocido los escritos de Nietzsche durante la vida productiva de éste, pero es altamente im­probable que él (como cualquier europeo medio con educación) pudie­ra haber permanecido sin reparar en el aluvión de libros de Nietzsche impresos con posterioridad a 1900. Sabemos, también, que alguno de los amigos universitarios de Freud (por ejemplo, Joseph Paneth) se convirtió en uno de los primeros devotos de Nietzsche durante la dé­cada de los setenta, y los primeros años de la de los ochenta, y escri­bió a Freud con respecto a sus opiniones sobre Nietzsche. Y, desde luego, hubo la íntima relación, durante veintiséis años, entre Freud y Lou Salomé, quien, como explicaré brevemente, había sido antes ín­tima de Nietzsche. Sabemos, también, que Otto Rank le entregó a Freud una colección completa de escritos de Nietzsche encuaderna­dos en piel blanca. Freud apreciaba estos libros. Cuando la Gestapo le obligó a abandonar la mayor parte de su biblioteca y a salir de Vie­na a toda prisa, tuvo buen cuidado de llevarse consigo la colección de Nietzsche.

Las detalladas actas de la Sociedad Psicoanalítica de Viena nos informan de que en 1908 se dedicaron dos sesiones completas a Nietzsche. En estas actas, Freud reconocía que el método intuitivo de Nietzsche había alcanzado comprensiones increíblemente simila­res a las alcanzadas por los esfuerzos científicos, laboriosamente sis­temáticos, del psicoanálisis. La Sociedad Psicoanalítica acreditó ex­plícitamente a Nietzsche como el primero en descubrir el significado de la liberación, la represión, el olvido, la huida en la enfermedad, de la enfermedad como una sensibilidad excesiva ante las vicisitudes de la vida, y de los instintos en la vida mental: tanto instintos sexuales como sádicos. De hecho, Freud fue tan lejos como señalar las dos o tres vías por las que él pensaba que Nietzsche no había anticipado el psicoanálisis. Obviamente, para hacer eso, Freud debería haber co­nocido las muchas vías por las que Nietzsche había anticipado la disci­plina.

desto, Nietzsche pronosticó que «miles de secretos del pasado se desplazarán lentamente desde sus escondrijos hacia mi aura».»

Así resulta evidente que Freud conocía y admiraba la obra de Nietzsche. Según su biógrafo Ernest Jones, Freud colocó a varios grandes hombres en un panteón y dijo que nunca lograría su rango.» En este grupo estaban Goethe, Kant, Voltaire, Darwin, Schopenhauer y Nietzsche. Quizás algunos de los confusos sentimientos de Freud ha­cia Nietzsche provenían de su ambivalencia hacia toda la filosofía como disciplina. A veces Freud ridiculizaba a la filosofía por su ca­rencia de un método científico. Aunque, en otras ocasiones, Freud anhelaba adaptarse a la especulación puramente filosófica e histórica, y consideraba toda su carrera médica como un rodeo, como una falsa oportunidad, respecto a su verdadera vocación como filósofo-vivifica­dor, un desvelador del misterio de cómo el hombre llegó a ser lo que es.

Por consiguiente, hay temas inacabados entre Nietzsche y el cam­po de la psicoterapia: aunque Nietzsche fue clarividente respecto a la especialidad de la psicoterapia y aunque ejerció una influencia consi­derable sobre Freud, Freud nunca reconoció esa deuda. Todo el cam­po de la psicoterapia ha seguido las directrices de Freud y ha ignorado las contribuciones de Nietzsche. Una de mis intenciones en El día que Nzetzsche lloró es encarar este descuido y empezar a recoger, de un modo más explícito, las comprensiones psicológicas de Nietzsche.

Hay todavía otra razón para escribir acerca de Nietzsche: el drama extraordinario de su vida le convierte en un fascinante sujeto de nove­la. Nació en 1844 en el seno de una familia de medios modestos. Su padre, un pastor luterano, murió cuando Nietzsche tenía cinco años. Su genialidad ya fue patente a edad muy temprana, y se le concedió una beca para estudiar en una de las mejores escuelas de Alemania. A la edad de veinticuatro años, antes de que se inscribiera en un progra­ma universitario de licenciatura en filología, se le ofreció, y él aceptó, una plaza de filología clásica en la Universidad de Basel. Mientras es­tuvo allí se vio atormentado por una enfermedad, que había aparecido por primera vez durante la adolescencia, y que estaba destinada a aco

Aunque Freud dijo a veces que él no había leído a Nietzsche, en otras ocasiones dijo que había tratado de leer a Nietzsche pero que era demasiado perezoso: una extraña afirmación, considerando la legen­daria diligencia y energía de Freud. (Un examen de su programa­ción diaria, a menudo consistente en diez o doce horas de clínica an­tes de sentarse a escribir, siempre me deja sin respiración.) Todavía en otras ocasiones (y aquí, creo, nos acercamos más a la verdad) Freud dijo que trató de leer a Nietzsche pero sentía vértigo debido a lo abarrotadas que estaban las páginas de Nietzsche de unas com­prensiones tan inquietantemente próximas a las suyas propias. De este modo, leer a Nietzsche suponía privarle de la satisfacción de ha­cer un descubrimiento original: en otras palabras, Freud tuvo que permanecer ignorante de la obra de Nietzsche no fuera que, tal y como él mismo dijo, se viera forzado a verse a sí mismo como un «esclavo verificador».

En otra parte reconoció explícitamente que Schopenhauer y Nietzsche describieron y anticiparon la teoría de la represión con tan­ta precisión, que fue tan sólo porque él (Freud) no fue bien leído por lo que tuvo la oportunidad de hacer un gran descubrimiento. Y hacer un gran descubrimiento era extraordinariamente importante para Freud, quien pronto se dio cuenta en la vida de que estaría muy reñi­do para él hacer carrera universitaria, debido al antisemitismo galo­pante de la Viena de fin de siglo. La práctica privada era el único cam­po disponible para él, y el gran descubrimiento independiente era el único camino para la fama que tanto ansiaba. El verse como un pensa­dor original haciendo descubrimientos independientes fue así de una importancia crucial para Freud, cuya energía creativa dependía de esta imagen romántica de sí mismo. «Incluso Einstein —dijo Freud—, tuvo la ventaja de una larga lista de predecesores, desde Isaac Newton en adelante, mientras que yo había tenido que aguantar solo cada paso en mi propio camino en una jungla impenetrable».

Con una sólida base en la filosofía clásica, especialmente en los pri­meros filósofos occidentales, los griegos presocráticos, Nietzsche tenía una actitud muy diferente hacia lo que era prioritario. «,Estoy llama­do a descubrir nuevas verdades? —se preguntaba Nietzsche—. Hay ya demasiadas verdades antiguas para que ello pueda ocurrir.» Él creía que el pasado estaba siempre encarnado en un gran hombre y buscaba tan sólo «mantener el equilibrio de la historia». Nunca un hombre no sane durante toda su vida. La enfermedad no era la sífilis, que final­mente fue la que le mató, sino que, casi con toda certeza, se trató de la afección de una grave migraña.

Su migraña le incapacitaba de tal manera —según Stefan Zweig, al­gunas veces se encontraba enfermo más de doscientos días al año—que, a la edad de treinta años, Nietzsche tuvo que renunciar al profe­sorado. Como él mismo afirmó, se sacudió el polvo del alemán hablado de sus botas y partió para Italia, donde esperaba viajar el resto de su vida, principalmente por el sur de Italia y por Suiza, yendo de un mo­desto hotel al otro, en busca del clima y las condiciones atmosféricas que pudieran proporcionarle la salud suficiente para pensar y escribir durante dos o tres días consecutivos.

¿Dónde estaba, entonces, el drama? Desde la perspectiva de los acontecimientos externos, la vida de Nietzsche podría parecer normal, sin incidentes. Aunque desde la perspectiva interna hay un gran drama en la vida solitaria de este hombre, uno de los espíritus con más valen­tía de la historia, yendo sin rumbo de una sencilla posada a otra, por Italia y Suiza, y, al mismo tiempo, confrontando estoicamente los he­chos más duros de la existencia. Y Nietzsche continuó con su tarea sin concesiones, sin comodidades materiales (vivía de una pequeña pensión de la universidad), sin una casa propia (se refería a sí mismo como una tortuga: el baúl que arrastraba de hotel en hotel contenía todas sus per­tenencias), sin una familia (aparte de una madre distante y de la pro­blemática Elisabeth). Vivía sin el contacto de algún amigo que le apre­ciara, al margen de una comunidad profesional (no volvió nunca a conseguir una posición universitaria), sin un país (debido a sus senti­mientos antigermánicos, renunció a su pasaporte alemán y nunca per­maneció en un lugar el tiempo suficiente como para conseguir otro). Obtuvo poco reconocimiento público (sus editores, decía, debían haberse dedicado a la intriga política, pues eran muy hábiles en guardar secre­tos y sus libros eran su mayor secreto) y ningún elogio profesional o de los estudiantes.

Quizá la falta de reconocimiento profesional le preocupó bastante poco a Nietzsche porque tenía la inquebrantable creencia de que fi­nalmente pasaría a la historia. En el prefacio de uno de sus últimos li­bros (El Anticristo) dice: «Este libro pertenece a muy pocos. Quizás incluso ninguno de ellos esté vivo hoy. Tan sólo pasado el día de ma­ñana me pertenece a mí. Algunos nacen a título póstumo». (Me gustó tanto la frase «nacer póstumamente» que durante un tiempo pensé en utilizarla para el título de mi libro.)

Durante estos años Nietzsche sufrió mucho debido a la extenuan­te migraña, así como por el aislamiento y por la mera tarea de vivir una vida carente de ilusión. A menudo decía que la desesperación es el pre­cio que uno paga por la autoconciencia y se preguntaba cuánta verdad podía soportar un hombre. Quizá, también, la desesperación provenía de algún tipo de presentimiento de la propagación de su enfermedad, la bomba de relojería que estallaría en su cerebro a punto de cumplir los cuarenta y cinco años.

