Capítulo III ENFERMEDAD Y CARÁCTER: ¿SOMOS TODOS UN POQUITO BIPOLARES?

Capítulo III

ENFERMEDAD Y CARÁCTER:
¿SOMOS TODOS UN POQUITO BIPOLARES?

Todo hombre tiene tres variedades de carácter:
el que realmente tiene, el que aparenta y el que cree tener.
J. B. A. KARR

Conceptualmente, no se puede ser «un poquito bipolar», del mismo modo que no se puede tener un poquito de esclerosis múltiple o un poquito de cáncer. Una enfermedad se tiene o no se tiene. El trastorno bipolar, concretamente, lo sufren —en al­guna de sus formas— entre el 4 y el 6 por ciento de la población mundial. Es cierto que mucha más gente sufre de importantes alteraciones del estado de ánimo, pero ello no significa que tengan trastorno bipolar (aunque no estaría de más que visitaran a un psiquiatra para descartarlo). ¿Cuándo podemos considerar que dichas alteraciones se elevan a la categoría de trastorno bipolar? La respuesta es más sencilla de lo que parece, al menos en princi­pio: cuando provocan un importante sufrimiento —a uno mismo y a su entorno— y perjudican su funcionamiento sociolaboral. ¿De dónde sale esta definición? Como la mayoría de las definicio­nes en medicina, nace del consenso entre expertos. Pensemos en el caso de la tensión arterial: ¿por qué se considera que una ten­sión de 120/80 es «normal» y una tensión de 140/90 es «alta»? Por consenso entre los expertos. Ello quiere decir que una persona con

una tensión de 125/90 puede considerarse «normotenso» pero tendrá que prestar especial atención a su tensión arterial.

¿Es difícil identificar a alguien que sufre trastorno bipolar? Relativamente: es más fácil encontrar una aguja en un pajar. En­tre otras cosas porque, en el caso de la aguja, nos podemos servir de la tecnología: con algo tan sencillo como un imán podemos rastrear el pajar y alcanzar la aguja. En el caso de los trastornos bipolares, todavía no podemos hacer un uso diagnóstico de la tecnología; el trastorno bipolar, como el resto de los trastornos psiquiátricos, se diagnostica a partir de unos criterios estrictos y bien definidos. Existen dos clasificaciones ampliamente utilizadas que nos sirven a los profesionales para unificar criterios diagnós­ticos: la Clasificación Internacional de las Enfermedades (CIE­10, porque está en su décima edición), a cargo de la Organización Mundial de la Salud, y el DSM-V (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), la que realiza la Asociación Ame­ricana de Psiquiatría de Estados Unidos. Ambas son práctica­mente iguales y sólo varían en algunos matices. Los psiquiatras o psicólogos deben ser expertos en el uso de estos criterios, ya que a partir de ellos realizarán el diagnóstico. En la actualidad no existen analíticas, pruebas de neuro imagen o de otro tipo que sirvan para diagnosticar una enfermedad psiquiátrica, aunque es probable que lleguen a existir en un futuro no muy lejano.

El trastorno bipolar, como la mayoría de las enfermedades psiquiátricas, es consecuencia de una serie de alteraciones psico­biológicas. No es una consecuencia de la sociedad actual, ya que, en otras culturas que —teóricamente— no padecen el nivel de estrés y alienación aparentemente asociado solbre todo a las so­ciedades industrializadas, el porcentaje de enfermos bipolares es similar.

El bipolar no es un trastorno de la personalidad, aunque como cualquier enfermedacl crónica puede tener consecuencias sobre ella. Los autores de este libro llevamos varios años tratando a personas que padecen trastorno bipolar y hemos podido cons­tatar que no hay dos pacientes iguales; es decir, no hay un «ca­rácter» bipolar. Cada uno de nuestros pacientes es una persona única, con una visión distinta de la vida, con diferentes historias personales y familiares, situaciones sociales o económicas, víncu­los culturales, creencias e ideologías. Cada paciente es un nuevo reto.

