Las raíces del descontento

Las raíces del descontento

La razón más importante por la cual es tan difícil alcanzar la felicidad es que el universo no fue diseñado pensando en la comodidad de los seres humanos. Es casi inconmensurable­mente enorme y en su mayor parte está hostilmente vacío y frío. Es un lugar de gran violencia, como cuando de forma oca‑

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sional una estrella explota y convierte en cenizas todo lo que hay en miles de millones de kilómetros alrededor. El raro pla­neta cuyo campo gravitatorio no rompería nuestros huesos está probablemente nadando en gases letales. Incluso en el planeta Tierra, que puede ser tan idílico y bello, nada puede darse por seguro. Para sobrevivir en él, hombres y mujeres han tenido que luchar durante millones de años contra el hielo, el fuego, las inundaciones, los animales salvajes y los invisibles microor­ganismos que aparecen de la nada para matarnos.

Parece que cada vez que evitamos un peligro que nos acecha, una amenaza más sofisticada aparece en el horizonte. Tan pron­to inventamos una substancia, sus productos derivados empie­zan a contaminar el entorno. A lo largo de la historia, las armas que fueron diseñadas para proporcionarnos seguridad, se han vuelto contra nosotros y han amenazado con destruir a quienes las construyeron. A la vez que vencemos algunas enfermedades, surgen otras nuevas más virulentas, y si, durante un cierto tiem­po, la mortandad se reduce, luego la superpoblación empieza a amenazarnos. Los cuatro jinetes del Apocalipsis nunca han es­tado muy lejos. La tierra puede ser nuestro único hogar, pero es un hogar lleno de trampas que pueden saltar en cualquier mo­mento.

Y no es que el universo se comporte por azar, en un sentido matemático abstracto. La velocidad de las estrellas, la trans­formación de la energía que se sucede en él pueden predecirse y explicarse bastante bien. Pero los procesos naturales no tie­nen en cuenta los deseos humanos. Son sordos y ciegos ante nuestras necesidades y por ello son como el azar, en contraste con el orden que intentamos establecer gracias a nuestros ob­jetivos. Un meteorito en ruta de colisión con la ciudad de Nue­va York puede estar obedeciendo todas las leyes del universo, pero seguirá siendo un maldito inconveniente. El virus que ataca las células de un Mozart sólo está haciendo lo que su na­turaleza le ordena, incluso aunque esté infligiendo una gran pérdida para la humanidad. «El universo no es hostil, pero

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Fluir (Flow)

tampoco es amigable— en palabras de J.H. Holmes—; sencilla­mente es indiferente.»

El caos es uno de los conceptos más antiguos que hallamos en los mitos y en la religión. Es algo extraño a la ciencia física y a la biología puesto que, en términos de sus leyes, los aconteci­mientos del cosmos son perfectamente razonables. Por ejemplo, la «teoría del caos» en la ciencia intenta describir regularidades que parecen ser debidas enteramente al azar. Pero el caos tiene un significado distinto en psicología y en las demás ciencias hu­manas ya que si los objetivos y los deseos humanos se toman como el punto de partida, entonces hay un desorden irreconci­liable en el cosmos.

Y no es mucho lo que podemos hacer como individuos para cambiar el modo en que actúa el universo. En nuestra vida po­demos tener muy poca influencia sobre las fuerzas que inter­fieren en nuestro bienestar. Es importante que hagamos lo que podamos para impedir una guerra nuclear, para abolir las injus­ticias sociales, para erradicar el hambre y la enfermedad. Pero es prudente no esperar que los esfuerzos por cambiar las condi­ciones externas vayan a mejorar de inmediato la calidad de nuestra vida. Como J.S. Mill escribió, «No son posibles los grandes cambios en el destino de la humanidad hasta que tenga lugar un gran cambio en la constitución fundamental de su modo de pensar».

Cómo nos sentimos, la alegría de vivir, dependen en último término y directamente de cómo la mente filtra e interpreta las experiencias cotidianas. Si somos o no felices depende de nues­tra armonía interna y no del control que somos capaces de ejer­cer sobre las grandes fuerzas del universo. Ciertamente debere­mos seguir aprendiendo cómo dominar el entorno externo, porque nuestra supervivencia física depende de ello, pero este dominio no va a añadir ni un ápice a que nos sintamos bien como individuos, o a reducir el caos del mundo tal y como lo experimentamos. Para hacerlo, debemos aprender a conseguir el dominio también sobre la conciencia.

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La revisión del concepto de la felicidad

Cada uno de nosotros tiene una idea, aunque sea vaga, de lo que le gustaría conseguir antes de morirse. Lo cerca o lejos que lleguemos a conseguir este objetivo se convierte en la medida de la calidad de nuestra vida; si al menos lo hemos conseguido en parte, sentimos felicidad y satisfacción.

Para la mayoría de personas sobre el planeta, los objetivos vitales son simples: sobrevivir, dejar descendencia que a su vez sobreviva y, si es posible, hacer todo esto con una cierta cantidad de comodidad y dignidad. En los barrios de chabolas que se extienden por los alrededores de las ciudades sudameri­canas, en las regiones barridas por el hambre de África, entre los millones de asiáticos que tienen que solucionar día a día el problema del hambre, no se puede tener esperanzas de mucho más.

Pero tan pronto estos problemas básicos están resueltos, te­ner solamente la comida suficiente y un refugio confortable no satisface a las personas. Se sienten nuevas necesidades. El di­nero y el poder son las expectativas en alza y, mientras nuestro nivel de salud y comodidad sigue incrementándose, el senti­miento de bienestar que esperábamos conseguir con ello sigue retrocediendo en la distancia. Cuando Ciro el Grande tenía diez mil cocineros preparándole nuevos platos para su mesa, el resto de Persia casi no tenía qué comer. En nuestros días cada hogar del «primer mundo» tiene acceso a recetas de los lugares más diversos y puede duplicar los festines de los emperadores del pasado. ¿Pero esto nos hace sentir más satisfechos?

Esta paradoja de las expectativas en alza sugiere que mejorar la calidad de vida es una tarea inacabable. De hecho no hay nin­gún problema inherente en nuestro deseo de ir escalando obje­tivos mientras disfrutemos con la lucha que debemos realizar durante el camino. El problema existe cuando las personas están tan obsesionadas en lo que quieren conseguir que ya no obtie­nen placer con el presente. Cuando esto sucede, pierden su oportunidad para contentarse.

A pesar de que la evidencia sugiere que la mayoría de per‑

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sonas están atrapadas en esta noria de las expectativas al alza, muchas de ellas han hallado el modo de escaparse. Son perso­nas que, sin importar sus condiciones materiales, han sido ca­paces de mejorar la calidad de sus vidas, se sienten satisfechas y han logrado que las personas que les rodean también se sientan algo más felices.

Tales individuos tienen ganas de vivir, están abiertos a una gran variedad de experiencias, siguen aprendiendo hasta el día de su muerte y tienen fuertes lazos y compromisos con otras personas y con el entorno en que viven. Disfrutan de todo lo que hacen, incluso aunque sea algo tedioso o difícil, pocas ve­ces se aburren y pueden tomarse con calma cualquier cosa que les suceda. Tal vez su mayor fuerza resida en que controlan sus vidas. Más tarde veremos cómo han logrado alcanzar este estado. Pero antes de que lo hagamos, necesitamos revisar al­guno de los instrumentos que se han ido desarrollando a lo lar­go del tiempo como protección contra la amenaza del caos y las razones de por qué a menudo estas defensas no funcionan.

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