Volvamos ahora al experimento mental básico que constituye la es­pina dorsal de mi novela: Suponga que Nietzsche hubiera estado ubica­do en una situación histórica que le hubiera hecho capaz de inventar una psicoterapia, derivada de sus propios escritos publicados, y que hubiera po­dido ser utilizada para curar al mismo Nietzsche

¿De qué modo podía haber ayudado a Nietzsche una experiencia psicoterapéutica? ¿A través de la comprensión? No es probable. Recor­demos que Freud dijo que Nietzsche había tenido una mayor compren­sión de sí mismo que ningún otro ser viviente. Habría sido necesario más que comprensión. Lo que Nietzsche necesitaba era un encuentro terapéutico, una relación con sentido. Nietzsche se experimentaba a sí mismo como alguien desesperadamente aislado. Sus cartas estaban repletas de referencias a su soledad: «No hay nadie, ni entre los vivos, ni entre los muertos, con quien me sienta uno»; «Nadie que haya teni­do algún tipo de Dios para darle compañía alcanzó nunca el nivel de mi soledad».16

Pero, ¿podemos imaginar a Nietzsche en una sesión de psicotera­pia? ¿Es concebible que Nietzsche se hubiera hecho tan vulnerable respecto a los demás? ¿Y podría la grandiosidad de Nietzsche, su arro­gante yo, haber permitido el autodesvelamiento que requiere una tera­pia exitosa? Obviamente, el argumento exige algún mecanismo que le hubiera permitido a Nietzsche estar en la terapia y, aun así, al mismo tiempo, tener el control del procedimiento de su terapia.

¿Y cuándo debería ponerse en marcha la historia? Nietzsche estuvo desesperado la mayor parte de su vida. ¿Habría habido un momen­to particularmente propicio para un encuentro terapéutico? Final­mente me decidí por el otoño de 1882: Nietzsche tenía treinta y ocho „ años y, después de la disolución de una breve, y apasionada (aunque casta) aventura amorosa, se había dejado caer en tal estado de deses­peración que sus cartas estaban llenas de ideas de suicidio. La mujer, Lou Salomé, una joven y excepcional rusa, pasaría a la historia como escritora, crítica, discípula de Freud, como practicante del psicoanáli­sis, y amiga y amante de varios hombres eminentes de finales del si­glo xrx, incluyendo al poeta Rainer Maria Rilke.

Uno de los más sorprendentes aspectos de la depresión de Nietzs­che en 1882 fue su rápida recuperación: aunque estaba en las últimas en el otoño de 1882, fue tan sólo unos pocos meses más tarde, en la pri­mavera de 1883, cuando empezó a escribir lleno de energía Así habló Zaratustra. Completó las tres primeras partes en tan sólo diez días, es­cribiendo con frenesí, como ningún filósofo había escrito nunca antes, como si se encontrara en trance, como si fuera un medium a través del cual fuera dado a conocer Así habló Zaratustra.

Además, Así habló Zaratustra constituye una afirmación de la vida, una obra de celebración de la vida. ¿Cómo fue Nietzsche capaz de transportarse desde un estado tal de desesperación hasta semejante afirmación de la vida, en tan sólo unos cuantos meses? ¿No habría sido razonable, y maravilloso, para Nietzsche el haber tenido un encuentro terapéutico exitoso a finales de 1882?

¿Pero, quién podría haber sido el terapeuta de Nietzsche? Esto constituyó un enojoso problema. En 1882 no había psicoterapeutas pro­fesionales. No existía algo que se llamara psicoterapia dinámica: Freud tenía veintisiete años y todavía tenía que introducirse en el campo de la psiquiatría. Si Nietzsche hubiera visto a un médico contemporáneo por su desesperación, se le podría haber dicho que no había tratamiento mé­dico para su enfermedad, o podría haber sido enviado a Baden-Baden, Marienbad, o a cualquier otro balneario del centro de Europa para una cura de aguas, o quizás se le podía haber enviado a la iglesia para reca­bar consejo religioso. No existía la práctica de los terapeutas seculares. Aunque A. A. Liebault e Hippolyte Bernheim tenían una escuela de hip­noterapia en Nantes, Francia, no ofrecían psicoterapia en sí, sino tan sólo la eliminación de los síntomas mediante la hipnosis.

Si hubiera podido situar la novela tan sólo una década más tarde; por entonces Freud habría estado desarrollando los métodos psicoa­nalíticos y el encuentro entre Freud y Nietzsche habría constituido una historia interesante. No obstante, esto no era posible: en 1892 Nietzs­che ya se había perdido en una irreversible demencia. No, todo apun­taba hacia 1882 como el momento histórico más propicio.

Incapaz de identificar un psicoterapeuta en 1882, decidí inventar­lo. Empecé a esbozar un sacerdote-terapeuta jesuita de ficción (un sa­cerdote secularizado, debido a los sentimientos anticlericales de Nietzs­che). Entonces, repentinamente caí en la cuenta de que había, después de todo, justo bajo mis narices, un terapeuta vivo en 1882: Josef Breuer, amigo y mentor de Freud, que fue la primera persona que empleó la te­oría y los métodos dinámicos en la psicoterapia de un paciente. (Yo co­nocía la obra de Breuer particularmente bien debido a que, durante una década, había impartido un curso de valoración de Freud, en el que discutía la contribución de Breuer.) Aunque la historia completa del caso de una paciente, Bertha Pappenheim (a quien Breuer le dio el seudónimo de Anna O.), no fue publicado hasta 1893, en una revista de psiquiatría, y volvería a aparecer en 1895, en Estudios sobre la histe­ria, de Freud y Breuer, éste había tratado a Bertha Pappenheim real­mente varios años antes, en 1881.

Una vez había seleccionado a Breuer como terapeuta de Nietzsche, el resto de la trama cayó rápidamente en su lugar. En los primeros años de la década de los ochenta, Nietzsche había consultado a un gran nú­mero de médicos centroeuropeos debido a su deteriorada salud. Breuer no era un psiquiatra, pero era un diagnosticador médico soberbio, y el médico personal de muchas de las figuras eminentes de su época. Ha­bría sido históricamente plausible para Nietzsche haber pedido una consulta con Breuer.

Escogí a Lou Salomé como el instrumento que había de reunir a
Nietzsche y Breuer. Sintiéndose culpable del papel que había jugado
en la depresión de Nietzsche, ella le pide a Breuer que se encuentre
con Nietzsche. A este respecto la conducta de Lou Salomé es, en efec‑
to, ficción, ya que la prueba histórica la pinta como un espíritu libre
que era improbable que fuera a sentirse bajo el peso de su conciencia.
Pero era, sin duda, una mujer de una considerable belleza, encanto y
un gran poder de persuasión. Aunque Breuer primero adopta la postura
de que no hay tratamiento médico para la desesperación del enfermo de

Un lunes por la mañana, Nietzsche fle ó al despacho de Breuer ya en las últimas etapas del asunto que se llevaban entre manos. Después de estudiar cuidadosamente la detallada factura de Breuer, para estar seguro de que nada había sido omitido, Nietzsche rellenó un cheque bancario y se lo en­tregó a Breuer. A continuación, Breuer le dio a Nietzsche el informe de su consulta clínica y le sugirió que lo leyera mientras permanecía todavía en el despacho por si tenía preguntas que hacerle.

Después de examinarlo, Nietzsche abrió su maletín y lo colocó en la car­peta destinada a los informes médicos.

Un excelente informe, doctor Breuer, completo y comprensible. Y a diferencia de muchos otros informes, no contiene jerga profesional, lo que, aunque ofrezca la ilusión de conocimiento, es en realidad el lengua­je de la ignorancia. Y ahora, de vuelta a Basel. Le he robado demasiado tiempo.

Nietzsche cerró con llave su maletín.

Le dejo, doctor, sintiéndome más en deuda con usted de lo que alguna vez me he sentido antes con ningún hombre. Generalmente, una despedida se acompaña de los desmentidos sobre la permanencia del hecho: la gente dice Auf Medersehen, hasta que nos volvamos a ver. Enseguida se ponen a planear reencuentros para después, incluso con mayor rapidez, olvidar sus resoluciones. Yo no soy uno de esos. Yo prefiero la verdad, que es que, casi con toda seguridad, no volveremos a vernos otra vez. Probablemente nun­ca regresaré a Viena, y dudo de que usted se encuentre alguna vez en la ne­cesidad de un paciente como yo como para seguir mis pasos hasta Italia.

Nietzsche asió fuertemente su maletín y empezó a levantarse.

Era el momento para el que Breuer se había preparado cuidadosamente.

—Profesor Nietzsche, por favor, ¡un momento todavía! Hay otro asun­to que desearía discutir con usted.

Nietzsche se puso tenso. Sin duda, pensó Breuer, se espera otro ruego para que ingrese en la Clínica Lauzon. Y ello le aterra.

—No, profesor Nietzsche, no es lo que usted piensa, en absoluto. Por favor, relájese. Es un asunto bastante diferente. He estado aplazando susci­tar el tema por razones que pronto se verán.

Breuer hizo una pausa y respiró profundamente.

Tengo una proposición que hacerle: una extraña proposición, quizás una que un doctor nunca le ha hecho antes a un paciente. Veo que me estoy alargando. Esto es difícil de decir. Normalmente sé como tengo que decir las cosas. Pero lo mejor es decirlo sencillamente.

amor, Lou Salomé le apremia para que improvise, y le recuerda que, hasta que él lo inventara, tampoco había tratamiento para la histeria de Anna O. (Aunque el caso no había sido todavía publicado en 1882, su­giero que Lou Salomé podría haber sabido de él a través de su herma­no, Jenia, quien, debido a la más pura casualidad y buena fortuna para la consistencia histórica de mí argumento, resultaba ser un estudiante de medicina en Viena, en 1882, y podría haber estudiado con Breuer.)

