¿Por qué los niños se portan peor con los padres que con los extraños?

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Leí este artículo en una publicación de difusión masiva que dice tomar los contenidos de una investigación:

El Departamento de Psicología de la Universidad de Washington realizó una investigación en la cual estudiaron a 500 familias y midieron a los hijos teniendo en cuenta las siguientes variables: quejas, llantos, gritos, intento de golpes, actuar de forma torpe, olvidar cómo caminar o hablar.

El doctor KP Leibowitz, autor del estudio explica:

«Lo que encontramos fue que niños de ocho meses de edad podían estar jugando felizmente y de repente, al entrar sus madres en la habitación, empezaban a llorar, a liberar su rabia y a necesitar su atención inmediata. Esto sucedió en el 99,9% de los niños, pues el 0,1% fue un niño con dificultades de visión, que al oír la voz de su madre empezó a tirar cosas y a pedir comida a pesar de haber comido. Verdaderamente fascinante».

Dr. KP Leibowitz

La investigación demostró que el 100% de los niños eran más sensibles a las instrucciones que se daban en un tono de voz normal si venían de alguien diferente a la madre. En cambio, para conseguir los mismos resultados de comportamiento, las madres tenían que elevar su tono de voz. Muchas madres se preguntarán: “¿Cuántas veces pedimos las cosas más de 3 veces y su papá con decirlo una sola vez es suficiente?“.

Según el doctor Leibowitz, el causante de este mal comportamiento es el olor que enmascara las feromonas naturales que emanan las madres para ofrecer a sus hijos ”alivio».

Es decir, que como expertos cazadores estrategas, nuestros hijos nos huelen, nos perciben, advierten nuestra presencia y despliegan su necesidad de mamá, para que tarde o temprano nos entreguemos a brindarles alivio.

El dato puro y bruto de la investigación es muy interesante y tranquilizador, el 100% de los niños se porta peor con sus padres que con otras personas.

Es tranquilizador saber que así son las cosas y punto. Esto nos obliga a modificar nuestras expectativas como padres y no mortificarnos más allá de lo razonable. 

Lo que es un horror incomprobable es el análisis etiológico (el análisis de las causas), ¡¡¡ las feromonas!!!, la verdad me reí un buen rato. La ceguera anti estructural del mundo cognitivo conductual, de cajas negras, termina diciendo pavadas, tan ridículas como el desvarío desenfrenado del mundo interpretativo psicoanalítico que sólo compara ideas con ideas.

Pero respondamos rápidamente, Klein diría: ‘Es la simbiosis, estúpido’.

Es la simbiosis la que provoca el mal comportamiento. El adulto, el progenitor, tiene la responsabilidad primaria e irrenunciable de individuar al crío. De acogerlo al mundo en un nido simbiótico y de extirparlo lentamente de tal nido para prepararlo para el mundo, como un ser individuado psicológicamente y no eternamente pegoteado al nido simbiótico y simbiotizante.

¿Por qué la simbiosis?

 

La subjetividad del niño es casi totalmente unilateral, sólo puede comprender casi exclusivamente el bien inmediato, el bien impostergado, el bien del aquí y ahora, y digo ‘casi’, porque hay que dejar la puerta abierta para que el proyecto de hombre incluya la frustración, la postergación del deseo, en definitiva, la ley.

Ese bien impostergado e inmediato que el niño reclama siempre es la satisfacción plena y total de su deseo en la unión simbiótica, oceánica, total, indiferenciada con su principal figura de apego, usualmente sus padres, y más aún su madre (generalmente).

De ahí queda claro. El niño se objetiviza (no que se vuelva objeto, sino que se vuelve más objetivo) con un extraño. Automáticamente, inconscientemente se pone, de algún modo, fuera de la simbiosis y tiende a portarse mejor, a portarse más según la expectativa de reglas objetivadas por el extraño.

Con sus padres, por el contrario, las reglas objetivantes del comportamiento son una amenaza para la simbiosis, la individuación de sí mismo se le aparece como un desgarro total de lo que más ama y como una amenaza de disolución de la propia identidad. Por supuesto, la reacción más natural es el ‘mal comportamiento’, el intento de destrucción de la postergación del deseo, el no soportar la frustración, la destrucción de la ley.

El rol del padre será siempre sostener la individuación y la independencia del hijo, y eso es siempre doloroso, como el águila que empuja al hijo fuera del nido sin saber si se va a estrellar o va a aprender a volar.

El que cede en la demagógica y cómoda elección de ser sobreprotector y paternalista termina haciendo de su hijo un tullido, un imberbe, un paralítico, alguien que no aprendió a caminar por miedo de rasparse las rodillas.