Pero no partimos de cero con cada nuevo paciente. De ser así, raramente podríamos ayudarle o sacar provecho de la expe­riencia clínica acumulada no sólo por nosotros sino —sobre todo— por todos los psiquiatras y psicólogos que, en todo el mundo y a lo largo de muchos años, trabajan con pacientes si­milares a los nuestros. La psiquiatría, como parte de la medicina, es una ciencia, y una tarea fundamental de la ciencia es la acu­mulación de experiencia para hallar similitudes no entre los pa­cientes sino entre los conjuntos de síntomas que éstos presentan. De esta forma, se ha podido ver que algunos modos de enfermar se parecen entre sí y obedecen a leyes prácticamente universales, y con ello llegar a un consenso sobre la existencia de distintas enfermedades y de subtipos diferentes dentro de una misma en­fermedad. Diagnosticar a un paciente nos sirve para que éste pueda beneficiarse del conocimiento científico sobre su enferme­dad, para no caer en errores innecesarios y para que podamos facilitarle un tratamiento que se adecue a lo que le pasa. Por el contrario, diagnosticar no debe servir nunca para «etiquetar» a un paciente, ya que ello podría acabar por llevar al profesional a actitudes de prejuicio y a no prestar la suficiente atención al

proceso propio de cada paciente. Las enfermedades se parecen, pero los enfermos no.

Otro aspecto clave de la aplicación del método científico a la práctica de la psiquiatría y la psicología es la necesidad de descar­tar hipótesis o técnicas una vez que se muestra su ineficacia o falta de base empírica. Ello nos ha permitido, con el paso del tiempo, ir sustituyendo las distintas teorías y tratamientos a me­dida que se iban quedando obsoletos. Hoy día ya nadie utiliza, por ejemplo, la trepanación o el coma insulínico para tratar una enfermedad psiquiátrica. La frenología quedó descartada hace más de dos siglos, y otros paradigmas clásicos de la historia de la psiquiatría y la psicoterapia, como el psicoanálisis, entonan su canto del cisne ante la ausencia de una base científica que los apoye como tratamiento de enfermedades del cerebro.

Un aspecto clave en medicina es realizar un buen diagnósti­co diferencial: decidir, en función de nuestra experiencia y explo­raciones complementarias —en caso de que existan—, no sólo qué enfermedad tiene un paciente, sino, sobre todo, qué dolencia no tiene, a pesar de que muchas enfermedades compartan varios síntomas (por ejemplo, un paciente con estornudos, cansancio y lagrimeo puede padecer un simple resfriado o una alergia). Como ya hemos comentado, este procedimiento es especialmente com­plejo en psiquiatría por la ausencia de exploraciones comple­mentarias (analíticas, pruebas de neuroimagen, etcétera) con suficiente especificidad diagnóstica. Por ello, el error diagnóstico es relativamente común en el caso de los trastornos bipolares, ya que muchos son diagnosticados corno depresión «unipolar» (sin manía o hipomanía) si el psiquiatra no identifica correctamente las (hipo)manías; como esquizofrenia, si nos fijamos únicamente en los síntomas psicóticos, o como trastorno de la personalidad

si somos incapaces de determinar claramente la presencia de de­presión, manía o episodios mixtos. Afortunadamente, el error diagnóstico es cada vez menos frecuente, sobre todo gracias a la cada vez mejor formación de los psiquiatras y a la existencia de criterios diagnósticos muy claros. Es muy probable que, en un futuro cercano, podamos contar también con la ayuda de prue­bas de laboratorio más específicas que eviten cualquier posible confusión.

El trastorno bipolar puede darse en cualquier edad: hay casos que se han iniciado a los 4 años y hay otros causados por otra enfermedad que se han producido pasados los 90. Afecta por igual a hombres y a mujeres; no distingue etnias, nacionalidades, cul­turas o clases socioeconómicas.

No todos somos bipolares, ni siquiera un poquito. Pero todos podemos empezar a sufrir la enfermedad en algún momento de nuestra vida.

RECUERDE QUE…

Entre el 4 y el 6 por ciento de la población mundial sufre trastorno bipolar.

El trastorno bipolar se determina exclusivamente a través de una entrevista diagnóstica realizada por un experto.

El diagnóstico no sirve para estigmatizar a nadie, sino para permitir que reciba un tratamiento adecuado.

El trastorno bipolar afecta prácticamente por igual a hombres y mujeres.

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