Breuer acepta de mala gana y modela un plan (consultando con el joven Freud, quien, en 1882, era un médico interno y un asiduo visi­tante de la casa de Breuer) para visitar a Nietzsche respecto a su salud física y después, lenta y sutilmente, dirigir la atención hacia su angus­tia psicológica. Sin embargo, Nietzsche, cuya definición personal del infierno podría haber sido la de una situación en la que él descubriera su vulnerabilidad a un extraño, se resiste poderosamente a todos los intentos de Breuer para implicarle en la terapia y, después de dos con­sultas médicas, rompe abruptamente la relación.

No obstante, antes de que pueda salir de Viena, Nietzsche se ve afectado por una arritmia cardíaca y una grave migraña que requieren el tratamiento de Breuer. Por un corto período, mientras se encuentra desesperadamente enfermo, Nietzsche aparece más vulnerable y dis­puesto para una investigación psicológica, pero veinticuatro horas más tarde, cuando se recobra, vuelve a su personaje distante e inaccesible. A última hora de la noche, Breuer, mientras recorre cansado el camino de vuelta a casa para la consulta con Nietzsche, sopesa sus opciones y repentinamente tiene una idea inspirada:

Breuer abandonaba. Se paró pensativo. Sus piernas volvieron a llevar la iniciativa y continuó caminando hacía un hogar cálido y bien iluminado, hacia sus hijos y su afectuosa Matilde, a la que no amaba. Se concentró tan sólo en respirar bajo el frío, el aire frío, calentándolo con el contacto de sus pulmones y liberándolo en las nubes de vapor de su aliento. Escucha­ba el viento, sus pasos, el crepitar de la frágil y gélida capa de nieve bajo sus pies. Y finalmente supo el camino: ¡el único camino!

Aceleró el paso. En todo el camino a casa, hacía crujir la nieve y, a cada paso, se repetía a sí mismo: «¡Conozco un camino! ¡Conozco un camino!».

En el siguiente pasaje, uno de los capítulos fundamentales, Breuer emprende su esquema para atrapar a Nietzsche en un contrato tera­péutico.

Propongo un intercambio profesional. Esto es, propongo que duran­te el mes próximo yo actúe como médico para su cuerpo. Me concentraré tan sólo en sus síntomas físicos y en el tratamiento. Y usted, en correspon­dencia, actuará como médico de mi mente, de mi espíritu.

Nietzsche, todavía agarrado a su maletín, parecía confundido, y después receloso.

¿Qué quiere decir: su mente, su espíritu? ¿Cómo puedo yo actuar como un médico? ¿No es esto sino otra variación de nuestra discusión de la se­mana pasada, en la que usted me hacía de médico y yo le enseñaba filosofía?

No, esta petición es enteramente diferente. No le pido que me ense­ñe, sino que me cure.

¿De qué?, si puedo preguntarlo.

Difícil pregunta. Y, sin embargo, la planteo siempre a mis pacientes. Yo lo exigía de usted, y ahora me corresponde a mí responderlo. Le pido a usted que me cure de desesperación.

¿Desesperación? —Nietzsche aflojó la presión sobre el maletín y se in­clinó hacia delante—. ¿Qué tipo de desesperación? Yo no veo desesperación.

No en la superficie. Ahí parezco estar viviendo una vida satisfacto­ria. Pero, bajo la superficie, reina la desesperación. ¿Usted pregunta qué tipo de desesperación? Vamos a decir que mi mente no me pertenece, que es­toy invadido y atacado por pensamientos ajenos y sórdidos. Como resulta­do, siento desprecio por mí mismo, y dudo de mi integridad. Aunque cuido de mi mujer y de mis hijos, ¡yo no los quiero! En realidad me molesta estar encarcelado por ellos. Me falta coraje: el coraje tanto para cambiar mi vida como para continuar viviéndola. He perdido la visión de por qué vivo, la ra­zón de todo ello. Me preocupa envejecer. Aunque cada día estoy más pró­ximo a la muerte, me siento aterrorizado por ello. Incluso la idea del suici­dio algunas veces pasa por mi cabeza.

Durante el domingo, Breuer había ensayado varias veces esta respuesta. Pero hoy había resultado —de un modo extraño, considerando la duplicidad subyacente del plan— sincera. Breuer sabía que era un mal mentiroso. Aun­que tuvo que ocultar la gran mentira —que su propuesta era una estratage­ma para implicar a Nietzsche en el tratamiento— había resuelto decir la ver­dad respecto a todo lo demás. Por lo tanto, en su discurso presentó la verdad sobre sí mismo exagerando la forma ligeramente. También trató de selec­cionar preocupaciones que pudieran de algún modo entrelazarse con algu­nas de las preocupaciones no mencionadas del propio Nietzsche.

Por una vez, Nietzsche pareció verdaderamente atónito. Sacudió su ca­beza ligeramente, obviamente no queriendo participar de la propuesta. Sin embargo, estaba teniendo dificultades para formular una objeción racional.

—No, no, doctor liretier, esto es imposible. No puedo hacer esto. No tengo la capacitación. Considere los riesgos; todo podría llegar a empeorar.

—Pero, profesor, no hay una tal capacitación. ¿Quién está capacitado? ¿1 lacia quién me puedo dirigir? ¿A un médico? Tal curación no forma parte de la disciplina médica. ¿A un dirigente religioso? ¿Daré el salto a los cuentos de hadas de la religión? Yo, como usted, he perdido la habilidad para tal sal­to. Usted, un filósofo-vivificador, pasa su vida contemplando los verdaderos problemas que confunden mi vida. ¿A quién me puedo dirigir sino es a usted?

—Dudas acerca de usted mismo, de la esposa, de los hijos. ¿Qué sé yo sobre éstos?

Breuer respondió enseguida.

Y del envejecimiento, la muerte, la libertad, el suicidio, la búsqueda de un propósito, ¡usted sabe más que ninguna otra persona viva! ¿No son éstas las inquietudes específicas de su filosofía? ¿No son sus libros tratados completos sobre la desesperación?

—No puedo curar la desesperación, doctor Breuer. Yo la estudio. La desesperación es el precio que uno paga por la autoconciencia. Mire pro­fundamente a la vida, y siempre encontrará desesperación.

Eso lo sé, profesor Nietzsche, y no espero la curación, simplemente alivio. Quiero que me aconseje. Quiero que me muestre cómo tolerar una vida de desesperación.

Pero no sé cómo mostrar tales cosas. Y yo no tengo ningún consejo para un hombre singular. Yo escribo para la raza, para el género humano.

Pero, profesor Nietzsche, usted cree en el método científico. Si una raza, o un pueblo, o una multitud tiene una enfermedad, el científico pro­cede al aislamiento y al estudio de un solo espécimen prototípico y después generaliza a la totalidad. ¡Yo he estado durante diez años diseccionando una diminuta estructura en el oído interno de la paloma hasta descubrir cómo mantienen el equilibrio las palomas! No podía trabajar con el género columbar. Tuve que trabajar con palomas individuales. Solamente más tar­de pude generalizar mis hallazgos a todas las palomas, y después a las aves y los mamíferos, y a los humanos también. Éste es el camino que debe seguir­se. No puedes dirigir un experimento sobre todo el género humano.

Breuer hizo una pausa, esperando la refutación de Nietzsche. Pero ésta no llegó. Estaba absorto en sus pensamientos.

Breuer continuó.

El otro día usted describía su convencimiento de que el espectro del nihilismo estaba acechando a Europa. Argumentaba que Darwin ha hecho a Dios obsoleto, que así cómo una vez creamos a Dios, todos le hemos mata­do ahora. Y que ya no sabemos cómo vivir sin nuestras mitologías religiosas.

Ahora sé que usted no (lijo esto directamente —corríjame si me equivoco—pero creo que usted considera su misión demostrar que de la incredulidad uno puede crear un código de conducta para el hombre, una nueva morali­dad, una nueva explicación, para reemplazar lo que ha nacido de la supers­tición y el deseo de lo sobrenatural—. Hizo una pausa.

Nietzsche hizo un gesto con la cabeza, invitándole a que continuara.

—Yo creo, aunque puede usted estar en desacuerdo con mi elección de los términos, que su misión es salvar al género humano tanto del nihilismo como de la ilusión.

Otro ligero asentimiento por parte de Nietzsche.

—Bien, ¡sálveme a mí! ¡Dirija el experimento conmigo! Soy el sujeto perfecto. Yo he matado a Dios. No tengo creencias sobrenaturales, y me es­toy ahogando en el nihilismo. ¡Yo no sé por qué vivir! ¡Yo no sé cómo vivir!

Todavía no hubo respuesta por parte de Nietzsche.

Si espera usted desarrollar un plan para toda la humanidad, o incluso la selección de unos pocos, pruébelo conmigo. Practique sobre mí. Vea qué es lo que funciona y que no: ello agudizaría su pensamiento.

—¿Se ofrece usted como un cordero de experimentación? —replicó Nietzsche—. ¿Sería eso como pagar mi deuda con usted?

No me preocupa el riesgo. Yo creo en el valor curativo de la palabra. Lo único que quiero es revisar mi vida con una inteligencia preparada como la suya. Eso puede ayudarme.

Nietzsche sacudió la cabeza perplejo.

—¿Tiene usted en la mente un procedimiento específico?

—Tan sólo éste. Como le propuse antes, usted se inscribe en la clínica bajo un nombre supuesto, y yo observo y trato sus ataques de migraña. Cuando yo lleve a cabo mis visitas diarias, primero le atenderé a usted. Comprobaré su condición física y le prescribiré la medicación que pueda resultar indicada. Durante el resto de nuestra visita, usted se convertirá en el médico y me ayu­dará a hablar acerca de mis preocupaciones vitales. Sólo le pido que usted me escuche y que haga cualquier comentario que usted desee. Eso es todo. Más allá de eso, no sé. Tendremos que inventar nuestro procedimiento por el camino.

No —Nietzsche sacudió la cabeza con firmeza—. Es imposible, doc­tor Breuer. Admito que su plan es fascinante, pero está condenado desde el principio. Yo soy un escritor, no un conversador. Y yo escribo para unos po­cos, no para muchos.