La frustración propia de la ley no se ‘consensúa’.  Al menos principalmente, puede que haya un espacio de consenso que irá creciendo con la edad, pero el consenso no es el principal cincel con el que se labra lo más profundo de la identidad de un niño. Muy por el contrario, ese cincel es la expectativa del padre de tener un hijo autónomo, no simbiótico, independiente, finalmente libre. Y porque cree que debe ser verdaderamente libre lo educa sin ningún tipo de consenso respecto de ser simbiótico o no respecto de su hijo, lo quiere ‘no simbiótico’ y punto. Eso no se negocia, ni mucho menos se consensúa, y le disguste a quien le disguste, eso se ‘impone’.

La libertad se administra gradualmente para que el imberbe no ceda en la tentación de ser esclavo del deseo. La libertad si es verdaderamente plenificante conlleva la no esclavitud de lo inmediato, del aquí y ahora. La libertad si es verdaderamente plenificante otorga la posibilidad de elegir construirse a sí mismo sin ataduras, construir lo mejor de sí mismo, sin que la infantil simbiosis nos deje atados a infantiles deseos y a infantiles urgentes satisfacciones.

Se puede ser intensamente libre aun preso, Mandela estuvo tras las rejas 27 años construyendo el Mandela capaz de transformar Sudáfrica en un Sudáfrica distinto. Si hubiese cedido a sus deseos inmediatos de liberación, Mandela no habría sido Mandela.

Pero ese Mandela capaz de cambiar los rumbos de Sudáfrica se forjó en una infancia que, según las mismas palabras de Mandela, estuvo signada por la costumbre, el ritual y el tabú. Conceptos con mala prensa hoy en día, sobre todo después de la deconstrucción demonizadora freudiana, pero que a pesar de todo conservan un núcleo valioso en la construcción de la identidad de un niño. Los tres elementos son representantes o modos de la ley. Son objetivantes del niño. Son bisturíes de la simbiosis.

Por supuesto, el exceso de ley o de intento de objetivación del otro desemboca en el fenómeno más estudiado del siglo XX, el trauma. Casi toda la psicología del siglo XX se volvió ‘anti traumática’ y tiró el niño con el agua sucia, no siempre de modo explícito, pero en todos los casos propicia al demonización del ‘trauma’ de modo implícito. Aquí bebe tal vez el más potente elemento de la génesis de la posmodernidad.

Con esto no quiero ‘redimir’, ni ‘bautizar’ el trauma, pero tampoco demonizarlo y convertirlo en la abominación de la desolación, el mal de los males, como ha hecho implícitamente toda la psicología moderna. 

El padre posmoderno ha internalizado un miedo traumático de no traumar y se ha vuelto sobreprotector en un grado endémico. Esta es la principal causa de la abolición de la educación en la actualidad, de la violencia brutal, de la falta de respeto por la ley, de la ausencia de ideales, etc. No me extiendo en eso porque haría falta un libro.

Sí quiero terminar poniendo de relieve lo siguiente, todo padre deberá enfrentarse a dos riesgos. El de traumatizar o el de ser sobreprotector (lo cual a la postre terminará siendo monstruosamente traumático).

El riesgo de imponer en demasía la ley y traumatizar de algún modo es infinitamente menor que el riesgo de sobreproteger.

La persona traumada se cura, todos los somos en alguna medida y eso significa ser un neurótico común y corriente. Pero se cura porque a pesar del trauma, la ley traumante, o expectativa, o exigencia transmite estructura, tal vez no la más adecuada, pero estructura al fin. El hombre termina configurándose y constituyéndose a favor o en contra de esa ley, pero se estructura.

La persona sobreprotegida, que ha sido absorbida por la simbiosis, hasta ahora no he descubierto estrategia real de cómo curarla en contexto terapéutico de consultorio, paciente-psicólogo. Aquí, si hay algo que funciona, y con mucha dificultad, es incluir la familia. Funciona si es que los padres están dispuestos a hacer cambios atroces en sus vidas, lo único que funciona aquí es la teoría sistémica. En otras palabras, aunque tarde, que los padres estructuren mediante leyes a este pseudópodo resultante de su propia simbiosis, que es la babosa informe que llaman hijo, y de la que principalmente tienen culpa. Pero los padres rara vez ven la profundidad del peligro, y más raramente proceden a extirpar de sí al hijo para que sea alguien autónomo (literalmente que se da su propia ley).

Puedo parecer alarmista pero termino esto poniéndolo simplemente en términos de experiencia. En mi consultorio desde cierto punto de vista (con los errores de toda generalización) puedo dividir los pacientes en dos tipos: traumatizados y sobreprotegidos. Los traumatizados son por padres muy exigentes o padres abandónicos que han hecho enfrentarse a sus hijos de un modo muy temprano a las exigencias de la vida. Los sobreprotegidos son aquellos que tienen padres omnipresentes buscando de algún modo satisfacer hasta el menor de los deseos del hijo.

De los traumatizados, en consultorio, la mayoría han sido éxitos terapéuticos, por supuesto han habido fracasos también.

De los sobreprotegidos al día de hoy sólo fueron fracasos.

 

 

 

 

 

 

 

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