Pero sus libros no están destinados a unos pocos —respondió Breuer con rapidez—. En realidad, usted expresa su desprecio hacia los filósofos que escriben tan sólo para leerse entre sí, cuyo trabajo se ha desplazado de la vida misma, que no viven su filosofía.

Yo no escribo para otros filósofos. Pero escribo para los pocos que re­presentan el ut uro. Yo no estoy hecho para mezclarme, para vivir entre los (lemas. Mis habilidades para las relacionel sociales, mi confianza, mi interés por los demás, hace mucho tiempo que están atrofiados. Si es que estas ha­bilidades alguna vez existieron. Siempre he estado solo. Siempre permane­ceré solo. Acepto ese destino.

Pero, profesor Nietzsche, usted necesita más. Vi tristeza en sus ojos cuando dijo que los demás podrían no leer sus libros hasta el año dos mil. Usted necesita ser leído. Creo que hay alguna parte de usted que todavía tie­ne ansias de estar con los demás.

Nietzsche permanecía sentado todavía, rígido en su asiento.

¿Recuerda esa historia que me contó sobre Hegel en su lecho de muerte? —continuó Breuer—. Sobre el único estudiante que le entendió, siendo alguien que le malinterpretó, y que acababa por decir que, en tu propio lecho de muerte, no podías reclamar ni un estudiante. Bien, ¿por qué esperar hasta el año dos mil? ¡Aquí me tiene! ¡Tiene usted al estudian­te adecuado aquí, justo ahora. ¡Y yo soy un estudiante que le escuchará, porque mi vida depende de comprenderle a usted!

Breuer hizo una pausa para coger aire. Estaba muy satisfecho. En su preparación el día anterior, había anticipado correctamente cada una de las objeciones de Nietzsche y tuvo en cuenta cada una de ellas. La trampa re­sultó elegante. Apenas podría contenerse de contárselo a Sigmund.

Sabía que no podía detenerse en esta coyuntura —siendo el primer ob­jetivo, después de todo, asegurarse de que Nietzsche no tomaría hoy el tren para Basel—, pero no pudo resistir añadir un aspecto más.

Y le recuerdo, profesor Nietzsche, que usted dijo el otro día que nada le molestaba más que estar en deuda con alguien sin posibilidad de un pago equivalente.

La respuesta de Nietzsche fue rápida y cortante.

¿Quiere usted decir que hace usted esto por mi?

No, ésta es precisamente la cuestión. Aun cuando mi plan podría de algún modo servirle a usted, ¡ésta no es mi intención! Mi motivación es en­teramente la de servirme a mí mismo. ¡Necesito ayuda! ¿Es usted suficien­temente fuerte como para ayudarme?

Nietzsche se levantó de su asiento.

Breuer contuvo la respiración.

Nietzsche dio un paso hacia Breuer y extendió su mano.

—Estoy de acuerdo con su plan —dijo.

Friedrich Nietzsche y Josef Breuer habían llegado a un acuerdo.

Carta de Friedrich Nietzsche a Peter Gast

4 de diciembre de 1882

Mi querido Peter,

Un cambio de planes. Una vez más. Permaneceré en Viena durante todo un mes y, por lo tanto, debo, a mi pesar, aplazar nuestra visita a Rapallo. Vol­veré a escribir cuando conozca mis planes con mayor precisión. Han sucedido muchas cosas, la mayor parte de ellas interesantes. Tengo un ligero ataque (con lo que habrían sido dos semanas monstruosas sino hubiera sido por la in­tervención del doctor Breuer) y ahora estoy demasiado débil para hacer algo más que darte un resumen de lo que ha sucedido. Ya te informaré con más de­talle.

Gracias por darme el nombre de este doctor Breuer: es una gran curiosi­dad, un pensador, un médico científico. ¿No es sorprendente? Está dispuesto a decirme lo que él sepa sobre mi enfermedad y —lo que resulta aún más sor­prendente— ¡lo que no sabe!

Es un hombre con grandes deseos de desafio y creo que se siente atraído por mi audacia para desafiar profundamente. Se ha atrevido a hacerme una proposición de lo más inusual, y la he aceptado. Me propone hospitalizarme durante el próximo mes en la clínica Lauzon, donde él estudiará y tratará mi enfermedad desde el punto de vista médico. ( ¡Y todo esto correrá a su cargo! Esto significa, querido amigo, que no necesitas preocuparte por mi subsisten­cia durante este invierno.)

¿Y yo? ¿Qué debo ofrecerle a cambio? Yo, que no creía que alguna vez volvería a tener un trabajo retribuido, he sido solicitado como filósofo perso­nal del doctor Breuer, durante un mes, para proporcionarle consejo filosófi­co personal. Su vida es un tormento, ha contemplado la posibilidad del suicidio, me ha pedido que le oriente en su salida de la espesura de la deses­peración.

Debes pensar lo irónico que resulta que tu amigo sea invitado para acallar los cantos de sirena de la muerte, el mismo amigo que tan atraído se siente por esa rapsodia, ¡el mismo amigo que te escribió la última vez que el cañón de una pistola no parecía una visión tan poco amistosa!

Querido amigo, te comento este acuerdo con el doctor Breuer como una confidencia absoluta. Esto no debe llegar a oídos de ningún otro, ni incluso de Overbeck. Eres el único al que le confío esto. Le debo al buen doctor una re­serva absoluta.

Nuestro singular convenio se desarrolló hasta su forma actual de un modo complejo. ¡Primero propuso aconsejarme como parte de mi tratamiento médi­co! ¡Qué subterfugio tan torpe! Pretendía estar interesado tan sólo en mi bie­nestar, siendo su único deseo, y su única recompensa, ¡sanarme por completo! Pero ya conocemos a estos curanderos sacerdotales que proyectan su debilidad

cn los demás para después ejercer su ministerio sobre los otros tan sólo como un medio de incrementar su propiaforza. ¡Nosotros sabemos de la «caridad cristiana»!

Naturalmente, me percaté de ello y lo llamé por su verdadero nombre. Por un momento se turbó ante la verdad, llamándome ciego e innoble. Juró por los elevados motivos, mostrando una compasión fingida y un cómico altruismo, pero finalmente, hay que reconocerle el mérito, encontró la fuerza para forta­lecerse, abierta y honestamente, a costa de mí.

¡Tu amigo, Nietzsche, en el mercado! ¿No estás horrorizado con la idea? ¡Imagina mi Humano, demasiado humano, o mi La gaya ciencia, enjauladas, domesticadas, educadas! ¡Imagina mis aforismos alfabetizados en un practicum de homilías para la vida y el trabajo cotidianos! Al principio, yo, también, ¡estaba horrorizado! Pero no por mucho tiempo. El proyecto me intriga: un foro para mis ideas, un recipiente para llenar cuando yo esté a punto y des­bordado, una oportunidad incluso, un laboratorio, para verificar ideas en un espécimen individual antes de postularlas para la especie (ésta era la noción de Breuer).

El doctor Breuer, por cierto, parece un espécimen superior, con la agudeza y el deseo de llegar a más. Sí, él tiene el deseo. Y tiene la cabeza. ¿Pero tiene los ojos —y el corazón— para ver? ¡Ya veremos!

De modo que hoy me recupero y pienso tranquilamente sobre la aplica­ción: una nueva aventura. Quizás estaba en un error al pensar que mí única mi­sión era la declaración de la verdad. Durante el próximo mes veré si mi sabi­duría hará capaz a otro de vivir en la desesperación. ¿Por qué vino a mí? Dice que después de saborear mi conversación y mordisquear un poco de Humano, demasiado humano, ha desarrollado el apetito por mi filosofía. Quizá, dada la carga de mi dolencia física, él pensó que yo debo ser un experto en la super­vivencia.

Desde luego no conoce ni la mitad de la carga que soporto. Amigo mío, la zorra rusa del demonio, esa mona de pechos falsos, continua el curso de su trai­ción. Elisabeth, que dice que Lou está viviendo con Rée, está haciendo campa­ña para que sea deportada por inmoralidad.

Elisabeth también escribe que la amiga Lou ha llevado su campaña de odio y mentira hasta Basel, donde intenta poner en peligro mi pensión. Maldito sea aquél día en Roma en que la vi por primera vez. Muchas veces te he dicho que cada adversidad —incluso mis encuentros con la pura maldad— me hace más fuerte. Pero si puedo convertir esta mierda en oro, yo… yo… veremos.

No tengo la energía suficiente para hacer una copia de esta carta, querido amigo. Por favor, devuélvemela.

Tuyo, E N.

Fue un gran placer escribir esta sección, que describe con mayor detalle la fluida relación cambiante entre terapeuta y paciente. No ten­go la visión del momento preciso de la inspiración, pero conozco varias historias relevantes sobre la naturaleza básica de la relación paciente-te­rapeuta que han estado sonando en mi cabeza durante muchos años. De un modo u otro, los ecos de estas historias resuenan a través de las páginas de El día que Nietzsche lloró.

La historia de los dos curanderos

Herman Hesse, en su novela El juego de los abalorios, cuenta un cuento sobre dos ermitaños que eran poderosos curanderos. Los dos trabajaban de maneras diferentes, uno dando astutos consejos, y el otro escuchando silenciosa e inspiradamente. Nunca se encon­traron, pero trabajaron como rivales durante muchos años, hasta que el curandero más joven desarrolló una enfermedad espiritual y cayó en la desesperación. Era incapaz de curarse a sí mismo con sus propios métodos terapéuticos y finalmente, en su desesperación, emprendió un largo camino en busca de la ayuda de Dion, el cu­randero rival.

En su peregrinación vino a entrar en conversación con otro viajero al que describió el propósito y el destino de su viaje. Imagine su asom­bro cuando el anciano le informó que él era Dion, justo el hombre que buscaba.

Sin vacilación alguna, el curandero de más edad invitó a su rival más joven a su cueva, donde vivieron y trabajaron juntos durante mu­chos años, primero como estudiante y profesor, y después como plenos colegas. Años más tarde el hombre mayor cayó enfermo y en su lecho de muerte llamó a su colega más joven a su lado. «Tengo un gran se­creto que contarte —dijo—, un secreto que he guardado durante mu­cho tiempo. ¿Recuerdas aquella noche en la que nos encontramos, en la que me dijiste que estabas en camino para verme?»

El hombre más joven le contestó que nunca podría olvidar aquella noche, el momento que cambió su vida por completo.

El moribundo tomó la mano del colega más joven y le reveló el se­creto: que él, también, había caído en la desesperación y que en la no­che de su encuentro estaba viajando en busca de su ayuda.

la emotivo cuento de 1 lesse cae de lleno en el corazón mismo de la relación terapéutica. Es una declaración esclarecedora sobre el dar y recibir ayuda, sobre la sinceridad y la duplicidad, y sobre la relación entre el curandero y el paciente. Durante años, después de haberlo leí­do, lo encontré tan convincente que nunca quise alterarlo. Sin embar­go, recientemente me he visto impulsado con la idea de componer va­riaciones de su tema básico. Consideremos, por ejemplo, cómo recibe ayuda cada uno de los hombres. El curandero más joven fue criado, atendido, enseñado, tutelado y prohijado. El curandero de más edad, por otro lado, recibió ayuda de una manera diferente: sirviendo al otro, ga­nando un discípulo del que recibía un amor filial, respeto, y que le sal­vaba de su soledad.

Pero, a menudo, me he preguntado si estos dos curanderos heridos sacaron provecho de la mejor terapia que tenían disponible. Quizás perdieron la oportunidad de algo más profundo, de algo más podero­samente transformador. Quizá la terapia real tuvo lugar en el escenario del lecho de muerte, cuando llegaron a la sinceridad al admitir que am­bos sufrieron la carga de la simple flaqueza humana. Aunque puede haber sido útil guardar un secreto durante veinte años, también puede ha­ber privado un tipo de ayuda más profunda. ¿Qué habría sucedido, qué modo de crecimiento podría haber ocurrido, si la revelación hu­biera sido veinte años antes?

Un curandero herido. Emergencia

Hace treinta y cinco años leí el fragmento de una comedia, Emer­gency, de Helmuth Kaiser, publicado en una revista de psiquiatría (y más tarde en Effectwe Psychotherapy, un volumen con una recopila­ción de los artículos de Kaiser).» Aunque nunca he visto una referencia del mismo, ni, hasta recientemente, lo he releído, el delicioso argu­mento de Kaiser ha permanecido en mí memoria todos estos años. Co­mienza con una mujer que visita a un terapeuta para suplicarle que ayude a su marido, también terapeuta, quien estaba profundamente deprimido y probablemente iba a matarse.

El terapeuta le contestó que, desde luego, estaría encantado de ayudarla y le aconsejó que le dijera a su marido que pidiera hora de con­sulta. La mujer respondió que ahí radicaba el problema: su marido ne­gaba que se encontrara mal y rechazaba cualquier sugerencia para ob­tener ayuda. El terapeuta se preguntaba cómo podría ser útil. ¿Cómo podía ayudar a alguien que no deseaba verle?

—Tengo un plan —dijo la mujer. Sugirió que debería aparentar ser un paciente, entrar en tratamiento con su marido, y mediante una pro­gresiva inversión de papeles, ayudar subrepticiamente a su marido en las sesiones.

El resto del fragmento de la obra está pobremente ejecutado y fra­casa en el cumplimiento de lo prometido. Pero el concepto central —el paciente que se convierte en terapeuta— parecía una magnífica idea, y anhelaba concluir esa obra algún día.

Volviéndose las tornas – Otra versión

Cuando vine por primera vez a Stanford, en 1962, Don Jackson, un terapeuta de mucho talento, daba un seminario de instrucción se­manal en el que hacía demostraciones de las técnicas de entrevista. Te­nía un estilo de entrevistar intuitivo e innovador y nunca fracasaba al utilizar algún enfoque inesperado y extravagante (y eficaz).

En una conferencia entrevistó a un paciente crónico hawaiano, de ciento cincuenta kilos de peso, con un alto grado de delirio, que creía ser el emperador celestial de la sala del hospital, y vestía, en consecuencia, unos pantalones color magenta y una larga y suelta capa de color púr­pura. Cada día, sentado pomposamente en su silla cubierta de terciope­lo, considerando a los pacientes y a los miembros del hospital como suplicantes y vasallos, recibía a la corte de la sala. Después de unos cuantos minutos de sometimiento al majestuoso comportamiento del paciente, de repente Jackson cayó de rodillas, agachó la cabeza hasta el suelo, sacó las llaves de su bolsillo, y alargando sus brazos, se las ofreció al paciente diciendo: «Su Alteza, tú, no yo, deberías poseer las llaves de la sala».

El paciente, temblándole el ojo izquierdo, apartó de sí la capa, sin cuidado alguno, y miró con insistencia al genuflexo psiquiatra. Por un momento, tan sólo por un momento, pareció completamente sano al decir: «Señor, aquí uno de los dos está muy, muy loco».

Observe, por cierto, que podía haber elaborado este punto utili- zando la prosa psiquiátrica profesional, mediante la descripción de la técnica de Don jackson para crear una alianza terapéutica, penetrando en el sistema delirante del paciente y debilitando el delirio mediante la reducción al absurdo. Pero la dramatización —esto es, la elaboración mediante la ficción (yo no fui testigo personal de este incidente, que sucedió hace cuarenta años)— transmite la información de forma más vívida y mejor dispuesta para el recuerdo. Ésta es precisamente la ra­zón de que escoja la utilización de la novela como un recurso peda­gógico.

¿Quién es el paciente ¿ Quién es el terapeuta?

Harry Stack Sullivan, uno de los psiquiatras teóricos norteameri­canos de más influencia, definió la psicoterapia como una discusión de temas personales entre dos individuos, en la que uno de ellos está más ansioso que el otro. Y sí el terapeuta desarrolla más ansiedad que el pa­ciente, continuaba Sullivan, él se convierte en el paciente y el paciente en el terapeuta.

O considere el punto de vista de ,Jung de que sólo el médico heri­do puede verdaderamente curar. Jung fue tan lejos como para sugerir que una situación terapéutica ideal ocurre cuando el paciente aporta el bálsamo perfecto para la lesión del terapeuta.

O considere cuantas veces sucede que los terapeutas inician acon­gojados una sesión de terapia, con una ansiedad que excede la de sus pacientes. Yo ciertamente las he tenido. Y muchas veces he acabado la sesión terapéutica sintiéndome mucho mejor. En realidad, como Dion, el curandero más viejo de la historia de El juego de los abalorios, pue­do haber sacado tanto provecho como mí paciente. ¿Por qué no? ¿Por qué recibí un beneficio sin tratar explícitamente mi malestar? Quizá como un subproducto de la conducta altruista; esto es, me ayudó la ac­ción de ayudar a los demás. O por sentirme mejor debido a mi eficacia como terapeuta; esto es, me recordaba a mí mismo que soy bueno en lo que hago. O quizá me sentí mejor porque me mojé en las aguas curati­vas de una relación íntima que yo mismo ayudé a construir.

He encontrado que esto es particularmente cierto en mi práctica de la terapia de grupo. Muchas veces he comenzado una sesión de

terapia de grupo sintiéndome preocupado por algún asunto personal y he acabado la reunión sintiendo un alivio considerable. El ambiente profundamente curativo de un buen grupo terapéutico es casi tangi­ble. Scott Rutan, un eminente terapeuta de grupo, en una ocasión com­paró el grupo terapéutico con el puente construido durante una batalla Aunque pueden haber algunas bajas, sufridas durante la construcción (esto es, abandonos en la terapia de grupo), el puente, una vez instala­do, puede transportar a mucha gente a un sitio mejor.

La mayoría de estos temas se expresan, de una manera u otra, en la relación Nietzsche-Breuer. Al principio, Breuer improvisó un enfoque terapéutico que parecía ser el único camino posible para implicar a Nietzsche en la terapia. Sin embargo, esta relación terapéutica, muy pa­recida a la existente entre los curanderos de El juego de los abalorios, fue concebida con duplicidad. A partir de este punto y en adelante el centro de la novela está en la gradual transformación de esta relación desho­nesta en una auténtica que, en última instancia, redima a ambos. Ambos personajes son al mismo tiempo paciente y terapeuta. Algunas veces el dar y recibir ayuda sucede de una manera explícita; otras veces se da de forma solapada en la relación. Su relación pasa por muchas etapas: desde la manipulación hasta la preocupación por el otro, desde la des­confianza hasta el amor, desde el sujeto y el objeto hasta el yo y el tú.

La primera señal importante de la evolución de la relación es la percepción de Breuer de que la terapia es más poderosa de lo que ha­bía esperado; pronto es incapaz de resistir convertirse en un paciente genuino. ¿Qué clase de paciente? He postulado una crisis en el ecua­dor de su vida, que Breuer manifestó en una intensa y obsesiva aven­tura amorosa contratransferencial con su primera paciente, Bertha Pappenheim. Aunque el trabajo profesional de Breuer es bien conoci­do, se conoce poco de su persona. ¿Es plausible mi versión novelada de la vida interior de Breuer? Existe alguna base histórica para mis su­posiciones: generaciones de analistas han especulado sobre la conclu­sión misteriosa y explosiva del tratamiento que Breuer dispensó a Ber­tha Pappenheim, y muchos, incluido Freud, han postulado que Breuer se enamoró de su bella y talentosa paciente.

En esta fase de su relación, Nietzsche se dedica diligentemente a la tarea de inventar una terapia para ayudar a Breuer, en general, a exa­minar su vida y para liberarle, en particular, de su obsesión por Bertha.

Varios capítulos siguen una estructura similar: Nietzsche y Breuer pa­san una hora en la que Nietzsche inventa una variedad de métodos para dejar al descubierto las raíces existenciales de la desesperación de Breuer. A veces accede a las peticiones de Breuer de una ayuda más di­recta y experimenta con métodos conductistas. Después de cada se­sión el lector ve las notas personales de la terapia que han escrito tanto Nietzsche como Breuer: una forma sugerida en mi primer libro, Every Day Gets a Ltttle Closer.

Nietzsche continúa inventando, empleando y descartando una va­riedad de enfoques terapéuticos existenciales hasta que finalmente, en los extractos que siguen, ofrece a Breuer su pensamiento más podero­so, repetición eterna: la importante y terrible idea que se estaba prepa­rando en la mente de Nietzsche en 1882 y que iba a desarrollar en su siguiente libro, Así habló Zaratustra.

La escena se sitúa en un cementerio donde Nietzsche ha acompa­ñado a Breuer, en una visita de éste a la tumba de sus padres. Han es­tado conversando agradablemente sobre sus padres fallecidos.

Para ambos hombres, la visita al cementerio abre viejas heridas de la infancia; a medida que pasean, se cuentan sus recuerdos. Nietzsche cuenta un sueño (un sueño real, no inventado) que recuerda de cuan­do tenía seis años, un año después de que su padre muriera.

El día que Nietzsche lloró. Capítulo 20

—Es tan vivo hoy como si lo hubiera soñado la noche pasada. Se abre una tumba y mi padre, vestido con un sudario, surge, entra en una iglesia y enseguida regresa llevando un niño pequeño en sus brazos. Baja al interior de su tumba con el niño. La tierra se cierne sobre ellos, y la lápida se desli­za sobre la abertura.

—Lo verdaderamente terrible fue que poco después de que tuviera ese sueño, mi hermano más pequeño se puso enfermo y murió de convul­siones.

—¡Qué horror! —dijo Breuer—. ¡Qué extraño haber tenido ese sueño anticipado! ¿Cómo lo explica?

—No puedo. Durante mucho tiempo me aterrorizó lo sobrenatural, y decía mis oraciones con un gran recogimiento. No obstante, en los últimos años, he empezado a sospechar que el sueño no tenía relación con mi hermano, que era por mí por quien había venido mi padre, y que el sueño es­taba expresando mi temor a la muerte.

Ambos hombres continuaron contándose sus recuerdos con una fluidez que nunca antes habían experimentado. Breuer recordó el sueño de un desas­tre que ocurría en su vieja casa: estando su padre sin poder hacer nada, rezando y meciéndose, envuelto en su manto de oraciones azul y blanco. Y Nietzsche describió una pesadilla en la que, al entrar en su habitación, veía, tumbado en su cama, a un anciano moribundo, con el estertor de la muerte en su garganta.

Ambos nos encontramos con la muerte muy pronto —dijo Breuer pensativamente—, y los dos sufrimos una espantosa y temprana pérdida. Yo creo, hablando por lo que a mí se refiere, que nunca me he recobrado. Pero usted, ¿qué hay sobre su pérdida? ¿Cómo ha sido eso de no tener un padre que le protegiera?

—¿Para protegerme o para oprimirme? ¿Fue una pérdida? No estoy se­guro. Puede haber sido una pérdida para el niño, pero no para el hombre. —¿Qué quiere decir? —preguntó Breuer.

Quiero decir que nunca tuve que soportar la carga de mi padre sobre mis hombros, nunca me vi asfixiado por el peso de su juicio, nunca se me inculcó que el objeto de la vida fuera hacer realidad sus ambiciones frustra­das. Su muerte puede muy bien haber sido una bendición, una liberación. Sus caprichos nunca constituyeron para mí la ley. Me dejaron solo para des­cubrir mi propio sendero, uno no hollado antes. ¡Piense sobre ello! ¿Podría yo, el Anticristo, haber exorcizado las creencias falsas, y buscado las nuevas verdades, con un padre clérigo haciendo una mueca de dolor con cada uno de mis logros, un padre que habría considerado mis luchas contra la ilusión como un ataque personal contra él?

Pero —replicó Breuer—, si usted hubiera tenido su protección cuan­do le necesitaba, ¿hubiera tenido usted que ser el Anticristo?

Nietzsche no respondió, y Breuer no le presionó más. Estaba apren­diendo a acomodarse al ritmo de Nietzsche: toda indagación que buscara la verdad estaba permitida, incluso era bienvenida; pero forzar demasiado encontraría resistencia. Breuer sacó su reloj, el que le había dado su padre. Era hora de volver al carruaje, donde les aguardaba Fischmann. Con el viento a sus espaldas, caminar resultaba más fácil.

Puede que usted sea más sincero que yo —aventuró Breuer—. Quizá los juicios de mi padre pesaron sobre mí más de lo que me pude dar cuen­ta. Pero casi siempre le eché mucho de menos.

—¿Qué es lo que usted echa de menos?

Breuer pensó en su padre y saboreó los recuerdos que pasaban ante sus ojos. El anciano, con el solideo en la cabeza, recitando una oración antes deprobar su cena de patatas hervidas con arenque ahumado. Su sonrisa cuan­do se sentaba en la sinagoga y miraba a su hijo entrecruzando los dedos en las borlas de su manto de oraciones. Su negativa a permitirle a su hijo que se echara hacia atrás en el movimiento iniciado en una partida de ajedrez: «1 osef, no me puedo permitir enseñarte malos hábitos». Su profunda voz de barítono, que llenaba la casa cuando cantaba los fragmentos a los jóvenes estudiantes que preparaban sus exámenes sobre los mandamientos de la ley judía.

—Creo que lo que más echo de menos es su atención. Era siempre mi principal auditorio, incluso hasta los últimos momentos de su vida, cuando sufría una confusión considerable y pérdida de memoria. Le contaba mis éxitos, mis triunfos en el diagnóstico, mis descubrimientos en la investiga­ción, hasta mis donaciones de caridad. Incluso después de su muerte, toda­vía constituyó mi auditorio. Durante años le estuve imaginando mirando por encima de mis hombros, observando y aprobando mis logros. Cuanto más se apaga su imagen, más lucho contra la sensación de fugacidad de to­das mis actividades y éxitos, de que no tienen un significado real.

—¿Está usted diciendo, Josef, que si sus éxitos podían ser registrados en la efímera mente de su padre, entonces poseerían significado?

—Sé que ello resulta irracional. Se asemeja mucho a la cuestión del so­nido del árbol que cae en un bosque vacío. ¿Tiene significado aquella acti­vidad que no ha sido observada?

—La diferencia está, desde luego, en que los árboles no tienen oídos, mientras que es usted, usted mismo, quien otorga el significado.

Friedrich, usted es más autosuficiente que yo: ¡más que ningún otro que yo conozca! Recuerdo, maravillado, ya en nuestro primer encuentro, su habilidad para prosperar con la falta absoluta de reconocimiento por parte de sus colegas.

Hace mucho, Josef, que aprendí que es más fácil afrontar una mala reputación que una mala conciencia. Además, yo no soy una persona codi­ciosa; yo no escribo para la multitud. Y sé como ser paciente. Quizá mis es­tudiantes no viven todavía. Tan sólo me pertenece el mañana. ¡Algunos fi­lósofos nacen póstumamente!

—Pero, Friedrich, creer que nacerás después de morir, ¿es eso tan di­ferente de mi nostalgia por la atención de mi padre?. Usted puede espe­rar, incluso hasta el día de mañana, pero también usted añora un público.

Hubo una larga pausa. Nietzsche finalmente asintió con la cabeza, di­ciendo entonces suavemente:

Quizá, quizá tengo los bolsillos llenos de una vanidad que todavía ha de ser expiada.

Breuer solamente hizo un gesto de asentimiento. No escapaba a su aten­ción que ésta era la primera vez que Nietzsche había admitido una de sus observaciones. ¿Iba a ser éste un punto de inflexión en su relación?

¡No, todavía no! Después de un momento, Nietzsche añadió:

—De todos modos, hay una diferencia entre codiciar la aprobación de un padre y esforzarse por elevar a aquellos que te seguirán en el futuro.

Breuer no respondió, aunque era obvio para él que los motivos de Nietzs­che no eran puramente autotrascendentes; él tenía sus propios recovecos para alentar el recuerdo. I loy le parecía a Breuer como si todos los motivos, los suyos y los de Nietzsche, surgieran de una sola fuente: el impulso de li­brarse del olvido que la muerte supone. ¿Se estaba haciendo demasiado morboso? Quizá era el efecto del cementerio. Probablemente, incluso una visita al mes resultaba una frecuencia excesiva.

Pero ni la morbosidad pudo estropear la atmósfera de este paseo. Pen­só en la definición de Nietzsche sobre la amistad: dos personas que se alían en busca de una verdad más elevada. ¿No era eso precisamente lo que él y Nietzsche habían estado haciendo ese día? Sí, ellos eran amigos.

Pensó que eso era un consuelo, incluso aunque Breuer sabía que su pro­funda relación y su discusión fascinante no le aproximaría más al alivio de su dolor. Por su amistad, trataría de ignorar esta idea perturbadora.

Sin embargo, como amigo, Nietzsche debía haber leído su pensamiento.

—Me gusta este paseo que damos juntos, Josef, pero no debemos olvi­dar la razón de ser de nuestros encuentros: su estado psicológico.

Breuer resbaló y se agarró a un delgado árbol para apoyarse cuando des­cendían de una colina.

Cuidado, Friedrich, esta pizarra es resbaladiza—. Nietzsche dio su mano a Breuer y continuaron el descenso.

He estado pensando —continuó Nietzsche—, que, aunque nuestra dis­cusión parece ser difusa, sin embargo, nos acercamos con paso firme hacia una solución. Es cierto que nuestros ataques directos hacia su obsesión por Bertha han resultado inútiles. Aunque en el último par de días hemos encon­trado el por qué: porque la obsesión no implica a Bertha, o no sólo a ella, sino una serie de significados incorporados a Bertha. ¿Estamos de acuerdo en esto?

Breuer asintió con la cabeza, queriendo sugerir amablemente que la ayuda no estaba yendo por el camino de tales formulaciones intelectualiza­das. Pero Nietzsche se apresuró a seguir su argumentación.

—Está claro ahora que nuestro error primario ha estado en considerar a Bertha el objetivo. No hemos elegido el verdadero enemigo.

—¿Y éste es?

—¡ Usted lo sabe, Josef! ¿Por qué me lo hace decir a mí? El verdadero enemigo lo constituye el significado que subyace en su obsesión. Piense en nuestra charla de hoy: una y otra vez, hemos vuelto a su miedo al vacío, al olvido, a la muerte. Está ahí en su pesadilla, en el terreno que se funde bajo sus pies, en su precipitación bajo la losa de mármol. Está ahí en su terror al ce­menterio, en sus inquietudes por el sinsentido, en su deseo de ser observado y recordado. La paradoja, su paradoja, es que usted se dedica a la búsqueda de la verdad, pero no puede soportar la visión de lo que usted descubre.

—Pero usted también, Friedrich, debe estar atemorizado por la muerte y por la falta de un dios. Desde el mismo principio, he preguntado, ¿Cómo puede soportarlo? ¿Cómo ha llegado a aceptar usted tales horrores?

—Puede que haya llegado el momento de decírselo —replicó Nietzs­che, de un modo que parecía profético—. Antes, no pensaba que estuviese preparado para oírme.

Breuer, sintiendo curiosidad por el mensaje de Nietzsche, prefirió, por una vez, no plantear objeciones a su voz profética.

—Yo no enseño, Josef, que uno deba «cargar» con la muerte, o «llegar a aceptarla». ¡En ese camino estriba la traición a la vida! Ésta es la lección que le doy: ¡Morir en el momento oportuno!

—¡Morir en el momento oportuno! —La frase sobresalió a Breuer. El placentero paseo de la tarde, de pronto, se hizo enormemente serio—. ¿Mo­rir en el momento oportuno? ¿Qué quiere usted decir? Por favor, Friedrich, no lo puedo soportar, como le he dicho una y otra vez, cuando dice algo im­portante de un modo tan enigmático. ¿Por qué hace eso?

—Usted plantea dos preguntas. ¿Cuál debo responder?

—Hoy hábleme sobre lo de morir en el momento oportuno.

¡Viva cuando esté viviendo! ¡La muerte pierde su terror si uno mue­re cuando ha consumado su propia vida! Si uno no vive en el momento oportuno, entonces no podrá nunca morir a su debido tiempo.

—¿Qué significa eso? —preguntó Breuer de nuevo, sintiéndose cada vez más frustrado.

—Pregúntese a sí mismo, Josef: ¿Ha consumado usted su vida?

¡Responde usted a las preguntas con otras preguntas, Friedrich!

Usted hace preguntas para las que conoce la respuesta —replicó Nietzsche.

Si yo supiera la respuesta, ¿por qué habría de preguntar?

¡Para evitar conocer su propia respuesta!

Breuer hizo una pausa. Sabía que Nietzsche tenía razón. Dejó de opo­ner resistencia y volvió la atención sobre sí mismo. «¿He consumado yo mi vida? He logrado mucho, más de lo que nadie podía haber esperado de mí.

—Amigo mío —susurró—, yo no puedo decirle cómo vivir de forma di­ferente porque, si lo hiciera, usted estaría viviendo todavía la concepción de otro. Pero, Josef, hay algo que puedo hacer. Puedo hacerle un regalo, el re­galo de mi pensamiento más brillante, mi pensamiento de pensamientos. Quizá puede ser de algún modo familiar para usted, ya que lo esbocé bre­vemente en Humano, demasiado humano. Este pensamiento será la fuerza rectora de mi próximo libro, quizás de todos mis libros futuros.

Su voz había bajado, adoptando un tono solemne, majestuoso, como si significara la culminación de alguna cosa anterior. Los dos hombres cami­naban cogidos del brazo. Breuer miraba hacia delante, como si esperara las palabras de Nietzsche.

—Josef, trate de aclarar su mente. ¡Imagine este experimento mental! ¿Qué pasaría si algún demonio fuera a decirle que esta vida, como ahora la vive y la ha vivido en el pasado, tendrá que vivirla una vez más, e innumera­bles veces más; y que no habrá nada nuevo en ello, pero que cada pena y cada alegría, y todo aquello inenarrable, pequeño o grande, de su vida vol­verá a usted, todo en la misma sucesión y secuencia: incluso este viento, y es­tos árboles, y esa resbaladiza pizarra, incluso el panteón y el terror, incluido este amable momento con usted y yo, cogidos del brazo, murmurando estas palabras?

Como Breuer permanecía en silencio, Nietzsche continuó:

—Imagine el eterno reloj de arena de la existencia vuelto a girar, una vez y otra, y otra. Y cada vez, también vueltos a girar usted y yo, como simples motas que somos.

Breuer hizo un esfuerzo para entenderle.

—Cómo es esta fantasía.

—Es más que una fantasía —insistió Nietzsche—, realmente más que un experimento mental. ¡Escuche tan sólo mis palabras! ¡Borre de la men­te todo lo demás! Piense en el infinito. Mire tras usted; imagine que está mi­rando infinitamente lejos en el pasado. El tiempo se extiende hacia atrás por toda la eternidad. Y, si el tiempo se extiende infinitamente hacia atrás, ¿no debe haber sucedido ya todo lo que puede suceder? Todo lo que pasa aho­ra, ¿no debe haber seguido este camino con anterioridad? Todo lo que aquí camina, ¿no debe haber caminado por este sendero antes? Y si todo ha pa­sado antes en la infinitud del tiempo, entonces, ¿qué piensa usted, Josef, de este momento, de nuestro susurrar conjunto bajo esta bóveda de árboles? ¿No debe esto, también, haber venido antes? Y el tiempo que se extiende hacia atrás infinitamente, ¿no debe también extenderse hacia delante por toda la eternidad? ¿No debemos nosotros, en este momento, en cada mo­mento, volver a ocurrir eternamente?

Éxito material, éxito científico, familia, hijos… pero ya hemos repasado todo eso antes.

—Evita usted todavía mi pregunta, Josef. ¿Ha vivido usted su vida? ) ha sido vivido por ella? ¿La ha elegido? ¿O le escogió ella a usted? ¿La ha amado? ¿O se arrepiente de ella? A eso es a lo que me refiero cuando pre­gunto si ha consumado usted su vida. ¿La ha aprovechado usted? ¿Recuer­da aquél sueño en el que su padre permanecía rezando, sin poder hacer nada, mientras estaba sucediendo una calamidad a su familia? ¿No es usted como él? ¿No permanece usted sin poder hacer nada, apenado por la vida que nunca vivió?

Breuer sintió que la presión aumentaba. Las preguntas de Nietzsche se le venían encima; no tenía defensa contra ellas. Apenas si podía respirar. Su pecho estaba a punto de estallar. Dejó de caminar por un momento y respi­ró profundamente tres veces antes de responder.

—Estas preguntas… ¡usted conoce la respuesta! ¡No, yo no he elegido! ¡No, yo no he vivido la vida que he querido! He vivido la vida que me ha sido asignada. Yo, el yo real, ha sido recubierto por la vida que he vivido.

—Y eso es, Josef, estoy convencido, la fuente primaria de su angustia. Y esa presión precordial es debida a que su pecho explota por la vida no vivi­da. Y su corazón marca el paso del tiempo. Y la codicia del tiempo es por la eternidad. El tiempo devora y devora y no devuelve nada. ¡Qué terrible es oírle decir que usted vivió la vida que le ha sido asignada! ¡Y qué terrible afrontar la muerte sin haber reivindicado nunca la libertad, incluso con todo su peligro!

Nietzsche estaba asentado con firmeza en su púlpito, haciendo sonar su voz profética. Una ola de decepción se cernió sobre Breuer; sabía ahora que no había ayuda para él.

—Friedrich —dijo—, estas son frases altisonantes. Las admiro. Remue­ven mi ánimo. Pero están lejos, alejadas de mí vida. ¿Qué significa la reivin­dicación de la libertad en la situación de cada día? ¿Cómo puedo ser yo li­bre? No es lo mismo que con usted, un joven soltero que ha renunciado a una sofocante carrera universitaria. ¡Es demasiado tarde para mí! Yo tengo familia, empleados, pacientes, estudiantes. ¡Es demasiado tarde! Podemos hablar una eternidad, pero no puedo cambiar mi vida: está entretejida dema­siado estrechamente con el hilo de otras vidas.

Hubo un largo silencio, que rompió Breuer, con voz cansada.

—Pero no puedo dormir, y ahora no puedo soportar esta presión en mi pecho—. El viento helado atravesaba su abrigo; sintió un estremecimiento y se envolvió en su bufanda, ajustándosela más en torno al cuello.

Nietzsche, en un raro gesto, le cogió el brazo.

Nietzsche guardó silencio, para darle tiempo a Breuer de asimilar este mensaje. Era mediodía, pero el cielo había oscurecido. Empezaba a caer una nieve ligera. El carruaje y Fischmann aparecieron a la vista.

En su vuelta hacia la clínica, los dos hombres resumieron su discusión. Nietzsche reclamaba que, aunque lo hubiera formulado en términos de un ex­perimento mental, su supuesto del eterno retorno podría ser probado cien­tíficamente. Breuer se mostraba escéptico sobre la prueba de Nietzsche, la cual se basaba en dos principios metafísicos: que el tiempo es infinito, y la fuer­za (la base del universo) es finita. Dado un número finito de estados poten­ciales del mundo, y una cantidad infinita de tiempo que ha pasado, se sigue, según Nietzsche, que todos los estados posibles deben haber ocurrido ya; y que el estado presente debe ser una repetición; y, de la misma manera, lo que da origen a algo y aquello mismo que es originado, y así sucesivamente, se remonta hacia el pasado y sigue adelante hacia el futuro.

La perplejidad de Breuer iba en aumento.

—¿Quiere usted decir que mediante las puras ocurrencias aleatorias, este momento preciso habría ocurrido previamente?

—Piense en el tiempo que ha existido siempre, el tiempo extendiéndo­se hacia atrás por toda la eternidad. En tal tiempo infinito, ¿no deben ha­berse repetido a sí mismas las recombinaciones de todos los sucesos que constituyen el mundo?

¿Como un gran juego de dados?

¡Precisamente! ¡El gran juego de dados de la existencia!

Breuer continuó cuestionando la prueba cosmológica de Nietzsche del eterno retorno. Aunque Nietzsche respondía a cada objeción, al final se im­pacientó y alzó sus manos.

Una y otra vez, Josef, ha pedido usted una ayuda concreta. ¿Cuántas veces me ha pedido que fuera relevante, que le ofreciera algo que pudiera cambiarle? Ahora le doy lo que usted solicita, y usted lo ignora perdiéndo­se en los detalles. Escúcheme, amigo mío, escuche mis palabras, esto es lo más importante de todo lo que alguna vez pueda llegar a decirle: ¡permita que este pensamiento tome posesión de usted, y le prometo que le cambiará para siempre!

Breuer permanecía inconmovible.

¿Pero cómo puedo creer sin pruebas? No puedo evocar una creencia. ¿He abandonado yo una religión para abrazar a otra?

—La prueba es extremadamente compleja. Todavía está inacabada y re­querirá años de trabajo. Y ahora, como resultado de nuestra discusión, no estoy seguro de si incluso debería tomarme la molestia de dedicar el tiempo a resolver la prueba cosmológica: quizás otros, también, la utilizarán como una distracción. Quizá, como usted, se perderán en las complejidades de la prueba e ignorarán el aspecto crucial, las consecuencias psicológicas del eterno retorno.

Breuer no dijo nada. Miró a través de la ventanilla del carruaje y sacudió levemente la cabeza.

Permítame adoptar otro camino —continuó Nietzsche—. ¿No me concederá usted que es probable el eterno retorno? No, espere, ¡no necesi­to ni eso! Vamos a decir simplemente que es posible, o meramente posible. Eso es suficiente. ¡Ciertamente es más posible y más probable que el cuen­to de hadas de la eterna condenación! ¿Qué pierde usted con considerarlo una posibilidad? ¿No puede usted pensar en ello, entonces, como la «apues­ta de Nietzsche»?

Breuer asintió con un gesto.

Le conmino, entonces, a considerar las implicaciones para su vida del eterno retorno, no de forma abstracta, sino ahora, hoy, ¡en el sentido más concreto!

—Usted sugiere —dijo Breuer—, que cada acción que lleve a cabo, cada dolor que experimente, será experimentado por toda la eternidad?

—Sí, el eterno retorno significa que cada vez que usted escoge una ac­ción, debe estar dispuesto a escogerla por toda la eternidad. Y ocurre lo mis­mo para cada acción no llevada a cabo, cada pensamiento que no llegó a ver la luz, cada elección evitada. Y toda la vida no vivida permanecerá, henchi­da, en su interior, sin ser vivida por toda la eternidad. Y la voz desatendida de su conciencia le gritará para siempre.

Breuer estaba mareado; era difícil escuchar. Trataba de concentrarse en los enormes bigotes que oscilaban hacia arriba y hacia abajo con cada pala­bra. Dado que su boca y labios estaban completamente ocultos, no se podía prevenir la llegada de las palabras. Ocasionalmente su mirada se cruzaba con los ojos de Nietzsche, pero eran demasiado severos, y desviaba su aten­ción hacia la carnosa pero potente nariz, o la dirigía hacia arriba, hacia las pobladas y prominentes pestañas que parecían bigotes oculares.

Breuer finalmente acertó con la pregunta:

Así pues, tal y como lo entiendo, ¿el eterno retorno promete una for­ma de inmortalidad?

¡No! —dijo Nietzsche con vehemencia—. Yo enseño que la vida no debería nunca ser modificada, o sofocada, por la promesa de algún otro tipo de vida en el futuro. Lo que es inmortal es esta vida, este momento. No existe una vida después de muertos, ni una meta hacia la que apunte esta vida, ni un tribunal o un juicio apocalípticos. Este momento existe para siempre, y us­ted, solo, es su único público.

Breuer se estremeció. A medida que las escalofriantes implicaciones d, la propuesta de Nietzsche se hacían más claras, dejó de resistirse y, en lugar de ello, entró en un estado de extraña concentración.

—Así pues, Josef, lo digo una vez más, permita que este pensamiento torne posesión de usted. Ahora tengo una pregunta que hacerle: ¿Odia la idea? ¿O la ama?

—¡La odio! —contestó Breuer casi gritando—. Vivir para siempre con la sensación de que no he vivido, de que no he probado la libertad; la idea me horroriza por completo.

—Entonces —k exhortó Nietzsche—, ¡viva de tal modo que ame usted la idea!

Todo lo que yo amo ahora, Fríedrich, es el pensamiento de que he cumplido con mi deber hacia los demás.

—¿Deber? ¿Puede el deber anteponerse a su amor por usted mismo y por su propia búsqueda de una libertad sin condiciones? Si usted no se ha realizado a sí mismo, entonces «deber» es meramente un eufemismo para utilizar a los demás para su propia prolongación.

Breuer hizo acopio de energía para una refutación más.

Hay una cosa que se llama deber hacia los demás, y yo he sido fiel a ese deber. Ahí, al menos, tengo el coraje de mis convicciones.

—Mejor, Josef, mucho mejor, tener el coraje de cambiar sus conviccio­nes. Deber y fidelidad son farsas, cortinas para esconderse detrás. La auto-liberación significa un sagrado no, incluso al deber.

Asustado, Breuer miró fijamente a Nietzsche.

Usted quiere llegar a ser usted mismo —continuó Nietzsche—. ¿Cuán­tas veces le he oído decir eso? ¿Cuántas veces se ha lamentado usted de que nunca ha conocido su libertad? Su divinidad, su deber, su fidelidad: estos son las barrotes de su prisión. Usted perecerá de tales pequeñas virtudes. Debe aprender a conocer su maldad. Usted no puede ser parcialmente libre: sus ins­tintos, también, están sedientos de libertad; sus perros salvajes en el sótano la­dran por la libertad. Escuche con más atención, ¿puede usted oírlos?

Pero yo no puedo ser libre —imploró Breuer—. He hecho sagrados votos de matrimonio. Tengo un deber que cumplir con mis hijos, mis estu­diantes, mis pacientes.

Para hacer hijos debe usted primero hacerse a sí mismo. De otro modo, buscará los hijos en las necesidades animales, o en la soledad, o para tapar sus propias deficiencias. Su tarea como padre no es producir otro yo, otro Josef, sino algo más elevado. Es producir un creador.

¿Y su mujer? —Nietzsche prosiguió inexorable—. ¿No es ella tan prisionera de este matrimonio como usted? El matrimonio no debería ser

una prisión, sino un jardín en que cultivara algo más elevado. Quizás el único modo de salvar su matrimonio es terminar con él.

—I le hecho sagrados votos de matrimonio.

—El matrimonio es algo grande. Es una gran cosa ser dos para siempre, para seguir queriéndose. Sí, el matrimonio es sagrado. Y sin embargo… —la voz de Nietzsche se fue apagando.

—¿Y sin embargo? —preguntó Breuer.

—El matrimonio es sagrado. Sin embargo —la voz de Nietzsche sonó dura— ¡es mejor romper el matrimonio que ser destrozado por él!

Breuer cerró los ojos y quedó sumido en profundos pensamientos. Nin­guno volvió a hablar durante el resto del viaje.

Notas de Friedrich Nietzsche sobre el doctor Breuer, 16 de diciembre de 1882

Un paseo que empezó soleado y acabó oscurecido. Quizá nos adentramos demasiado en el cementerio. ¿Deberíamos haber regresado antes? ¿Le he pro­porcionado una idea demasiado poderosa? El eterno retorno es un mazo po­deroso. Destrozará a aquellos que no están preparados todavía para ella.

¡No! Un psicólogo, un esclarecedor de almas, necesita ser inflexible más que ningún otro. De lo contrario quedará abotagado por la piedad. Y su alum­no ahogado en un charco de agua.

Sin embargo, al final de nuestro paseo, Josef parecía profundamente pre­sionado, apenas capaz de conversar. Algunos no nacen fuertes. Un verdadero psicólogo, igual que un artista, debe amar su paleta. Quizás era necesaria más amabilidad, más paciencia. ¿No habré quitado los ropajes antes de enseñar cómo tejer un nuevo vestido? ¿Le he enseñado «libertad respecto a» sin ha­berle enseñado «libertad para»?

No, un guía debe ser una reja en el torrente, pero no debe ser una muleta. El guía debe dejar al descubierto las huellas que se extienden ante el alumno. Pero no debe elegir el camino.

«Sé mi maestro —solicita—. «Ayúdame a superar la desesperación.» ¿Ocultaré yo mi sabiduría? ¿Y la responsabilidad del alumno? Debe curtirse para el frío, sus dedos deben asir la reja, debe perderse muchas veces, o equi­vocar el camino antes de encontrar el correcto.

En las montañas, sólo yo sigo el camino más corto, desde una cima a la otra. Pero los alumnos pierden su camino cuando me adelanto demasiado. Debo aprender a acortar el paso. Hoy puedo haber ido demasiado rápido. De­sentrañé un sueño, separé una Bertha de la otra, volví a enterrar la muerte, y enseñé a morir en el momento oportuno. Y todo esto no fue sino un intento de acercamiento al poderoso tema del retorno.

¿Le he adentrado demasiado prolundamente en el sufrimiento? A mentid, , parecía demasiado afectado como para oírme. Sin embargo, ¿que es lo que d safié? ¿Qué destruí? ¡Tan sólo valores vacíos y creencias vacilantes! ¡Aquel!, que se tambalea, uno debería derribarlo también!

Hoy comprendí que el mejor maestro es el que aprende de sus alumno, Quizá tiene razón sobre mi padre. ¡Qué diferente habría sido mi vida si no I( hubiera perdido! ¿Puede ser cierto que mi crítica sea tan dura debido a que le odio por haber muerto? ¿Y critico tan alto porque todavía ansío un público?

Me preocupa su silencio al final. Sus ojos estaban abiertos, pero no parecía ver. Apenas respiraba.

Sin embargo, yo sé que el rocío cae más fuerte cuando la noche es más si­lenciosa.

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